—La revolución ha triunfado en Rusia. Es el primer paso…
A principios de noviembre según el calendario gregoriano, o a finales de octubre según el juliano, llega la noticia que los obreros de todo el mundo desean: en Rusia, según palabras de Lenin, que ha vuelto a su país desde el exilio, «se procede a la construcción del orden socialista». Es la culminación de casi un año de luchas, de enfrentamientos entre los campesinos y los dueños de las tierras, de intentos de los zaristas por detener el proceso y devolver a Nicolás II al poder, de amotinamientos de los soldados que parten al frente…
Lenin y Trotski, bolcheviques, los nuevos hombres fuertes, piden que se inicien las negociaciones entre las distintas potencias para acabar con la guerra, sin vencedores ni vencidos, sin anexiones ni indemnizaciones, y han abolido las grandes propiedades territoriales para que se socialice la tierra o para que se reparta entre los campesinos pobres según la decisión de cada sóviet. Es la gran aspiración de los obreros, un orden socialista, no basado en el poder económico sino en los intereses de los trabajadores. Manuel está entusiasmado; después de Rusia la revolución llegará a otros países y las cabezas coronadas caerán una a una hasta llegar a España.
—Ya veremos qué pasa, ni siquiera está claro que en Rusia vaya a haber paz; después de la Gran Guerra se van a meter en una guerra civil… Además, tú no eres ni socialista ni comunista, eres anarquista. Y yo no soy nada, lo único que me interesa es la oficina.
Blanca no comparte la alegría de Manuel, a ella le da igual lo que pase en Rusia y duda de que lo mismo vaya a pasar en España; lo que le preocupa, aunque lo desee con toda su alma, es que la guerra por fin se acaba y han de intensificar el trabajo. Cuando se firme la paz, tendrán que colaborar para que los prisioneros vuelvan a casa lo antes posible. Va a ser un caos, todos los intercambios que puedan hacerse ahora evitarán posibles represalias de los vencedores y los vencidos. Hay millones de personas afectadas, familias desplazadas que deben volver a sus hogares… El trabajo es intenso, más aún que aquellos primeros días en los que tenían miles de cartas sin leer, no sabían cómo plantear la tarea y sólo eran media docena de trabajadores bien intencionados que lo único que podían aportar eran sus conocimientos de idiomas.
—¿Habíamos recibido alguna carta de dentro de España?
—No recuerdo, creo que no.
—Aquí tienes entonces la primera.
A la atención de su majestad, el rey de España.
Estimado don Alfonso:
Le extrañará a usted recibir una carta de una española cuando nuestro país no participa en la guerra. Dicen en los periódicos que usted no hace distingos a la hora de ayudar a franceses, ingleses, alemanes… Me pregunto si sus súbditos, los españoles, también somos merecedores de su ayuda.
Se trata de mi hijo Miguel Almazán Castro, natural de Sepúlveda, en la provincia de Segovia, el pueblo donde su padre y yo vivimos. Miguel fue siempre un chico problemático. A los doce años se escapó por primera vez de casa y lo encontramos en Madrid después de estar dos meses fugado; a los catorce se fue a Barcelona y no volvió hasta un año después. A los dieciocho se marchó de casa otra vez, parece que para siempre. Dos años después de marcharse nos mandó una carta desde Argelia; se había alistado en la Legión Extranjera Francesa. Desde entonces nos escribió con cierta regularidad hasta el inicio de la guerra. Hemos sabido que su batallón fue trasladado a la Francia continental y que entró en combate en la batalla de Verdún. Nadie nos ha informado de su posible muerte y nos preguntamos si podría usted averiguar su paradero.
Dios guarde a usted muchos años,
ROSA CASTRO
—¿Sale en alguna de las listas?
—Sí, murió en la batalla. ¿Contestamos por carta o telegrama?
—Telegrama, aunque sean malas noticias su madre querrá que le lleguen lo antes posible.
Son tantas las muertes en todo el continente que las buenas noticias no son más que excepciones ocasionales que deben llenarles de alegría.
Camila Nebot, una de las mujeres que trabajan desde el principio, de las que ha demostrado más capacidad en la oficina, se acerca a ella con un viejo listado escrito a mano.
—Quería enseñarte esto, Blanca. He tardado mucho en encontrarlo, pero por fin he dado con él. Es uno de los listados del principio, de cuando los funcionarios del Ministerio de la Guerra no nos enviaban los que llegaban de Alemania porque no traían copias. Éste lo copié yo a mano. Mira.
El listado procede del campo de concentración de prisioneros de Langensalza, en la región alemana de Turingia. Allí hay un nombre: John Kepler. No hay más datos; ni su nacionalidad, ni su procedencia, ni en qué batalla fue capturado.
—¿John Kepler? ¿Podría ser John Kipling?
—Eso he pensado. No lo sé, recuerdo el día que copié el listado; era larguísimo y en el ministerio ni siquiera me dejaron apoyarme en una mesa. Tuve que hacerlo apoyando el papel en mis piernas, con poca luz. Quién sabe si no me confundí al transcribirlo.
La posibilidad de haber encontrado a John, el hijo de Rudyard Kipling, alegra el día de la oficina. Pero antes de confirmárselo a su padre deben estar seguros de que es él y de que Camila Nebot cometió el error que ahora puede transformarse en felicidad. La forma más rápida de hacerlo es a través de la embajada en Berlín, y eso hay que pedírselo a Álvaro. Él, aunque no se lleve bien con el embajador, tiene poder para agilizar el proceso.
—Señor Giner, necesito hablar con usted…
A Blanca no le resulta fácil entrar en su despacho a hablar con él; quién diría que tuvieron la intimidad más estrecha que se puede tener. Entra, se sienta, se esfuerza en mantener el respeto y en tratarle de usted, en no permitir que sus miradas se crucen más de lo imprescindible. Le cuenta el posible error de Camila en el apellido, la necesidad de hacer comprobaciones, la ayuda que les pueden prestar en la embajada…
—Déjame todos los datos y hoy mismo mandamos un telegrama. Si es él, si es el hijo de Rudyard Kipling, pediremos que lo liberen; se lo podemos cambiar por un compositor alemán que tienen prisionero los franceses. No tendría que entrar ni en un intercambio colectivo, podríamos hacerlo de forma individual. A ver si hay suerte.
—Muchas gracias.
Se levanta para marcharse cuando Álvaro le pide que vuelva a sentarse. Le mira incómoda, pero obedece.
—Estoy buscando una excusa para pedirte que te quedes a hablar, algo de la oficina, pero no se me ocurre cuál puede ser. Sólo quiero que te quedes diez minutos y ver si encuentro el hilo para contarte todo lo que necesito que sepas.
—Se lo dije un día, no tiene usted que darme ninguna explicación. Además, si no me equivoco, su boda está fijada para dentro de una semana.
—La he retrasado. Por culpa del trabajo de la oficina. No ha sido fácil.
Blanca no puede reprimirse, aunque sabe que se arrepentirá de decir lo que tiene en la cabeza.
—Espero que la primera en saberlo fuera doña Adela, que hablara con ella antes de comunicarlo oficialmente. ¿O se lo ocultó usted igual que a mí? ¿La engañó y le hizo creer que se casaría y después se lo contó a ella don Alfonso XIII en una fiesta? «Brindo por la boda de mi amigo Álvaro, que se va a retrasar hasta la próxima primavera…».
Álvaro suspira; la conversación ha tomado el peor sesgo que podía tomar. Se arrepiente de haberle pedido a Blanca que se quedara, pero el mal ya está hecho.
—Tienes razón en estar enfadada. No te engañé, es sólo que no supe hacerlo. Antes de que nos fuéramos de viaje había conocido a Adela, todo se precipitó… La última noche en Viena fue la mejor de mi vida, me habría gustado parar el tiempo esa noche.
—De eso hace mucho tiempo. Más de un año. Lo mejor es olvidar lo que pasó. No es que mi reputación sea inmaculada después de dejar a un novio en el altar, pero preferiría que no volviera a hablarme de esa noche.
—De acuerdo, lo siento.
Blanca se levanta otra vez, va hacia la puerta sin que Álvaro logre decir nada para retenerla.
—Ahora le pido a Camila que le traiga el expediente de John Kipling para que pueda usted hacer la petición a Berlín. Muchas gracias.
Sale del despacho sin mirar atrás, atraviesa la sala grande en la que hay compañeros trabajando. Va hacia el archivo; espera encontrar allí a Manuel.
—Manuel, el piso en el que estuvimos el otro día… ¿Sería posible que volviéramos hoy?
* * *
—En esta casa no podemos vivir, me trae malos recuerdos. Tienes que venderla y comprar una que sea nuestra, tuya y mía.
Elisa se presenta todas las tardes en el piso de la calle de la Magdalena para ver a Carlos de la Era. Ha comprado flores para adornar los balcones, ha cambiado los visillos de las ventanas por unos que dejan pasar más luz, ha tirado las botellas de alcohol y todos los vestigios de que allí hayan vivido otras mujeres, ha ocupado el armario de la habitación con algo de ropa suya y ha dejado algunos libros en la sala; le encanta sentarse allí a leer mientras espera a que Carlos llegue, también a bordar con la luz que entra por la ventana del salón.
—Lo que no quiero es ir a vivir a casa de tu familia, sé que es un palacete, pero ya conoces el refrán, el casado casa quiere; prefiero que tengamos algo que compartamos. Ya habrá tiempo de vivir en una casona de ésas cuando tengamos hijos…
Carlos sólo tiene una obsesión: que no le cuente a nadie que han vuelto a verse.
—Cuando digo a nadie, quiero decir a nadie. Vamos a hacer una fiesta en la que invitaremos a todo el mundo. Tendrá que ser en casa de mi familia para darle carácter oficial; al fin y al cabo serás duquesa…
Elisa sueña con lo que Carlos le ha propuesto. Todo Madrid; quizá hasta el rey acepte asistir, invitado para conocer la noticia de su compromiso. Cuando todos los invitados estén en los salones disfrutando del cóctel, ella bajará por las escaleras para que todo el mundo la vea y sepa que es la nueva señora de la casa, la duquesa del Camino. Hasta Blanca Alerces se moriría de envidia, qué pena que no vayan a invitarla.
Tiene que mandarse hacer el vestido, está mirando revistas de moda que llegan de París para escoger el modelo; las joyas serán las de la familia de su prometido, Elisa se ha empeñado en que debe llevar el sautoir de perlas que iba a ser regalo de boda de Blanca y que devolvió cuando ésta se suspendió, seguro que en el Blanco y Negro lo mencionan y su antigua amiga se entera. Carlos está de acuerdo y le ha prometido que así será. La orquesta también será la del Ritz, como aquel día.
—Pero es importante que no se lo digas a nadie, que hasta ese día sólo lo sepamos tú y yo. Imagínate qué formidable sorpresa, serás la mujer más admirada de todo Madrid una larga temporada.
—Lo sería ya si la gente supiera lo feliz que soy contigo, Carlos.
Confecciona la lista de invitados una y otra vez. Carlos le ha pedido que no sean más de doscientos, son los que caben en los salones con comodidad.
—No queremos que le llamen la fiesta de los piojos en costura, ¿no? No te preocupes que ya pensaremos la forma de hacer que a la boda venga mucha más gente. Nuestra boda será el acontecimiento del año.
Todas las tardes, cuando él llega, ella le cuenta nerviosa lo que ha pensado para la fiesta y él se ríe al verla tan ilusionada.
—¿Y no será mejor que confiemos el menú a los cocineros que contratemos?
—Habrá que dirigirlos para que lo hagan como queremos; déjame eso a mí, que las mujeres sabemos de esas cosas. Yo voy a llevar nuestra casa y va a ser la más envidiada, verás…
Después van a la habitación y Elisa se desnuda; mientras él la penetra, ella repasa mentalmente la lista de invitados. Después él goza y ella vuelve a hablar de sus proyectos.
—Ah, tú sabes de música más que yo. ¿Por qué no haces una lista de composiciones para que interprete la orquesta? Quiero que todo salga perfecto.
—La haremos juntos. Un día nos ponemos y la hacemos. Vete pensando en lo que quieres escuchar. Música alegre, que será un día alegre…
Carlos le ha dado una alegría más, una de tantas que ha recibido en los últimos días, la época más feliz de su vida.
—Podemos pasar el día en El Escorial y vemos allí lo de la música. ¿Te acuerdas de cuando íbamos?
—¿Cómo voy a olvidarlo? Allí fue nuestra primera vez.
—Tú y yo solos, llevaremos la comida y champán. Y un gramófono, quiero que bailes para mí.
—Ay, qué vergüenza, pero me encantará hacerlo.
—Pero eso sí, que no lo sepa nadie, nadie puede enterarse de que nos vemos antes de la fiesta. Me llevaría un disgusto muy grande.
—Deja de preocuparte, nadie va a saberlo. La primera interesada en dar la campanada el día de la fiesta soy yo…
Han tenido que pasar cosas muy graves, pruebas difíciles para ella: su embarazo y su aborto, la muerte de esa chica atropellada, los meses de tristeza… Pero qué mejor resultado que esta felicidad que ahora viven Carlos y ella.
* * *
—¿Qué haces aquí? Te están buscando por todas partes…
Jean-Marie ha cambiado el uniforme de prisionero por un traje gastado de obrero y una gorra. Parece un alemán más; por lo único que podría llamar la atención es por no estar en el frente con su edad, pero hay otros como él, obreros necesarios por algún motivo para mantener en funcionamiento la maquinaria de guerra alemana. Lleva la pistola preparada por si Frank Heimer no reacciona como él espera. Lo sentiría, pero le mataría sin dudarlo, no sería el primero.
—Necesito que me ayudes, si no lo haces no podré salir de aquí, nunca podré volver a Sevilla.
—¿Que te ayude? Estás loco…
Frank mira en todas las direcciones antes de permitir la entrada de Jean-Marie en su casa. Es de noche y pronto llegará Gonzalo. Está metido en un buen lío del que no sabe cómo salir. Sin embargo quiere ayudar al francés, no desea más muertes en esta guerra.
En la escalera se cruzan con la señora del tercero, una mujer mayor, viuda de un médico, que conoce a Frank desde que nació. Es una buena mujer, muy amiga de su madre cuando ésta vivía. Va cargando con un pequeño mueble viejo.
—Buenas noches, frau Krumm.
—Buenas noches, Frank. He preparado una sopa de remolacha, ¿quieres que te baje para ti y para tu amigo?
—No se moleste, no cenaremos en casa. Deje que la ayude, que ese mueble tiene pinta de ser pesado.
—Lo voy a dejar en la calle, mañana alguien se lo habrá llevado. Que tenga utilidad, aunque sólo sea para quemarlo en la estufa y evitar que una familia pase frío…
—No cargue usted con cosas pesadas, me avisa y yo las bajo.
Frank vuelve a la calle para bajar el mueble, la señora Krumm se ha metido en su casa. Jean-Marie está nervioso.
—Me ha visto, no puedo quedarme aquí.
—Tranquilo, la señora Krumm no se inmiscuye en las cosas de los demás. Habrá pensado que eres uno de mis amantes… ¿Has comido algo?
—No me acuerdo de la última vez que comí.
Mientras Jean-Marie se da una ducha, Frank busca ropa que pueda servirle y le calienta un plato de sopa. El francés está cenando cuando llega Gonzalo y le explican la situación.
—El sótano de mi casa está preparado para ocultar gente, allí estará más seguro.
Tienen la suerte de no cruzarse con nadie de camino a Marienstrasse. El sótano de Gonzalo ha cambiado mucho desde que estuvieron allí, escondidos, aquellos dos ingleses. Hay una cama que siempre tiene sábanas limpias y un baño, lo único que necesitan los que pasan por allí, pero lo más importante es la estantería del fondo. Pocos días después de que se marcharan los primeros ocupantes del sótano, aparecieron dos obreros que, con la excusa de arreglar unas humedades, construyeron una especie de estancia secreta detrás de una pesada estantería de madera que se mueve accionando un complicado mecanismo. Es un lugar muy pequeño, no tendrá más de un metro de profundidad y uno y medio de ancho; en el suelo tiene una colchoneta y hay siempre un orinal y un recipiente con agua. Suficiente para que se pueda esconder una persona durante unas horas en caso de registro. Aunque varios agentes, tanto ingleses como franceses, han usado el sótano, nadie ha tenido que utilizar hasta ahora la caverna, como la ha bautizado Gonzalo.
—¿Por qué tienes esto en tu casa?
Puede que no haya sido buena idea permitir que Frank lo viera, pero era la única forma de ayudar a Jean-Marie, un francés que parece aterrorizado.
—Después hablamos, ahora lo importante es que tu amigo esté seguro.
Una vez que Jean-Marie está instalado y aprende cómo funciona el mecanismo que le permitirá mantenerse oculto en caso de que haya un registro, Frank y Gonzalo se quedan solos.
—En Dover me lo preguntaste tú a mí, ahora te lo pregunto yo a ti: ¿me vas a delatar?
—No, claro que no voy a hacerlo. ¿Para quién trabajas?
—Creo que para los ingleses, aunque no estoy muy seguro; puede que esté trabajando para los americanos. Sé lo menos posible y lo prefiero así. Se acercaron a mí en aquel local al que íbamos siempre, el de la calle de la Flor. Me pidieron que viajara a Berlín, que tendría que facilitarles la información que me pidieran, aunque hasta ahora sólo me han pedido que oculte a algunas personas…
—¿Por qué aceptaste?
—Para demostrarme a mí mismo que no soy un cobarde, que mi padre puede pensar lo que quiera, pero que soy más valiente que él. Y porque creo que, para el mundo, es mejor que los aliados ganen la guerra. Sé que mi aportación es muy pequeña, pero no quiero una Europa dirigida por militares prusianos. Quiero un mundo de hombres libres.
—¿Qué vamos a hacer con Jean-Marie?
—Tenemos que sacarlo de Alemania.
Duermen juntos, como la mayor parte de las noches, las que Gonzalo no ha recibido el aviso de que alguien se presentará en su casa por la noche. Lo hacen más juntos, más felices. Están los dos, por primera vez desde hace tiempo, del mismo lado.
* * *
—Blanca, he recibido dos telegramas de Berlín, uno oficial y el otro cifrado. El primero es el oficial, malas noticias: John Kepler no es John Kipling, es un sargento inglés que se llama así, nada que ver con el hijo del escritor. Vamos a intercambiarlo igual por el compositor alemán, se preguntará por qué ha sido. Kepler ha tenido suerte.
No habían escrito al poeta inglés para decirle nada, por lo menos no tendrán que excusarse por haberle dado falsas esperanzas. Seguirán con los ojos abiertos para encontrar a su hijo y quitarle a su expediente la cinta roja que indica que no ha sido hallado. Álvaro le tiende el segundo de los telegramas a Blanca, es una serie de códigos numéricos sin aparente significado.
—Es el segundo del que te hablaba, el que viene cifrado. Jean-Marie Huguet, el pintor francés por el que fuimos a preguntar a la embajada, ¿lo recuerdas?
—Recibimos hace pocas semanas una carta suya para su esposa. Preferimos no hacer una queja oficial por que no apareciera en los listados de prisioneros para no implicar a la gente que le ayudó a hacernos llegar la carta.
—Ese mismo; no sabemos cuántos más habrá en esa situación… Ha conseguido fugarse.
—¿Fugarse? Pero ¿sigue vivo?
—Sigue vivo; un ciudadano español le dio cobijo y lo ocultó en su casa.
—¿Y qué vamos a hacer?
—Vamos a intentar sacarlo de Berlín.
—Será complicado sacarlo sin ayuda de las autoridades. ¿Pueden llevarlo a la embajada?
—Difícil, el embajador es un germanófilo reconocido; no creo que le guste saber que estamos ayudando a uno de sus enemigos, no olvidemos que España es neutral.
—Si el embajador no ayuda, tendrá que ser alguien que esté por encima de él.
—¿Quién?
—O el ministro o el rey en persona.
—No puedo pedirle eso al rey. ¿Alguna idea más?
Quien diga que las casualidades no existen, miente. Quizá no en cosas importantes, pero sí en las pequeñas. A los pocos minutos de salir del despacho de Álvaro Giner y conocer la noticia de la fuga de Jean-Marie, Blanca recibe la visita de Carmen Carmona, su esposa.
—No he sido capaz de escribir a mi marido porque no sé qué decirle.
—Tiene que ser muy difícil, después de tanto tiempo…
—No sé qué hacer, ahora estoy bien, por primera vez desde que él se marchó estoy bien. Vivo con un hombre que me quiere, mi hijo está bien atendido y no le falta nada.
—¿Estás con otro hombre? ¿El dueño de la tienda en la que trabajas?
—Sí. Sé que soy un monstruo, pero llevaba tanto tiempo sola…
—No llores, es normal.
Son las otras historias de la guerra, las que no aparecerán en los números, en los informes de bajas, de muertos y heridos. ¿Cuántas familias quedarán destrozadas aunque todos sus miembros sigan con vida? ¿Cuántas parejas rotas? ¿Cuántos hijos no reconocerán a sus padres cuando vuelvan al hogar después de tantos años fuera y cuántos padres encontrarán más niños en casa de los que tenían al marcharse?
—Quiero que vuelva Jean-Marie, no creas que no. No quiero que se muera, quiero que venga y marcharme con él a Sevilla. Alquilar el estudio de la calle Esperanza de Triana y que me pinte de nuevo. Ponernos contentos cuando venda un cuadro, que él dé palmas desacompasadas cuando yo baile, las palmas del gabacho las llamaba mi hermano Antonio… Quiero que todo eso vuelva, pero no quiero perder a Diego. También quiero a Diego.
Blanca no puede ayudarla. ¿Consolarla tal vez? ¿Decirle que no dé por seguro que Jean-Marie volverá porque se ha fugado y es posible que Berlín esté lleno de policías y militares buscándole? ¿Confesarle que no merece la pena que deje a Diego porque las posibilidades de Jean-Marie de llegar a España son escasas?
—Carmen, no te precipites, piénsatelo todo muy bien. Yo te tendré al corriente de lo que vaya sabiendo.
Si te quedas quieto el bicho te come, si huyes el bicho te pilla. Imposible acertar. Sólo confiar en que el bicho te ignore.
—Diego, Jean-Marie está vivo, he recibido carta suya. Hace un par de semanas. No me atrevía a decírtelo porque no sé qué hacer.
Están en la habitación, desnudos sobre la cama. Acaban de hacer el amor como todas y cada una de las noches desde que viven juntos. Es el mejor momento del día, lo que ambos esperan mientras cumplen con sus obligaciones.
—¿Vivo? ¿Vuelve a España?
—Está prisionero. Cuando acabe la guerra volverá…
Diego nunca se ha preocupado por la guerra, lo único en lo que le ha afectado es en que los precios de todos los productos han subido. Quizá haya ganado algo más de dinero, pero no el suficiente como para que le compense ver las dificultades que pasan algunos. Y, de repente, se sorprende deseando que dure cien años, que se convierta en la guerra más larga de la historia y que Jean-Marie no vuelva para arrebatarle a Carmen.
—No quiero que te vayas.
—Y yo no quiero irme, pero si él vuelve…
* * *
—Las mujeres del barrio quieren hablar contigo, ¿puedes atenderlas el sábado que viene?
Por muchas obligaciones que tenga, por mucho que se le complique la vida, Manuel no perdona las mañanas de los sábados en Las Injurias: enseñar a esos niños a leer, a escribir y las cuatro reglas es lo más útil que hace. La Murciana, aunque no hayan vuelto a estar juntos, pone su casa para reunir a los chiquillos y a sus madres. Sigue siendo una buena amiga, quién es él para juzgar cómo se gana el pan.
—Claro, diles que el sábado que viene llego un poco antes y hablamos de lo que tengan que contarme.
Manuel dejó de llamar la atención en el barrio hace mucho tiempo. Puede pasear por cualquier rincón como un vecino más, sin que nadie se fije en él. Los ladrones, que los hay, saben que no los denunciará; las prostitutas, que tendrá una palabra de ánimo; los mendigos, que se echará la mano al bolsillo para sacar alguna perra chica; los que no tienen trabajo, que les dirá dónde buscar… Todos le ofrecen un vaso de vino, un trago de agua fresca o un rato de charla.
Se para a hablar con Isidro, un mendigo al que llaman así, como el santo, porque siempre cuenta que antes de aficionarse al vino era labrador. Después perdió las tierras, la casa y la familia; acabó en Las Injurias. Suele pedir en las Descalzas. Se gasta en beber casi todo lo que saca; siempre hay alguna vecina del barrio que se apiada de él y le da algo de comer. Pero los escasos ratos que pasa sobrio suele tener una charla interesante y sabe muchas cosas que pasan por Madrid.
—Ten cuidado con tu chico…
—¿Marcos?
—Cuál había de ser… Los chicos jóvenes se meten muchas ideas en la cabeza a la vez y después no saben sacarlas en orden. A mí me pasó, hace muchos años, más de los que pensé que fuera a vivir.
—¿Lo dices por algo?
—Claro que lo digo por algo, pero no me hagas mucho caso, que yo sólo soy un viejo borracho que antes fue labrador.
No le saca ni una palabra más. Le ha avisado, ha cumplido con él; ahora le toca callarse y cumplir con las normas de Las Injurias: ver, oír y callar. Manuel le da una moneda con la inútil recomendación de que no se la gaste en vino, que se tome un buen plato de comida caliente.
Manuel se acerca a la chabola en la que vive Marcos con su madre y sus hermanos. Su madre está fuera con un fuego encendido. A los hermanos no se les ve, deben de estar correteando de un lado a otro. O en la ciudad, viendo la forma de colaborar con la economía familiar, buscando algo que hurtar.
—¿Está Marcos?
—Está durmiendo, anoche llegó muy tarde. Tengo café, ¿quieres que te prepare?
—Sí, ahora salgo con él a beberlo.
Entra. Marcos duerme en una colchoneta en el suelo de la única estancia. Manuel se sienta en una silla desvencijada y le observa antes de despertarle. Ha crecido mucho, es casi de su estatura, fuerte… Seguro que es un mal enemigo en una pelea. Su camisa y su pantalón cuelgan de un clavo en la pared, en el suelo están sus alpargatas. Sobre ellas hay un libro: La conquista del pan, de Piotr Kropotkin, con prólogo de Élisée Reclús, lo más parecido a una Biblia para los anarquistas. A su edad, él mismo leía ese libro con veneración. Manuel estuvo de acuerdo con Kropotkin en relación con la guerra cuando ésta estalló. El viejo revolucionario ruso se puso de inmediato del lado de los aliados, los veía como la única forma de acabar con el militarismo alemán. Los años le han dado la razón.
—Arriba, que ya han pasado las burras de leche.
En Las Injurias no pasan las burras repartiendo leche a primera hora de la mañana, pero la expresión sirve para despertar a cualquiera cuando duerme hasta más tarde de lo que debe.
—¿Qué ocurre?
—Eso me lo dirás tú a mí, ¿o he dejado de ser bienvenido en esta casa? Levanta y tomamos café. Tu madre lo tiene fuera, al fuego.
Manuel sale para dar tiempo a Marcos a vestirse y lavarse la cara en un cubo con agua que hay en un rincón de la estancia. Su madre ha preparado el café.
—Estoy preocupada por él. Ha cambiado mucho. Siempre fue buen chico, ahora está siempre nervioso, enfadado.
—Es la edad. Empiezan a ser adultos y los tiempos son difíciles. Tranquilízate. Lo mejor es que nos dejes hablar solos.
Por fin sale Marcos. Antes de sentarse corta una rebanada de pan y le echa aceite y sal por encima; se sienta junto a Manuel a tomar el café.
—Tienes a todo el mundo preocupado, dicen que estás raro.
—Si cada uno se ocupara de su vida nos iría mejor a todos.
—¿Hay algo que me quieras contar o tendré que enterarme solo?
—Mi padre se marchó de casa cuando yo era pequeño, nos dejó solos, a mi madre, a mis hermanos y a mí. ¿Sabes lo que haría si apareciera? Abrirlo en canal, como a los cerdos. Te agradezco todo lo que has hecho por mí, te aprecio y siempre lo haré, pero no necesito un padre más que para hacerle lo que te he dicho.
* * *
—¿Cuánto tiempo hace que no veníamos por aquí?
—Se lo voy a decir con exactitud, majestad, desde el día antes de la muerte del archiduque de Austria…
—Parece que haya pasado un siglo.
—Lo fue, más de un siglo; el mundo estaba en paz.
El coche en el que han llegado a la venta del camino de Palazuelos de Eresma es el mismo que usaron aquel día, un Hispano-Suiza modelo Alfonso XIII, con cuatro cilindros en línea, sesenta caballos, cuatro velocidades y marcha atrás. Los ciento veinte kilómetros que alcanza ya no son aquel prodigio de entonces: en tiempos de guerra las ciencias avanzan desbocadas.
La chica fea de la venta sigue atendiendo, pero ahora luce una barriga de siete meses de embarazo. El vino es, como siempre, peleón, y el salchichón inmejorable.
—Tenías que estar casado hace ya un mes, según lo previsto.
—Era imposible; las cosas hay que hacerlas bien, majestad. En primavera; entonces la boda lucirá más, la novia estará más bella y la guerra habrá terminado.
—No tiene pinta de que vaya a acabar tan pronto, la verdad. Llega el final, pero los finales siempre se alargan. Alemania todavía intentará un ataque casi suicida, los aliados temblarán, pero después vencerán.
Es un día frío del otoño. Álvaro Giner tiene razón en que no sería el más radiante para una boda. Pudo retrasarlo sin demasiados problemas, pero qué pasará en primavera, entonces no podrá alegar nada y se tendrá que casar con ella.
—Álvaro, ¿puedo hacerte una pregunta como amigo?
—Claro, majestad.
—No quieres casarte, ¿no?
—No. Pero voy a hacerlo.
—Adela es guapa, simpática, dulce, de buena familia… ¿Qué pasa con ella?
Como amigo debe contestarle la verdad. Aunque haya sido el rey quien le haya presentado a Adela y propiciado sus encuentros con ella.
—Que estoy enamorado de otra mujer.
—¿Beatriz? Está muerta, no puedes hacer nada contra eso.
—No es Beatriz, no. Es Blanca Alerces. Desde el día que la conocí junto a usted en palacio.
Nunca lo había dicho, ni siquiera a ella. Don Alfonso da un trago al vino, se mete una rodaja de salchichón en la boca y sonríe.
—Esto sí que es un embrollo formidable, Álvaro. ¿Qué he hecho yo para tener amigos así? Esto me pasa por preguntar.
Terminarán el fin de semana jugando al tenis, con victoria, como siempre, de don Alfonso.
—Perdí mi oportunidad aquella vez y no volverá a repetirse. No le ganaré nunca.
—No seas pesimista, siempre hay una segunda oportunidad para casi todo. Y si no, acuérdate del día que llegó a mi despacho Blanca.
* * *
—El guardés no ha encendido la chimenea, mañana mismo le voy a despedir.
Hace frío cuando Carlos de la Era y Elisa llegan a la casa de El Escorial, la casita como la llama Carlos.
—¿Te acordaste de mandarle el mensaje?
—Claro que me acordé, llevo casi una semana preparando esta visita.
—Cuando nos casemos, estas cosas tienen que quedar en mis manos. Tú eres demasiado bueno con el servicio, yo seré más estricta con ellos, para que tú no tengas que ocuparte. Cómo me gusta esta casa, ¿no se te ha ocurrido nunca que vengamos a vivir aquí?
—Claro que sí, mi amor, para siempre.
Carlos queda encargado de encender la chimenea, sólo la del dormitorio, al fin y al cabo no se van a mover de allí; mientras, Elisa se ocupa de preparar la mesa con la comida fría que han llevado y de abrir una botella de vino que ella misma ha cogido de su casa para agasajar a su novio.
Elisa está de espaldas cuando él entra por la puerta de la cocina, sin hacer ruido; va armado con un tronco que ha cogido de los que había preparados para el fuego. Lo blande sobre su cabeza y descarga el golpe, directo a la nuca. Pero en el último segundo, Elisa se mueve, sólo unos centímetros, suficientes como para que el impacto sea en el hombro. El dolor es insoportable, tanto como la sorpresa. Reacciona defendiéndose, clavando el sacacorchos que tiene en la mano en el cuerpo de Carlos.
Él grita de dolor y levanta el tronco de nuevo; asesta otro golpe del que ella se defiende con un brazo. En la mesa está el cuchillo que acaba de usar para cortar la carne asada, un cuchillo muy afilado. A tan poca distancia es más práctico un cuchillo que un tronco pesado. Se lo clava una y otra vez. Él todavía la golpea más veces con el tronco, pero cada vez con menos fuerza. Elisa se cubre la cabeza como puede, los golpes le dan en las manos, en el costado.
El último movimiento de Elisa con el cuchillo, antes de caer al suelo vencida por el dolor, secciona la garganta de Carlos y su sangre sale como de un surtidor.
El dolor es insoportable y el reloj marca las cuatro de la tarde, han pasado unas tres horas desde que ocurrió todo. Elisa se incorpora lo suficiente para ver lo sucedido; a su lado se encuentra Carlos y el suelo está lleno de su sangre. Está muerto.
Tiene que pensar qué hace. El hombro le duele mucho, el brazo también; seguro que tiene algo roto, el brazo izquierdo puede estarlo por varios sitios. También nota la cara hinchada. Intenta levantarse pero no puede, se derrumba de nuevo. El dolor no le permite pensar con claridad, así que intenta abstraerse de él. Recuerda que su padre no le permitía llorar cuando era pequeña; ella lo conseguía, Gonzalo no. Gonzalo siempre acababa llorando cuando se caía al suelo.
Ser mejor que Gonzalo, eso le permite tranquilizarse. En la casa no hay teléfono y los vecinos más cercanos están a casi quinientos metros, no escucharían sus gritos en caso de que tuviera fuerza para darlos. Tampoco podría recorrer andando la distancia que hay hasta la carretera y esperar a que alguien la viera.
Se siente más débil y se da cuenta de que la sangre sobre la que está tirada no es sólo de Carlos. El golpe del tronco en el brazo le ha seccionado alguna vena o arteria importante y ella también pierde mucha.
Después de pensar en todas las opciones y de intentar ponerse en pie otra vez —podría coger las llaves del coche, que están sobre la mesa, arrastrarse hasta él y hacer sonar su bocina—, se da cuenta de que no hay nada que pueda hacer.
Lo mejor que le podría pasar es morir, allí, al lado del hombre al que ama, estar junto a él hasta que alguien aparezca y les encuentre.
Es 1 de diciembre y el día se levantó soleado pero frío; a medida que avanzaba la tarde, el tiempo ha ido empeorando y a nadie le extrañaría que se pusiera a nevar de un momento a otro. El trabajo de la oficina ha sido tan intenso como siempre en los últimos meses: correspondencia, listados de prisioneros, telegramas de uno y de otro lado. En las próximas fechas se intercambiarán, además de presos franceses y alemanes, belgas y británicos. Todos están tensos, tiene que salir bien. Álvaro no para de arengarlos: uno más, sólo uno más. Cada expediente que no completen lo sufrirán toda la vida, cuando acabe la guerra se arrepentirán del momento en que pudieron salvar una vida y no la salvaron. Lo que hacen en la oficina no es un trabajo más, es su obligación como seres humanos. Cada vez que acaban un expediente, agotados, piensan en su jefe: uno más. Él es el primero que nunca para.
Blanca llega tan cansada al palacete de los Alerces que no se ha fijado en el coche negro que hay aparcado junto a la puerta de entrada. Dentro, en la biblioteca, su padre está tomando una copa de coñac con un hombre de uniforme; es el general Fuentes, el padre de Elisa.
—Mi hija lleva tres días sin aparecer por casa.
—Hace mucho que no la veo, no sé nada de ella.
—Me dijo que dormiría aquí, que la habías invitado. Lo mismo le dijo a Delfina, nuestra criada.
—Le aseguro que no sé nada de ella. Hace mucho que Elisa no viene a esta casa, mi padre se lo puede confirmar, hace tiempo que no hablo con ella.
—¿Por qué me ha mentido? ¿Con quién puede estar?
—Con Carlos de la Era.
—¿Tu exprometido?
—Durante una temporada estuvieron viéndose. Es lo único que se me ocurre.
La familia De la Era también echa de menos a Carlos desde hace tres días; salió de casa el martes por la mañana, muy temprano, y no ha vuelto. No es la primera vez que desaparece tres días, incluso más, pero su madre ha tenido un mal presentimiento y han ido al piso que posee en la calle de la Magdalena. Allí no estaba.
—El piso estaba muy cuidado, lleno de plantas, con muchas cosas nuevas. Nos extrañó. ¿Pudo ser su hija quien lo cambiara?
No lo han denunciado a la policía para evitar un escándalo. Ahora están seguros de que Elisa y Carlos están juntos y han desaparecido, pero ¿por qué?
* * *
—¿Frank Heimer? No se dé la vuelta, siga caminando sin hacer movimientos bruscos, doble por la siguiente calle; le estamos apuntando, no nos obligue a disparar.
Frank hace lo que le ordenan. Quienes le han abordado son alemanes, no le cabe duda. ¿Le han pillado los suyos? Si es así, más le valdría echar a correr y hacer que lo mataran.
—Al coche.
Sube en el coche que le indican, un Mercedes Benz negro. El conductor está esperando en su asiento, los hombres que le acompañaban se suben con él. Son cinco en el vehículo, él va sentado en la parte de atrás, entre dos de ellos. Imposible salir.
—¿Qué pasa? ¿Quiénes son ustedes?
Nadie le contesta, sólo le ordenan mantenerse en silencio. Se montó mucho revuelo con la fuga de Jean-Marie, puede que tenga que ver con eso, piensa Frank.
Conoce el lugar al que le llevan, es el mismo cuartel en el que presta sus servicios. Entran por la parte de atrás y le conducen a un lugar en el que nunca ha estado. Le sientan esposado, en una habitación sin luz, y le dejan solo.
Hasta dos horas después no entra nadie; es el general Köhler. Como saludo le pega una patada que le tira de la silla.
—¿Dónde está el francés?
—No lo sé.
—¿Escoges el camino difícil? La señora Krumm es una buena ciudadana y te vio esconderlo en casa. No todo el mundo traiciona a su país, como tú. Y pensar que por un momento temí que le hubiera ayudado mi propia esposa, pobre Gretchen… Tu casa ya la han registrado. En este momento estarán entrando en el domicilio de ese periodista español amigo tuyo, ¿estará allí el francés?
A Jean-Marie le ha dado tiempo a accionar el mecanismo que abre la pequeña estancia en la que puede esconderse. Arriba, en la entrada, Gonzalo discute con los alemanes que han irrumpido en su casa.
—¡No tienen ningún derecho! ¡Tengo permiso para residir aquí, para ejercer mi profesión en Berlín!
Nadie le hace caso. El hombre que está al mando le aparta con malos modos y sus compañeros entran, se distribuyen por la casa, miran por todas partes… Abren cajones, tiran papeles, vacían armarios.
—Si me dicen qué buscan tal vez pueda ayudarles.
Un bofetón está a punto de tirar a Gonzalo al suelo. Les da igual que sea extranjero, que su nacionalidad sea de un país neutral o que tenga el oficio de periodista: uno de los problemas de Alemania en la guerra ha sido no cuidar su buena imagen.
Dos hombres han bajado al sótano. La cama está hecha, pero nada más indica que alguien haya estado allí. Jean-Marie ha sido cuidadoso.
—¿Quién duerme aquí?
—Nadie.
—¿Por qué está la cama hecha?
—Porque es mi casa y en mi casa hago lo que quiero.
Un bofetón más, éste sí que le hace caer. Tiene suerte de hacerlo sobre la cama. El grupo de policías sale tal como entró, sin dar explicaciones. Pasados unos minutos, Jean-Marie sale de su escondite.
—Volverán.
—Es posible, hay que sacarte de aquí. Voy a salir a buscar ayuda; no te muevas, no hagas ninguna tontería.
Gonzalo tiene una forma de comunicarse con sus contactos, sólo para casos muy graves: debe ir a una cervecería en Märkischer Platz, acercarse a una camarera morena que lleva el pelo recogido en una coleta con una cinta roja y preguntarle si tiene cerveza austríaca. Cuando ella le conteste que no, tiene que pedirle dos cervezas alemanas e indicarle que las dos son para él. Después sentarse a la mesa y esperar que alguien le acompañe.
—¿Ha pasado algo?
—Tengo un prisionero francés fugado en el sótano de casa. Unos policías han entrado a buscarlo, pero no lo han encontrado.
—En este momento no vamos a poder sacarlo. Hasta dentro de tres o cuatro días no podemos hacer nada.
—No puede quedarse tanto tiempo.
—Vaya a la embajada de España y hable con Velasco, trabaja allí de traductor. Si él le puede ocultar en la embajada, nosotros le ayudaremos a llegar hasta allí. Hable sólo con Velasco, los diplomáticos no deben saber nada.
* * *
—¿Dónde vas por aquí?
Es Nochebuena, en la Oficina Pro-Cautivos se prepara una copa para los trabajadores, pero Manuel vuelve del despacho de don Alfonso XIII; ha tenido que ir a llevarle toda la documentación del que será el último intercambio de prisioneros del año para que le dé el visto bueno con su firma. Le ha recibido amable, como siempre, le ha deseado feliz Navidad y le ha asegurado que pronto acabará todo.
—En 1918 terminará esta guerra, estoy seguro… En un rato me acercaré por la oficina, para saludar a la gente. Si acabo a tiempo una audiencia que tengo. Ni hoy me dejan tranquilo, Manuel.
A la vuelta, por uno de los pasillos que llevan a la zona privada de palacio, Manuel se ha encontrado con Marcos. Están lejos de las dependencias que ocupan ellos y en el extremo contrario a donde está la estafeta, los lugares por los que él se puede mover.
—Quería conocer esta zona… Nunca había venido por aquí.
Marcos está muy nervioso, miente; intenta seguir su camino, pero Manuel se lo impide agarrándole del brazo.
—Ven conmigo.
Marcos hace un movimiento brusco para zafarse de Manuel, entonces se le cae al suelo una pistola. Es una Star, idéntica a la que empuñaba Luis Segura el día que mató al agente de policía; a Manuel no le extrañaría que fuera la misma.
Manuel es más rápido que Marcos, que ha trastabillado, y se hace con ella.
—¡Estás loco!
—Hay que matar al rey, hoy es un buen día. Los compañeros me lo han pedido y yo no soy tan cobarde como tú, yo voy a cumplir lo que me han mandado.
—Tú no vas a matar a nadie.
Manuel se lleva a Marcos a la fuerza hacia fuera. No sabe cómo ha metido allí la pistola, pero no puede salir con ella por el puesto de guardia y arriesgarse a ser descubierto. La rompe a golpes contra un escalón de piedra y arroja los pedazos a un jarrón. Algún día los descubrirán, tal vez dentro de años, y se preguntarán de dónde salen.
—Tendrás que responder por esto ante los compañeros.
—Tú no te preocupes, Marcos, yo respondo de todo lo que haya que responder.
Salen a la calle, a la Plaza de Oriente; allí pueden hablar.
—Voy a decir que no vas a volver, que has encontrado otro trabajo. No voy a delatarte, pero no te quiero ver ni rondar el palacio.
—¿Te has vendido al rey? ¿Eres un perro monárquico?
—¿No te das cuenta de que lo que hacemos en la oficina es importante? Estamos salvando muchas vidas…
—¿Ha sido esa marquesa con la que te acuestas? Pareces su criado. Me das asco. Eres como mi padre, te abriría también en canal, como a él.
Marcos se va, sin mirar atrás. Manuel se sienta; le tiemblan las manos y, sobre todo, está indignado. Ha salvado tantas veces a ese chico… Debe volver a la oficina, excusar a Marcos de alguna manera y asistir a la copa en la que todos se desearán feliz Navidad. Un año más, él la pasará solo; este año más solo que nunca.
* * *
—Feliz Navidad… Frohe Weihnachten.
Gonzalo no ha vuelto a ver a Frank; en cuanto Jean-Marie esté a salvo, en el edificio de la embajada de España, moverá cielo y tierra para encontrarlo.
Todo está preparado con Velasco, el traductor de la embajada, que cuenta con la ayuda de parte del personal de la delegación; al parecer han ayudado a otros a espaldas del embajador. Jean-Marie se ocultará en una habitación, detrás de las cocinas, hasta que puedan sacarlo de Berlín. Álvaro Giner le ayudará a cruzar la frontera.
En tiempos de guerra, la Navidad no se celebra en exceso, pero hay gente por la calle que intenta conseguir algo para la cena, un regalo para su hijo, enviar un paquete al frente… Es el día que han escogido para el traslado de Jean-Marie. Los ingleses han cumplido y han mandado una camioneta con el reclamo de una panadería. Jean-Marie irá en la caja, metido en un saco. Lo transportarán hasta las cocinas de la embajada sin poner un pie en la calle.
—Tienes que quedarte aquí hasta que vengan a por ti. Prohibido salir de esta habitación. Ya sé que es un sitio pequeño e incómodo, pero más pequeño y más incómodo es un ataúd.
Velasco es un tipo llano y habla sin rodeos. Mucha gente se la juega para salvar al francés y ni siquiera saben si él se lo merece, así que se cumplen sus normas. No hay más.
—Todo lo más que podemos hacer por ti es dejarte algunos libros. No van a ser muy buenos, pero te ayudarán a matar el tiempo.
—¿Un lápiz y papel puedo tener? Para dibujar…
—Eso sí, papel te podemos traer todo el que quieras.
Jean-Marie, solo en la habitación que ocupa, sentado en la cama porque no hay ningún otro sitio en el que poder sentarse, ajeno a la suerte que haya corrido Gretchen, a la que haya corrido Frank, se concentra para recordar la cara de Carmen; quiere hacer un retrato suyo. Cuando llegó por primera vez al frente, sólo tenía que cerrar los ojos y pintarla tal como la veía; ahora no. ¿Cómo eran los ojos? ¿Cómo era la boca? La dibuja como la tiene en la cabeza, pero cuando mira el papel ve a una mujer que no se parece a ella y rompe a llorar.
La imagina en Sevilla, con su familia. Esta noche tendrán una de esas fiestas que hacen los gitanos por Nochebuena, comerán y beberán hasta hartarse, cantarán y bailarán… Sólo una vez estuvo en una y no cree que vaya a olvidarse nunca. Querría estar allí, en Sevilla, sin sentir la angustia de haber provocado la caída de todos los que le han ayudado. ¿Qué derecho tenía él? ¿Por qué ha habido un momento en el que su libertad ha sido para él más importante que la vida de otras personas? Sólo le consuela pensar que están en guerra y que eso no lo ha decidido él, que era feliz y había encontrado su lugar en el mundo hasta que llegó aquel telegrama en el que le decían que tenía que incorporarse a filas. Malditos sean los que lo decidieron.
Gonzalo no puede hacer nada en una fecha así. Ha mandado al periódico el artículo habitual sobre la Navidad. Habrá sido enviado también por telégrafo a Londres y allí se estará traduciendo. Muchos hogares americanos, que imagina con buenas chimeneas y mucha comida en la mesa, leerán los sufrimientos que pasan los ciudadanos de Berlín. Ha entrevistado a un hombre de más de ochenta años que regala coches de juguete hechos con un pedazo de madera y cuatro ruedas para que algunos niños no pasen las fiestas sin un regalo; a una mujer que cose gratis con su máquina en la calle para ayudar a los que no pueden vestir con decoro; a los antiguos componentes de un coro que cantan canciones de Navidad en la calle para que la gente no olvide qué día es. Viendo gente así se da cuenta de que los alemanes no son crueles, lo son los generales que los gobiernan.
Él, que se preparaba para unas Navidades con Frank, está solo en la casa de Marienstrasse y no cenará nada especial.
Lleva varios días sin tocarlos, pero cuando apareció el francés había avanzado mucho en el orden de los papeles de Raúl Coronado. Cada vez le resulta más fácil seguir el hilo. Es, como él sospechaba, una historia novelada de su familia. A Gonzalo todavía le faltan fragmentos pequeños, aunque cada vez conoce más el francés en el que escribía su predecesor en la corresponsalía de París: sería capaz de escribirlos él mismo con bastante verosimilitud. Es una buena novela, va a acabar de hacer la recopilación y, cuando llegue a España, buscará al hispanocubano para publicarla.
Tiene otra tarea pendiente desde hace días: leer una carta de su padre que no ha abierto. No le interesa nada de lo que le pueda decir. No tiene intención de perdonarle, ni el día de Navidad.
* * *
—Manuel…
—Me parecía que tardabas mucho en aparecer.
Manuel y Luis Segura están otra vez frente a frente. Luis ha abordado a su amigo en la calle de Lavapiés, a oscuras; nadie más pasa por allí. Es una noche fría y ha llovido, la noche en la que nadie quiere salir a la calle, en la que ellos mismos querrían estar en otro lugar.
—No tenías que haber impedido a Marcos llegar al despacho del rey.
—Menos mal que pasaba por allí, has estado a punto de cargarte la vida de ese chico.
—¿Qué hago contigo, Manuel?
—Sabes que soy partidario de que cada uno haga lo que tenga que hacer. Yo tenía que impedir que Marcos cometiera una barbaridad, ahora tú sabrás qué te toca.
—Me lo pones difícil.
—¿Sí? Pensé que habías tomado ya tantas decisiones de éstas que estabas acostumbrado.
Una mujer llega a la esquina. Los dos se callan pero ella, al verlos en medio de la calle, enfrentados, decide darse la vuelta y marcharse por donde ha venido.
—La hemos asustado.
—Eso parece. ¿Te has decidido ya? Si tienes que matarme, hazlo; si no, me voy a casa.
—Está visto que no ayudas nada. No sé, pide perdón, dime que te equivocaste, algo que me permita no hacer nada y pensar que he hecho bien.
—Lo siento, tus decisiones son tuyas.
Luis lleva la pistola, quizá la misma que Manuel ha visto otras veces, en el cinturón. La saca, apunta. Manuel no hace nada, no se mueve. Después la baja.
—No soy capaz. Creo que te has equivocado, que tenías que haber dejado que matáramos al rey, pero habrá otras oportunidades.
—Os deseo suerte. Me voy.
Se separan sin despedirse; tal vez no vuelvan a verse.
* * *
—Os voy a leer una lista que acabo de elaborar en el despacho… Doce mil presos intercambiados entre Francia y Alemania; dos mil entre Alemania y Gran Bretaña; quinientos italianos, doscientos belgas… Podría seguir con turcos, croatas, serbios, austríacos…
Cada uno de los trabajadores, cerca de cincuenta, de la Oficina Pro-Cautivos tiene una copa en la mano. Han recibido un paquete con dulces navideños y otras viandas cuyo importe ha salido del bolsillo de su director, y escuchan el brindis que hace Álvaro Giner para felicitar las fiestas.
—Cada una de esas personas pasará esta noche en su casa, con su familia, gracias a vuestro trabajo. Por eso os digo lo mismo que siempre: uno más. Esta noche y mañana estaremos con nuestras familias; pasado mañana os quiero a todos aquí, llenos de ánimo, para seguir con lo que estamos haciendo. ¡Feliz Navidad!
Hay un aplauso y todos se dedican a felicitarse unos a otros. Blanca ha echado en falta a Marcos y busca a Manuel para preguntarle por él.
—Me ha pedido permiso para marcharse antes. Una chica, ya sabes cómo es para esas cosas. Oye, hay que ver cómo ha cambiado Álvaro…
—¿Por qué?
—Da la impresión de que esto le importa de verdad.
—Yo nunca lo he dudado, le importa de verdad.
Álvaro, quizá más distante en los últimos tiempos de lo habitual en él, departe con unos y con otros. No le importa si se trata de un funcionario de carrera adscrito al servicio o de una joven voluntaria, para todos tiene palabras de ánimo. Va de grupo en grupo hasta llegar junto a Blanca.
—Feliz Navidad, Blanca.
—Gracias.
—Quería que supieras sólo una cosa, que sin ti no habríamos podido hacer nada de eso. Sin ti y sin Manuel.
—Usted también ha sido importante. Y don Alfonso, sin él sí que no habríamos podido hacer nada…
Manuel les interrumpe. Había ido a rellenar las copas pero se ha encontrado, al parecer, con algo más importante.
—Perdón, Blanca. Acaban de llamarte, era de tu casa. Han encontrado a Elisa.
—Oh, qué bien, menos mal.
—No. Ha fallecido. Han fallecido los dos, ella y Carlos de la Era.