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—Es muy tarde y hace frío, señorita Blanca. ¿Quiere que le pida a algún coche que la lleve?

—No, Eusebio, me gusta caminar…

Los funcionarios de palacio conocen y aprecian a Blanca, están acostumbrados a verla salir cuando casi se está haciendo de noche, siempre apresurada y atareada pero con una palabra amable para cada uno, una pregunta por la familia, una sonrisa que les alegre el día. Aunque no está estipulado así, cualquiera de los conductores que están al servicio de su majestad estaría dispuesto a llevarla a casa sin dudarlo.

—Pues tenga cuidado, que de noche salen los lobos…

—Sí, por la calle Mayor los veo a menudo.

Blanca está de buen humor; ha sido un buen día en la oficina, han localizado a varios presos y han llegado unas listas extraviadas de Austria, el país que más inconvenientes pone para actualizar los nombres de los prisioneros que están en sus campos. Pero, sobre todo, lo que le ha puesto de buen humor es la última carta que abrió, la de un niño francés que ha podido reencontrarse con su padre gracias a los buenos oficios de la oficina.

Querido rey de España:

Hace unos meses le escribí para que me ayudara a encontrar a mi padre, poco después me llegó una carta suya diciéndome que estaba bien y que volvería a casa. Al principio no me lo creí, en el colegio mis compañeros me decían que los que se han ido a la guerra nunca regresan y que no lo volvería a ver. Pero mi madre y yo rezábamos todas las noches y yo soñaba con encontrarlo en casa cuando me despertara.

Ayer volvió, mi madre y yo no podíamos dejar de llorar, no porque estuviéramos tristes, todo lo contrario, estábamos muy alegres. Está mucho más delgado que cuando se marchó y cojea de una herida que le hicieron en una rodilla, dice que le explotó una bomba a su lado. Le he preguntado más cosas de la guerra pero dice que no quiere hablar de eso, que prefiere olvidarse. Lo que sí me ha dicho es que ha vuelto a casa gracias a que usted lo ha pedido y que le tenemos que respetar siempre.

Le mando un dibujo que he hecho de un rey, no sé si se parece mucho a usted, mi madre dice que sí.

ÉMILE

Nada más terminar de leerla, se la llevó a su majestad al despacho. Muchas personas piden y muy pocas dan las gracias después de recibir la ayuda.

—No dibuja muy bien, pero le contestaré agradeciéndole el dibujo; déjame la dirección para dársela mañana a Candeleira.

—Perdóneme que le diga, con todos mis respetos, señor, que se le parece mucho, hasta el bigote es igual.

Nada más decirlo se arrepintió, por si don Alfonso se lo tomaba mal, pero él fue el primero en reírse.

—Porque sé que estás de broma, si mi bigote fuera así me lo afeitaría ya…

Blanca quiere volver a casa andando a pesar del frío de la noche de invierno en Madrid. Es su única manera de estar sola, de tener tiempo para pensar sin que nadie la interrumpa, ni sus compañeros de la oficina, ni su madre, ni siquiera Manuel… Necesita caminar por la calle, cruzarse con gente que no sabe quién es ella, ver a las familias normales que vuelven a casa abrigadas y que, pese a la guerra en Europa, los precios y los problemas, son felices.

Han pasado pocos días desde que se enteró del compromiso de Álvaro con Adela. Ha tardado muy poco en hacerse público y ha salido hasta en los ecos de sociedad de los periódicos. Adela es guapa, morena, de familia de dinero… Está claro que Álvaro ha escogido bien, aunque no fuera lo que ella esperara de él. Está enamorada y pensaba que él también lo estaría y que dejaría hablar a su cabeza por encima de su corazón.

El trayecto desde palacio hasta su casa es largo, un buen paseo por calles amplias, con muchos comercios que están cerrando ya las puertas, y bien iluminadas: Mayor, Sol, San Jerónimo…

Una vez que cruza el Paseo del Prado todo se vuelve más oscuro. No le preocupa porque ya está cerca de casa, conoce a todos los ocupantes de las grandes casas por las que va pasando: condes, marqueses, duques, casi todos amigos de sus padres.

Escucha unos pasos que se acercan por detrás, se da la vuelta y no ve a nadie. Quizá se haya confundido y no hubiera pasos, quizá se lo ha imaginado. Pero vuelve a oírlos y entonces una mano se posa en su hombro. Reprime un grito y se da la vuelta.

—A que no esperabas que fuera yo…

Carlos de la Era, una vez más; era absurdo pensar que no volvería a encontrarse con él. Debe mantener la calma, no demostrarle que le tiene miedo.

—¿Qué quieres?

—Que no me olvides. Igual que yo no te olvido a ti.

Blanca no puede seguir temiéndole y arrugándose cada vez que a él se le ocurre aterrorizarla, aparecer a su espalda en cualquier calle. Por mucho que su presencia le intranquilice, debe enfrentarse a él.

—Carlos, no sé si fuiste tú quien se llevó a Alicia. Te aseguro que si descubro que tuviste algo que ver te vas a arrepentir.

Carlos duda, no esperaba la reacción de Blanca.

—Ni siquiera de alguien tan miserable como tú espero algo así: amedrentar a una niña, secuestrarla… Conozco gente que puede hacértelo pasar muy mal si has sido tú.

—¿Vas a hacer que alguno de tus amantes se vengue de mí?

—Ten cuidado, Carlos, ten cuidado. Te sorprendería saber cuánta gente se alegraría si alguien te pusiera en tu sitio.

Se da la vuelta y camina despacio, aparentando tranquilidad, sin mirar atrás. Un escalofrío recorre su espalda, espera que él no se atreva a hacerle nada, que se haya quedado paralizado por el ataque de Blanca. No respira tranquila hasta que la puerta de su casa se cierra tras ella.

Por fin se ha atrevido a contestar a Carlos de la Era. No volverá a bajar la cara en su presencia. No volverá a tenerle miedo.

* * *

—El zar de Rusia, Nicolás II, ha abdicado.

Don Alfonso XIII lleva semanas siguiendo con preocupación las noticias que llegan desde Rusia. Al asesinato de Rasputín, en diciembre de 1916, han seguido turbulencias de todo tipo. Rusia sufre una derrota tras otra en la guerra como consecuencia de su desorganización —han trascendido los casos de batallas en las que las municiones suministradas a sus soldados eran de calibre distinto al de sus armas— y de la incompetencia de sus generales —proceden en su mayor parte de la aristocracia y su único mérito es ser amigos o familiares del zar—. El pueblo está hastiado de la situación, de perder hombres en la guerra, de ser explotado e ignorado, simple carne de cañón que se envía al frente; el gobierno lleva años, desde el principio de la guerra, sin control sobre el país y son los distintos comités, las cooperativas de obreros y los sindicatos los que ejercen el poder real.

Aunque la noticia sea tan alarmante para el rey, para Álvaro Giner es algo lógico, anunciado desde hace tiempo.

—Se veía venir, hasta el gran duque Nicolás Nikoláyevich advirtió al zar de que caería si no cambiaba la política de su gobierno.

El zar ha dejado el país en manos de un gobierno provisional, presidido por Gueorgui Lvov, y de los sóviets —consejos de trabajadores— que empezaron a elegirse en varias ciudades. Una de las exigencias del sóviet más poderoso, el de Petrogrado, es acabar de manera inmediata con la participación de Rusia en la Gran Guerra.

—Si Alemania tiene oportunidad de abandonar el frente ruso y centrar sus esfuerzos en el frente occidental, la guerra va a dar un cambio importante.

—Sería el momento de Estados Unidos. No van a permitir que los alemanes ganen la guerra. Nunca perdonarán el hundimiento del Lusitania, aunque estén esperando tanto tiempo para vengarlo.

La política alemana de ataques indiscriminados en el mar tendrá consecuencias, como todos preveían. Han atacado mercantes de países neutrales, buques hospitales, barcos de pasajeros… Era comprensible su necesidad de que no llegaran armas y suministros a los aliados, pero la guerra, además de ganarse en los campos de batalla, hay que ganarla en la simpatía y la opinión de la gente. Cada vez son menos los germanófilos que declaran sus preferencias en las tertulias y cafés de toda España.

—Alemania ha sido un desastre en las relaciones públicas. Van a perder la guerra y no van a conseguir una paz honrosa.

Si entra Estados Unidos en la guerra, y nadie apuesta a que tarde más de seis u ocho semanas en hacerlo, lo único que quedará para dirimir serán las condiciones de la paz. Los franceses y los ingleses se preparan para conseguir que Alemania pague el conflicto, económica, moral, políticamente… Aunque Rusia se rinda a los alemanes y éstos puedan ganar algunas semanas más, han perdido.

—¿Ha conseguido el zar salir de Rusia?

—No, ha sido detenido con su familia y sus hijos. Me ofreceré para que nuestro país le dé asilo político.

—¿Lo considera una buena idea, majestad? Nicolás II no es el hombre más popular de Europa y los obreros españoles no estarían muy contentos de tenerlo aquí. Vivimos una época de relativa paz social, quizá no sea el momento de alterarla… Tampoco de que le relacionen a usted con él.

—Hay temas en los que la conveniencia no es lo más importante. Muy por encima está el deber.

Álvaro entiende el deseo de don Alfonso de ayudar a Nicolás II en una situación como la actual; supone que piensa en sí mismo y en lo que podría sucederle si en España se produjera una revolución como la rusa. Es posible que así sea, aunque Álvaro está convencido de que la monarquía española sobrevivirá siempre que el rey entienda que debe hacer cambios radicales.

—Todos los que le decimos lo que pensamos, y no lo que creemos que usted quiere escuchar, opinamos lo mismo, majestad.

—Lo sé. ¿Te acuerdas de Gonzalo Fuentes, el corresponsal de El Noticiero en París?

—Sí, claro. El periodista que denunció las palizas de aquel grupo de militares… Amigo de Blanca, una noche cenó con él en París.

—Estuvo comiendo conmigo cuando estabas de viaje en Berlín; un hombre joven, preparado e inteligente. Es muy crítico con la monarquía, la considera un régimen obsoleto… Le he dado muchas vueltas, cada día son más los que están en desacuerdo con nuestro sistema, no se dan cuenta de que es el mejor…

—Alguna vez hemos hablado del tema, majestad. Creo que la monarquía británica debe ser el espejo en el que mirarse.

—No sé, Álvaro, España es diferente… No sé si el país está preparado.

Si algún día cambia el régimen en España, será por esto, por despreciar la inteligencia de los ciudadanos, como hace en este momento Alfonso XIII.

Álvaro y don Alfonso han vuelto a salir de caza en la finca de Toledo, propiedad del primero. Es de los pocos lugares en que pueden pasear a solas, ellos y sus perros, sin la comitiva que siempre acompaña al rey. Las escopetas son sólo una excusa para poder hablar de sus cosas sin más interrupciones que las de alguna pieza que sale a su encuentro. En la casa les esperan los criados preparando la comida, un secretario que descodificaría los mensajes secretos si llegasen, los escoltas, conductores y asistentes de todo tipo. El rey recibirá allí, como hace siempre cuando abandona Madrid, a las autoridades locales y repartirá dinero para fiestas y celebraciones.

—¿No echa nunca de menos estar solo?

—Aquí estamos solos.

—Me refiero a solo de verdad. En la casa hay unas cincuenta personas pendientes de nosotros.

—En ese caso no sé, nunca lo he estado; no sé lo que es estar solo. Quizá sí, quizá por eso me gusta que a veces salgamos a escondidas de palacio. Por cierto, tendremos que hacer alguna salida antes de tu boda.

Aunque estaba previsto, no ha viajado con ellos Adela Espinosa, la prometida de Álvaro, por culpa de un catarro inoportuno.

—¿Habéis marcado ya la fecha de la boda?

—Para otoño, octubre o noviembre; esta semana sabremos el día exacto. Están decidiéndolo mi familia y la suya. A mí me da igual, les he dicho que prefiero que sea en primavera del año que viene.

—No te veo muy entusiasmado.

—Quizá sea que estoy viejo para una boda. Si me hubiera casado joven, como usted…

—Te habrías perdido muchas diversiones. ¿Sigues dando cobijo a esa vicetiple?

—¿Beatriz Vargas? Continúa en mi piso, pero no le he puesto ni un dedo encima, y Carlos de la Era no ha vuelto a dar señales de vida.

—Entonces no hay nada que temer. Perro ladrador…

Lo mismo piensa Beatriz, han sido ya varios meses sin saber de él. Se siente segura, hasta ha empezado a salir sola de compras, lo que de verdad le gusta. Cuando no lo hacía, Álvaro se daba cuenta de que estaba aterrorizada y no fingía.

Lo que no es cierto es que él no haya vuelto a ponerle un dedo encima: no son amantes, pero más de una vez han compartido lecho en los últimos tiempos. Esa chica siempre le gustó; no es fácil tenerla allí, a su entera disposición, provocándole cada vez que la visita.

—No te preocupes que tu esposa no se va a enterar de que te acuestas conmigo, yo por lo menos no se lo voy a decir. ¿Vas a invitarme a la boda?

—Ni loco.

—¿Ella es virgen?

—Supongo que sí. Si no lo es, no es por mi culpa.

En el palacio están ultimando el primer gran intercambio de presos entre Alemania y Francia. Dos mil hombres de cada lado, enfermos incapaces de volver a combatir en su mayoría. El rey está muy encima, como de todo lo que tiene que ver con la oficina. El acuerdo se firmará en Ginebra en unas semanas.

—¿Vas a viajar a Suiza?

—Tengo que hacerlo en su representación, majestad.

—¿Quieres que te acompañe Blanca como la última vez?

—Creo que es demasiado pronto para sacarla de viaje de nuevo. Déjela descansar, puedo arreglármelas solo.

Álvaro no le ha contado a nadie lo sucedido con Blanca la última noche en Viena, ni siquiera a su amigo don Alfonso XIII. Tampoco, y se siente muy avergonzado, ha hablado con ella de su compromiso con Adela Espinosa. Cuando el rey lo anunció, tras el brindis con el que felicitó el nuevo año, Blanca estaba allí; Álvaro buscó su mirada sin encontrarla. Blanca sonreía y evitaba que se le notara el disgusto, pero él no necesitaba que ella lo demostrara para notar que lo sentía. Está abochornado por haber sido tan cobarde, por no haber sido capaz de hablar con ella antes, por no haber evitado que se enterara así, de una forma tan cruel. Tanto tiempo despreciando a Carlos de la Era y, al final, él no es mucho mejor.

Álvaro no volvió a la Oficina Pro-Cautivos hasta después de Reyes y allí estaba Blanca, trabajando como siempre. No levantó la vista cuando él saludó al entrar, siguió con su tarea y sólo dijo un buenos días a media voz y entre labios. Después se reunieron, con la presencia de Manuel; ni una mirada especial, ni una palabra que no tuviera que ver con el trabajo, ni un solo matiz en su voz. Álvaro teme que su autocontrol no será tan estricto como el de Blanca si un día tiene oportunidad de hablar con ella a solas, si los dos vuelven a viajar: piensa en ella todas las noches al acostarse, todas las mañanas al levantarse y durante todo el día, haga lo que haga. Tiene la terrible sensación de que está siendo un canalla y, además, por cumplir con las normas que le exige su posición y mantener el compromiso con Adela, está echando a perder su vida, quizá también la de Blanca.

* * *

—¿Nunca estuviste en Madrid?

—Sólo al llegar a España. Mi idea era viajar a Sevilla desde el primer momento, pero el tren me llevó de París a Madrid y pasé allí una semana antes de seguir hacia el sur. No me interesaba la capital, para eso ya tenía París, más grande, más cosmopolita, mejor… Madrid no es más que un pueblo grande. Buscaba la esencia de España, eso está en el sur.

Frank y Jean-Marie se han hecho todo lo amigos que pueden ser un prisionero y alguien que, de alguna manera, es su carcelero. Todos los días se toman juntos un café con leche, con mucho azúcar, como le gusta al francés. Charlan en castellano o en francés, Frank asiste a los progresos en alemán del prisionero; se cuentan sus recuerdos de España y las ganas que tienen de que acabe la guerra y volver.

—Cuando era pequeño, escuchaba a un amigo de mi padre hablar de Sevilla. Me mandaban a la cama y yo me acercaba a gatas hasta la puerta de la sala para oírlo. Cuando había bebido un par de copas de más se ponía a hablar de Sevilla. Para mí era el lugar más exótico del mundo. Si hubiera hablado de Tahití, yo habría acabado allí, pero lo que él recordaba eran el flamenco, las mujeres, las guitarras… No había escuchado nunca flamenco y ya me gustaba.

—Tahití está más lejos de esta guerra, una pena que no te hablara de los Mares del Sur y acabaras allí, pintando debajo de una palmera, bañándote en la playa…

—Y disfrutando de las nativas. No te olvides de las nativas.

—No me olvido.

—¿Y tú por qué no acabaste en los Mares del Sur?

—Lo mío no estaba tan determinado. Trabajaba en la embajada de Alemania en París y, cuando me dijeron que me destinaban a Madrid, casi me echo a llorar. Los seis primeros meses en Madrid no dejé de protestar.

—¿Y qué pasó después?

—Que descubrí el amor por España, también el amor en España.

Jean-Marie imagina la orientación sexual del alemán, no hace preguntas que pudieran resultarle incómodas. Al principio, por no perder el azúcar para el café, después porque aprecia de verdad las conversaciones que comparte con Frank. Habrían sido buenos amigos de nacer en otro tiempo o en otros lugares.

—¿Te espera alguien en España?

—Mi mujer y mi hijo, o hija, eso no lo sé, ha nacido estando yo aquí. ¿A ti?

—No lo sé, creo que no. Me encontré hace unos meses con la persona que antes me esperaba. Ha cambiado mucho, como yo. Todos hemos cambiado mucho. Tienes suerte de que tu mujer siga en Sevilla, allí no pasa el tiempo.

—Le hice llegar una carta a través de una enfermera, pero no obtuve respuesta. Qué puedo esperar en mi situación. Supongo que seguirá en Sevilla, con su hermano. Quizá crea que es viuda. Me habrá buscado, supongo. Aunque lo mismo me ha olvidado, han sido muchos años de guerra. Tal vez me den por muerto y ella se haya vuelto a casar; cuando la conocí estaba prometida a otro hombre. Quién sabe.

—Es posible que la guerra acabe pronto… Seguro que ella te sigue recordando y te espera. Piensa en eso, piensa en volver con vida. Es lo único que nos queda, salir vivos de esta guerra e intentar recomponer lo que perdimos.

Jean-Marie, aunque esté prisionero en Berlín y tenga contacto diario con ellos, ha conocido a pocos alemanes con los que mantener una conversación; puede que sólo hayan sido dos, Otto y Frank. Él ha matado a algunos y otros han querido matarle a él. Pero ni él ni ellos querían hacerlo, sólo cumplían órdenes. Tanto Otto como Frank le han ayudado y él estaría dispuesto a devolverles el favor; es absurdo pero está muy lejos de odiarlos, siente simpatía por ellos. De los alemanes, uno a uno y cuando dependía de ellos y no de sus mandos, ha recibido más cosas buenas que malas. No sólo están perdiendo años de su vida, el tiempo de ver crecer a sus hijos, sino que lo hacen en contra de sus sentimientos. Cuando termine la guerra, si sobreviven, habrá que denunciarlo; nunca se puede repetir, no se puede volver a apoyar la locura de los militares y caer otra vez en esta carnicería. Nunca más.

—El cuadro está terminado.

—No puede ser… No puedes acabar.

Jean-Marie ha tardado todo lo que ha podido, con cuidado para que, a pesar de ir despacio, el general Köhler viera avances cada vez que lo observara.

—¿Vas a dejar de venir?

—No me queda otro remedio. Soy un prisionero, no me permiten hacer visitas sociales.

Gretchen observa el cuadro con atención. No ha querido verlo hasta que estuviera terminado. Jean-Marie lo tapaba con una sábana cuando ella dejaba de posar. Está desnuda, tumbada en una chaise longue. La blancura de su piel en contraste con el cuero negro que tapiza el mueble, su largo cabello rubio reposa esparcido sobre él. No es un cuadro recatado, sus piernas están abiertas y su sexo se muestra con detalle; no podrán colgarlo en el salón y presumir de él ante las visitas.

—Parezco una prostituta, pero estoy guapa.

—Mucho.

—¿Qué te dice mi marido cuando lo ve?

—Le gusta. Mi idea era taparte el sexo, él me pidió que no lo hiciera. Dijo que la idea de posar desnuda era tuya, que lo querrías así.

—Es lo que lo hace distinto, que sea tan descarado. ¿Es más bonito que aquel que pintaste de la gitana?

—Los dos son bonitos a su manera.

Todavía hace el amor con Gretchen antes de ser devuelto a su prisión, quizá sea la última vez que vayan a hacerlo. Perderá las tardes fuera del cuartel, el sueño de escaparse, pero a cambio dormirá más tranquilo, sin miedo a que el general los descubra.

—Le pediré a mi marido que te deje pintarme otro cuadro, uno para que pueda poner en su despacho.

—Por favor, no lo hagas.

—¿No quieres volver a verme?

—Sospechará, me mandará matar.

—No, si sospechara no mandaría hacerlo, te mataría él con sus propias manos. Os van a matar igual, ¿no lo sabéis? ¿Crees que te dejaría pintarme desnuda? ¿Verme así si fueras a sobrevivir? Mi marido es un general alemán, no un bohemio parisino. Cuando acabe la guerra os matarán, para que no contéis todo lo que sabéis. Tu única oportunidad de vivir es seguir viniendo y fugarte.

—¿Por qué me lo dices?

—Para que puedas escapar.

—¿Hoy?

—No, tendrás que prepararlo; para fugarte necesitas seguir viniendo a pintarme.

—¿Me ayudarás?

—Soy alemana, no puedo ayudarte. Pero mi madre era francesa, no impediría que te marcharas y salvaras la vida si lograras hacerlo.

* * *

—Hemos leído sus artículos con atención, en los últimos tiempos han dado un giro hacia las posturas proaliadas.

Gonzalo debe recibir un permiso del Ministerio de la Guerra alemán para ejercer la profesión de periodista en Berlín. Si el funcionario de turno no lo autoriza, deberá volver a París o a Madrid.

—Soy periodista, contaba lo que veía en París; tal vez en Berlín vea las cosas desde otro punto de vista.

—Habla bien alemán, ¿cómo lo ha aprendido?

—Lo hablo mucho peor de lo que me gustaría, pero he estudiado durante años, he tenido amigos alemanes.

—¿Puede darnos el nombre de alguno?

¿Debe mencionar a Frank Heimer? Mejor no, quién sabe qué habrá sido de él, no tenía que haber dicho lo de los amigos… Frank, no se acostumbra a pensar en él así, es un espía, o quizá debería decir que era un espía y ahora es posible que esté muerto. Y si está vivo tal vez le odie por haberlo abandonado en Dover.

—Ninguno en especial, mi padre es general del ejército español y siente gran admiración por los militares alemanes. Ha gozado de la amistad de algunos de los destinados a la embajada de Alemania en España y de sus familias. Eso me ha permitido practicar el idioma.

El funcionario no pregunta más por el tema, como si diera por buena la explicación.

—Sus artículos se van a publicar en periódicos americanos…

Gonzalo no sabía que los alemanes tenían esta información, desde luego sus informes son exhaustivos, qué más sabrán. Tiene que salir del paso de alguna manera.

—Eso es un acuerdo comercial entre mi periódico y algunos periódicos americanos que no afectará a mi visión. No sé si se ha fijado en que mis reportajes son humanos, no me meto en los movimientos de tropas ni nada de ese estilo, de eso los militares saben más que yo. Lo único que espero es que me paguen; dicen que los americanos pagan bien y pienso sacarles todo lo que pueda…

La sonrisa del funcionario, pues todo el mundo ha oído hablar de los dólares que los americanos gastan a manos llenas y piensa en la forma de hacerse con ellos, le indica a Gonzalo que su respuesta ha sido satisfactoria para él.

—Además, los americanos no están en guerra con Alemania, todavía.

Lleva dos días en Berlín, aún está en uno de los muchos hoteles de la Potsdamer Platz, el Palast, muy cerca de la estación de tren a la que llegó, también del hotel desde el que Blanca le escribió tras su estancia en París. Si el funcionario le sella el permiso empezará a buscar una casa en la que pueda disfrutar de algo más de intimidad. Después se dedicará a su trabajo, a escribir, a informar a los ingleses de lo que le pidan, a bucear en el baúl de papeles que ha traído de Raúl Coronado y a averiguar el paradero de Frank. Son muchas las cosas que tiene que hacer, pero antes debe pasar por esta prueba.

—Sus artículos deberán someterse a nuestra censura.

—Eso va en contra de cualquier ley.

—Estamos en guerra, hay muchas leyes suspendidas; si no acepta las normas tendrá que volver a su país.

—No me queda otro remedio entonces.

Sabía lo de la censura, en Francia también la había, pero pensó que si no protestaba quedaría menos creíble. De cualquier forma, eso no le importa demasiado, no tiene intención de enviar artículos directamente relacionados con la guerra; como le ha dicho al funcionario —y no le ha mentido— no le interesan las operaciones militares, sólo los perfiles de los alemanes que se vaya encontrando, las noticias sobre las vidas de la gente, miradas de una en una. Hay mucho más que contar de la guerra en las lágrimas de una joven que ve partir a su novio hacia el frente que en el movimiento de cien mil hombres de un frente a otro. Pero eso nunca lo entenderán los militares que tengan por función censurar sus escritos.

Está deseando que el interrogatorio acabe de una vez y que el funcionario estampe su sello.

—Vamos a autorizarle la estancia. No olvide que no puede salir de Berlín sin permiso previo, que debe presentar todos los artículos que vaya a publicar y que deberá renovar el permiso ante las autoridades alemanas cada quince días. El incumplimiento de cualquier norma supondrá su expulsión.

Durante su instrucción, entre otras muchas cuestiones, le indicaron el tipo de alojamiento que debía buscar en la capital alemana: una casa independiente, en una zona tranquila, con sótano, con entrada de vehículos… Es lo primero que debe hacer.

Al llegar al hotel tiene un sobre esperándole en recepción; en él hay un papel con una dirección, Marienstrasse, nada más.

—Se lo dejó aquí un soldado, un ordenanza militar. Nos dijo que estaba usted esperando el mensaje.

—Gracias.

El número 6 de Marienstrasse es una casa con las características que necesita y tiene un cartel que anuncia que está en alquiler. Está amueblada y limpia, el precio es razonable y puede trasladarse de inmediato: no está solo en Berlín, hay alguien al tanto de sus pasos.

Lo que no imagina es lo cerca que está Marienstrasse del piso familiar de Frank, aquel en el que creció, en el que recibía las lecciones de piano de las que tantas veces le habló.

De momento, y hasta que reciba las primeras indicaciones, seguirá ocupando su tiempo en el trabajo para el periódico y en los escritos de Raúl. Pronto los mensajes que le lleguen serán órdenes y se ha comprometido a cumplirlas, aunque se ponga en peligro. Será su pequeña contribución para que la guerra termine.

Su primer artículo versará sobre la asombrosa disciplina de los alemanes. Da igual por lo que tengan que pasar, no hay una queja, no hay un grito; cada alemán está dispuesto a dar la vida por su patria. Quizá sea equivocado, pero es admirable.

* * *

—Esa loca dice que se va con la niña. Blanca, habla tú con ella.

Es raro un día tranquilo en la vida de Blanca. Cuando no es el trabajo es Manuel, cuando no es Álvaro, es Elisa… Hoy a Blanca le toca que las complicaciones aparezcan en casa, con Ramona y con su hija Alicia.

—¿Cómo que se va?

—Que quiere volverse a su pueblo…

—¿Ha hablado papá con ella?

—No quiere hablar con nadie. Dice que lo ha decidido y que se marcha mañana por la mañana.

Ramona le ha hablado muchas veces de su pueblo, uno de la provincia de Segovia del que Blanca ha olvidado el nombre. Es un pueblo de tratantes de ganado del que la mujer recuerda con nostalgia las fiestas, la romería, las castañas asadas al fuego, los baños en el río. También que allí conoció a Basilio, el hombre del que se enamoró, el padre de Alicia, un amor imposible ya que él tenía mujer e hijos, eran vecinos de los padres de Ramona… Con él se fugó y vino a Madrid. En lugar de la vida que esperaban, acabaron en Las Injurias. Pasaron tiempos difíciles, penalidades; ella se quedó embarazada. Un día Basilio desapareció y no volvió a saber de él; Ramona permaneció en Las Injurias, sola, pobre y avergonzada, sin atreverse a regresar al pueblo y soportar las miradas de reproche de los vecinos hacia la mujer que se marchó con el marido de otra. Ahora ha decidido regresar y quizá sea preferible para Alicia. Allí, la niña tiene abuelos de verdad, no como los marqueses de los Alerces, por muy bien que ellos se porten; sus abuelos le darán todo lo que tengan y su madre estará mejor, podrá volcarse con ella.

—Mamá, si Ramona ha decidido hacer eso, tal vez sea lo mejor para su hija.

Blanca sale al jardín. Su padre, como siempre que quiere pensar, se ocupa de las plantas, de podarlas, regarlas, darles cariño.

—¿A ti qué te parece?

—Me da pena, claro, nos hemos acostumbrado a tener a Alicia en casa. Pero su madre es quien tiene que decidir.

—Eso mamá no lo entiende.

—Lo entenderá. Prométele que le vas a dar un nieto y verás como lo entiende…

Don Jaime ya ha tomado una decisión, ayudar a Ramona a llegar a su pueblo con su hija.

—Le daré algo de dinero para que a la niña no le falte de nada. Y las llevaremos al pueblo en coche, tampoco está tan lejos. De vez en cuando llevaré a tu madre a que vea a Alicia; le viene bien salir de Madrid y que le dé el aire de la sierra.

—Todo parece tan fácil…

—Todo es bastante fácil. Nosotros lo hacemos difícil.

Antes de dormir, Blanca entra en la habitación de la niña. Pronto se vaciará de cuentos, de juguetes, de risas y de vida.

—Me han dicho que te vas al pueblo con tus abuelos.

—Mamá dice que el pueblo es muy bonito, que hay gallinas y un burro, que me voy a poder montar en el burro. Pero no sé, no sé si me quiero marchar de aquí.

—Iremos a verte. Y me enseñarás a montar en burro, ¿de acuerdo?

La despedida de Ramona y de Alicia es triste. Es sábado por la mañana y Blanca le ha mandado un mensaje a Manuel para que vaya también a decirles adiós. Todo su equipaje está en el maletero del coche nuevo de don Jaime, un Oldsmobile azul. Doña Ana ha decidido que ella también les acompañará.

—Me has prometido que vas a venir a verme.

—Claro, y tú que me enseñarás a montar en burro.

Tras los adioses, Manuel y Blanca se quedan en la casa. Se sientan a tomar una limonada en el jardín. Solos, por primera vez en mucho tiempo. Blanca entiende la decisión de Ramona, pero se siente apenada por la pérdida de Alicia. Manuel se esfuerza por hablar de cualquier cosa e interrumpir los pensamientos tristes que a buen seguro se arremolinan en la cabeza de Blanca.

—Este jardín es maravilloso.

—Yo ya ni lo miro, el jardín es cosa de mi padre.

—Cuando vives al lado de algo muy bello, dejas de mirarlo, por eso uno tiene que acordarse y repetírselo. Yo lo hago cada mañana al verte, me digo lo guapa que eres.

Manuel lo dice con tono socarrón para intentar arrancarle una sonrisa. Se conocen hace ya casi tres años, han pasado por momentos de amistad, momentos de enamoramiento silenciado, de alejamiento, de enfado…

—Los americanos ya han anunciado que entran en la guerra, por fin.

—Sí, pronto terminará. ¿Qué vas a hacer cuando acabe?

—No lo sé, buscar otro trabajo… Lo que tengo claro es que no me voy a quedar en casa, como una señorita de buena sociedad; voy a trabajar. ¿Y tú?

—Creo que me marcharé de España. Puede que a Argentina. O mejor a Brasil, me gustaría conocer Brasil.

—¿A Brasil? Me voy contigo…

Los dos se ríen, no saben nada sobre Brasil, demasiado lejos, demasiado desconocido; quizá por eso les gusta, porque está en el otro lado del mundo y con tanta distancia podrían olvidar.

—¿Has sabido algo más de tus compañeros?

—Sí. Constantemente. Mensajes, visitas… Pero no te preocupes, no he cambiado de opinión. No tengo ninguna intención de atentar contra el rey.

—Lo sé.

Manuel toma la iniciativa y acaricia la mano de Blanca; los dos están sentados en un banco en medio del jardín.

—¿Cómo se llaman esas flores?

—Ni idea.

Ella no retira la mano, le gusta que él se la toque. Si no hubieran sido tan cautelosos, tan cobardes… Manuel se ha arrepentido muchas veces de no haberse dejado llevar la noche en que Blanca le besó. ¿Qué más necesitaba? ¿Por qué tanto pensar las cosas?

—¿No me vas a besar?

—¿Te gustaría?

—Sí.

Blanca sube con Manuel a su habitación. Por fortuna, no se han cruzado con nadie del servicio en el trayecto.

—Blanca, ¿tú estás segura de lo que haces?

—¿Y tú puedes dejar de preguntarme cada cosa que hago?

Blanca no quiere pensar en eso pero no lo consigue, es el segundo hombre con el que está. El segundo al que besa, acaricia, recibe… Son muy distintos, Álvaro más cariñoso, Manuel más torpe, Álvaro más cómplice, Manuel más dominador… Sabe que las comparaciones son odiosas, pero no puede evitar pensar que Álvaro es mejor amante.

—No es tu primera vez.

—Tampoco la tuya y yo no hago preguntas.

—Es cierto, perdona.

Cuando han acabado, antes de levantarse, mientras disfruta de unos segundos de abandono, Blanca se da cuenta de que no es que Álvaro sea mejor amante, sino que está enamorada de él.

* * *

—Don Diego no ha llegado aún.

Carmen entra, como cada lunes, en la habitación del piso de la calle de Segovia en el que se encuentra con Diego. Le extraña el anuncio de la mujer que la recibe siempre en la puerta, es la primera vez que Diego no la está esperando al llegar. Quizá no tenga que preocuparse por nada, lo más probable es que sólo sea un retraso motivado por cualquier asunto relacionado con su comercio… Va a aprovechar su tardanza para darle una sorpresa, le esperará desnuda sobre la cama; a los hombres les encanta verla desnuda, aunque muy pocos lo hayan conseguido en persona, sólo en los cuadros o en aquella película que rodó el marqués del Albero.

Se mira al espejo y no se ve tan bella, es verdad que es delgada, que tiene las piernas largas, a ella le parece que demasiado largas, que su vientre es plano y sus pechos son grandes y firmes pese a haber tenido un hijo, que su espalda es fuerte sin ser musculosa, que su cuello es largo, que tiene muy poco vello aunque nunca haya hecho nada por eliminarlo… No se ve más guapa que las amigas sevillanas con las que se ha criado, más rellenas que ella; pero, por algún motivo, a los hombres les gusta su cuerpo y a ella, si tiene que ser sincera, le gusta mostrarlo.

La habitación es muy parecida a aquella otra de la calle de Bordadores; la única diferencia fundamental, la que hace que Carmen se sienta cómoda, es que no hay un crucifijo en la pared, sobre la cama. La mujer que la recibe tampoco es tan mayor como aquélla, es una mujer joven que alquila esa habitación por horas; sólo se aprovecha de la gran cantidad de pecadores que hay en una ciudad tan falsa, hipócrita y puritana como Madrid. Se asoma a la ventana, se ve lo mismo que en cualquier calle madrileña, gente yendo y viniendo, como si toda la vida se hiciera fuera de las casas, los coches, los carros tirados por mulas, los tranvías eléctricos… Un hombre joven se queda parado, mirando al primer piso donde está ella, entonces se acuerda de que está desnuda, ese joven la ha descubierto. Le dedica una sonrisa antes de cerrar la cortina. Echa de menos Sevilla, mucho más tranquilo; nunca debería haber dejado la casa de su hermano.

Tras una hora de espera sí que está preocupada y empieza a pensar en marcharse. ¿Tendrá que pagar el cuarto? No lleva dinero para hacerlo. ¿Por qué no aparece Diego?

A la hora y media toma la decisión de vestirse. Pocos minutos después sale de la habitación. La mujer está en la sala, haciendo punto, como siempre.

—¿Se marcha?

—Mi acompañante no ha llegado… Lo siento, no tengo dinero para pagarle.

—Espero que vuelva. Don Diego es un hombre serio.

—No se preocupe. Tiene que haberle pasado algo, el lunes que viene estará aquí y le pagará.

—Si él no vuelve… Conozco otros hombres que podrían ocuparse. Si está usted interesada.

La Murciana la recibe en Las Injurias con la razón para la ausencia de Diego.

—Es su mujer, ha muerto esta mañana.

—¿Muerta?

—De repente. Cuando llegó el chico de la tienda y me lo dijo te habías ido ya. No sabía dónde darte recado.

Diego viudo, eso no lo esperaba. Una tarde, mientras estaban en la cama, él le dijo que si no tuviera esposa se casaría con ella. Carmen entendió que era una broma; no le importaba la falta de compromiso, ella también está casada, aunque no sepa si su marido está vivo y aunque no haya papeles.

Carmen no está segura de si debe asistir al entierro y la Murciana le convence, es la mañana siguiente. Se enteran de algunos detalles de la muerte: la muerta cayó fulminada mientras despachaba en la tienda. No pudieron hacer nada por ella. Diego hablaba de su esposa como una mujer muy seria, muy religiosa, muy estricta, una mujer que nunca se reía y nunca perdonaba las debilidades de los demás.

Diego está elegante en un traje negro, atractivo, las canas le sientan muy bien. Una interminable cola de gente le da el pésame. La Murciana y Carmen esperan su turno. Carmen no sabe qué va a decirle cuando esté delante de él.

—Siento la muerte de tu esposa.

—No pude ir, lo lamento.

—No pasa nada.

—En dos o tres días iré a por ti.

Iré a por ti… ¿Qué significa eso? Habrá querido decir que irá a verla, que irá a hablar con ella… Pero ha dicho «iré a por ti».

* * *

—Blanca, necesito hablar contigo, ¿puedes venir a mi despacho?

Blanca no puede evitar los nervios de camino al despacho de Álvaro. Una vez que se dio cuenta de que él no pensaba hablar con ella tras el viaje, de que no tenía intención de mencionar su noche juntos y de que todo se había acabado, ha intentado no quedarse sola con él. Para que no le tiemblen las piernas como ahora.

—El mes que viene se hará el intercambio de presos alemanes y franceses, es el primero de estas proporciones y el rey me ha pedido que acuda a la firma de los acuerdos en Ginebra.

—Está todo preparado. Hemos leído todos los papeles que nos han mandado y está todo correcto. Va a ser un éxito, seguro que habrá muchos más intercambios.

—Don Alfonso me ha sugerido que tu presencia también sería importante.

No va a viajar otra vez con Álvaro. Lo siente mucho, pero le da igual lo que sugiera el rey; ella no va.

—No puede usted pedirme eso, don Álvaro.

Vuelve al usted que abandonaron hace tanto tiempo para indicarle que no es la misma que estuvo con él. Siente deseos de herirle, de avergonzarle, lo que no ha hecho en todo este tiempo.

—Además, no creo que a su prometida le agradara que usted viajara con otra mujer.

Álvaro baja la mirada.

—Tenía que habértelo dicho, no supe cómo hacerlo. Lo siento.

—Usted no tenía que decirme nada. No cuente conmigo para el viaje. Y no me pida que le disculpe, no tiene derecho.

Se levanta y sale del despacho sin esperar a que él diga nada. Atraviesa la sala en la que está su mesa y sigue andando; pasa junto a la de Manuel. Sale del palacio y se sienta en un banco, en el mismo en el que se ha sentado otras veces con su compañero anarquista. Pensaba que se pondría a llorar, pero no llora. La Plaza de Oriente está muy concurrida en este día de sol primaveral. Siempre le ha asombrado que haya tan poca separación entre dos mundos tan distintos como la calle y el palacio. Sabe que el rey se asoma muchas veces a la ventana para ver pasar a la gente normal, a las chicas guapas; quizá ahora la esté mirando a ella. Decide que no va a volver, que por hoy se ha terminado su jornada de trabajo.

Hace muchos meses, quizá más de un año, que no visita esta casa, pero han sido muchos años haciéndolo, no se le olvidarán ni el portal, ni el piso ni la puerta por mucho tiempo que pase.

—Señorita Blanca, qué gusto verla por aquí…

Delfina, la criada de casa de los Fuentes, siempre le tuvo aprecio, correspondido.

—La señorita Elisa está en su habitación. Pase a la sala y enseguida la aviso.

El salón de la casa es triste: muebles oscuros e incómodos, alguna fotografía de la madre, que falleció hace ya bastantes años, alguna del general y de Elisa; han desaparecido los retratos de Gonzalo. Elisa decía que cuando murió su madre todo en la casa se había vuelto más triste, pero es mentira. Blanca la recuerda siempre así: una casa con la personalidad de su padre, del general.

—Hola.

Un saludo seco; a decir verdad, no se esperaba otra cosa.

—Llevo mucho tiempo sin saber de ti y he decidido venir a verte.

—¿Quieres un café?

Por lo menos no la ha echado, por un momento temió que lo hiciera.

—Sí, un café.

En otros tiempos, la charla habría comenzado de inmediato. Se habrían contado cientos de cosas, los temas habrían salido como un torrente, varios a la vez, sin descanso. Ahora no, las dos esperan a que la otra hable, con prevención.

—Bueno, ¿qué tal? ¿A qué te dedicas?

—Preparo mi boda.

—¿Tu boda?

—Sí, voy a casarme con Carlos de la Era. Todavía no tengo una fecha segura. Como comprenderás, no te invitaremos.

—Me hago cargo… No sabía que estabas otra vez con él.

—No tengo que darte explicaciones de mi vida. Además, nunca hemos dejado de estar juntos. Lo que le pasa a Carlos es que está confundido, como cuando estuvo a punto de casarse contigo. Perdóname que te diga, pero él nunca te quiso, estaba contigo sólo para estar cerca de mí.

—¿No prefieres pensarte mejor lo de la boda?

—Está todo pensado. Ahora, si no te importa, tengo cosas que hacer.

—Todavía no me han traído el café.

—Otro día nos lo tomamos.

Elisa parece enajenada. ¿Qué se hace cuando se ve a una amiga así?

* * *

—¿Nos van a matar cuando acabe la guerra?

Jean-Marie y Frank se toman el habitual café de todas las mañana, un café que a Frank se le atraganta con la pregunta.

—¿Por qué preguntas eso? Vaya idea…

Nadie ha dicho que vayan a hacer eso. El general Köhler habló de ello como una posibilidad el día que Frank se incorporó al puesto, pero no puede ser, eso sería una atrocidad y el alemán es un pueblo civilizado. De hecho, en los periódicos se ha hablado mucho del intercambio de prisioneros que se va a hacer con Francia. Muchos compatriotas van a volver a sus casas, muchos galos van a regresar a las suyas. Un país que es capaz de olvidar el odio de la guerra para dar la libertad a los prisioneros que no pueden seguir combatiendo no es un país que esté dispuesto a matar a los prisioneros cuando se proclame la paz. Frank está convencido de que eso no va a pasar.

—Claro que no os van a matar, nadie va a matar a nadie. ¿Crees que si fueran a hacerlo os darían bien de comer?, ¿tendríais estufas?, ¿te llevarían a casa de un general a hacer un retrato de su esposa?

Frank le acaba de comunicar que volverá a casa del general Köhler a pintar un retrato más de su mujer.

—Por lo visto les ha gustado lo que has pintado de ella, pero hay mucho trabajo aquí en el taller; no podrás acudir todos los días, sólo dos a la semana.

No entiende qué quiere Gretchen, se arriesga a que su marido los descubra haciendo el amor; le trata como a alguien apreciado, pero a la vez lo reduce a la condición de esclavo sexual.

—He pensado en que podía posar para ti con mi vestido de bodas.

Le han vuelto a llevar, pero con un cambio fundamental: uno de los soldados que le acompañaban está allí, sentado del otro lado de la puerta, armado y vigilante. Además, ha ido esposado en el coche.

—¿El soldado no se marcha?

—No, mi marido teme que intentes escaparte.

No vuelve a haber sexo entre ellos, al contrario, lo trata con distancia. Jean-Marie pinta, lo mejor que puede, sin prisas.

—Me han dicho que sólo vendré dos días por semana.

—Más que suficiente.

Al acabar, entra el soldado y le esposa para volver al cuartel en el que está detenido. Ahora que no puede es cuando más piensa en que su única opción de salvar la vida es huir, aunque Frank le haya dicho que no debe temer nada.

* * *

—Manuel, Marcos lleva varios días sin aparecer por su casa. Su madre está muy preocupada.

Tampoco él le ha visto por la oficina, aunque sabe que ha cumplido con su trabajo: las cartas han llegado y han sido clasificadas por países de origen, la correspondencia ha salido hacia la oficina de Correos, nadie ha protestado por ningún retraso…

—Preguntaré en la oficina si saben algo.

Marcos ya no es aquel chaval de quince años al que conoció cuando intentaba robar un collar en la verbena de San Juan, ahora tiene dieciocho, y se ha convertido en un hombre fuerte. Gracias al trabajo en la oficina, ha seguido estudiando y ha podido mantener a sus hermanos. También ha abrazado, como Manuel, la ideología anarquista.

—Pero… ¿Sabes si ha tenido algún problema con su madre o algo así?

—No, sólo que en los últimos tiempos apenas pasaba por casa. Su madre piensa que puede haberse echado una novia.

—Eso estaría muy bien.

En la oficina tampoco tienen mucha información sobre él. Va todas las mañanas muy temprano, recoge los mensajes del día y no regresa hasta última hora de la tarde, para comprobar si queda algo por hacer.

—¿Ha pasado algo?

Blanca es la persona que suele tratar con él y no ha notado nada. Está contenta con su modo de trabajar.

—Ya conoces a Marcos, si se siente sujeto se revuelve, pero si le dejas a su aire es muy eficaz.

—Supongo que no ha ocurrido nada, pero su madre anda preocupada, hay días que ni aparece por casa.

—Eso es que tiene novia. Ya sabes cómo es, cada vez que ve unas faldas se vuelve loco y sale tras ellas.

Es una posibilidad. Seguramente no hay por qué inquietarse: Marcos es ya un hombre, y además tiene trazas de ser bastante mujeriego. Sin embargo, Manuel se ha acostumbrado a sospechar de todo.

No ha vuelto al Ateneo Libertario del Paseo de las Delicias desde que se enfrentó a sus compañeros, pero sabe que Marcos pasaba horas allí, en la biblioteca, estudiando todos los libros sobre anarquismo que encontraba. Allí lo encuentra, como siempre.

—Me dicen que llevas varios días sin pasar por casa.

—He estado ocupado.

—¿Alguna chica?

—Hay muchas chicas.

Marcos se siente incómodo hablando con él, el hombre que le ayudó de joven, le sacó de la cárcel, le ha dado trabajo. Eso sólo significa que Manuel hace bien en sospechar que algo raro ocurre.

—¿No hay nada que me quieras contar? No te habrás metido en ningún lío.

—No, no hay nada.

—Si necesitas hablar conmigo, sabes dónde estoy.

Se queda más preocupado que antes de dar con él. Es incapaz de imaginar lo que pasa por su cabeza.

—Me han dicho que ha estado Manuel hoy hablando contigo aquí.

Luis Segura, el antiguo amigo de Manuel, al que él cree en Barcelona, está otra vez en Madrid y tiene ojos en todas partes. También los tiene para lo que haga Marcos.

—No le he dicho nada, Manuel no sabe lo que vamos a hacer.

—Bien, confiamos en ti. No le digas nada.

—¿Cuándo va a ser?

—Paciencia, Marcos, ni siquiera sé si lo vamos a hacer.

—A Manuel no le va a pasar nada, ¿no?

—A Manuel le conozco casi desde que nací. Ha sido siempre mi mejor amigo, haré lo que sea para que no le ocurra nada, pero si se mete en nuestros planes, si impide que matemos a Alfonso XIII, ni yo seré capaz de impedir que nuestros compañeros se lo hagan pagar.

* * *

—He recibido un telegrama de Álvaro Giner. El intercambio de presos ha funcionado a la perfección, pensé que os gustaría saberlo.

En ausencia de Álvaro, Alfonso XIII ha solicitado que sea Blanca quien le informe cada mañana en su despacho de los pormenores de la oficina. Es su forma de decirle que la considera importante, que está con ellos aunque ya no les visite en el desván y lea alguna de las cartas que siguen llegando por miles. Ya no son dos salitas con algo más de media docena de personas, sino mesas y mesas llenas de funcionarios, de personal contratado, de voluntarios…

—Siéntate, por favor, y cuéntame cómo va todo.

El rey siempre se muestra cercano y su despacho, a medida que lo visita y conoce, impresiona menos. Blanca se siente con libertad para comentarle los éxitos y fracasos de la oficina, los intentos fallidos de encontrar al hijo de Rudyard Kipling, los informes de los médicos militares españoles que se han presentado voluntarios y han sido enviados a prestar sus servicios a los buques hospitales de los distintos países en guerra…

—Al final esto es más grande de lo que creímos que iba a ser, majestad.

—Tenemos que pensar en la forma de que no se acabe cuando la guerra termine; por lo menos que sea el germen de algo que haga el mundo más humano. Pensaremos…

¿Que no se acabe? Blanca vuelve a las dependencias de la oficina pensando en eso. Cuando pasó por Suiza, al final del viaje que hizo con Álvaro Giner por Europa, les hablaron de una sociedad de naciones que dirimiera en los conflictos, ¿será eso posible?

—No sé si debo decirte esto, por favor, no te enfades si no te parece bien… ¿Y si buscáramos un lugar donde vernos?

Manuel lleva tiempo pensando en pedírselo a Blanca. Desde aquella única vez que hicieron el amor en su casa.

—¿Conoces algún sitio?

—Si tú quieres, lo encontraré.

Blanca no está segura de querer repetirlo, pero tampoco desea que su amor por Álvaro se enquiste dentro de ella y le impida disfrutar de la vida. La boda de Álvaro y Adela Espinosa está prevista para octubre. Tiene que olvidarse de él, y según dicen las coplas que cantan las mujeres, un clavo quita otro clavo.

—Por favor, que no sea un sitio muy sórdido.

Las mujeres como ella no acuden a esos lugares en los que se alquilan habitaciones para pasar el rato, aunque hayan oído hablar tantas veces de su existencia. No es que nadie de su clase social no haya caído antes y se haya entregado a un amante, está convencida de que es algo que pasa a diario cientos de veces, pero siempre lo hacen con hombres de su mismo nivel, que disponen de un apartamento para estos menesteres, no con un anarquista que no tiene dónde caerse muerto.

—¿Encontraste a Marcos?

—Sí, y estoy preocupado por él. Está raro, pasa algo y no sé el qué. Quizá sea sólo que se hace un hombre y deja de ser como nos gustaría…

* * *

—Hola. ¿No te alegras de verme?

La última persona que Frank esperaba que le abordara en Berlín, a pocos metros de la entrada de su casa, es Gonzalo Fuentes. Desde su frustrado viaje a Dover en que Gonzalo le amenazó con descubrir su verdadera identidad, ambos han vivido muchas cosas.

—Ya ves, he pedido el traslado a Berlín.

—¿Para encontrarme?

—Para ver el final de la guerra.

Apenas quedan botellas de la nutrida bodega de cuando la familia Heimer vivía en la casa y la guerra aún no había empezado. Lo que más le sorprendió a Frank encontrar fue una botella de coñac Hennessy. La guardó para abrirla cuando apareciera una ocasión adecuada, y no se le ocurre ninguna mejor que la visita de Gonzalo.

—La casa es como la imaginaba. Tal como me la habías descrito.

El salón con muebles grandes, antiguos, caros, la alfombra traída por su padre de un viaje a Persia a finales del siglo XIX, la gran chimenea, los butacones de estilo inglés…

—¿Cómo has dado conmigo?

—Debo reconocer que ha sido más fácil de lo que esperaba. He mirado en un listín de teléfonos; no eras el único Heimer, pero recordaba que me habías hablado de la Friedrichstrasse, es curioso lo que nos complicamos a veces… ¿Cómo has conseguido este coñac?

—Ya no se vende en Berlín, es de la época que aún se podía encontrar. No estoy seguro de que beber coñac francés no sea ahora un acto de alta traición.

Cada uno se ha sentado en uno de los butacones, sin tocarse; hace tres años tal separación habría sido impensable.

—¿Sigues trabajando para el Ministerio de la Guerra?

—No puedo contestarte a eso.

—Lo entiendo, no debí preguntarte. Además, no he venido a sonsacarte nada, sólo quería verte y pedirte disculpas por aquella noche en Dover.

—Hiciste lo que consideraste mejor, quizá estaría muerto de haber seguido en París. Tal vez me habrían descubierto sacando fotos en aquella fábrica de aviones y me habrían fusilado.

—Veo que sigues hablando un español muy fluido, aunque algunas expresiones suenan muy extrañas en ti.

—Bueno, he estado practicando últimamente. He conocido a un pintor francés que vivía en Sevilla antes de la guerra.

—¿Un prisionero?

—Sí, pero no puedo hablar contigo sobre estas cosas. Entiéndelo.

—¿Tu amante?

—No, no tengo amantes… Tuve alguno en París, ya lo sabes, salió hasta en los periódicos. Pero mejor no hablar de aquello.

Mejor no recordar al capitán Rogers, a Gustav Müller, al pescador inglés, al gendarme… Son las cicatrices de la guerra.

—¿Recuerdas a Blanca Alerces? Aquella chica que era amiga mía y de mi hermana que dejó al que iba a ser su marido plantado en el altar…

—Claro, menudo escándalo se armó.

—Trabaja en una oficina que montó el rey de España para ayudar a los prisioneros de guerra. Hacen una labor extraordinaria.

Un dato más de la conversación, de esos que parece que van a ser olvidados nada más acabar, pero que se queda en la mente de Frank y que regresará al final de la charla, cuando los dos hayan superado muchas de las precauciones que tenían al empezar a hablar. El coñac también les soltará la lengua y les permitirá conversar de cosas que no saldrían de otra manera.

—¿Ayudan a los prisioneros y sus familias? ¿Crees que podrían hacerle llegar una carta a una persona? De manera completamente confidencial.

—Estoy seguro. ¿Del francés?

—Sí. No sabe nada de su mujer desde que lo alistaron, ella no sabe si está vivo o muerto. Creo que le debo este favor.

Las estrecheces de la guerra no les permiten ir a cenar juntos a un restaurante lujoso, como sería su deseo, pero nada les impide abrir una lata de sardinas y comerlas con pan mientras dan cuenta de lo que queda de la botella de Hennessy.

—Creo que estoy muy borracho, no voy a encontrar mi casa.

—Quédate a dormir aquí.

Es una noche en la que nada de lo sucedido los últimos años importa, la despedida que les quedó pendiente en Madrid, cuando Gonzalo no pudo llegar a su cita, la que los dos habían soñado.

* * *

—¿Casarme contigo?

—Ya te dije que si mi mujer no existiera me casaría contigo. No eran palabras vanas.

—Pero yo ya estoy casada, Diego.

Diego insiste: su esposa ha muerto, una muerte inesperada.

—Adoptaría a tu hijo, Carmen, le daría mi apellido si tú quieres. La tienda funciona bien, es un negocio muy sólido. Podrías salir de ese barrio maldito.

—Te repito que tengo marido.

—No quiero decir nada que pueda hacerte sufrir, lo sabes, pero lo más probable es que haya muerto; hace años que no sabes de él, ni siquiera en la embajada te indican dónde puede estar.

—Lo siento, pero hasta que no tenga la certeza de que ha muerto no creeré lo contrario.

La oferta de Diego es tentadora: permitirse creer que Jean-Marie ha muerto, ahora que no lo recuerda a todas horas, darle un padre a un hijo que nunca ha conocido otro, abandonar el barrio, no volver a arrodillarse a la orilla del río para lavar ropa de los ricos, reinar en la tienda como hacía su esposa fallecida, entre latas de conservas, legumbres de mil procedencias, quesos, productos delicados, dulces que ofrecer a Juan…

—Pero que no nos podamos casar no quiere decir que vaya a dejar de verte. Me gustas y quiero seguir encontrándome contigo.

Juan se acostumbraría a su nuevo padre, ella viviría cómoda, en una buena casa, sin echar de menos la vida que podría darle su hermano en Sevilla.

¿Qué posibilidades hay de que Jean-Marie regrese a casa? Muy pocas, casi ninguna. Mañana volverá a la oficina y preguntará; sabe la respuesta: no habrá aparecido. Por lo menos así no se olvidarán de ella, seguirán teniendo en la cabeza el nombre de Jean-Marie Huguet, por si algún día sale en alguno de los listados que reciben.

—Yo no quiero que nos encontremos, quiero que vivas conmigo, que me ayudes en la tienda y me acompañes por las noches.

—Dicen que queda poco para que acabe la guerra, que los americanos van a arrasar Alemania en unos meses. Si mi marido no aparece, nos casamos.

—¿Y hasta entonces?

—Vivamos juntos.

Vivir en su casa, como si fuera su criada a ojos de los demás, pero siendo su mujer de puertas para dentro; ir todas las mañanas al comercio para ejercer de encargada, pero después de compartir su lecho.

—¿Y si aparece tu marido?

—Volveré con él a Sevilla, si me acepta. No te engaño.

La despedida de Carmen y su hijo de Las Injurias es una fiesta. Diego ha llevado caramelos para los niños y comida y vino para los mayores; un vecino toca la guitarra para que Carmen baile, algo que no había vuelto a hacer desde la última noche con Jean-Marie, antes de que partiera hacia el frente. La Murciana es la única que no demuestra ser feliz, sólo piensa en lo que podrá sacar.

—Nos ayudarás, por lo menos para que los niños tengan leche.

—Haré lo que pueda, pero no olvides que seré sólo su empleada.

—Con eso no me engañas, no te engañes tampoco tú.

Otras, como la mujer que cuida a Juan, la antigua monja cubana, están felices de ver que alguien consigue salir de ese agujero.

Marcos, el joven que trabaja en el Palacio Real, en la Oficina Pro-Cautivos, asiste taciturno. Lleva días ensimismado, como si de repente hubiese adquirido una responsabilidad superior y no pudiera divertirse, como habría hecho hasta hace apenas unas semanas.

—¿No te lo pasas bien?

—Sí. Enhorabuena. No te olvides de los antiguos vecinos del barrio. ¿Te acuerdas cuando te encontré el día que te lo robaron todo?

—Cómo olvidarme. Si no es por ti, creo que no habría sido capaz de sobrevivir la primera noche en Madrid.

—Claro que lo habrías sido.

—Te lo debo; si algún día te puedo devolver el favor, no dudes en pedírmelo.

Las Injurias es el peor barrio de Madrid, pero, si Carmen tiene que hacer balance, son más las cosas positivas que las negativas que se lleva de allí. Con Jean-Marie cerca, habría sido un lugar en el que ser feliz.

Un carro que se suele usar en el ultramarinos de Diego para hacer el reparto lleva sus escasas pertenencias hasta su nueva casa, en la calle de Hermosilla; mañana irá a comprar ropa para ella y para su hijo, y tirará muchas de las cosas que se lleva. Aunque no se case con él, es como si fuera una boda. Ella misma ha dejado de creer en el regreso de Jean-Marie.

* * *

—El vestido me lo lleva a la dirección que le he dado en la calle Fuencarral, pero la factura se la tiene que hacer llegar a don Álvaro Giner donde se la ha mandado otras veces. Ya sabe, ponga el doble de dinero y nos repartimos lo que sobra…

Beatriz ha dejado de temer a Carlos de la Era, lleva meses sin encontrarse con él ni tener noticias suyas. Seguramente exageró y ya se haya olvidado de ella. Aprovecha que Álvaro se encuentra de viaje en Suiza para hacerse con el máximo dinero que pueda. Su protector está a punto de casarse y podría echarla de casa. Si es verdad que la guerra termina probará suerte en París. Hace falta tener buenos fondos para resistir los primeros meses. ¿Quién sabe si no acabará actuando en el Folies Bergère?

Hay varias tiendas en Madrid en las que chicas como ella llegan a acuerdos de ese tipo: compran la ropa, le mandan la factura inflada a su protector y, una vez que han cobrado, se reparten el excedente, tres cuartas partes para la chica y una para la tienda. Entre eso, los regalos de sus protectores y algún cliente más cuando él está de viaje o tenga asuntos familiares, muchas chicas han amasado una pequeña fortuna. Beatriz no ha tenido suerte; además, Julián, el hombre del que se encaprichó y con el que la descubrió Álvaro, se llevó todo su dinero. Se ha jurado a sí misma que esta vez será diferente, quiere imitar a Mercedes Castro. Le hablaron de ella cuando llegó a Madrid. La llamaban la Diputada porque los congresistas eran su especialidad; ahora anda por los cincuenta años y es propietaria de un café. Claro que de la Diputada también cuentan que ha sido amante de don Alfonso XIII y que el rey le regalaba joyas de la familia. Puede que sólo sea un rumor, pero el caso es que la Castro no necesita trabajar para vivir, tiene el riñón bien cubierto. Ella va a ser igual.

Al salir de la tienda, en la calle de Serrano, se ha puesto a llover. Beatriz quería acercarse a una joyería para ver una sortija que le va a pedir a Álvaro, una especie de regalo de despedida antes de que él se case, pero será mejor hacerlo otro día que no llueva y pueda darse el paseo a gusto. Menos mal que al salir de casa se fijó en el cielo y cogió un paraguas. Necesita un taxi que la lleve al piso de Fuencarral, pero no aparece ninguno. Será más sencillo parar uno en Recoletos, se dice, y se encamina hacia allí por la calle que bordea la Biblioteca Nacional, desierta a estas horas por la lluvia.

Está distraída, viendo si algún taxi dobla desde Serrano, y no ve el coche que se le echa encima. Es un coche rojo, un Renault Coupé DeVille.

La embestida es brutal. Beatriz ha quedado tendida en el suelo, inmóvil. No se ven testigos, el coche se da a la fuga.

Sólo una persona lo ha visto: Elisa Fuentes. Iba camino de casa de Carlos de la Era; va muchos días para verle salir y subirse en el coche, sin que él la vea. Estaba en la esquina de Recoletos con Villanueva cuando el Renault dobló por allí. Su ocupante estuvo a punto de verla, pero algo le interesaba más. Está segura de que el atropello fue deliberado, ni siquiera intentó frenar o esquivar a esa mujer.

Elisa se acerca al cuerpo desmadejado tirado en el suelo bajo la lluvia; ha perdido los zapatos, cada uno en una dirección, y la falda se ha subido escandalosamente. Le mira la cara y la reconoce: es una antigua amante de Carlos, una de las que llevó a su casa de la calle de la Magdalena. No la toca, tiene pinta de estar muerta.

—¿El señor Giner?

No es normal que un policía vaya a las dependencias de la Oficina Pro-Cautivos. Blanca, temerosa por Manuel, se ha levantado de inmediato a atenderlo.

—Está de viaje en el extranjero, ¿podemos ayudarle?

—Una mujer ha aparecido muerta tras un accidente de tráfico. Al parecer vivía en un apartamento propiedad de don Álvaro Giner.

El único amigo de Álvaro al que Blanca conoce es don Alfonso XIII. ¿Se puede importunar a un rey con un asunto así?

—¿Beatriz Vargas? Sí, es amiga de Álvaro. Enviadle un telegrama urgente y le comunicáis su muerte. ¿Cuándo volvía?

—Mañana.

—Entonces va a llegar él antes de recibir el telegrama. Que alguien le esté esperando en la estación para darle la noticia. Y discreción, Adela Espinosa no puede enterarse de nada.

Adela no, Blanca sí. Aunque a Blanca tal vez le duela más que a la que será su esposa.

Manuel y Blanca asisten al cementerio como gesto hacia Álvaro, que no podrá estar presente. Nadie más ha ido a acompañar a la mujer en su última despedida; ni amigas, ni familiares, ni antiguos compañeros o compañeras del teatro, nadie…

Mientras el sacerdote reza, de forma rutinaria, por el alma de la joven, Blanca se pregunta quién es. Ha asumido que Álvaro tiene una prometida de su clase social con la que se va a casar, pero esta segunda mujer supone una sorpresa desagradable para ella. Después de todo, Álvaro y Carlos tienen más cosas en común de lo que ella imaginaba… Por lo menos, Manuel es distinto.

—¿Encontraste un lugar para que nos viéramos?

—No lo bastante bueno para ti.

Después de la mañana en el cementerio tienen que ir a la estación para recibir al director de la oficina, según las instrucciones de don Alfonso XIII. Pero antes pasan fugazmente por la oficina, donde les espera una noticia que no esperaban.

—Gonzalo Fuentes, el corresponsal de El Noticiero de Madrid en Berlín, nos envía una carta para Carmen Carmona, de su marido Jean-Marie Huguet…

—¿En serio? ¿Cómo es posible? Lástima que no tengamos tiempo para pasar por Las Injurias antes de ir a la estación. Qué alegría se va a llevar, quiero dársela yo misma.

—Encontró un trabajo de sirvienta fuera de Las Injurias hace un par de semanas; preguntaré en el barrio su nueva dirección.

En el andén de la estación coinciden con el padre de Álvaro Giner y con Adela Espinosa, su prometida, que han ido a recibirle. Tienen que esperar el momento adecuado para hacer un aparte y darle la noticia.

—¿Muerta? No puede ser.

—Un accidente, atropellada por un coche. No se sabe nada, no hubo testigos. Ha sido enterrada esta mañana.

* * *

—Anoche intentamos localizarte y no lo conseguimos.

Delante de Gonzalo ha parado un taxi. Él tenía intención de llegar caminando a su destino, pero el taxista le ha hablado en inglés y ha entendido que debía subirse.

—No dormí en casa.

—Eso ya lo imaginamos.

Desde la primera noche que durmió en casa de Frank, no ha dejado de hacerlo una sola noche.

—Necesitamos que esta noche recibas a unas personas.

—¿Quiénes son?

—Es mejor que no lo sepas. Entrarán por la parte de atrás de la casa, con su propia llave. Se ocultarán en el sótano. Deberás tener algunas botellas de agua y algo de comida; unas latas servirán. Nada más.

Aunque las pide, no le dan más explicaciones. Es lo que hay, él aceptó prestarles ayuda y sus tres primeros artículos han sido publicados en periódicos de costa a costa de Estados Unidos. Es posible que en tan poco tiempo se haya convertido en el periodista español más leído de todos los tiempos.

—¿No te quedas hoy?

—No, necesito acabar un artículo.

—Puedes hacerlo en mi máquina de escribir.

—Perdona, pero me he vuelto un poco maniático; necesito trabajar a solas. Por una noche no pasa nada, ¿no?

Frank le entregó una carta del pintor francés para que Gonzalo la hiciera llegar a la Oficina Pro-Cautivos a través de la embajada de España; se ha jugado el tipo haciéndolo, pero eso no quiere decir que no deba ocultarle sus actividades no periodísticas en Berlín.

—¿Os hace falta algo más?

—Una manta.

En el sótano de Gonzalo hay un hombre y una mujer; son ingleses, pero se han hecho pasar por alemanes y han vivido en Berlín los tres últimos años. Han estado a punto de ser descubiertos y están en la primera etapa de su huida.

—No te preocupes, mañana por la mañana desapareceremos y no volverás a saber de nosotros.

Gonzalo tiene miedo, claro, pero a la vez está orgulloso de poder prestar su ayuda. Imagina a Frank en París viviendo igual que estos dos ingleses: moviéndose por la calle de noche, alojándose en un sótano, comiendo latas y bocadillos, durmiendo con un ojo cerrado y otro abierto por si hay que salir corriendo si son descubiertos.

Ellos permanecen en silencio, sólo se escucha la respiración pesada del hombre. Quien no puede dormir en toda la noche, asustado, es Gonzalo. Tras intentarlo, sale de la cama; no merece la pena dar vueltas y más vueltas. Sigue rastreando en los papeles de Raúl Coronado y cree que todo, aunque esté escrito en varios tipos de papel, con distintas tintas y caligrafías, casi incomprensibles, forma parte de un único relato, una novela. Lo único que debe encontrar es el orden en que los fragmentos deben ser leídos.

Cree que tiene localizado el principio, es un papel que antes sirvió para envolver embutido en el que sólo hay unas pocas líneas: «La decadencia es la razón y el fin de todo, el motor que nos llevó de Cuba a España y de allí a París, que nos devolverá a la tierra, a la natal y a la que nos dará sepultura. Lo fuimos todo y todo lo perdimos, es el destino de las familias marcadas por el pecado».

Sigue clasificando papeles varias horas, hasta que el día empieza a clarear y el cansancio le vence. Lo que él interpretaba como relatos cortos son fragmentos de la novela; hay pasos intermedios, reflexiones. Cree que es, de manera muy libre, una especie de autobiografía novelada de Raúl y su familia, de su madre, de su media hermana Perla, de sus amantes parisinas y sus experiencias con las drogas. Ha de encontrar el hilo y poner cada cosa en su sitio.

Cuando se despierta, la pareja de ingleses se ha ido; sin despedirse, sin decirle dónde. Mejor así, no podrá traicionarlos ni aunque le torturen.

Debe ir al Ministerio de la Guerra a llevar su próximo artículo y pasar la censura, tiene que seguir con los papeles de Raúl. Esta noche dormirá con Frank, a su lado es capaz de descansar.

* * *

—Te he dicho que no quiero volver a verte. ¿Tengo que hacerte daño para que lo entiendas?

—Es mejor para ti que me escuches antes.

Una fuerza que le nace de dentro impide dudar a Elisa. Está determinada, hace lo que debe: luchar con todas sus armas por lo que es suyo, por el amor.

—Te vi atropellar a esa chica; si no te casas conmigo, te denunciaré.

Carlos de la Era no lo esperaba. No tenía previsto el atropello de Beatriz Vargas. Sólo la vio, miró alrededor, no había nadie en la calle, y aceleró. No estuvo convencido de que había muerto hasta que lo leyó en el periódico. La primera vez que mataba a alguien, y no tuvo ni remordimientos ni ninguna de esas cosas que se esperan, sólo la satisfacción de haber quitado de en medio a una persona que le ha traicionado.

—Estás loca.

—Te darás cuenta de que me amas, esto es sólo una herramienta que el Señor ha puesto en mi camino para que te lo pueda hacer ver.

Si la muerte de Beatriz fue improvisada, el asesinato de Elisa, no. Será planificado. Tampoco le va a crear remordimientos, menos ésta que Beatriz.

—Está bien. Tú ganas.

Se acerca, la besa y ella se deja; está complacida, contenta del resultado de su chantaje.

—Nos casaremos y tendremos hijos, envejeceremos juntos. Quizá tengas razón y sea esta desgracia la que termine de unirnos.

Ella suspira a cada palabra suya, se deja desnudar, él va desabrochando los botones de su blusa.

—Espera, todavía me acuerdo de cómo te gustaba a ti.

Se pone de espaldas a él y se quita toda la ropa para darse después la vuelta. Está más delgada que antes, pero también más flácida, no le excita nada.

Ella misma le despoja de su ropa y se arrodilla para meterse su miembro en la boca, como a él le gusta, hasta que está duro. Después se apoya en las rodillas y las manos y mira a la pared, mientras espera a que él la penetre y descargue dentro de ella.

Mientras lo hace, Carlos no piensa en nada que no sea eso. Reconoce que es fácil con ella, no exige nada más, nunca quiere hacerlo de otra forma y no se queja de la violencia de sus embestidas, como hacía Beatriz. Le irrita pensar en Beatriz aunque esté ya muerta; la sedujo y la mantuvo para humillar a Álvaro Giner y el humillado acabó siendo él. Ha hecho bien en matarla, qué pena que no pueda contarlo, que no haya visto la cara de Giner al enterarse.

Se desploma sobre Elisa cuando termina, ella sujeta el peso de los dos sin derrumbarse. Cuando él se acuesta sobre la cama, boca arriba, cansado, ella se abraza a él; tiene cara de alegría.

—Te voy a hacer muy feliz, te lo prometo. Vas a ser el hombre más amado del mundo.

Álvaro Giner ha guardado las cosas de Beatriz. Sabe, alguna vez ella se lo contó, que tiene familia en algún pueblo de la zona de Levante, una familia a la que no escribía y a la que no ve desde que se marchó de casa cuando tenía quince años. Entre todas sus posesiones sólo ha encontrado un retrato borroso hecho con una vieja cámara. Se ve a una mujer de negro con una niña rubia que no avisa de la belleza que sería años después; supone que son ella y su madre. Detrás de ellas hay una casa baja, pobre, de las que abundan en todos los pueblos de España. Nada más, ni direcciones, ni cartas…

Tiene que encontrar a los Vargas, a saber si sería su verdadero apellido o se lo habría cambiado en estos años, y enviarles todo lo que tenía Beatriz, incluso las joyas que él mismo le regaló y la cartilla en la que guardaba el dinero que le iba sisando. Ingresará unos miles de pesetas más, para que los suyos no se enteren del escaso éxito de la hija que no ha de volver.

Los vestidos supone que puede tirarlos, o mejor, donarlos a quien los necesite. Lo comentará en la oficina con Manuel, quizá él pueda darles uso llevándolos a Las Injurias, el barrio ese con el que colabora. O, si son muy lujosos para ese barrio, que los venda y reparta el dinero que saque. No hay nada más, ni libros ni otro tipo de recuerdos, aparte de las fotografías que le sacaron en varios estrenos. Beatriz deja poco atrás en el mundo.

La policía no tiene ninguna pista acerca de quién puede haberla matado. Sólo que fue un coche que la atropelló y no paró a socorrerla. No podría haber hecho nada aunque el conductor se hubiera bajado, al parecer tenía el cuello roto. Se alegra de no haberla visto así, la recordará para siempre en la cumbre de su belleza. Han preguntado un poco, no mucho, y no han encontrado a nadie que asistiera al atropello. Si lo localizaron a él fue por una factura de un vestido que Beatriz llevaba en el bolso. Lo más probable es que tengan razón y se tratara de un accidente. Si no fuera así, si tuviera que sospechar de alguien, lo haría de Carlos de la Era, pero ni siquiera a él lo considera capaz de hacer algo tan cruel.

Cuando vio en la estación a Adela Espinosa con su padre y, a pocos pasos de ellos, a Blanca y a Manuel, se dio cuenta de que había problemas y de que debían de ser graves. En cuanto pudo se apartó de los demás en compañía de Blanca. Fue discreta para que Adela no se enterara de lo que le decía. ¿Qué pensará Blanca? ¿Que Beatriz era su amante? Hubo un momento, antes de conocerla a ella, en que amó a Beatriz, pero de eso hace mucho. Ahora sólo la mantenía para ayudarla a escapar de Carlos de la Era. Se acostaba algunas veces con ella, pero sólo porque eran un hombre y una mujer, no porque sintiera nada.

Blanca no le creería; él se hunde cada día más en su consideración. Es lógico, fue un cobarde al no hablar con ella, al no contarle que su compromiso con Adela era anterior a la noche que pasaron juntos. La mejor de su vida. Intentará no pensarlo. Se casará con Adela, la guerra se acabará y dejará de ver a Blanca; un día la olvidará, intentará ser feliz y hacer lo que debe, como siempre.

* * *

—Deja que la criada bañe al niño y quédate un rato más en la cama.

La casa de Diego es mejor de lo que Carmen esperaba, más lujosa, más grande, mejor situada… Hay dos criadas, una de ellas ha tomado la responsabilidad de hacerse cargo de Juan cuando Carmen va a la tienda para aprender, de la mano de Diego, cómo funciona todo.

—El ojo del amo engorda el caballo; cuando yo no esté, tienes que estar tú. Pendiente de todo, todos ésos lo único que quieren es robarnos. Y esto es tuyo y mío, de nadie más.

Varios empleados con batas de color azul que ordenan todo y atienden a las clientas, chicos de reparto que llevan con carritos los pedidos a las mejores casas de Madrid… Detrás de la caja sólo pueden estar ellos dos o el encargado, un hombre de casi sesenta años que entró a trabajar en la tienda a los doce, en tiempos del abuelo de Diego.

—Es como de la familia, el único del que te puedes fiar.

Aunque hable así de ellos, Diego es un buen jefe, trata bien a los empleados, les paga algo más que en otros negocios similares, respeta sus horarios y sus días de descanso. También ayuda a quien lo necesita; hay familias a las que fía cuando tienen problemas y regala los productos que no puede vender a los vecinos de barrios como Las Injurias. Así conoció a Carmen.

—Te vi en cuanto entraste en la tienda, la primera vez que viniste con la Murciana a ver qué os dábamos. Hubiera ido a hablar contigo, pero mi mujer, que en paz descanse, nos miraba. Fue cuando se me ocurrió ir a hablar con Rosa «la Larga».

Carmen va conociendo los detalles del negocio, las cuentas, las existencias del bien surtido almacén, los proveedores.

—Mi mujer no me dio hijos. Todo esto se lo quedarán Juan y los hijos que tengamos tú y yo.

—Carmen, he ido a Las Injurias; la Murciana me ha dicho que podía encontrarte aquí. Tengo una buena noticia para ti.

Una carta de Jean-Marie… hace unas semanas habría llorado de la alegría, ahora la abre inquieta.

Le cuenta que está bien, que fue apresado y que está confinado en Berlín pero que su salud es buena y el trato que recibe es correcto, que no puede darle más detalles para no perjudicar a la gente que le está ayudando a que le llegue la carta. Le dice que estuvo en el frente, pero que ya no combate, que no debe temer más por su vida. También que se acuerda de ella todos los días y que si ha sobrevivido es por ella y por las ganas que tiene de conocer a su hijo. Y se despide diciéndole que la ama, tanto como el día que la raptó en su casa para que fuera su mujer.

Diego no está, ha salido a llevar la recaudación del día anterior al banco. Carmen se encuentra tras la caja, llena de monedas y billetes, y mira la actividad de la tienda, de empleados, de clientas, de carros que parten llenos de mercancías, de cajas y sacos que salen del almacén. Juan se halla en casa y pronto empezará a ir al colegio; está cuidado, bien alimentado, bien vestido… Tiene miedo de perderlo todo.

—Si nos escribes una carta para él, podemos intentar que le llegue. Tardará, pero seguro que lo conseguimos.

—Claro, pero ahora estoy aturdida, tengo que pensar qué decirle.

—Lo entiendo; tómate el tiempo que necesites y tráemela a palacio. Ah, y enhorabuena por este nuevo trabajo, espero que te vaya bien.

* * *

—No estás como el otro día, estás más a la izquierda. ¿Has cambiado de sitio la butaca?

Jean-Marie sigue yendo a casa del general Köhler dos veces por semana. Gretchen posa para él con su vestido de novia. El soldado que le escolta no entra en el estudio, se queda fuera, sentado, fumando; está tan seguro de que el pintor francés no va a escapar que echa sus buenas cabezadas.

—Está claro que van a mataros a todos. Te dije que no te ayudaría, pero he cambiado de opinión. Toma.

Una pistola. Quizá la pistola del general.

—Tienes que atarme, no gritaré. Ahí tienes ropa de paisano, en la bolsa hay algo de dinero y comida. Puedes salir por la parte de atrás, el soldado de guardia no te verá. Hasta dentro de un par de horas no dará la voz de alerta.

Tiene que tomar la decisión de inmediato. Se fuga. Intentará regresar a Francia.

Gretchen cumple con lo que le ha prometido. No hace ruido mientras él la ata, sólo le pide un beso antes de que la amordace.

—Me habría gustado conocerte de otra manera. Perdona la forma en la que te he tratado los últimos días, era el único modo de convencerte para que te fugaras. Quizá algún día volvamos a encontrarnos.

Jean-Marie salta la valla trasera del jardín y empieza a andar. No conseguirá huir sin ayuda, pero conoce a alguien en quien confía: Frank Heimer.

* * *

—Es el único sitio que he encontrado. No tengo experiencia en esto.

—Me sirve cualquier lugar, lo que hoy quiero es estar contigo.

Blanca nunca ha estado en un piso destinado a estos menesteres e ignora que Manuel ha buscado el más discreto y menos sórdido, como ella le pidió. Han llegado con su propia llave y Blanca no ha tenido que pasar por delante de una mujer que la mirara con desprecio; allí no vive nadie: no hay una viuda que alquila habitaciones, ni unos niños a los que se les manda callar mientras la pareja que paga disfruta de la soledad del cuarto. Es cara, pero Manuel lleva muchos años viviendo sin darse un lujo, destinando casi todo lo que gana a los demás. Por una vez cree que hace bien en gastarse el dinero en sí mismo. La habitación está bien amueblada, como sería la de Blanca si ella fuera la dueña de la casa.

—No estoy acostumbrada, no sé cómo debo comportarme.

—Con tranquilidad. Yo tampoco hago esto nunca. Si no te sientes cómoda, nos vamos.

—Deja de proponer que nos vayamos, voy a pensar que no quieres estar conmigo. Creo que lo mejor es que nos quitemos la ropa.

Mientras ella se la quita, Manuel se sienta en una butaca, sin perder detalle. No es un proceso muy largo, Blanca decidió hace meses, siguiendo las últimas modas llegadas de París, prescindir del corsé.

—¿Vas a mirarme?

—Sí, voy a mirarte.

Lo ha dicho sonriendo y sólo eso ha sido suficiente para que se rompiera el hielo y ella también sonriera. Deja caer al suelo su vestido y la enagua que viste debajo, se ríe mientras se quita las medias, él le ayuda con el corpiño. No tarda en estar completamente desnuda.

—¿Te gusto?

—Mucho, nunca había soñado con estar con una mujer tan guapa como tú.

Es alta, rubia y de ojos azules, de piel muy blanca y de cuerpo atlético aunque no practique ningún deporte. Sus piernas son largas, su cadera estrecha, su pecho pequeño… En las películas pornográficas que se ven en palacio no tendría ningún éxito, allí gustan más las mujeres rotundas.

No es la primera vez que los dos están juntos, pero la anterior fue tan precipitada, tan espontánea, tan poco planeada que es como si ésta lo fuera, como si tuvieran que despojarse de todos los pudores y las vergüenzas otra vez. Vuelven los besos torpes y las caricias, los abrazos…

—¿Cierro la persiana para que no entre luz?

—No, déjala así. No hay nada que ocultar.

Blanca también se fija en el cuerpo de Manuel, en forma y musculoso; como Álvaro, pero distinto.

—Estate quieto un momento, antes me has mirado tú, ahora quiero hacerlo yo. Vuélvete.

Él está sobre la cama, boca abajo. Blanca pasa los dedos suavemente por todo su cuerpo, los pies, las piernas, las nalgas, la espalda, la nuca… Después le pide que se dé la vuelta de nuevo y hace el mismo recorrido, evitando su sexo. Más tarde, cuando llegue el momento, se dedicará a él.

—No quiero ser como todas esas mujeres que hacen el amor a oscuras, que reciben a sus maridos sin saber lo que ocurre bajo las mantas. Quiero conocer hasta el último centímetro de tu cuerpo y que tú conozcas el mío. No deseo que sea el final del día sino que lo sea todo.

Poco a poco cogen confianza y sus caricias son más atrevidas, sus besos más obscenos, su contacto más estrecho.

—¿Tienes uno de ésos?

—¿Un preservativo? Sí, tengo.

Están hechos de látex indio y no de tripas de animales, como antiguamente. Dicen que en Inglaterra se venden en las farmacias y que son de uso habitual; en España no son tan accesibles, pero aun así es fácil encontrarlos.

Dejan de hablar, las palabras no son necesarias, sólo los roces de sus cuerpos. Blanca siente eso que ha sentido otras veces, ese estallido de placer tan grande, que no sabe cómo se llama porque ésas son cosas de las que no se habla, de las que las madres españolas no enseñan a sus hijas y las amigas no cuentan, quizá porque se avergüenzan, o tal vez porque nunca las han sentido. Lo mismo que siente cuando está sola y se desnuda delante del espejo y se explora a sí misma, pero multiplicado por diez. Y no sólo una vez, varias veces. Pero no se cansa, cada vez que lo siente desea sentirlo otra vez, y otra, y otra… Y le parece, como la primera vez que lo hizo, que quiere repetirlo todos los días de su vida, que esto es algo de lo que nunca se va a hartar.

—Vamos a volver aquí más veces, Manuel.

—Me encantaría…

—Hasta que te hartes de mí.

—Eso nunca va a pasar.

—Y quiero que me lo enseñes todo.

Al acabar el día, cuando regresa a casa, le sorprende no haberse acordado de Álvaro en todo el tiempo que ha pasado con Manuel; Álvaro no era como ella esperaba y nunca va a estar a su lado. Mejor haberse dado cuenta antes de que fuera demasiado tarde, antes de tener que decir otra vez que no delante del cura.