—Álvaro, después, cuando acabemos la jornada, me gustaría que hablásemos de las propuestas que me has hecho para la oficina.
No ha amanecido todavía cuando los hombres que participarán en la cacería con el rey, los monteros, algunos amigos, los ayudantes, los armeros, los ojeadores y los mozos que cuidan de las caballerías, se ponen en marcha. Han desayunado embutidos, huevos, quesos y conservas de olla. Un desayuno contundente, adecuado para la intensa jornada que les espera. A mediodía les servirán el taco, la habitual comida ligera de las cacerías. La presencia del rey mueve tanta gente que, más que una partida de caza, parece un ejército preparándose para la batalla.
Álvaro y don Alfonso no tuvieron oportunidad de charlar durante el viaje que hicieron en tren desde Madrid a Santander y de allí a Liébana, en los Picos de Europa, en los coches dispuestos para la comitiva por el marqués de Viana. Llegaron ayer por la tarde, fueron recibidos por las autoridades y el rey entregó a los alcaldes de la zona mil reales para repartir entre los pobres. En estos pueblos no hay protestas, los lugareños están felices de que su majestad los visite y hay continuas muestras de agradecimiento: bailes, ramos de flores y gritos de apoyo… Cuando don Alfonso sube a la montaña a cazar, son tantos los curiosos que quieren acompañarle que la Guardia Civil tiene que impedir que se acerquen a menos de un kilómetro; deben evitar que su majestad acabe disparando sobre un vecino por accidente en lugar de hacerlo sobre una pieza.
El rey y los más cercanos a él están alojados en el Chalet Real, una bonita casona que se inauguró hace un par de años y que costó la asombrosa cantidad de ciento cincuenta mil pesetas, regalo de la Compañía Asturiana de Minas al monarca para que utilizara en sus cacerías en el Coto Real que los ayuntamientos de Liébana, Valdeón y Cabrales le han cedido. El resto de la amplia comitiva se acomoda en una docena de tiendas de campaña, levantadas en el extenso prado de delante de la casa principal.
La zona es rica en caza mayor, rebecos sobre todo. A don Alfonso le gusta cazar aquí, ya lo hizo su padre en alguna ocasión y él ha venido varias veces, pero es la primera vez que Álvaro Giner le acompaña. Álvaro no está acostumbrado a este tipo de caza de alta montaña, tan dificultosa y que tanto gusta a su amigo; él disfruta más de las monterías de jabalíes del sur de España, del trabajo de los perros y los ojeadores, con los puestos a centenares de metros los unos de los otros.
Subirán a caballo hasta donde puedan, y a partir de allí harán el camino a pie. El montero mayor del rey, el marqués de Viana, ha dado órdenes ya para que preparen las cabalgaduras. Ascenderán por el puerto de Áliva hasta el lugar llamado Tiros del Rey, bautizado así en honor a haber sido el puesto de caza desde el que disparó su padre en su primer viaje a los Picos de Europa.
Álvaro observa las órdenes que da el marqués de Viana, el organizador de las cacerías y las monterías de don Alfonso XIII. El marqués llegó a los Picos de Europa hace cuatro días y no descansará tranquilo hasta que todos vuelvan a Madrid. Conoce su función y la hace bien. Vive pendiente de toda necesidad real, de cualquier contratiempo. Anoche, mientras bebían un coñac ante la chimenea, le contó a Álvaro un problema que se encontró al llegar con las líneas telegráficas, imprescindibles para que el rey se mantenga en contacto con Madrid: las cabras montesas se las habían comido en algunos tramos. Tuvo que mandarlas arreglar con urgencia y apostar vigilantes para que no volviera a suceder.
Tiene que atender a cualquier imprevisto de ese tipo, pero también cuidar de la imagen del rey durante los días que dure la cacería: ha sido astuto al permitir que algunos vecinos escogidos se acerquen a don Alfonso para contarle sus problemas, pedirle ayuda o simplemente saludarle; él los atenderá y los periódicos recogerán las anécdotas que se produzcan. La simpatía del pueblo hacia la Casa Real quedará reforzada y ni el mismo rey sospechará que los lugareños que acceden a él han sido seleccionados de antemano.
El puesto de tiro de Álvaro está contiguo al de su majestad; no se espera un ataque de radicales contra él, hace años que ningún grupo lo intenta, pero es mejor que a su alrededor se encuentre la gente de más absoluta confianza. De cualquier forma, se hallan a suficiente distancia como para no verse. Se acomoda, prepara su rifle express y espera…
Álvaro está satisfecho con el trabajo de la oficina. Lo que empezó como una obligación impuesta por don Alfonso se ha convertido en el centro de su existencia. Por primera vez en su vida, ni siquiera cuando era médico en el ejército lo había notado de manera tan clara, tiene la sensación de ser un trabajador que cumple una función útil para la sociedad. Llega a palacio a primera hora y se empeña sin descanso; muchos días es el último en marcharse. Ha abandonado casi por completo sus costumbres anteriores: ni teatro, ni fiestas, ni amantes, ni visitas a su finca de Toledo para cazar liebres y conejos. Si está hoy aquí es porque se lo pidió el rey en persona y porque perderá sólo cuatro días de trabajo, los primeros que toma en varios meses.
Antes de salir de Madrid, ha reunido en su despacho a Blanca y a Manuel y les ha dado instrucciones para que se responsabilicen de la oficina durante su ausencia: la correspondencia que debe salir, los asuntos que tienen que esperar a su vuelta, las personas a las que hay que llamar en cada ministerio si hay algún problema, consejos para los miles de contratiempos burocráticos que surgen cada día…
Está muy satisfecho con sus colaboradores, aunque a veces se pregunta si ellos lo estarán con él, si estará dando la talla en la labor que le han encargado. Blanca le gusta mucho, se siente muy atraído por ella, y a veces cree que debería olvidarse de su fallida boda e iniciar un acercamiento más intenso. Sin embargo, Manuel es una incógnita: un magnífico trabajador, una persona inteligente y siempre dispuesta, que no termina de abrirse. Siempre parece ocultar algo. A veces se pregunta qué relación tienen entre ellos, se nota que se sienten bien juntos, hay una gran confianza entre ellos. Aunque Manuel no está a la altura social de Blanca, no sería la primera vez que esas convenciones se abandonan. Y ella ha demostrado no sentir demasiado respeto por esas normas.
Pronto se oyen los disparos. Él no está teniendo mucha suerte y no avista al primer rebeco hasta casi una hora después de empezar la cacería. El rebeco es un bello animal, de gran agilidad. Álvaro prefiere verlo saltar de roca en roca en ese maravilloso paisaje que disparar sobre él, pero ha venido de caza. Levanta el arma y apunta, después la baja otra vez; ya disparará después, tendrá más oportunidades, ahora prefiere verlo en libertad. El animal no salvará la vida, seguirá su carrera hasta entrar en el punto de mira de otro de los cazadores; y otro que no tendrá tan pocas ganas de abatirlo como él.
Al final de la jornada ha matado a dos animales, ni punto de comparación con los doce que se asignan a don Alfonso. Puede que no todos hayan caído por sus disparos, pero al rey no se le discute una pieza. En el primero de los tres días que saldrán a cazar, se han cobrado veinticinco animales.
Vuelven al Chalet Real comentando como es costumbre las piezas a las que dispararon con y sin éxito, los magníficos animales avistados, el destino de las cornamentas de los machos…
—Álvaro, vamos a dar un paseo…
Mientras se prepara la cena de gala para los cazadores (consomé, capón asado, algún plato de caza de la zona), Álvaro y don Alfonso pasean por las inmediaciones del caserón que ocupan. El lugar es de una belleza natural arrebatadora. Don Alfonso fuma uno de sus inseparables cigarrillos elaborados con tabaco negro canario.
—He leído el informe que me pasaste sobre las inspecciones de los campos de prisioneros.
Álvaro se ha quejado de las inspecciones que el gobierno español está obligado a hacer en los campos; algunas, como las redactadas por José Barreiro o Antonio Ferratges, ambos médicos militares, son impecables, pero el director de la oficina quiere controlar más de cerca los datos que se pretenden recabar.
—Se ve que algunos de nuestros enviados, afortunadamente los menos, no visitan los campos, no hablan con los prisioneros; se limitan a disfrutar de la opípara comida que les sirven los jefes alemanes o franceses y se vuelven a sus hoteles.
—A nuestra vuelta estableceremos el protocolo a seguir. Por descontado, me gustaría que estuvieses al frente de ello, como de la oficina.
—Gracias, majestad.
La situación de los prisioneros, excepto la de los soldados rusos, tratados con extrema crueldad, varía mucho. Hay algunos presos, sobre todo oficiales, que no presentan ninguna queja; también hay granjas alemanas que tienen asignados soldados enemigos a los que han acogido como si fueran miembros de la familia, e incluso hay algunos campos en los que se respetan sus derechos y se les permite trabajar y mantener la estructura militar del ejército de procedencia. Pero existen otros en los que se ignora cualquier indicio de humanidad, donde los enemigos no son ni siquiera alimentados, donde se les trata peor que a animales.
—Voy a hacer caso a lo que lleváis tiempo pidiendo, vamos a intentar intermediar en el intercambio de prisioneros. Sobre todo entre Alemania y Francia, pero los ingleses también podrían estar interesados.
—Eso sería maravilloso, majestad.
—Los enfermos, los inválidos que no vayan a seguir luchando, los padres de familia de más de tres o de cuatro hijos…
—¿Ha iniciado usted algún acercamiento?
—Sí, pero es difícil hacerlo por carta. Vas a tener que viajar a París y Berlín, tal vez a Londres también, para pactar las condiciones. Lo haremos después de Navidad… Cuando volvamos a Madrid tienes que hablar con mi secretario, con Candeleira; él te ayudará a organizar el viaje. Harías bien en llevarte a la hija de Alerces, a Blanca. Esa chica posee mucho sentido común, te ayudará.
* * *
—Le han dejado una carta, señor Fuentes.
La portera del edificio de la rue du Sommerard le tiende el sobre a Gonzalo. No lleva franqueo, la carta ha sido entregada en mano. Gonzalo la abre con curiosidad, no conoce a nadie en París que le pueda dejar un mensaje por esta vía.
Estoy bien y me alegro de que tú también lo estés.
Te quiero,
FRANK
Reconoce la letra, es suya. Eso sólo puede significar que está en París y que le ha visto. Pero ¿qué hace allí? No puede ser, su país está en guerra con Francia…
Frank no puede dormir. Ahora que se le ha pasado el efecto de la botella de coñac que bebió sabe que ha cometido un grave error, de los peores. Dejó el sobre en la portería sin que le vieran, convencido de que Gonzalo no le delataría, pero ahora lo ha pensado mejor: también creía que se despediría de él y no apareció su última noche en Madrid. En sus crónicas en el periódico se nota que es aliadófilo, que sus simpatías están en el lado francés.
Sale a la calle de noche. Desde que vio a Gonzalo, lleva varios días sin atender a su trabajo y sin ampliar sus contactos. Si los mandos alemanes se enteraran de que ha estado a punto de echarlo todo a perder y quedar al descubierto, con la posibilidad de destapar también a muchos compañeros, no dudarían en eliminarlo. Necesita calmarse, volver a ser un agente útil para su país, olvidarse de Gonzalo.
En la rue Pierre Lescot, muy cerca de Les Halles, hay una casa de baños muy frecuentada por militares ingleses. No es un lugar que le guste a Frank, a él nunca le ha satisfecho ese amor fugaz, pero hoy va a visitarla; allí se puede contactar con algunos oficiales, tal vez consiga una información que valga la pena.
No son unos baños públicos tradicionales, de los que usan los franceses para suplir la carencia de baños en la mayor parte de los pisos de la ciudad; son sólo para hombres y procuran, sin demasiado éxito, emular a los que había en la antigua Roma. Los asistentes pasean con toallas enrolladas en la cintura, se miran, se sonríen, se interrogan con los ojos y se pierden por las zonas más recónditas del local, aquellas más resguardadas de la curiosidad ajena.
Escoge a un hombre, alto, atractivo, pelirrojo. Después sabrá que es galés y que es capitán, ha tenido suerte. A los cinco minutos de decidirse está charlando con el galés, un cuarto de hora después se pierden en el laberinto.
—No tendría por qué mentirle, señor Fuentes. No sé quién dejó la carta, la metió alguien por debajo de la puerta en un momento en el que yo no estaba.
No hay delegación diplomática alemana en París, sus asuntos los llevan los diplomáticos suizos del mismo modo que los asuntos franceses en Berlín los representan los diplomáticos españoles. No hay periodistas acreditados, ni intercambios comerciales. Frank sólo puede estar en la ciudad de manera clandestina. ¿Cómo puede encontrarle? No hay ninguna manera; tal vez baste con buscarlo para incriminarle y que los franceses lo detengan y lo fusilen. Tendrá los ojos bien abiertos y esperará a que vuelva a ponerse en contacto con él.
Saca la lista de direcciones que le dio el dueño del local sin nombre de la calle de la Flor: hay cafés, salones de baile, cabarés, incluso una casa de baños… ¿Será capaz de encontrar a Frank en alguno de ellos? ¿O será Frank quien le encuentre a él? Sea como sea, no puede quedarse encerrado en su apartamento, dejará para otro momento la revisión de los papeles que abandonó el anterior inquilino.
Le cuesta imaginarse a su antiguo amante, siempre tan sofisticado, entre los hombres que se procuran un alivio rápido en algunos parques y jardines que aparecen en la lista. Le resulta fácil encontrarlos, identificar las miradas y los códigos. Muchos son soldados, algunos muy atractivos. En pocos minutos ha recibido varias propuestas que hace un par de años, antes de conocer a Frank, le habrían resultado irresistibles.
No ha habido suerte hoy, pero visitará esos ambientes una y otra vez hasta que dé con él.
Frank ha acompañado al capitán galés a la habitación que éste tiene alquilada en un hotel de la place de la Madeleine; se despierta a su lado. El pelirrojo duerme tras haber bebido mucho la noche anterior. Después de la casa de baños fueron a un cabaré en el que vieron un espectáculo en el que se caricaturizaba a los soldados alemanes.
Frank examina las pertenencias del galés, y encuentra unos mapas que pueden ser muy interesantes. No sabe qué es lo que hay señalado en ellos pero son, sin duda, objetivos militares. Los especialistas deberán analizarlos e interpretarlos en alguna oficina berlinesa.
Está guardándolos cuando el militar británico se levanta de la cama.
—¿Qué haces?
Se abalanza sobre él. Frank no tiene más remedio que aprovechar la torpeza de movimientos que la resaca causa en su oponente. Lo acuchilla una y otra vez con un abrecartas que hay sobre la mesa, hasta que está seguro de haberlo matado.
Guarda su ropa, manchada de sangre, en una bolsa y se viste con ropa del muerto. Atraviesa la recepción sin que nadie le diga nada o le mire. En la puerta coge un taxi; el taxista, todo un patriota, insulta a los alemanes.
—Vamos a acabar con los boches y esta vez es la definitiva, vamos a destruirlos, que no puedan levantar cabeza…
Una vez en su habitación, dentro de la bañera llena de agua caliente, Frank piensa en el militar británico al que ha asesinado. Es su primer muerto y ya ha olvidado su nombre; no siente remordimientos. Es cierto que la guerra le ha cambiado mucho y no sabe si algún día volverá a ser el de antes.
* * *
—Estamos desbordados de trabajo y se va a cazar rebecos, que ni sé lo que son.
—Una especie de cabras.
—Pues eso… Ésa es la pasión que sienten por la labor que hacemos, algo que se puede abandonar para matar cabras.
Cuando Manuel critica al rey o a Álvaro, Blanca se desespera. No se da cuenta del esfuerzo que hacen, de la necesidad que hay de cumplir la función que ellos dos han puesto en marcha, sin que nada ni nadie los obligara.
Todos los problemas parecen conjurarse para surgir justo cuando el director se ausenta: se retrasa la llegada de listas de prisioneros de los franceses; un funcionario del Ministerio de la Guerra ha extraviado un informe procedente del campo de concentración de Merseburg, en Sajonia; Camila Nebot, una de las chicas que trabaja con ellos, se ha visto obligada a permanecer en casa a causa de unas fiebres paratíficas de su hermana, ante la posibilidad de que se produzca contagio y, en una muestra de que todos los trabajadores de la oficina están unidos en la causa, ha pedido que se le envíe material a casa para seguir con su labor y evitar que se retrase el trabajo.
Blanca y Manuel no tienen un rato libre, juntos y solos, hasta que los demás se marchan a casa. Blanca se acerca a la mesa de su compañero, se atreve a poner las manos sobre sus hombros y masajearlos. Sería un escándalo si alguien los viera.
—Qué día horrible.
A él le ha sorprendido el contacto físico con ella, pero no lo menciona. Aprovecha para quejarse de los muchos problemas que les han surgido, por si eso ayuda a prolongar el calor de sus manos sobre su cuerpo.
—No digas eso, ha sido bastante productivo. ¿Sabes cuántas cartas hemos respondido de manera positiva? Dieciséis. Es el segundo mejor día desde que trabajamos aquí. Y mira esta carta, ha llegado de Rusia, pero está escrita en español, la hemos resuelto nada más llegar, teníamos otra que nos había hecho llegar el hijo de la remitente y no sabíamos dónde había que mandarla.
Recoge una carta que hay sobre su mesa para entregársela, el masaje y el momento de contacto físico entre ambos se rompe.
A Su Graciosa Majestad:
Se escuchan una y otra vez elogios hacia la ayuda que usted y su gran país prestan a los que lo necesitan, por eso me he decidido a escribirle, con la esperanza de recibir su caritativa atención.
Mi hijo, el teniente del ejército ruso Nicolás Strasvinsky, fue herido en los combates que el pasado mes de septiembre se produjeron en la zona de Vilna. Su cuerpo no fue recuperado por nuestros servicios médicos, por lo que me dicen que lo más probable es que esté muerto. Pero quiero agarrarme a la posibilidad de que fuera hecho preso por los alemanes y atendido de sus heridas. Sé que llegan miles de peticiones de ayuda como la mía, quizá con más posibilidades de éxito, pero ésta es mi historia y Nicolás es mi único hijo.
Con fe en usted y con agradecimiento, considéreme su más humilde servidora.
Con cada caso resuelto, con cada carta que pueden hacer llegar a un prisionero, con cada familia a la que pueden informar de que su hijo, su marido, su novio o su hermano sigue vivo y que deben confiar en que algún día regrese a casa, Blanca siente la misma alegría del primer día. La misma que cuando encontraron en la lista de prisioneros franceses en los campos alemanes el nombre de Armand Cornille, el primer éxito de la oficina.
—Tengo que irme, me gustaría quedarme hasta que tú te vayas pero no puedo, tengo algo importante que hacer.
—¿Cuándo me vas a decir eso que te pasa casi todas las tardes…? ¿No quieres contármelo?
—Sí, claro. Por fin se va a representar una obra de teatro mía, el próximo sábado. Bueno, no es en un teatro de verdad. Es una cosa de aficionados… Ni siquiera son aficionados al teatro, sino a la propaganda política.
—¿Y puedo ir?
—Claro, si te apetece.
En otros lugares como Barcelona, Buenos Aires, o México, hay mucho teatro anarquista. El uruguayo Florencio Sánchez es un dramaturgo reconocido, por no hablar del noruego Ibsen, autor de obras como Un enemigo del pueblo. En Madrid, mucho más fuerte el socialismo que el anarquismo, se han representado algunas obras de denuncia social como El pan del pobre, de González Llana, o Juan José, de Joaquín Dicenta, con un éxito arrollador. Pero son melodramas en los que las relaciones amorosas de los protagonistas tienen mucha más importancia que la ideología. Manuel quiere invertir esas proporciones. Lleva meses dedicando su escaso tiempo libre, gastando sus noches en escribir su obra, y hace varias semanas que ensaya con actores.
—Con tan poco ensayo y con actores aficionados, no sé cómo quedará. Estoy nervioso, y por eso llevo un tiempo marchándome antes de la oficina.
—No dudes que el sábado estaré allí. Dispuesta a romperme las manos de tanto aplaudir.
Blanca se queda sola en la oficina, poniendo al día el trabajo pendiente. Un ujier aparece entonces acompañando a Carmen, la mujer gitana a la que conoció en Las Injurias. Se ha acordado mucho de ella y de su historia, ¿cuántas mujeres habrá en su situación? Mujeres que esperan a un hombre que un día partió a la guerra y del que no saben nada.
—Perdone, no he dejado de trabajar hasta ahora y no he podido venir antes.
—No te preocupes, pasa.
El nombre de Jean-Marie Huguet no aparece en los listados, ni en los de fallecidos ni en los de prisioneros de guerra.
—¿Eso quiere decir que está vivo?
Blanca es incapaz de revelarle la verdad, de contarle que muchos cuerpos acaban tan destrozados a causa de las bombas que a veces no queda ni la chapa para identificarlos; que otros yacen debajo de toneladas de escombros y que es posible que nadie los saque hasta que acabe la guerra; que en muchos campos de batalla los cadáveres se pudren en tierra de nadie sin que puedan ser recogidos… Por no hablar de los desertores, de los errores administrativos, de los que han sido fusilados por el enemigo sin dar cuenta de ellos a nadie.
—No, no lo podemos asegurar. Los listados están incompletos. Lo único que quiere decir es que podemos seguir teniendo esperanzas de que lo esté.
El matrimonio de Carmen, una boda por el rito gitano, no ha quedado registrado en ningún documento oficial, lo que significa que tendrán dificultades para conseguir que la embajada de Francia les reconozca a ella y a Juan como esposa e hijo de un soldado francés. Tal vez sólo puedan lograrlo con la intervención de Álvaro Giner. Ésa sería la única forma de recibir noticias de un soldado que aún esté en el frente.
—Vas a tener que esperar unos días a que vuelva el director de la oficina. Tal vez él pueda ayudarte. De momento, confiemos en que tu marido esté bien.
* * *
—Hemos acordado una tregua de seis horas para recoger a los heridos y los muertos. Huguet, organízalo.
Durante la noche hubo dos patrullas, una alemana y otra francesa, que se encontraron en tierra de nadie. Ambas abrieron fuego la una contra la otra y desde las trincheras han pasado horas oyendo gritos, en francés y en alemán. Son los heridos, que yacen armados y asustados, así que nadie se ha atrevido a abandonar su posición para proporcionarles atención y asistencia. Los comandantes de los dos puestos han llegado a un acuerdo para retirarlos: seis horas de alto el fuego. Los soldados deben ir desarmados, pero el problema no son los enemigos con los que se encuentren, esas treguas siempre son respetadas; el peligro está en los propios compañeros que van a ser rescatados.
—Tened cuidado; antes de acercaros a un herido aseguraos de que sabe quiénes sois y a lo que vais. Ni se os ocurra hacerle nada a un alemán, ni disparos ni enfrentamientos, ni siquiera un insulto, nada. No queremos que nos empiecen a caer granadas, ¿de acuerdo?
Jean-Marie no es campesino y nunca le han preocupado esas cosas; le sorprende estar pensando en que esa tierra en la que combaten tardará muchos años en volver a dar una cosecha en condiciones. Hay cráteres, pedazos de obuses, casquillos de balas, restos de la batalla por todas partes. Eso no puede ser bueno para la tierra, duda de que tanta muerte sirva de abono.
Localiza y ayuda a trasladar a tres soldados que aún viven, ve a otros compañeros recogiendo cadáveres. Los únicos alemanes que se encuentra durante las tres primeras horas de la tregua son los muertos que cayeron el día anterior.
Explora toda la zona para no dejarse ningún sitio sin mirar. Si algún día el muerto es él, no le gustaría que lo abandonaran, pudriéndose al sol en tierra de nadie por falta de atención. Es entonces cuando ve caminar a un soldado alemán, como él, desarmado y con aspecto de ser veterano. El boche también le ha visto. Se miran a los ojos, dudan, no saben si deben saludarse militarmente, estrecharse la mano o ignorarse y seguir andando… Jean-Marie saca un paquete de tabaco y se lo tiende al alemán. Él se acerca y saca un cigarrillo del mazo y cerillas de su bolsillo. Encienden el tabaco sin pronunciar una palabra. El alemán señala unas piedras que parecen haber sido puestas a propósito para que dos amigos se sienten en el campo, a fumarse un cigarrillo y charlar.
—¿Hablas francés?
La mirada del soldado alemán demuestra que no, que no sabe lo que está diciendo Jean-Marie.
—Pues sí que estamos buenos, porque yo no hablo nada de alemán. Me llamo Jean-Marie, Je-an-Ma-rie.
El alemán sonríe, se ha enterado.
—Otto.
Poco más pueden decirse; fuman en silencio y cuando sus miradas se cruzan, sonríen.
—Yo no os odio, que conste. No os odiaba el día que llegué y sigo sin hacerlo, aunque haya matado a más de uno. Sólo lo hago para que no me matéis a mí, para ver algún día a mi hijo. Bueno, no sé si es hijo o hija, aún no había nacido cuando vine y no he recibido noticias.
Otto, como si le hubiera entendido, se echa la mano al bolsillo y saca una fotografía. Hay dos niños rubios, gemelos, pueden tener cuatro o cinco años. Jean-Marie la coge y la mira.
—¿Tus hijos? Ojalá se acabe pronto la guerra y puedas verlos crecer.
Le devuelve la foto y tira el cigarrillo al suelo, se levanta. Saca otra vez el paquete y se lo da al alemán.
—Toma, para ti.
Otto busca en sus bolsillos y saca un paquete pequeño de galletas, también se lo da.
—Gracias.
—Dankeschön.
Se chocan la mano, se dan la vuelta y cada uno vuelve a su zona. Quedan un par de horas para que acabe la tregua, deben seguir buscando los cuerpos de sus compañeros. Después, quién sabe, puede que matarse el uno al otro.
* * *
—Quizá tengas que abandonar París una temporada.
Tras la muerte del capitán galés, Roy Rogers, se descubrió la desaparición de los planos, se investigó qué había hecho las últimas horas antes de su muerte, se llegó hasta la casa de baños de la rue Pierre Lescot y a una descripción del hombre con el que se marchó. Hay incluso un dibujo que uno de los presentes hizo de su cara y que se ha publicado en los periódicos. Frank lo ha visto, se parece a él, pero también a otros miles de hombres que pasean por la ciudad. No cree que sea suficiente para pillarle.
El periódico da la descripción de un francés que habla inglés con mucho acento galo. Dicen que es moreno y elegante, poco más. Ninguno habla de la cojera que simula, eso le hace estar tranquilo. Es difícil que, con tan pocos datos, la policía o los militares franceses lleguen hasta Marcel Malmaison.
—No hay motivo para que vuelva a Alemania. Estoy haciendo una gran labor; lo del galés no pude evitarlo, fue un accidente.
Los mapas que Frank encontró en la habitación del capitán Rogers han sido de mucha utilidad; gracias a ellos los alemanes han podido adelantarse a un movimiento de tropas inglesas cerca de la frontera con Bélgica y han impedido que los aliados les pillaran desprevenidos.
—Nadie ha dicho que debas volver a Alemania, sólo dejar París. En unos días te llegarán instrucciones. Ahora no te muevas mucho, dedica unos días a la novela sobre Napoleón y, sobre todo, no vayas a ninguno de esos locales que frecuentas.
Frank no quiere salir de París, menos ahora que sabe que Gonzalo está allí, que podría abordarlo y hablar con él, pedirle que lo ocultara, quién sabe si volver los dos juntos a España y dar la guerra por concluida.
* * *
—¿Qué haces aquí? No quiero volver a verte.
Carlos de la Era se baja de su coche en la calle de la Magdalena, acompañado de una bella joven, cuando se encuentra a Elisa Fuentes en la puerta de su apartamento.
—Tengo que verte, necesito hablar contigo.
Elisa duda un momento, quién sabe qué piensa hacer Carlos. Finalmente él se dirige a su acompañante.
—Toma las llaves y sube. Ahora voy yo.
La joven no quiere problemas, se mete en el portal sin apenas mirar a Elisa, que, sin embargo, sí la mira a ella con odio.
—Tu nueva amante tiene pinta de prostituta.
—La misma que tenías tú cuando venías.
Elisa encaja el insulto. Ella le quería. Por eso venía a esta casa, para seducirlo y conquistarlo, para pasar a su lado la vida entera.
—¿No podemos hablar sin que me insultes?
—Dime qué quieres. Ya vino Blanca a molestarme a mi casa. Se lo dije bien claro: me da igual lo que te pase, nunca te he obligado a nada. Has sido tú la que ha querido venir aquí, la que venía a fornicar como una ramera.
No hay más, sube a su apartamento, donde le espera esa mujer. Probablemente ella también se desnude para él, se ponga mirando a la pared y soporte sus acometidas.
Han sido muchas ilusiones truncadas. Ha roto con su hermano y con Blanca, ha estado a punto de morir. Elisa sigue amando a Carlos de la Era, eso no se puede olvidar de un día para otro, aunque ahora se dé cuenta de que él nunca la ha querido. Ha sido sólo una diversión para él. ¿Por qué ella? Por ser la amiga más cercana a Blanca Alerces. Otra vez ella, un obstáculo en su felicidad antes y la causa de su desdicha ahora.
Llega hasta la parroquia de San Salvador y San Nicolás, en Antón Martín. En la puerta, vestida de negro como siempre, está la mendiga que le puso en contacto con esa mujer de Las Injurias que le practicó el aborto y que estuvo a punto de matarla. Pasa por delante sin saludarla y entra en la iglesia. Se sienta en uno de los bancos dispuesta a rezar, pero no logra concentrarse: piensa en Carlos. Ahora mismo estará sobre la mujer con la que ha entrado en el piso, disfrutando como hacía con ella, aunque esa mujer lo haga por dinero y no por amor. Cierra los ojos y recrea en su mente las tardes pasadas con él, la primera vez que se desnudó en su presencia, las veces que ha pasado su boca por todo su cuerpo… La voz del sacerdote interrumpe sus ensoñaciones; reabre los ojos y se avergüenza, está en una iglesia, en una misa a punto de empezar, y se ha dejado llevar por la lujuria. Hay un cura en el confesonario, pero ella no se atreve a arrodillarse y a confesar todos sus pecados. No puede pedir perdón, vivirá con ellos para siempre.
Se levanta y va hacia la puerta; nota sobre ella la mirada censora de todas las asistentes a la misa, todas mujeres, ningún hombre. Se detiene delante de la mendiga de la puerta y le da una moneda, sin fijarse en su cara, sin hacer ademán de reconocerla.
Todo esto no va a acabar con ella.
* * *
—Muchas gracias por venir, siéntate ahí, empezaremos dentro de diez minutos. ¿Quieres beber algo? ¿Una limonada?
Anselmo Lorenzo, uno de los primeros líderes anarquistas españoles, fallecido poco antes del inicio de la guerra, defendía que lo primero que debía inaugurar cada sede del sindicato anarquista CNT era un ateneo libertario, un lugar donde celebrar conciertos y representar obras de teatro, donde los adultos pudiesen asistir a clases de alfabetización, con bibliotecas en las que los obreros tuvieran acceso a la cultura y a la ideología ácrata. En Barcelona existen varios, el Ateneo Catalán de la Clase Obrera o el Ateneo Enciclopédico Popular entre otros; también el Ateneo Sindicalista de la calle Ponent, que preside Salvador Seguí, el famoso Noi del Sucre, y hay muchos más ateneos libertarios pequeños, importantes en la vida política y cultural de cada barrio. En Madrid tienen mucha más importancia las casas del pueblo socialistas, pero los ateneos de inspiración anarquista empiezan a abrirse paso. La obra de Manuel Lope se representa en el ateneo del Paseo de las Delicias.
—No te preocupes por mí, encárgate de tu obra y nos vemos cuando acabe la sesión.
Blanca observa con curiosidad a los asistentes, que a su vez la observan con la misma curiosidad a ella: obreros con gorra y ropas gastadas que miran con respeto al escenario, familias enteras excitadas por la que quizá sea su primera representación teatral, algunos grupos de chicas jóvenes solas que se ríen entre ellas y coquetean con los grupos de chicos jóvenes. Es muy distinto de las representaciones teatrales a las que ella está acostumbrada; no hay la elegancia de las óperas en el Teatro Real, tampoco su hipocresía y fingimiento. El espacio también es diferente, no hay terciopelo rojo ni adornos dorados; es una gran sala con las paredes pintadas de blanco, desnuda, en la que cabe un centenar de personas. Muchos de los espectadores han llevado sus propias sillas, no hay más de treinta o cuarenta que pertenezcan al local. Algunos se han sentado en el suelo o asistirán de pie, pegados a la pared del fondo.
Unas palmas y una voz anuncian el inicio de la función y entonces se produce un silencio respetuoso y completo entre el público. Un silencio que será poco duradero: en cuanto los personajes empiezan a actuar, los asistentes toman partido, muestran su acuerdo y su desacuerdo, ríen, reprochan su comportamiento a los malvados y avisan a los bondadosos de los peligros que se ciernen sobre ellos.
—¡No! ¡No le abras la puerta!
—¡Te va a engañar, tonta!
—¡Dile que nanay!
Blanca se olvida pronto de la distancia que la separa del resto del público y se ríe con ellos, comparte la experiencia de una tarde de teatro popular.
La obra muestra a una familia de trabajadores compuesta por un padre y una madre resignados a su suerte, una hija pequeña muy bella y un hijo mayor valiente, idealista y anarquista. Todos trabajan en una gran fábrica, muchas horas de trabajo a cambio de muy poco dinero. Hasta que el hijo del dueño de la empresa conoce a la hija pequeña de la familia y se encapricha con ella. La chica, enamorada de un compañero de la fábrica, le rechaza, mucho más cuando él le ofrece dinero a cambio de su cuerpo. A la vez, el hijo anarquista está organizando una huelga para mejorar las condiciones de vida de los trabajadores, representados por los espectadores del teatro, motivo por el que se lleva una paliza del capataz y sus hombres. Poco después, su hermana es violada por el hijo del dueño. Su novio, que intenta defenderla, es asesinado. El protagonista, el joven idealista, aún renqueante por la paliza recibida, decide vengarse.
En el momento en que el malvado hijo del dueño de la fábrica y el joven idealista se enfrentan, el público está enardecido.
—¡Mátalo!
—¡Acaba con ese perro!
La pelea, bastante cómica por la nula preparación de los actores, pasa por fases en las que ganan el uno y el otro, pero al final el vencedor es el protagonista y el malvado capitalista muere. La gente rompe en aplausos, entusiasmada. Cuando llegan dos policías a detener al joven y se enteran del motivo de la pelea, le invitan a huir reconociendo que ha hecho lo que debía y recordándole que ellos también pertenecen al pueblo. Acaba entonces la obra con la ovación de los presentes.
Cuatro veces tiene que salir a saludar el elenco, formado por apenas una decena de actores. Con ellos Manuel Lope, el autor y director de la función. Blanca le aplaude, tan divertida como cualquiera.
—¿Qué tal? ¿Qué te ha parecido?
—¡Muy bien! Estoy muy contenta de haber venido…
—Creo que llevo dos días sin comer a causa de los nervios, ¿puedo invitarte a comer algo y me amplías tu crítica?
Dan un paseo hasta una taberna de la calle de Canarias en la que conocen a Manuel y les acondicionan una mesa discreta, al fondo, nada más entrar.
—La mesa de siempre, compañero.
Manuel le explica a Blanca que la puerta que tienen a su lado les permitiría huir en caso de que la policía entrara en la taberna, de ahí que esté reservada para los compañeros del sindicato.
—¿A ti te persigue alguien? Supongo que la policía te investigó antes de entrar a trabajar en palacio.
—Eso te indica lo poco que te puedes fiar de la policía española, para bien y para mal.
Les sirven una frasca de vino barato, queso manchego, salchichón y pan. Manuel saca su propia navaja para cortarlo.
—Me figuro que nunca habías estado en una taberna.
—Nunca. Tampoco había estado en un ateneo libertario, ni había visto una obra de teatro anarquista. Es un día lleno de novedades.
—¿Y habías probado el vino?
—Eso sí, pero a escondidas; una vez Elisa y yo nos emborrachamos con los restos de vino de una cena que daban mis padres. Menos mal que nadie se dio cuenta, teníamos quince años…
Las horas se les echan encima en un suspiro rememorando travesuras de juventud, comentando los mejores pasajes de la obra y las reacciones del público.
—Fuera debe de estar anocheciendo.
—Será mejor que vuelva a casa.
—Te acompaño.
Caminan hasta Atocha para subirse allí en un tranvía que les dejará ante el Museo del Prado. Blanca no se ha dado cuenta hasta levantarse de la mesa, pero el vino ha hecho su efecto. Se ríe por cualquier cosa, se siente en una nube.
—Hemos llegado, me voy.
Antes de que pueda pensar en lo que va a hacer, Blanca toma la iniciativa y le besa. Él responde apasionado y sorprendido, pero se detiene de inmediato.
—Mañana te vas a arrepentir… Es mejor que me marche.
* * *
—¡Que nadie se mueva hasta que dejen de tirarnos con todo!
Jean-Marie tiene nuevos compañeros: Lambert, un aprendiz de carpintero de apenas diecisiete años; Casseau, un estudiante de Derecho aterrorizado; Anaclet, un campesino descuidado que cualquier día provocará que le vuelen la cabeza; Vilette, un muchacho que aún no ha terminado el liceo pero que aprende a marchas forzadas… Él no es más que un soldado raso, sin graduación; sólo la edad, el uniforme, que a fuerza de estar tan usado se adapta a su cuerpo, y la mirada del que lo ha visto todo le hacen ser distinto de los demás. Ellos le respetan como a un oficial; él sabe que pocos le sobrevivirán.
El bombardeo es intenso, cruel. Jean-Marie ha vivido otros así e intenta que sus compañeros, aterrorizados algunos de ellos, no pierdan la calma y cometan un error fatal. Les aconseja que no abandonen el parapeto: es más peligroso huir que quedarse debajo de esa lluvia de bombas. Aunque ha comprobado que el viento sopla contra los alemanes, lo que impide que ataquen con gases, tiene su máscara a mano, igual que su pala afilada, su fusil ametrallador, un Hotchkiss 1909, y su revólver Lebel, el mismo que le acompaña desde el inicio de la guerra. Por lo menos no llueve, pueden comer sus raciones secas mientras esperan y no les cuesta trabajo encender sus cigarrillos.
Mira a los suyos. Cree que Casseau, que tiembla en un rincón, será de los primeros en caer si se produce el ataque; a Vilette, que fuma tranquilo; a Anaclet, que agarra su arma como si alguien se la fuera a quitar, con los nervios a flor de piel, quizá deseando entrar en acción… Hoy van a aprender más de la guerra que en todas las semanas anteriores juntas.
Se supone que hay espías, que hay patrullas de reconocimiento, que se elevan globos de observación para estar prevenidos cuando esto pase. Los alemanes no pueden estar lanzando esta ofensiva si no se han reforzado antes. Tienen que haberles llegado tropas, artillería y suministros durante semanas. Y nadie en el Estado Mayor francés se ha enterado. Los generales que mandan sobre ellos son unos inútiles y van a pagarlo los de siempre, los de abajo. ¿Dónde quedó lo de la libertad, la igualdad y la fraternidad? Los generales franceses no estaban incluidos en eso.
El ataque llega después de veinticuatro horas seguidas de bombardeo. No ha habido respuesta de la artillería francesa, no ha aparecido la aviación aliada para contraatacar y dar un momento de respiro a los soldados de infantería. Jean-Marie siente una vez más que no sólo ellos se consideran ratas de trinchera, sus mandos no tienen una opinión muy distinta, y desprecian la vida de los que están a sus órdenes. Si supiera que no iba a morir, él mismo firmaría perder la guerra en este momento y que los políticos y los generales fueran fusilados por los boches.
Una parte del parapeto, por fortuna lejana al lugar donde él estaba, se ha derrumbado. Dos soldados han quedado debajo, pero han podido ser liberados y evacuados.
Están en tensión, esperando la llegada de los fritzs; sólo hay una cosa favorable, el viento sigue soplando contra las posiciones alemanas: no les arrasarán las vías aéreas con el gas mostaza.
Un comandante, era la primera vez que lo veía Jean-Marie, ha estado hace un par de minutos en su zona, les ha arengado.
—¡No pasarán!
Después se ha marchado, probablemente a ponerse a resguardo, a beber champán mientras ellos mueren. Jean-Marie no piensa morir por el comandante y por otros como él: no va a ser un héroe. Desertaría si pudiera, pero no puede.
Ya conoce la rutina. Se empiezan a escuchar las granadas, después las ametralladoras, los tiros sueltos… Es un momento de mucho peligro porque los de enfrente están llegando a la carrera, hay que asomar la cabeza: y es entonces cuando te la pueden volar. Él se ha situado en la tronera de un francotirador que ha debido de caer o huir durante el bombardeo. No es un seguro absoluto, pero protege bastante. Ahora sólo le queda tirar a todo lo que pase por delante y, a ser posible, acertar.
Jean-Marie ha visto morir a muchos a su alrededor. Los alemanes han avanzado con todo y la posición está perdida. Si no ha huido es porque no ha visto la oportunidad de hacerlo sin que un alemán le dispare mientras corre. A sus compañeros los perdió de vista hace mucho; quizá hayan muerto todos. Esta vez no va a tener la misma suerte que otras, no va a ser el único superviviente de su pelotón. Ha tenido que luchar cuerpo a cuerpo contra dos soldados enemigos; de momento ha vencido, pero la fortuna es esquiva y puede cambiar en cualquier momento.
Hay unos instantes de calma, no tiene enemigos a la vista, no se escuchan disparos. ¿Y si es el único soldado vivo? ¿Y si todos los demás se han matado unos a otros y él ha vuelto a salvar la vida? Aprovecha para escapar por el laberinto de trincheras hacia la retaguardia, con cuidado, no vaya a caer por fuego amigo en su retroceso.
Pronto vuelven las granadas; en algún momento ha perdido la orientación y no sabe dónde está. El ruido no lo tiene detrás, sino delante. ¿Camina en la dirección equivocada o es que los alemanes le han dejado a su espalda en su avance? Debe encontrar pronto a los suyos.
Pero quienes le encuentran son los fritzs. Tiene a dos delante y a uno detrás, los tres le apuntan con sus armas. Jean-Marie tira al suelo las suyas, su única posibilidad de salvar la vida es no luchar.
—Tranquilos, no voy a hacer nada, me entrego…
Uno de los boches llega hasta él y le pega un culatazo en la cara. Jean-Marie cae al suelo. El alemán grita cosas que él no entiende, le apunta y tiene ganas de disparar. Jean-Marie se acurruca: si va a disparar que lo haga de una vez. Pero entonces escucha otra voz, discute con el alemán que le apuntaba.
Una mano le ayuda a levantarse, es la mano de un soldado alemán, le ve la cara: es Otto, el soldado con el que se fumó el cigarrillo el día de la tregua. Le dice algo que no entiende y le sonríe. En este momento, Otto es su único amigo en el mundo.
* * *
—No huyas de mí, si ni siquiera me acuerdo de qué pasó cuando volvimos del Ateneo…
Blanca no se arrepiente de haber besado a Manuel. Lo hizo y ya está, el tiempo no vuelve atrás y no puede lamentarse de lo que ya no tiene remedio. Lo que pasa es que está avergonzada. Nunca había hecho nada así; el único hombre al que había besado era Carlos de la Era y no sabe ni cómo se le ocurrió hacerlo con Manuel.
Álvaro Giner ha vuelto de la cacería y les ha convocado a una reunión en su despacho a los dos; debe de ser algo importante porque estará también el rey.
—Mi amigo Álvaro os ha pedido que asistáis a esta reunión porque ha llegado el momento de involucrarnos más a fondo en nuestra misión.
El rey explica sus intenciones: quiere colaborar en el intercambio de presos heridos o enfermos entre los países en conflicto, en el control y supervisión de las condiciones de vida de los prisioneros, participar del estudio de repatriación de presos por causas humanitarias…
—Vamos a necesitar muchos más medios.
—Tranquilos, se ampliará la dotación y el personal de la oficina. También haremos algunos cambios en la estructura. Manuel va a tomar más responsabilidades en Madrid porque Álvaro y Blanca van a viajar a París y Berlín a principios de año para negociar con sus gobiernos.
Con las nuevas contrataciones, pasarán a ser cincuenta personas, algunos de ellos voluntarios. Bernardo Candeleira, el secretario de su majestad, tendrá que habilitarles más espacio, al menos el doble del que ocupan en este momento. Los inspectores de los campos que ahora rinden cuentas ante las embajadas dependerán de ellos, en algunos casos tendrán que coordinarse con la Cruz Roja…
—El primer día os dije que acabaríamos sintiéndonos orgullosos de nuestro trabajo aquí. Ni yo mismo pensaba que fuéramos a llegar tan lejos. Tenemos que seguir y vosotros tres sois las personas en las que más confío.
Pocos minutos después del encuentro con el rey, otra persona ajena a la oficina entra en el despacho de su director. Es Carmen, Blanca la estaba esperando.
—Álvaro, es la mujer casada con el soldado francés de la que le hablé.
Blanca vuelve al trato de usted con Álvaro cuando están en las dependencias de palacio, da igual que fuera tengan cada vez más confianza, tanta que su director le ha sugerido que almuercen en Lhardy para programar las fechas de su viaje por las capitales europeas.
—Carmen no puede probar su matrimonio ante las autoridades francesas porque se casó por el rito gitano y no tiene documentos.
—Entonces me parece que poco podemos hacer.
—Tal vez si le pidiéramos ayuda al embajador desde la oficina…
Álvaro, como todo lo que le solicita Blanca, se lo toma con humor.
—¿Estás sugiriendo que llame yo al embajador y le diga que haga vista gorda a la falta de papeles?
—Sí, te lo estoy proponiendo. Para qué engañarnos.
Carmen no está acostumbrada a escuchar las carcajadas de un señor tan importante y no sabe si eso significa que el asunto va bien o va mal.
—¿No hay nadie que pueda declarar que os habéis casado si fuera necesario?
—Mi familia.
—No creo que eso sirva.
—Menos mal, porque ellos tampoco querrían venir de Sevilla a hacerlo. Yo sólo quiero saber qué ha sido de mi marido, de verdad, no quiero ni dinero ni nada.
—Veremos qué podemos hacer, algo se nos ocurrirá, no te preocupes.
* * *
—Deme L’Illustration.
Gonzalo mira sin cesar el retrato del periódico y cada vez está más convencido de que se trata de Frank, aunque lleve el pelo teñido, mucho más oscuro que antes, y se haya afeitado el bigote. No se da información sobre el lugar en el que el capitán Rogers y su asesino se encontraron, sólo que fue en la zona de Les Halles. En la lista que le dio el encargado del cabaré sin nombre de la calle de la Flor hay muchos locales en ese barrio. Los periódicos no hablan abiertamente de relaciones homosexuales entre el capitán asesinado y su ejecutor aunque, si se sabe leer entre líneas, es eso lo que dicen. Ambos se conocieron en un local, congeniaron y pasaron la noche en la habitación del hotel.
No puede ser otro, pero a la vez no puede ser Frank. ¿Es capaz de asesinar a un hombre a sangre fría? No el Frank que él conoce. Claro que él lo conoció en tiempos de paz; entonces las cosas eran distintas y las personas no estaban acostumbradas a que la vida valiera tan poco.
Vuelve a pensar en todo lo que ha sucedido en los últimos días y llega a la conclusión de que Frank es un espía alemán, está en París, ha matado a un hombre, ha robado unos mapas. Gonzalo debería delatarle, ayudar a la policía a saber que no buscan a un hombre que habla inglés con acento francés sino a un berlinés que ha vivido años en París, informar de que lo conoce y que habla el idioma como un parisino más. Está nervioso desde que sabe que Frank está cerca, pero, si lo piensa con frialdad, se da cuenta de que su amante alemán pertenece al pasado.
Tiene que seguir trabajando. Sus crónicas gustan, ha recibido dos cartas de felicitación muy importantes, del director y del redactor jefe de El Noticiero de Madrid; están muy contentos con su labor como corresponsal y le animan a viajar, a visitar los campos de batalla para publicar su visión en el periódico. De momento, tiene la posibilidad de visitar Inglaterra; en un par de meses, participará, con un grupo de periodistas de varios países, en una visita a un centro en el que se están fabricando los aviones que acabarán con la supremacía alemana en el cielo.
* * *
—Me ha llegado hoy mismo la película, si usted quiere la vemos esta noche.
Don Alfonso XIII es un gran aficionado al cine y una de las actividades habituales de los domingos en el Palacio Real es instalar el proyector y ver, junto a toda la familia y amigos, las películas americanas que llegan a España: Charlot, Fatty Arbuckle, Mary Pickford… Hace dos semanas, Álvaro Giner fue invitado a la proyección de El nacimiento de una nación, polémica y recién estrenada, con parte de la Orquesta Real acompañando con su música los momentos más intensos, como si estuvieran en una sala de cinematógrafo.
Pero la proyección de hoy no es para todos los públicos; sólo asistirán el rey, Álvaro y dos amigos más, amigos íntimos y de toda confianza. Se juntan para ver unas películas pornográficas recién recibidas y, como guinda, la película que ha rodado el marqués del Albero en Sevilla, una en la que aparece una gitana bellísima.
—La película de Albero no es pornográfica, sólo sale esa mujer desnuda. Ya sabe usted cómo es el marqués: un romántico.
Las películas para adultos, todas francesas excepto una alemana, causan, como siempre, las risas de los asistentes: actrices rollizas, argumentos anticlericales, actores carentes del menor atractivo…
—Ahora, con la guerra, se harán menos películas.
—Creo que en Argentina están produciendo, a ver si conseguimos alguna para la próxima sesión. Y en Hollywood, claro. Dicen que hay actrices de películas normales que hacen sus pinitos en otras de este estilo.
—¿Y en España, majestad? Habría que dar premios a los pioneros.
—El día menos pensado me pongo yo a producir una, ya veréis. Va a ser un éxito.
Han dejado la película llegada de Sevilla para la última, es la primera que ven en la que aparece una mujer española. Antes han cenado, han brindado con champán, se han reído, han intercambiado información sobre sus conocidos.
—Venga, vamos a ver lo que ha hecho ese viejo libertino.
La película no tiene gran atractivo, no mucho más que ésas de nudistas, que tanto les gustan a los alemanes, de gente haciendo gimnasia o ballet sin ropa. El único interés está en que la ha hecho un conocido y está grabada en un patio en el que todos han estado. Y en la belleza de la joven que aparece.
—¡Pero bueno! Si yo conozco a esa mujer…
—Pues deberías presentarla, Álvaro, no te la guardes para ti solo.
* * *
—Si alguien sale de la fila, los guardias dispararán contra él. No van a preguntar, tienen orden de disparar.
Son las primeras palabras que Jean-Marie escucha en francés, un francés antipático, rudimentario y con mucho acento alemán, pero que al menos se entiende.
Los soldados no saben, los de ninguno de los dos bandos, si están ganando la guerra o perdiéndola, ni siquiera saben si ganan o pierden su batalla; lo único que Jean-Marie tiene claro es que él ha estado siempre defendiéndose, nunca atacando. Siempre en una trinchera esperando a que lleguen los fritzs y pelear su metro cuadrado. Si hoy le preguntaran, diría que la guerra la ganan los alemanes: él ha perdido su metro cuadrado, el único del que era responsable.
Gracias a Otto no fue ejecutado en la trinchera en la que le encontraron, como pretendían hacer sus compañeros. No les culpa, tal vez él habría querido hacer lo mismo con los que matan a los suyos. Durante el adiestramiento les dicen que los alemanes son crueles con los prisioneros. Jean-Marie siempre ha pensado que es falso, que sólo lo dicen para que la gente no entregue las armas y se rinda. Ahora sabrá si es verdad o no.
Otto le llevó con vida hasta la retaguardia, allí lo entregó y se despidió de él con un abrazo. Antes de marcharse le dio un paquete de cigarrillos y una ración de comida caliente: caldo con algunos, escasos, pedazos de carne y una rebanada de pan negro. Es lo último que ha comido y de eso hace ya casi doce horas. En las trincheras se dice que los aliados comen mejor que los alemanes, que hay casos de boches que se han rendido al oler los guisos franceses. Si debe juzgarlo por lo que ha comido él, es verdad; en su lado se quejan pero ningún cocinero francés serviría un caldo tan infame como ése.
Hay otros treinta o cuarenta franceses presos, ninguno a quien él conozca. Les han metido en lo que pudo ser un corral de gallinas antes de la guerra. Un espacio rodeado por alambres que no levantan tres palmos del suelo, con un recinto bajo techado que hace tiempo se derrumbó, quizá por una bomba. Hace frío y no les han dado una manta con la que cubrirse; la madrugada será muy dura. Tampoco hay letrinas, los que no han podido aguantar han ido a la zona techada y han hecho allí sus necesidades. Jean-Marie ha buscado un lugar alejado para sentarse, donde menos llega el olor, que empieza a ser pestilente.
—Seguro que por la mañana nos dan de desayunar, para eso nos han contado, para saber cuántas raciones tienen que traer.
A partir de ahora deberá poner el oído a los muchos rumores que correrán de un lado para otro. Es el primero de los maltratos alemanes, que los prisioneros no sepan en ningún momento qué pasa, dónde les llevan, qué va a ser de ellos, cuáles son las reglas que les permitirán sobrevivir.
—Nos han tomado los nombres porque nos van a fusilar, eso es lo que nos van a hacer por la mañana; para qué nos van a dar de desayunar si nos van a matar a todos…
A las tres de la madrugada se escucha una ráfaga de disparos: uno de los franceses se levantó y salió del recinto alambrado; no se sabe dónde iba, quizá era sonámbulo y ése fue su último paseo. Era verdad que los alemanes dispararían sin preguntar, como habían avisado en la única explicación que les dieron. No se llevaron el cadáver, ordenaron a dos prisioneros que lo devolvieran al terreno cercado por los alambres y lo dejaran allí. Tal vez para que, al verlo, sus compañeros recuerden que no deben desobedecer las órdenes.
De madrugada les llevan una gran olla de una especie de papilla de avena, ni cazos ni cuencos en los que servirse. Los más cercanos empiezan a comer con las manos, pronto los más alejados se dan cuenta de que no habrá más y empiezan las peleas entre los franceses para acceder a la olla. Los soldados alemanes se ríen y les animan a que entren en la lucha. Dura pocos minutos; en medio de los forcejeos la olla se vuelca en el suelo, la papilla se pierde. Muchos se arrodillan en tierra para coger lo poco que pueden llevarse a la boca con las manos.
No han pasado un día presos y ya han perdido la dignidad. Quizá no fuera mentira lo que les decían en el campamento en el que los entrenaban para esto: sólo deben esperar crueldad del enemigo.
Dos horas después del frustrado desayuno, los prisioneros franceses son colocados en fila. A golpes y culatazos entienden las órdenes que les dan los alemanes: deben marchar por la carretera.
—¿Qué quieren? ¿Llevarnos a su país andando?
Eso es lo que van a hacer. Y más les vale seguir el paso que marcan, pronto sabrán lo que pasa con los que no lo hacen.
* * *
—No, no he llamado aún al embajador francés porque no sé si esa mujer es quien dice ser. No sé si es la mujer de un soldado francés o una simple prostituta sevillana que busca beneficiarse de algún modo.
Álvaro no sabe cómo abordar el asunto, le cuesta confesarle a Blanca dónde ha visto a Carmen. No es muy cómodo contarle a su compañera de trabajo, una subordinada, que una de sus diversiones es asistir a películas sexuales a pocos metros de las dependencias en las que se encuentran, en la zona privada del rey. Finalmente se rinde. Blanca no se dará por vencida hasta que no sepa la verdad.
—¿Una película en la que una mujer aparece desnuda? ¿De verdad eso existe? Es decir, sabía que existía, en Francia y sitios así, pero ignoraba que también se hiciera en España.
A Blanca no le parece anormal que Carmen haya posado para algo así. Al fin y al cabo también lo hacía para cuadros de su esposo, ella misma recibió uno de regalo cuando su boda de parte del marqués del Albero.
—¿Albero? Eso lo explica todo, es el autor de la película.
Los dos están comiendo unos callos a la madrileña, la especialidad de Lhardy, uno de los mejores y más tradicionales restaurantes de Madrid. Aunque hablan de Carmen, el objetivo de su comida es preparar el viaje que les llevará a París y Berlín, quizá también a Viena.
—Entonces empezamos por París, de allí nos vamos a Berlín…
—En Alemania deberíamos visitar algún campo de prisioneros.
—Correcto, pero no avisaremos. Tienen la obligación de llevarnos al que decidamos; no quiero que nos engañen y acaben enseñándonos uno que tengan preparado para las visitas.
—Es una pena que en Francia no podamos visitarlos y hacernos una idea más completa. No vamos a quejarnos del trato de los alemanes cuando quién sabe si los franceses son todavía peores.
—No nos corresponde a nosotros, son los suizos los que tienen que visitar los campos franceses.
—¿Y Londres? ¿No vamos a Londres?
—Londres tendrá que esperar a la primavera, no vamos a poder viajar antes. Yo no hablo inglés, ¿tú?
—Sí, fue uno de los países donde mi padre fue embajador.
Álvaro tiene que parar la conversación a menudo para saludar a conocidos que entran y salen de los comedores del restaurante. Ella se queda sola unos momentos y aprovecha para consultar sus notas, que ha elaborado junto con Manuel, para no dejarse en el tintero ninguno de los temas que necesita tratar con el director de la oficina. No esperaba encontrarse, al levantar la cabeza, con Carlos de la Era.
—Veo que ya te dejas ver con él en público. ¿Te vas a casar o harás con él como tu amiga Elisa conmigo, sólo divertirle? ¿Qué sabes de ella? Cualquier día estará trabajando de buscona, que es para lo que sirve.
—Vete de aquí.
—¿Te acuestas sólo con el jefe o también con el otro? ¿O ellos son sólo dos más?
Antes de que Álvaro regrese, Carlos se ha marchado hacia uno de los reservados del restaurante. A Blanca no le apetece seguir allí, quiere dar por terminada la comida, alejarse de él, no sentir su presencia a pocos metros. No le tiene miedo, sólo le desagrada su cercanía.
—¿Seguimos viendo las fechas?
—Perdona, Álvaro, prefiero que continuemos en la oficina…
* * *
—¡Feliz 1916!
Blanca recuerda la Nochevieja de hace un año, la que pasó con Manuel en la Puerta del Sol, comiendo las uvas y olvidando pedir un deseo. De haber creído que podría cumplirse, habría pedido no volver a encontrarse con Carlos de la Era.
La semana pasada celebraron la Navidad en casa, una Navidad como las de antes, con alegría, belén y villancicos. La presencia de Alicia devolvió al palacete de los Alerces a tiempos que se habían perdido desde su infancia. Su madre, doña Ana, se centró por completo en ella. Estuvo todo el tiempo pendiente de sus regalos, su cena, enseñarle villancicos, poner con ella el belén.
Hoy, día 31, estaba invitada por el rey a palacio, Álvaro incluso insistió en que les acompañara en el cambio de año, pero Blanca ha preferido acudir con sus padres a casa de los duques de Pimentel. Es un vano intento por conseguir que dejen de preocuparse porque Alicia ha regresado a celebrar el fin de año con su madre a su antiguo barrio. Se montó una buena discusión. Doña Ana no quería permitir que la niña se fuera de casa, hubo que recordarle que era hija de la empleada y no su nieta. Blanca teme que ese sentimiento de posesión pueda traerles problemas en el año que empieza.
Han cenado bien y a las doce han interrumpido el baile para felicitarse unos a otros, sin uvas y sin deseos. Mientras todos los demás se abrazaban, ella se ha acordado de Álvaro, y de Manuel. Y, aunque sin uvas, ha pedido que su camino no se cruce nunca más con el de su exprometido.
Manuel no ha salido de la habitación que tiene alquilada en la calle del Sombrerete. Ha estado trabajando hasta tarde en la oficina; y como casi siempre, ha sido el último en marcharse. Blanca tenía que prepararse para una fiesta a la que iba a asistir y volvió a casa a mediodía. Antes de irse fue a felicitarle el año.
—No se te olvide pedir algo a las doce. Quién sabe si es verdad que esta noche se cumplen los deseos.
A la salida, en la Plaza de Oriente, se ha cruzado con Álvaro Giner, que entraba vestido de gala para una cena que ofrece Alfonso XIII para familiares y amigos. Se ha detenido a felicitarle afectuoso. Se da cuenta de que le cae bien a su pesar.
De camino a casa, dos hombres le han abordado, dos antiguos compañeros a los que no veía desde meses atrás.
—Hombre, Manuel, te estábamos esperando; vamos a tomar un vino.
Se sientan en una taberna. Manuel, él mismo lo nota, se está aburguesando a base de pasar tantas horas en un palacio. Cada vez se siente más a gusto en los cafés y menos en las tabernas.
—Llevas mucho tiempo sin venir a ninguna de nuestras reuniones.
—Estoy muy ocupado con el trabajo, con el barrio de Las Injurias, y con otras cosas personales.
En el fondo, aunque nunca ha querido pensar en el tema, Manuel sabía que este día llegaría, que pronto recibiría la visita de sus correligionarios.
—Hay compañeros que han dado la vida por conseguir algo que tú tienes al alcance de la mano. Hay que eliminar a Alfonso XIII.
—Sabéis que no estoy de acuerdo con la violencia.
—Respetamos tu desacuerdo, pero es una decisión que está tomada. Cuando nos has necesitado te hemos ayudado, ahora ha llegado el momento de que tú hagas algo por nosotros. Piénsatelo.
Se marcha solo hacia su habitación alquilada. Meditando lo que acaba de oír. No está seguro de si ha sido una forma de hablar o una amenaza; le ha sonado a lo último.
Escucha a los grupos de juerguistas en la calle. Unos chicos de no más de doce o trece años han atado unas latas con una cuerda y van haciendo ruido. Él también lo hacía cuando tenía su edad. Su amigo Luis Segura y él nunca se acostaban la noche de fin de año antes del amanecer, festejando con ruido, con latas, con petardos… Entonces vivía, con su familia, en una casita baja cerca de la plaza de toros de la carretera de Aragón. Es posible que su padre todavía viva allí; desde que murió su madre no ha vuelto a verlo y no tiene ningún interés en hacerlo.
Ha dejado de visitar a la Murciana. La ve cuando va al barrio a dar clases a los niños, cuando escucha las necesidades de los vecinos del barrio, cuando precisa de su colaboración para ayudarlos. No han vuelto a quedarse solos, y mucho menos a acostarse juntos. No va a juzgar su forma de ganarse la vida, ni siquiera le parece que deba censurarle ser abortera, pero debería habérselo dicho. No tenía que haberse enterado de la manera que lo hizo.
No puede quitarse de la cabeza el encuentro con sus compañeros. Nunca ha estado a favor de ese tipo de lucha, pero es que además le gustaría convencer a los suyos de que es mejor no atentar contra el rey de momento. Al menos mientras dure la guerra. Alfonso XIII está haciendo una gran labor con las víctimas.
Álvaro comparte con don Alfonso y algunas personas más un cigarro habano en la salita de fumadores del palacio. Entre los invitados está el marqués del Albero, el director de la película de la joven gitana desnuda que tanto impresionó al rey.
—¿De dónde sacaste a esa joven, Albero?
—Es la modelo y la mujer de un pintor francés en Sevilla, majestad; un buen pintor. La pena es que se incorporó a filas en su ejército. A saber si sigue vivo. He querido volver a rodar con ella, pero ha desaparecido. Dicen que se ha venido a Madrid.
—Pregúntale a Alvarito, él dice que la conoce, pero la tiene escondida de los demás: no quiere que se la robe nadie.
Continuando con su empeño casamentero, hace unos minutos, don Alfonso le ha presentado a Álvaro a una joven muy bella, Adela Espinosa, la hija de don Tomás Espinosa, un acaudalado hombre de negocios.
—Su padre se está haciendo muy rico con esta guerra, se llevaría un disgusto si se acabara: vende pistolas a los franceses, balas a los alemanes, uniformes a todos, trigo, repuestos para motores, para barcos… Está metido en todo.
—Un buitre, si usted me perdona, majestad.
—Es cierto, pero reconoce que la hija es guapa. Soltera, adinerada y con ganas de tener un título nobiliario en la familia.
—Pero… yo no tengo títulos.
—De eso quería hablar contigo. No acabarás 1916 sin un ducado… Y no porque seas mi amigo, sino porque te lo mereces, tu trabajo en la oficina tiene que ser premiado. Eso te lo arreglo yo en un momento. ¿Qué deseas ser, duque de los Cautivos? Yo te nombro lo que tú quieras ser.
Si los cálculos de Jean-Marie no fallan, ya que los alemanes no les permiten tiempo para pensar en estas cosas, esta noche se acaba el año. Mucho menos seguro está del lugar donde han parado de andar. Sólo que dormirán cerca de un pueblo alemán por el que pasaron hace un par de horas. Muy lejos de Francia, a juzgar por la cantidad de días que llevan andando.
El pueblo era idílico, de postal: pequeñas casitas de colores con inclinados tejados negros a dos aguas, callecitas empedradas, montañas nevadas en sus cumbres al fondo… Aunque a Jean-Marie le gustan los retratos, viendo el pueblo pensó que le gustaría pintarlo. Se distrajo pensando en el ángulo, las mezclas de colores, la luz… Tan absorto estaba que no vio al chico que les lanzó la piedra, la habría intentado esquivar, como hacían en las peleas de chavales cuando era un niño. Le pegó en la frente y le ha hecho una buena brecha que sangró mucho. Los soldados se reían, el chico se reía, hasta algunos de sus compañeros de infortunio se reían. Sólo una mujer le miró con pena y se acercó a él con una venda y un cazo con agua para limpiarle la herida.
Le quedará una cicatriz en la frente y una buena historia para contar si salva la vida: me libré de tiros, de bombas, de luchas a cuerpo con la bayoneta; me la hizo un chico con una piedra en Nochevieja, en un pueblo alemán que no sé cómo se llama ni dónde está, quizá en Baviera.
En Las Injurias, la noche de fin de año se celebra como en cualquier otro barrio de la ciudad, aunque este año no haya habido robo a un camión con productos de lujo para repartirlo entre los vecinos, como hicieron los anarquistas el año pasado, y no haya la abundancia de entonces. Sí ha habido, como entonces, juguetes y zapatos. Pero eso no se come; la cena ha sido poco mejor que la de cualquier otro día.
Se ha hecho una hoguera y todos se acercan a calentarse. Los chicos hacen ruido con latas para dar la bienvenida al año, mientras los mayores cantan y bailan. Muchos vienen del sur, de Extremadura o de Murcia, lugares de donde traen el cante que interpretan, acompañados por las palmas.
La Murciana lleva todo el día esperando la visita de Manuel, y no por su ayuda. Desea que vuelva a hacer el amor con ella como solían, hasta que sucedió lo de aquella chica que estuvo a punto de morir.
Quienes sí están pasando la noche en su antiguo barrio son Alicia y su madre.
—Los señores no querían dejarme venir, he tenido que recordarles que soy libre y que Alicia es mi hija. Menos mal que Blanca les ha hecho entrar en razón.
—Ve a confesarte el día de fin de año por la tarde en Notre Dame, a las seis en punto, en el primer confesonario de la derecha; alguien te dará instrucciones.
Recibió esa orden hace pocos días. Frank Heimer ha ido allí y le han dado las órdenes que esperaba: debe ausentarse de París junto con un grupo de periodistas que viajará al sur de Inglaterra. Les van a llevar a ver una fábrica de aviones. Él se hará pasar por un periodista y fotógrafo mexicano, Roberto Velázquez; encontrará la documentación necesaria en una consigna de la Gare du Nord. Tiene que sacar todas las fotos que pueda de la fábrica y entregarlas al volver. Entonces decidirán si debe seguir en París o regresar a Alemania.
—Así que tú eres quien sustituye al corresponsal de El Noticiero de Madrid… Espero que no acabes como él.
Gonzalo asiste a una fiesta de fin de año en uno de los hoteles más lujosos de París, el Ritz, en la place Vendôme; allí se reúnen los corresponsales de varios periódicos españoles y sudamericanos.
—No sé nada de él, sólo que perdió la cabeza, según la portera del edificio.
—Poco más hay que saber. París puede ser una ciudad muy peligrosa, amigo Gonzalo, muy peligrosa. Hacía años que tu predecesor no venía a las reuniones, tampoco a los encuentros de la prensa con los políticos y los militares. Dicen que algunos se lo encontraron en lugares poco recomendables de Montmartre. Y dime, ¿viajas con nosotros a la fábrica de aviones?
—Sí, será mi primera vez en Inglaterra. No hablo mucho inglés.
—No te preocupes, no te hará falta. Iremos custodiados por militares franceses; no te creas que te van a dejar solo ni cinco minutos. Andan preocupados con los espías alemanes. Se comenta que París está lleno de espías, como el que mató al capitán Rogers.
Carlos de la Era ve desde lejos los fuegos artificiales que dan la bienvenida a 1916. Sentado en su coche rojo, rumia la frustración y el enfado por no haber sido invitado a ninguna de las fiestas importantes de Madrid en esta época del año. Quiso hacer una en su casa y recibió tantas excusas de todos los invitados relevantes que tuvo que alegar una enfermedad de su madre para anularla.
Está aparcado cerca de la Puerta de Toledo, a punto de irse a casa, pues no parece que su objetivo vaya a volver esta noche. Una lástima, no se le ocurre mejor modo de comenzar el año que con noticias para Blanca de parte de Alicia y su madre, pero todo indica que pasarán la noche en ese barrio asqueroso en el que vivían.