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—Imposible, los alemanes sólo nos mandan el listado con una copia, no se lo puedo entregar. El de los franceses se lo doy porque nos lo envían por triplicado.

Cuánta razón tenía el rey al quejarse de la burocracia española. Álvaro Giner ha perdido toda la mañana en el Ministerio de la Guerra, intentando conseguir los listados de prisioneros que han enviado los países contendientes. Va de un burócrata incompetente a otro, para volver después al primero.

—Pues tendrán que hacerme ustedes una copia para que me la lleve.

—¿Una copia? Usted no se imagina el trabajo que tenemos.

—Desde luego que me lo imagino. Miro para todos lados y veo gente sin hacer nada. A usted mismo le he tenido que esperar cuarenta minutos porque había salido a un recado personal. Le recuerdo que éste es su horario de trabajo.

—Si tiene una queja puede hacerla.

—Descuide que la haré. A ver si nos entendemos, ¿ve usted este papel?

En previsión de que aquello ocurriera, Manuel Lope recomendó al director de la Oficina Pro-Cautivos llevar una carta firmada por Alfonso XIII en la que se exigiera la colaboración de los empleados públicos.

—Lo veo.

—¿Y?

—Si su majestad da la orden de colaborar, pediré que se haga la copia.

—Muy bien, ¿a qué hora me la tiene preparada?

—A lo largo de la semana que viene podrá pasar a por ella.

—No lo está entendiendo —dice cada vez más irritado—, la quiero hoy mismo. Me voy a llevar ese listado, le vamos a hacer las copias nosotros y se lo devolvemos.

—No tengo autorización para dar salida a este listado.

—Veremos si me lo da o no.

Álvaro se aleja desesperado, pero antes de salir se da la vuelta y le pregunta al funcionario:

—¿Usted cree que España debería entrar en la guerra?

—Por supuesto, del lado de Alemania.

—¿Y cree que los soldados enemigos presentarían los disparos con duplicado? Usted es capaz de perder la guerra sin que nos metamos en ella. Menudo incompetente.

La primera mañana Álvaro ha comprendido que no va a ser fácil sacar adelante el trabajo, no hay forma de que ninguna administración del Estado funcione: nepotismo, burocracia absurda, empleados mal pagados, mal preparados y desinteresados por el trabajo, absentismo laboral…

—Es imposible, majestad, ¡imposible!

—Es un gran mal de España desde hace mucho tiempo, pero no tenemos capacidad para resolverlo. ¿No te acuerdas de Larra? Todo el mundo se niega a atajarlo. Cuando llegan los conservadores sitúan a los suyos, los liberales hacen lo mismo; no existe el menor concepto de función pública. Pero no te preocupes, al rey no le dirán lo de «vuelva usted mañana».

Para conseguir que se haga una copia a máquina de un montón de papeles, que llega por la tarde, hace falta que el rey en persona llame al ministro de la Guerra. Vendrán muchos otros listados como éste, cada día hay miles de bajas, pero también miles de prisioneros. Es raro el caso de los contendientes que se rinden individualmente, son compañías enteras las que deponen sus armas para no ser exterminadas, sólo en la batalla de Tannenberg, a finales de 1914, fueron noventa y dos mil los soldados rusos que se entregaron al enemigo después de ver perecer a más de cincuenta mil compañeros por la desastrosa estrategia de su jefe, el general Samsonov. Al menos, Samsonov tuvo la lucidez de suicidarse al ver el caos causado; muchos otros sólo esperan a que les den más hombres para llevarlos de nuevo al matadero.

España y Suiza, como países neutrales, tienen la obligación de comprobar que los campos de prisioneros de los países en conflicto cumplen con el convenio de La Haya, que asegura el trato justo a los prisioneros de guerra. Las embajadas españolas están encargadas de hacer visitas a los campos y enviar después sus informes, que deben ser presentados ante los gobiernos interesados.

—En muchos casos se está impidiendo que nuestros representantes hagan las visitas. Y me temo que, en otros, nuestras embajadas también sufren del mal de la incompetencia y la burocracia, y ni siquiera piden las autorizaciones para las inspecciones.

—¿No hay algún modo de presionar?

—Quién sabe si en el futuro la Oficina Pro-Cautivos podrá hacerlas de manera más efectiva.

El trabajo en la oficina ha comenzado. Cuando Álvaro Giner acaba su audiencia con el rey, tras su mañana desperdiciada en el ministerio, el destartalado desván asignado para ellos bulle de actividad.

—Hemos organizado un sistema de clasificación para el fichero. Se abrirá una carpeta para cada persona y se le añadirá una cinta para saber a simple vista en qué estado está ese expediente. Si la carpeta tiene una cinta negra significará que la persona buscada está en la lista de fallecidos; si la cinta es blanca, que ha sido localizada con éxito y se han iniciado los trámites para informar a los solicitantes y lograr que les lleguen noticias; por último, si la cinta es roja, que aún no lo hemos hallado.

—¿Habéis empezado a leer las cartas?

—No hacemos otra cosa. Tardaremos en dar respuesta a todas, pero lo conseguiremos.

Los empleados de la oficina, seleccionados en función de los idiomas que hablan, están leyendo las terribles historias que contienen los sobres que llegan de todas partes de Europa: hijos desaparecidos, hermanos, esposos, hombres que no se sabe si están vivos o muertos… Detrás de cada una de ellas, hay una persona o una familia que ha puesto su última esperanza en la ayuda de un país neutral, en un rey que aún no ha caído en la locura de la guerra. Alfonso XIII ha decidido que no se haga ninguna distinción entre los solicitantes de ayuda, que no se mire su nacionalidad, su religión o su rango militar; todas las peticiones serán tratadas del mismo modo.

Las teclas de las máquinas de escribir no paran de sonar al golpear contra el carro, de vez en cuando se escucha a alguien preguntar por el significado de una palabra en alemán, en francés, en inglés o en ruso, también comentarios sobre las llamadas de auxilio más desesperadas.

—Una mujer alemana ha perdido a sus cinco hijos varones. Esto es insoportable… Ayer leí otra en la que la madre se quejaba de que su hijo de catorce años se había presentado voluntario, con los papeles de su hermano mayor, y lo habían mandado al frente sin comprobaciones.

Las cartas contienen ruegos, súplicas, historias familiares, datos militares; en algunas hay fotos de los desaparecidos o de sus hijos para que la oficina se las haga llegar a los prisioneros.

Don Alfonso baja un rato a mediodía, entre el despacho con el presidente del Gobierno y una audiencia con unos fabricantes de armas que insisten en que España debe entrar en guerra, y lee una de las cartas.

Al rey de España.

Señor, llegan noticias a mi país de que usted ha creado una oficina para ayudar a los presos de cualquier país, raza o religión. Es por eso por lo que me atrevo a escribirle y exponerle mi caso.

Me llamo Susan Howards y mi novio se llama Anthony Colemore. Nos conocimos unas semanas antes de que él fuera enviado a luchar a Bélgica, mientras recibía instrucción en Leeds, en el condado de Yorkshire, mi ciudad de nacimiento. Fueron pocos días los que tuvimos la suerte de estar juntos pero ambos nos prometimos amor y fidelidad eternos.

Las primeras semanas me llegaron cartas en las que me decía lo mucho que me echaba de menos, pero un día dejaron de llegar y me informaron de su muerte y de que su cuerpo no podía ser repatriado porque no ha podido ser recuperado.

He llorado mucho por él, pero hace unos días tuve un sueño: Anthony sigue vivo. Él mismo se me apareció mientras dormía y me lo dijo, que no estaba muerto sino preso por los alemanes. He avisado a las autoridades de mi país y no me atienden, me tratan como una loca. Aseguran que sus compañeros lo vieron morir. Pero en mi sueño era tan real que no tengo ninguna duda de que algún día volveré a reunirme con él.

¿Puede usted ayudarme a conseguirlo?

Que Dios les dé una vida larga y feliz a usted y su familia.

SUSAN

—Cinta negra. Está muerto, majestad.

Una de las mecanógrafas se atreve a aventurar:

—No han recuperado su cuerpo. Dicen que las almas pueden vagar y comunicarse con sus seres queridos ¿Quién sabe si se habrá comunicado con ella de alguna manera? Hay estudios que dicen que esas cosas existen, que no son simples cuentos de hadas.

—La mayor parte de las veces sólo se sabe quién está vivo o no por el testimonio de un compañero, no porque aparezca el cuerpo. Lo siento. Esa carpeta debe llevar cinta negra, aunque Anthony Colemore siga vivo en los sueños de su novia.

Después de leer cada carta, abrir su correspondiente expediente y archivarlo por orden alfabético, se consultan los listados que han llegado de prisioneros y bajas. De momento, sólo los de Alemania y Francia; muy pronto llegarán otros. Muchas consultas acaban en decepción.

—Cinta roja, el nombre de este soldado no sale en la lista de prisioneros, tampoco en la de muertos: el caso sigue abierto.

—Mira nombres que se parezcan, las listas de los prisioneros franceses las han hecho soldados alemanes y las de los alemanes, soldados franceses. Los apellidos pueden estar mal.

El primer éxito es de Blanca.

—¡Armand Cornille!, francés. Recluido en el Campo de Prisioneros de Minden, Westfalia.

Lo repite un par de veces más en voz alta, para estar segura.

—¡Bravo! Enviaremos la información a la embajada de España en Berlín. Yo me encargo de escribir al embajador.

Álvaro Giner está tan contento como los demás y se ofrece de inmediato para hacer la gestión. Saca de un cajón de la mesa de su despacho una botella de vino que guardaba para este momento.

—Brindemos por Armand Cornille. Brindemos por la Oficina Pro-Cautivos y porque la solución llegue a todas las cartas a palacio…

Blanca le mira con simpatía; se ríe como un niño que ve los juguetes que le han dejado los reyes y está guapo, está muy guapo riéndose. El entusiasmo se ha apoderado de todos ellos, es su primer éxito en apenas unas horas. Después mira a Manuel, también está contento pero es un hombre contenido. No se da un respiro, ha mojado los labios en su copa de vino y ha cogido la siguiente carta: hay que seguir, anima a los demás.

Como para recordarles lo mucho que queda por hacer, llega un funcionario con una gran saca.

—Me han dicho que la correspondencia que viene de Europa os la tengo que dejar aquí.

—Sí.

Vacía la saca sobre una mesa, es todo para ellos.

—Pero ahí hay más de doscientas cartas.

—Doscientas treinta y siete.

—¿Sólo de hoy?

—Habrá otra entrega a última hora.

Hay que seguir leyendo y organizando en carpetas. La cinta roja, la que indica que el caso no está resuelto, se gasta por metros; la blanca, que significa que hay un desenlace feliz, sólo por centímetros.

* * *

—Los alemanes nunca llegarán a París, no debe preocuparse por eso, amigo Marcel…

Frank, con su nueva identidad, ha empezado a conocer gente, a hablar con unos y con otros. Casualmente, en el primer piso de su mismo edificio de la rue d’Oran vive un militar francés, el coronel Veillard, con el que suele consultar sus supuestas preocupaciones. Debe tener cuidado para no delatarse ante él y, a la vez, mantenerse cercano por la información que le pueda sacar.

—Dicen que los alemanes podrían llegar a cercar la ciudad…

—Para eso necesitarían más de un millón de hombres. Y París tiene alimentos para soportar casi un año. Ya le digo, Malmaison, que no verá usted a los boches en París.

Desde el principio de la guerra, la estrategia alemana ha sido tomar la capital. Los franceses decidieron defender su frontera con Alemania; a lo largo de Alsacia y Lorena, las regiones en disputa histórica con su enemigo, desplegaron su ejército y prepararon un sistema de fortificaciones muy provistas de artillería que detuvieran el avance alemán. El gobierno de París se encontraba seguro en el resto de las fronteras: España, Suiza y Bélgica eran neutrales e Italia no había entrado aún en la guerra.

Pero los generales prusianos sabían que si tomaban París conquistarían Francia, luego no les importó invadir un país neutral, como Bélgica, ganar la costa junto al Canal de la Mancha y atacar la capital desde allí. La teoría es correcta, pero en una guerra los planes nunca duran más allá del primer encuentro con el enemigo y la cercanía de los alemanes ha hecho que los ingleses intervengan con más medios.

El comportamiento alemán ha sido ilegal y cruel: su aviación, armada con los temidos dirigibles, ha bombardeado por primera vez en la historia una ciudad, Amberes, y ha causado víctimas civiles. Sus tropas han quemado la biblioteca de la Universidad de Lovaina, donde se guardaban tesoros irrecuperables; sus mandos han desalojado a la población civil de sus casas y han tomado represalias contra centenares de familias. La reacción belga, con un ejército pequeño pero bien preparado, experimentado por la presencia en África y asistido por Gran Bretaña, ha sido ejemplar, su resistencia ha sido enconada y a los franceses les ha dado tiempo a reforzarse en la frontera gracias a ellos. El ejército alemán llegó a estar cerca de París, pero ha perdido fuelle y es posible que sea rechazado y nunca entre en la ciudad. Ésa es la teoría del coronel Veillard, que Frank espera que no se cumpla.

En París, la vida sigue como si no hubiera guerra, puede que más animada aún que antes de que ésta empezara: soldados y oficiales ingleses, canadienses, sudafricanos, australianos o neozelandeses pasan sus permisos en la ciudad. Los restaurantes, las terrazas y los cabarés están llenos.

Frank, o Marcel Malmaison, como se llama ahora, se mueve de unos grupos a otros, toma una copa aquí, charla con unos pilotos ingleses allí, ayuda a unos canadienses en su visita al Louvre, invita a cerveza a unos australianos, comparte un improvisado picnic en un parque con unos neozelandeses… Va sacando información sobre la zona en la que están desplegadas sus tropas, sobre el armamento que usan, sobre los planes para las próximas semanas. Cuando encuentra algo que merece la pena enviar, tiene que acudir a sus contactos: franceses que colaboran por dinero, ciudadanos de otros países que simpatizan con Alemania, compatriotas suyos que se ocultan en la capital francesa…

La información sale de París por muchos medios, desde palomas mensajeras hasta hombres que atraviesan las filas, desde mensajes cifrados por radio hasta cartas con apariencia inocente que se envían a Suiza o a España y de allí parten de nuevo hacia Berlín.

Tiene que calcular cada paso, no cometer ningún error. No hay piedad para los espías. A diferencia de los soldados, no son considerados prisioneros de guerra en caso de ser detenidos: son simples traidores. La única condena posible es la muerte. Dicen que hay juicios sumarísimos y fusilamientos de espías en los parques de Vincennes; Frank espera no llegar a saber si es cierto.

Frank no tiene ningún documento que le pueda implicar en su pequeña buhardilla de la rue d’Oran, ni siquiera guarda una pistola. Lo esconde todo en una consigna de la Gare d’Austerlitz que contrató con un documento falso a nombre de un militar inglés. Allí están los papeles necesarios para hacerse pasar por varias personas distintas: un comerciante del sur de Francia, un diplomático español, el militar inglés que alquila la consigna, un periodista francocanadiense y un fotógrafo mexicano. Hay una maleta por cada identidad, abundante dinero en efectivo y números de cuentas de bancos de los que puede sacar mucho más.

Además de enterarse de todo lo que puede, Frank trabaja en que su coartada sea creíble: la documentación que necesita para su novela de Napoleón Bonaparte. Compra libros viejos en pequeños establecimientos, lee todo lo que encuentra sobre el emperador, visita bibliotecas… Si algún día se topa con un especialista en el corso, su personaje, Marcel Malmaison, será capaz de discutir con él, no cometerá errores que lo dejen en evidencia.

París ha sido siempre una ciudad abierta, de escasos convencionalismos; desde hace mucho tiempo ha tenido una rica vida nocturna, también para los homosexuales. Los Campos Elíseos llevan siendo, desde mediados del siglo XIX, el lugar donde los hombres se encuentran para el sexo furtivo, también los jardines públicos o los de las Tullerías. La presencia de tantos militares extranjeros, en especial los procedentes de las distintas colonias británicas, ha hecho que el ambiente homosexual se multiplique. No sólo al aire libre, también en locales frecuentados por ellos. Hay más de cien establecimientos entre cafés, bares, cabarés, salas de baile o baños públicos dedicados a la clientela que ama a su mismo sexo.

Aunque no ha olvidado a Gonzalo y no desea estar con un hombre que no sea él, Frank sabe que entre los hombres que frecuentan la noche homosexual parisina tiene una gran fuente de información que no debe desaprovechar.

* * *

—No quiero que mi nombre aparezca en ningún sitio.

El encargado del local de la calle de la Flor ha conseguido que uno de los clientes que han sido agredidos acceda a hablar con Gonzalo. Es José Luis Alavedra, un hombre de mediana edad, bien vestido, propietario de una librería en el barrio de Salamanca.

—Vivo con mi madre y no quiero que ella se entere.

Un ojo más abierto que el otro le recordará siempre la paliza que recibió, casi un mes antes que Gonzalo. Fue también en las inmediaciones de la calle de la Flor, en la de Leganitos. Era bastante tarde. José Luis cree que le vieron abandonar el local y le siguieron.

—¿Cuatro hombres?

—Sí, jóvenes, andarían por los treinta años. Muy fuertes. No llevaban la cara tapada, pero tampoco puedo decir nada de ninguno, eran normales.

—¿Les reconocerías?

—No lo sé, tenía demasiado miedo. Llevaban un palo y me amenazaron con empalarme con él.

—¿Cómo te salvaste?

—Un vecino se asomó a la ventana y se puso a dar gritos. Fue él quien me ayudó a llegar a la Casa de Socorro. Se marchó sin decirme su nombre, me habría gustado agradecérselo.

—Le buscaremos. ¿Puedes acompañarme a ver el sitio?

Gonzalo y José Luis llegan al lugar donde pasó todo, en la calle de Leganitos.

—Fue ahí. Yo caminaba hacia allá cuando me asaltaron. Dos de ellos vinieron por delante y me increparon, otros dos por detrás y me cortaron la huida… Empezaron a pegarme, creí que me iban a matar. Entonces me mostraron el palo, me tiraron al suelo… De esa ventana se asomó el hombre que los ahuyentó.

Nadie contesta en el piso desde el que llegó la ayuda, Gonzalo deberá regresar en otro momento y probar suerte. Quizá ese vecino pueda decirle algo, quizá haya visto a los agresores en otra ocasión.

Al volver al cabaré, se encuentran con una noticia inesperada.

—Ayer sucedió de nuevo. Fue a la salida del Café del Vapor.

En la Plaza del Progreso esquina con Mesón de Paredes está el Café del Vapor, un café en el que siempre hay un pianista amenizando las veladas. Es muy frecuentado por artistas, por bohemios; es otro de los lugares de encuentro de los homosexuales madrileños.

—¿Fue grave?

—La más grave de todas, le llevaron al hospital con vida, pero murió al poco de llegar.

Gonzalo necesita la ayuda de Benito. Él sabe cómo convencer al redactor jefe de que es una noticia que deben investigar y publicar.

—¿En la calle de la Flor? Lo sabía, tenía el presentimiento…

—¿Sabías que me habían dado una paliza allí?

—No, sabía que algún día te podía encontrar en el cabaré sin nombre.

—¿Tú también vas?

Benito es también de los suyos. No le ha fallado a Gonzalo el sexto sentido, ni la intuición de que podría ayudarle.

—Necesitamos algo que le llame la atención. Que le haga ver al jefe que hay una historia que venderá miles de ejemplares.

—¿Más que las palizas?

—Más. Seamos sinceros, que nos maltraten no le extraña a nadie, mucha gente cree que nos lo merecemos. Además, si sospecha del motivo por el que nos interesa el tema podemos tener problemas, no le querrás decir lo que somos, ¿no? Ramírez va a querer algo que tenga mucha más chicha. Vamos a ver de qué nos enteramos.

—Eran cuatro, creo que eran militares. Les estaba esperando un coche que conducía un sargento de uniforme en la calle de Embajadores.

El dueño de una taberna de la calle Mesón de Paredes lo vio todo mientras limpiaba, a la hora de cerrar. Fue quien llamó a los vecinos para trasladar al herido a la Casa de Socorro más cercana.

—Le acorralaron en aquella esquina y le golpearon con unos palos; después, cuando estaba en el suelo, lo patearon. Yo salí y les grité, pero no podía enfrentarme a ellos si no quería que me pegaran también. Se subieron en el coche en Embajadores y desaparecieron. No pudimos hacer nada por ese hombre, estaba casi muerto.

—¿Recuerda qué coche era? ¿Modelo?

—Sólo que era verde. Pero no entiendo de coches, no sé cuál sería.

Pasan horas buscando otros testigos. Encuentran algunas personas que coinciden al dar la descripción de los agresores.

—Era gente joven, de unos treinta años. Quizá fueran militares, pero no llevaban uniforme ni nada que lo indicara.

Por fin encuentran a otro vecino del barrio que vio el coche en el que huyeron.

—Sí, el coche era verde. No sé la marca, pero sí que la matrícula era de Barcelona. El hombre que les esperaba al volante vestía uniforme del ejército. Era sargento.

Ése es el gancho que Benito buscaba para convencer al redactor jefe, la historia que hará que lo que publiquen sea mucho más importante que una simple paliza a unos invertidos: que los agresores sean militares y se hayan organizado para ejercer la justicia a su antojo.

—¿Un grupo de militares? ¿Por qué? ¿Qué motivo tienen para dar las palizas?

—Eso habrá que preguntárselo a ellos.

—Pónganse con el tema. Los dos. Y ni un paso en falso: no se publica nada que yo no haya leído antes.

* * *

—En dos semanas sin visitar el barrio se pierde el esfuerzo de dos meses…

Manuel y Blanca suben en el tranvía que les dejará en la Puerta de Toledo; a partir de allí tendrán que ir a pie hasta el barrio de Las Injurias, tras atravesar un descampado que a estas alturas del año, principios de mayo y con un abril lluvioso, está lleno de charcos. El trabajo de la oficina, la organización de los listados, las carpetas, las comunicaciones con las embajadas, la lectura de las cartas y los despachos con el director les tienen ocupados todo el día y no logran sacar tiempo para los siempre olvidados vecinos del barrio.

Al llegar, no se forma el habitual alboroto de niños. Julio, uno de los habituales, les llama.

—Manuel, dice la Murciana que quiere verte, que es urgente.

Manuel y Blanca van hacia su casa, su perro está atado.

—¡Murciana!

—Menos mal que has venido, pasa.

La residente del barrio mira con desconfianza a Blanca, como siempre hace.

—Ha sido una semana horrible. Ayer detuvieron a Marcos y Alicia está muy enferma desde el miércoles.

Los dos protegidos de Manuel y Blanca, Marcos y Alicia, con problemas a la vez. Qué fastidio.

—Voy a ver a Alicia.

Blanca, angustiada, visita la chabola en la que vive la niña. Es apenas un cuadrado, con una estera en la que madre e hija duermen en el suelo, húmeda y sin ventilación Su madre está trabajando, una chica joven del barrio cuida de ella. Nada más verla, Blanca se da cuenta de que está muy grave: su frente arde, está como ida, dice palabras incoherentes.

—Tiene mucha fiebre y está delirando. ¿La ha visto un médico?

—Fuimos a la beneficencia a pedir que viniera un médico; nos dijeron que vendría ayer, pero no ha aparecido.

—Nos la tenemos que llevar a un hospital.

—No te la puedes llevar de aquí, su madre me ha encargado cuidarla.

Blanca ignora las palabras de la chica, coge en brazos a Alicia y la arropa con la fina manta que la tapa.

—¿No ves que se muere?

A la salida de la barraca, ve a Manuel que camina hacia ella. A su lado va la Murciana. Incluso en este momento en que está tan preocupada por Alicia, no consigue evitar sentir una punzada de celos a causa de esa mujer.

—¿Cómo está la niña?

—Hay que llevarla a un hospital, no sé si llegamos.

—Deja, que la cojo yo.

—Aquí no tenemos dinero para hospitales y médicos.

La Murciana está preocupada, no sabe si debe hacer algo, permitir que se la lleven, impedirlo… Blanca está decidida.

—Lo pagaré yo. Si hay que pagar algo, yo me encargo. Hay que avisar a su madre y decirle que nos la hemos llevado.

Con Manuel cargando con la niña van mucho más deprisa, atraviesan el descampado sin preocuparse por los charcos y paran un coche.

—¿Qué hospital está más cerca?

—La Casa de Socorro de La Latina, en la Carrera de San Francisco.

—Vamos…

Hay bastantes personas esperando su turno para ser atendidas; en las Casas de Socorro, una para cada uno de los diez distritos de Madrid, se ocupan de la salud de los accidentados y de los indigentes que no se pueden pagar un médico. Manuel, con Alicia en brazos, y Blanca pasan por delante de todos pese a las quejas. Les atiende un médico joven y eficaz, han tenido suerte.

—Esta niña está muy mal. Aquí no podemos hacer nada por ella. Hay que llevarla a un hospital.

—¿A cuál? Pagaremos lo que haga falta.

—Al Provincial, hay una ambulancia aparcada fuera. Yo hablo con ellos.

Media hora después Alicia cruza las puertas del Hospital Provincial. Manuel y Blanca deben esperar fuera, a la entrada del viejo caserón de la calle Atocha.

—Tranquila, Blanca, no podemos hacer nada más. Hay que dejar que trabajen los médicos.

—No puede vivir así, la niña no puede vivir en esas condiciones. Su casa tiene humedades, no está abrigada, no se alimenta bien, nadie la cuida.

—Ni ella ni ningún otro de los niños que viven en el barrio. Por eso soy anarquista, para intentar que cosas como éstas no sigan pasando. Que cualquier madre pueda dar un cuidado digno a sus hijos.

Los dos esperan, nerviosos, sin que nadie salga a informarles. Si no estuvieran en un hospital, si no estuvieran tan preocupados, Manuel se sorprendería mirando a Blanca, como siempre que tiene oportunidad de hacerlo; tendría que recordar que es una compañera de trabajo, que pertenecen a clases sociales distintas y que lo que él cree que estuvo a punto de suceder la noche de fin de año nunca ocurrió, sólo estuvo en su imaginación, dentro de su cabeza. Les ha tocado vivir unos tiempos en los que lo importante son las injusticias de la guerra, de los campos de prisioneros o del barrio de Las Injurias, no si un tipógrafo se enamora de una marquesa, como lo está él de ella.

Sigue sumido en sus pensamientos hasta que Blanca se acuerda de que el de Alicia no es el único problema con el que se encontraron esa mañana.

—¿Y Marcos? ¿Qué ha pasado con él?

—Le pillaron robando. Cuando nos digan cómo está la niña, me ocuparé de ese asunto.

—Si tienes que marcharte, hazlo. Yo me quedo esperando a que el médico dé un diagnóstico.

—No te preocupes, Marcos no se va a escapar de donde está.

Los médicos tardan dos horas en salir a informarles. Alicia sufre una pulmonía grave, pero está fuera de peligro.

—Necesita muchos cuidados, si tiene una recaída puede ser definitiva.

Blanca está muy asustada. Quiere llevarse a Alicia a su casa, cuidarla allí, libre de la humedad de la chabola, alimentarla bien para que se recupere.

—Hay que convencer a su madre.

—La Murciana nos ayudará.

—Sabes que no le caigo bien.

—No, pero ella sabe que es lo mejor para la niña. Llévatela, yo me encargo de hablar con ellas. Después veré si consigo que dejen en libertad a Marcos.

Para Manuel no es fácil entrar en una comisaría, ni siquiera para ayudar a Marcos. El miedo a ser reconocido, y acusado de la muerte del policía del día de la huelga La Industrial Madrileña, le paraliza. Lo hará por el niño, para intentar sacar a ese chico de allí y proteger sus pocas posibilidades de salir adelante. Sabe que la mejor defensa es el ataque, y ha decidido ser autoritario con la policía, igual que lo son los burgueses.

—Trabajo en el Palacio Real, si no me atiende de inmediato, don Alfonso XIII será informado de la situación.

Marcos robó un reloj de bolsillo mediante un tirón, igual que había hecho con el collar el día que Manuel le conoció, con la mala suerte de que unos viandantes le vieron y le cortaron el paso.

—Uno de ellos me metió la zancadilla. Un cretino.

—¿Te han tratado bien?

—Un par de capones. Lo normal.

El reloj pertenecía a un comerciante, el dueño de una tienda de bastones y paraguas de la calle del Pez.

—Si retira la denuncia te dejarán en libertad.

—¿Y por qué iba a retirarla?

—Si se lo pedimos con educación es posible que lo haga. El problema es que mañana robes otra cosa y te vuelvan a enchironar.

—Necesito dinero para dar de comer a mis hermanos y a mi madre.

—Tienes un trabajo.

—No me alcanza el dinero, todo está muy caro y sólo cobro propinas. Además, supongo que el jefe me despedirá, llevo varios días sin ir a trabajar, desde que me detuvieron.

Hablar con el comerciante y que retire la denuncia no es difícil, sólo tiene que pedírselo a un par de compañeros. Nadie quiere problemas con unos sindicalistas por un reloj que ha recuperado. Más difícil será encontrar un lugar donde Marcos tenga una forma honrada de ganarse la vida que le permita mantener a los suyos.

—Blanca, en la oficina necesitamos a alguien para los recados. Si tú recomiendas a Marcos para el puesto quizá te hagan caso.

* * *

—¿Qué trabajo es ése que tiene Blanca en el Palacio Real?

—Olvídate de Blanca, me tienes a mí.

Elisa no soporta que Carlos piense en Blanca, como si su mera presencia en su mente fuera una infidelidad.

—Cuando quiera un consejo te lo pediré. ¿Qué hay en el palacio?

—Una oficina que han creado para ayudar a los prisioneros de guerra.

—Me han dicho que se la ve mucho con un compañero. Que va los sábados a un barrio al lado del río.

—Es Manuel Lope. Era nuestro profesor de mecanografía, ahora trabaja con ella.

—¿Sólo trabaja? Seguro que se abre de piernas para él.

¿Se abría de piernas Blanca para Carlos? ¿Es por eso por lo que él lo sospecha? Elisa está llena de dudas y de celos, pero no se atreve a preguntárselo a su amante. Él tendría un ataque de cólera y quién sabe cómo acabaría. Cuando piensa en que Blanca ha podido estar con Carlos como ella está ahora, que ha podido saborear sus besos, probar sus caricias y cobijarle dentro, Elisa siente un fuego en el pecho que la llena de odio hacia su amiga.

Desde que Blanca empezó a trabajar en palacio, y desde que Elisa se encuentra con Carlos, no se han visto apenas. Tampoco ha visto a Gonzalo, aunque él le haya mandado mensajes para proponerle encuentros. Más de una vez ha hablado con Carlos del secreto de su hermano.

—Qué asco… Qué asco me da que haya hombres así. ¿Y sabes lo peor? Que no es delito, sólo si hay escándalo público, pero que dos hombres hagan eso en su casa no está perseguido. Da asco…

La opinión de Carlos le ha hecho ver algo más, que estaba engañada con respecto a su hermano por culpa de Blanca. Su padre y su amado Carlos tienen razón y se arrepiente de las veces que ha ayudado a Gonzalo a salir de noche, a pasar horas con ese amante alemán que, gracias a Dios, se ha vuelto a su país.

—¿Dónde vamos? ¿A El Escorial?

—No, a la calle de la Magdalena.

Ya nunca van a El Escorial, no llevan la comida preparada, no pasan el día juntos. Llegan al piso del centro de Madrid, suben, repiten los mismos actos y, cuando él está satisfecho, vuelven al coche y la deja otra vez en la entrada del Retiro. Carlos no ha vuelto a pegarle nunca, fue algo aislado que ya está olvidado; cada día lo ama más y está más convencida de que él, a su manera, lo hace también.

—La semana que viene es mi cumpleaños, había pensado en presentarte a mi padre, hacer público lo nuestro…

—¿Estás loca?

—Ha pasado casi un año desde la boda… Es tiempo suficiente.

—Mira, si has venido a amargarme el día, doy la vuelta y te dejo otra vez donde te he recogido.

Elisa se calla, ha sido una tontería recordarle a Carlos lo de la boda. A veces, por culpa de su afán de estar con él, olvida que su amante lo pasó muy mal cuando Blanca le abandonó delante del altar. Cada día tiene más claro que su antigua amiga fue cruel y que por eso él es a veces tan brusco. Va a necesitar darle mucho amor para que Carlos deje de sufrir por el recuerdo de aquel día.

Entran directamente en la habitación, sin parar en la sala. Sería tan agradable sentarse antes allí, tomar una copa de champán, como cuando iban a la casita de El Escorial, charlar un rato.

—¿A qué esperas para desnudarte?

—¿No te apetece que nos sentemos? Me gustaría que me contaras cosas de tu familia, de tus negocios, de tu casa. Todavía no conozco tu casa de Madrid. A lo mejor un día que tu familia se haya ido al norte, ahora en verano…

—Desnúdate y deja de decir sandeces.

Elisa ha aprendido a hacerlo como le gusta a él: quitarse la ropa de espaldas y no darse la vuelta hasta estar completamente desnuda, arrodillarse y besar su miembro. Ha aprendido perfectamente el ritmo que debe usar y está orgullosa de hacerlo tan bien, de darle tanto placer.

—Cada día estás más gorda. No me gustan las gordas, a ver si te atracas menos de comida.

No está más gorda; es rellenita, pero está como siempre. Pero si Carlos quiere, adelgazará, comerá menos.

Elisa se pone de rodillas en la cama, «como un perro», le dice él, de cara a la pared; aguanta sus embestidas. Hasta que Carlos goza. Ella nunca ha sentido nada, excepto dolor las primeras veces, y la satisfacción de saber que le hace feliz.

—¿Te vistes ya? Dame un beso.

—Tengo prisa.

—Yo no quiero marcharme todavía, quiero que me abraces y que nos quedemos aquí.

—Vístete. Si no estás vestida en cinco minutos, te saco a la calle tal como estés.

* * *

La sección del frente en la que se encuentra Jean-Marie lleva un par de semanas tranquila. Los más veteranos están preocupados.

—Eso quiere decir que se prepara algo. O nuestros jefes están decidiendo que lancemos una ofensiva o son ellos los que están a punto, pero se va a armar una buena.

A las ocho de la noche empieza el bombardeo, acaban de cenar. Una suerte, porque a partir de este momento no podrán llegar suministros. A Jean-Marie le pilla en el refugio, así que se acomoda lo mejor que puede, a esperar que escampe. Acurrucado, hecho un ovillo, debajo de su saco de dormir, sin moverse, destapando la cabeza sólo para fumar. Mientras sigan cayendo obuses es imposible que los alemanes ataquen, se matarían ellos mismos: los están preparando, eliminando la mayor cantidad de defensas posible antes de lanzar a la infantería contra las trincheras enemigas. Más vale descansar y guardar fuerzas para cuando llegue lo bueno.

Es fácil acostumbrarse a todo, hasta al ruido de las bombas y al peligro. Jean-Marie y muchos de los compañeros que están con él duermen varias horas durante la noche.

Por la mañana, poco después del amanecer, se detiene el bombardeo. Los que siguen con vida deben prepararse para recibir a los alemanes. Pero hace falta precaución; no sería la primera vez que los artilleros enemigos hacen un descanso sólo para que los franceses salgan de sus refugios y, al cabo de unos minutos, volver a lanzar la lluvia de obuses. Algunos veteranos hablan de que en la primera batalla de Ypres, y ya están viviendo la tercera, los alemanes repitieron esa táctica tres veces.

—Nos cazaban como a cucarachas. Tranquilo, hasta que no estés seguro de que vienen, no te pongas a descubierto.

Jean-Marie sigue las instrucciones del cabo Dufour y toma su posición. Entretiene la espera comiendo galletas. Durante unos minutos todo está tranquilo, tanto que saca un cigarrillo y lo enciende. Antes de la guerra no fumaba, está convencido de que aspirar humo no puede ser bueno para la salud, digan lo que digan. En el frente, la salud le da igual, en cualquier momento se la quitan de golpe, de un cañonazo. A pocos metros de él, hay un compañero muerto, uno que no pudo ponerse a resguardo cuando empezó el ataque de la artillería alemana; ¿de qué le valdría no haber fumado nunca? Es cuestión de suerte y de instinto, el día menos pensado le toca morir a él y nunca llegará a conocer a su hijo, que por las fechas tiene que haber nacido ya.

Antes de terminar de fumarse el cigarrillo, oye los primeros disparos. Los compañeros de la ametralladora han empezado a barrer la tierra de nadie. Eso quiere decir que vienen los boches. Le toca pelearse de verdad, por primera vez.

Cuando se ve al enemigo acercarse no queda tiempo para pensar, si tiene que haber remordimientos que lleguen después. Jean-Marie dispara al primer alemán que ve. Después a otro y a otro; de este último escucha los gritos: lo ha herido. Su zona está mucho más tranquila que otras. A menos de cien metros a la derecha los disparos no se interrumpen; se escuchan insultos, alaridos de dolor, es probable que en algunos casos se haya llegado al cuerpo a cuerpo. Jean-Marie tiene la pala que usa para matar ratas preparada a su lado.

Intenta no distraerse, disparar a todo lo que ve moverse delante. Pero un soldado alemán ha sido más listo o más sigiloso que él y le cae encima en la trinchera. El fritz ha cometido un error; si estaba tan cerca y no le habían visto, tenía que haber lanzado una granada para eliminar a quien estuviera allí, le ha dado una oportunidad a Jean-Marie.

El alemán es casi un niño, hasta el uniforme le queda grande. Intenta atacar a Jean-Marie con la bayoneta. Es distinta a la que usan los franceses, en uno de los lados tiene dientes de sierra. En la estrechez de una trinchera es difícil manejarse con soltura con la bayoneta, a Jean-Marie le ha dado tiempo a coger su pala. Lucha por su vida, no es una broma o un ejercicio; en unos segundos sólo uno de los dos, el joven alemán o él, la conservará.

La pala está tan afilada que podría afeitarse con ella. Se lanza contra la tripa del alemán, él se defiende como puede pero Jean-Marie le hace un corte importante. No han hablado, no han intercambiado ni una palabra.

Vuelve a atacar con la pala; esta vez el corte es en la pierna y la sangre sale a borbotones, es posible que tenga suerte y haya cortado una arteria. El alemán ha caído al suelo, se duele, se agarra la pierna, es su segundo error. Jean-Marie saca su pistola. Sin pensarlo, le apunta al pecho y dispara a quemarropa. El chico muere y él vuelve a coger su fusil y a ocupar su posición. Dispara dos o tres veces más en la siguiente hora, aunque no está seguro de si lo hace por los alemanes o por los nervios. De vez en cuando, mira a la cara del joven alemán muerto. No tenía nada contra él, los dos cumplían órdenes. Cada vez hay menos disparos, en su lugar se oyen los lamentos de los heridos, el ataque ha sido rechazado. Un montón de muertos decididos en un despacho de Berlín para nada, los próximos quizá se decidan en París.

El cabo Dufour se acerca con otro soldado que ocupará el puesto de Jean-Marie, mira al alemán.

—Puedes ir al refugio, van a dar de comer. Ya veo que has tenido un fritz aquí, lo has dejado seco.

Coge la pistola de la cartuchera del muerto y se la guarda. Después saca unas galletas y el tabaco de sus bolsillos. Mira la bayoneta.

—¡Qué cabrones! Con dientes de sierra.

¿Qué más da? Se trata de matar, hay que hacerlo con lo que sea más eficaz. Dufour coge uno de los cigarrillos del alemán y lo enciende; le ofrece otro a Jean-Marie.

—Me gustan más los nuestros.

En el bolsillo hay también una foto de una chica, de la misma edad que el muerto, rubia, con los dientes muy grandes, fea; puede ser su novia, su hermana… Jean-Marie se la guarda.

—Vamos al refugio, tengo hambre.

El cadáver, su primer muerto, se queda atrás, espera que se lo lleven antes de que empiece a oler.

* * *

—No tienes derecho a quedarte el dinero que mi marido dejó para mí.

Antonio Carmona, el hermano de Carmen, no está de acuerdo con que ella viaje a Madrid, ve absurdo que pueda conseguir en la embajada más información de la que le han dado en el consulado de Francia en Sevilla.

—No quiero el dinero para mí, pero no te doy permiso para ir a Madrid. No tienes nada que hacer allí. Tu sitio está con tu familia.

Si la situación de la mujer es muy endeble en todos los casos, ya que necesitan permiso de su marido o de su padre para casi todo, es mucho peor para una mujer de raza gitana. Ni siquiera se considera que desobedecer al hombre sea posible. Si Antonio ha dicho que no le dará el dinero, ni la autorización para ir a Madrid, no se lo dará y nadie pensará que Carmen tiene ninguna autoridad para pedirlo.

—¡Ese dinero es mío!

Carmen se acostumbró, durante el tiempo que vivió con Jean-Marie, a que su opinión fuera tenida en cuenta, y su voluntad poseía tanto valor como la de su marido. No quiere volver a su vida anterior, no quiere que su hermano pueda hacer y deshacer a su antojo, como hacía su padre cuando vivía.

—¡Eres un ladrón!

Antonio la mira entre severo y sorprendido. La bofetada la tira al suelo; su madre corre a interponerse entre ella y su hermano, para impedir que le dé más golpes.

—Si tu marido no te enseñó cómo comportarte, te voy a enseñar yo.

Se ha quitado la correa de cuero y la hace restallar.

—Pídele perdón a tu hermano, pídeselo.

Su madre quiere ahorrarle el dolor, está asustada por las palabras de Carmen. A ella nunca se le hubiera ocurrido decirle algo así al hombre de la casa. Entre su cuñada y su madre, consiguen que Antonio se tranquilice y no le pegue con la correa.

Juan ha empezado a llorar y Carmen ha de ir a darle el pecho. Mientras lo hace, piensa en la decisión que va a tomar. Ella no tiene dueño, ni su hermano ni nadie.

* * *

—Llevamos mucho tiempo sin jugar al tenis. ¿Qué te parece un partido este fin de semana?

Las obligaciones de Álvaro Giner en la Oficina Pro-Cautivos le han hecho cambiar de vida, abandonar las horas de ocio que compartía con don Alfonso XIII.

—¿Cómo va el trabajo?

—Usted sabe lo complicado que está siendo, majestad, pero merece la pena. Cada vez que encontramos a un prisionero nos llevamos una enorme alegría.

—Tenemos que hablar del tema. Hay que seguir adelante, no nos podemos quedar en hacer llegar la correspondencia a las familias. Hay que avanzar… Leí la carta que me pasaste ayer, la de la mujer que pide que le devuelvan los objetos personales de su marido.

Se trata de una mujer francesa que escribió pidiendo información sobre el paradero de su marido; más tarde descubrió que éste había muerto y pedía la intercesión del rey de España para recuperar sus recuerdos: su alianza de matrimonio, las fotos que llevaba encima…

—No creo que podamos hacer nada, estamos recibiendo más de trescientas cartas diarias. Hacemos lo que está en nuestra mano, majestad.

—Hay que hacer más, Álvaro. Entiéndeme, estoy orgulloso de tu trabajo y del de tu gente. Nos sentimos felices por cada persona a la que ayudamos, pero hay que hacer más. Ahora basta de charla, empiezo sacando yo que para eso soy el rey.

Cada día que pasa se hace más evidente que España tomó una decisión acertada al no entrar en la guerra. La muerte y la destrucción alcanzan cotas nunca antes conocidas; el continente europeo tardará muchos años en recuperarse del sufrimiento, las bajas se cuentan por cientos de miles.

—¿Sabes cuántos proyectiles teníamos para cada pieza de artillería el día que empezó la guerra? Treinta. Francia tenía tres mil y no consigue mantener el ritmo de los alemanes. Imagínate que hubiéramos hecho caso a los militares que hablaban en el casino de invadir Portugal. Nos habrían borrado del mapa.

El partido de tenis ha acabado, como es habitual, con victoria del monarca.

—Sólo una vez estuve a punto de ganar y se declaró una guerra mundial…

Ambos toman una limonada tras el partido, charlan animados.

—¿Qué tal la niña de los Alerces? ¿Está dando problemas?

—Hasta el momento se comporta como una magnífica trabajadora, majestad. Incansable, dedica las horas que haga falta a la oficina.

—Vaya, me alegra que te guste como trabajadora, pero parece que no te hayas fijado en que es perfecta para ti: guapa, inteligente, de buena familia…

—¿Después de su boda frustrada? Ni se me ocurriría fijarme en ella.

Álvaro Giner miente. Cada día le gusta más esa chica que trabaja con abnegación, que siempre tiene tiempo para leer una carta más, para buscar otro nombre en los listados de prisioneros. Adora el tono con que dice en voz alta los nombres de los que aparecen vivos, el brillo que se enciende en sus ojos al encontrar a uno más, pero su intención es que las cosas sigan así, sin ningún acercamiento personal, por lo menos mientras la guerra continúe y los dos trabajen juntos.

—¿Algún nuevo espectáculo en la ciudad? Me tienes abandonado.

—Según me dicen, el último bueno fue el de la calle de León. Hay un piso en Mayor donde exhiben películas pornográficas, pero son las mismas francesas de siempre.

—Algún día tendremos que producirlas en España, ¿te imaginas, Álvaro? Películas producidas por la Casa Real.

Los dos se ríen.

—¿Sabe usted quién ha comprado una cámara y dicen que está haciendo sus pinitos? El marqués del Albero, en Sevilla.

—Vaya con el vejete libertino… Está muy mayor, a ver si le va a dar un infarto.

—De momento sólo hace desnudos artísticos, cualquier día cambia de género.

—Habrá que pedirle que nos haga un pase de sus películas en palacio…

Poco a poco, la oficina coge velocidad de crucero; llegan cartas, se leen, se clasifican, se buscan soluciones… Han conseguido quitarse el engorro del Ministerio de la Guerra; después de alguna que otra agria discusión más con el funcionario que se negaba a darle las listas. Álvaro ha cumplido su promesa y ha hecho que lo destinen a Marruecos. Ahora Marcos, el nuevo mozo de los recados, va a diario a las embajadas de los países en guerra para que le entreguen las actualizaciones de las listas de prisioneros. Mientras los trabajadores, encabezados por Blanca y Manuel, hacen el trabajo de cotejarlas y dar respuestas, la labor de su director, de Giner, es solucionar los problemas por arriba. Manuel intenta tirar de él cada vez que tiene oportunidad.

—La mayor parte de las cartas de los prisioneros no llegan por la censura de los captores. Ninguno de los países está dispuesto a que los presos den información confidencial y quieren leer las cartas antes de que salgan, pero son miles y no destinan casi personal a hacerlo. Eso por no hablar del analfabetismo, aunque en Francia y Alemania casi no haya, otros ejércitos como el ruso tienen porcentajes altísimos.

—Nada que podamos solucionar nosotros, supongo. Lo he hablado muchas veces con el rey, no puede asumir los costes de contratar a más personal, al menos de momento. Recordad que todo esto sale de su bolsillo.

—Tenemos que ayudar. Quizá si convenciéramos a los gobiernos de que dejen la labor de censura en manos de voluntarios civiles…

Giner confía poco en la bondad de la gente.

—Seamos sinceros, las dependencias se les llenarían de espías. Hagamos nuestro trabajo lo mejor que podamos, basta con eso.

Manuel se desespera cuando no consigue que las funciones de la oficina se amplíen, pero Blanca entiende al director. En muy poco tiempo le ha cogido cariño y aprecia las conversaciones que tiene con Giner acerca de lo que ven y de la marcha de la guerra. Le da la sensación de que es como ella: alguien que de repente se ha encontrado con un mundo distinto al que había conocido y está dispuesto a mejorarlo.

Aunque Álvaro estuvo en la guerra de Marruecos y allí debió de ver cosas muy duras, de las que no habla, en la oficina está descubriendo algo nuevo: el placer de ayudar a los demás. Es quien más disfruta cuando pueden comunicar buenas noticias al remitente de alguna carta, se presta a poner su firma en cualquier documento para darle importancia y acelerar la gestión; no le importa echar horas ayudando en algo de tan poco lustre como la lectura de las cartas que vienen de Alemania, cuyo idioma habla muy bien.

—Al acabar la carrera me fui a completar mis estudios a Berlín. No sé por qué: la medicina no me interesa en absoluto. Pero pasé allí dos años extraordinarios.

—¿Y no siente simpatía por los alemanes?

—Al principio de la guerra la sentía, ahora cada vez menos. Ya sólo la siento por los neutrales. ¿Tú?

Blanca ha dejado de estar segura de todo lo relacionado con la guerra.

—Me pasa lo mismo, sólo simpatizo con los neutrales. O no, la verdad es que no, quiero que ganen los aliados, pero sobre todo quiero que se acabe pronto. En casa estamos divididos, como España: mi padre y yo somos aliadófilos, mi madre germanófila.

—Qué peligro…

Don Jaime es, como tantos otros, un aliadófilo sentimental, simplemente le caen mejor y tiene más en común con los ingleses. Durante la época que pasó en la embajada de Londres, descubrió su pasión por la jardinería y eso no se olvida.

—¿Cómo va tu trabajo?

—Muy bien, estoy encantada de que el rey me llamara.

—Tenías que haber oído ayer a tu madre hablar de ti con una de sus amigas, con la marquesa del Estero. Está más que orgullosa…

—Lo que ha cambiado a mamá no es mi trabajo, es la presencia de Alicia en casa. Se ve que tenía ganas de ser abuela.

—Es verdad, esa niña se hace querer… Y está muy bien la oficina esa en la que has entrado a trabajar. Por fin acierta el rey en algo.

—¿No te parece que lo esté haciendo bien?

—Creo que no tiene mala voluntad, pero sus errores le marcarán para siempre. Si no espabila, morirá en el exilio.

—¿Tú crees?

—Él, el zar Nicolás, el káiser… Deberían fijarse en la monarquía inglesa, dar un paso a un lado, dejar de inmiscuirse en cuestiones de gobierno y poner todo en manos del pueblo. Es una cuestión de supervivencia.

Si mira atrás, Blanca ve lo mucho que ha cambiado desde el día de su frustrada boda y, contra lo que pensó ese día, es feliz. Mucho más que entonces. Ha pasado casi un año y en el jardín del palacete de los Alerces la primavera terminó de borrar las señales del destrozo causado por los preparativos de la boda. Aunque su padre no esté del todo de acuerdo.

—Este jardín nunca volverá a ser el mismo. Como tú, hija mía. Puede incluso ser más bonito, pero aquel día se perdieron plantas que no volverán a crecer. Las plantas también tienen alma, comparten nuestro espacio, no están en el mundo sólo para servirnos. Pero claro, en estos tiempos en los que medio mundo se afana en matar al otro medio…

* * *

—¿Sabe si eran militares?

Gonzalo y Benito han hablado con todos los agredidos. Tienen testimonios suficientes para estar seguros de que los agresores son militares, al menos uno de ellos es sargento, y de que se mueven en un coche verde con matrícula de Barcelona.

Ramírez, el redactor jefe de El Noticiero de Madrid, recomienda que se anden con cuidado.

—No deseo problemas con el Ministerio de la Guerra. Quiero los nombres; no vamos a acusar a un sargento sino a alguien, con nombre, que da la casualidad de que es sargento. Y entérense del motivo de las palizas, sin eso va a ser difícil sacar la historia adelante.

Quizá Gonzalo debe decir ya la causa, aunque eso implique ponerse en evidencia delante de su redactor jefe.

Están en una especie de vía muerta, sin saber hacia dónde tirar, cuando Benito aparece excitado.

—El coche verde con matrícula de Barcelona es un Citroën y pertenece al coronel Sergio Galindo Gómez, destinado en el cuartel de Monteleón. Felicítame, que no me ha resultado fácil enterarme.

Gonzalo no tiene la expresión de alegría en la cara que esperaba su compañero.

—Pero bueno, ¿qué pasa?

—Ése es el cuartel de mi padre.

Es preciso seguir investigando, averiguar quién es el coronel Galindo Gómez y ver si está involucrado en las palizas. Para Gonzalo también es importante saber si su padre está al tanto de las excursiones de sus subordinados.

—Coronel, sabemos que su coche se ha utilizado en algunas acciones ilegales.

—¿Quiénes son ustedes?

—Periodistas. Tranquilo, también sabemos que usted no estaba presente en ninguna, todos los participantes eran jóvenes. Si no quiere verse implicado, es mejor que hable con nosotros.

No se han presentado en el cuartel, para no encontrarse con el general Fuentes, sino en la casa del coronel Galindo. Es un piso burgués, muy por encima de lo que se puede pagar con un sueldo de coronel. Muchos, casi todos los militares de alta graduación viven así, muy por encima de las posibilidades que dan sus exiguos estipendios. Es normal que se lleven comisiones de todas partes: de la comida de los soldados, del trabajo de muchos de ellos, de los proyectiles que deberían emplearse en las prácticas, que no se usan y se devuelven a la fábrica para que ésta se los venda otra vez al ministerio…

En la puerta les recibió una mujer joven, muy elegante y bella; pensaron que era su hija y resultó ser su esposa. Una criada les ha servido café; es propietario de un vehículo de lujo. Demasiados gastos como para ponerse en riesgo porque unos sargentos le pidan el coche para hacerse los justicieros por Madrid.

—Tiene usted mucho que perder. Usted verá.

El coronel le tiene mucho apego a su cargo, a su sueldo y a los negocios que hace a su amparo. No tarda en delatar al grupo de sargentos, con nombres, apellidos y fechas en las que le han pedido prestado su Citroën.

—Tu padre quiere verte, está fuera.

—¿Mi padre?

El general Fuentes se ha presentado en la redacción de El Noticiero de Madrid, con uniforme y arma en el cinto.

—Tenía entendido que no querías volver a hablar conmigo.

—No voy a permitir que arrastres el nombre de esta familia. He hablado con el coronel Galindo.

Gonzalo se niega a acompañar a su padre a ningún sitio para hablar, recuerda la escena con el revólver apuntando a su cabeza. Está seguro de que sería capaz de hacer lo mismo con todas las balas en su recámara en lugar de una sola.

—¿De modo que sabías lo que hacían esos sargentos? ¿Fue por ellos como te enteraste de que a mí me habían dado la paliza por acudir a un local para hombres? Puede que se lo pidieras tú mismo, para hacerme escarmentar.

—Estás diciendo tonterías.

—Voy a publicarlo. Y los echarán del ejército. Si lo consigo, haré que te echen a ti también.

—No te permito arrastrar mi apellido por el suelo.

—No te preocupes, nunca lo arrastraré tanto como lo estás haciendo tú.

El tono de la conversación y los reproches ha subido de nivel, llegan las voces altas. El director y el redactor jefe se acercan a ellos. El general les grita.

—¡Voy a cerrarles el periódico! ¿Saben quiénes recibían las palizas? ¡Homosexuales! A mi hijo le agredieron por eso, por ser un invertido.

Se marcha profiriendo amenazas, contra el diario, contra su director, contra su hijo. Los responsables tranquilizan a Gonzalo.

—Estamos dispuestos a publicar la noticia, Gonzalo, pero si desea pensarlo, podemos hablar sobre el tema. Quizá las consecuencias para usted sean indeseables. Aunque en el periódico no mencionemos la homosexualidad de las víctimas, los lectores sabrán leer entre líneas.

—No hay nada que pensar. Quiero que se publique aunque me cueste el despido.

—¿Por las acusaciones de su padre? No, claro que no… Nosotros queremos buenos periodistas, nos dan igual sus aficiones o si son o no buenos cristianos. Y es usted un buen periodista. Su vida privada nos es indiferente. Tampoco buscamos que nuestros lectores piensen que tomamos partido por nadie, sólo contra las agresiones injustificadas. Redáctelo en consecuencia. Y enhorabuena por destapar la historia.

* * *

—Venga, Blanca, acompáñame a tomarme un café. O vamos a dar un paseo, no puedo leer una carta más.

A veces Blanca y Manuel disfrutan de estos ratos libres. Tienen autorización para pasear entre los maravillosos jardines del Campo del Moro y, aunque lo hagan en muy pocas ocasiones, de vez en cuando lo aprovechan. Blanca es el trabajador más activo de cuantos prestan sus servicios en la oficina. No se concede descanso pero, a la vez, es el alma de todos los presentes, la que siempre tiene una palabra de ánimo y una sonrisa. Ha cambiado mucho en las pocas semanas que lleva en palacio.

—Desde que estoy trabajando aquí, me he dado cuenta de que antes llevaba una vida vacía.

—No era una vida vacía, simplemente estaba llena de las tonterías propias de tu clase social —bromea Manuel.

—¿Vivir con los ojos cerrados a todo sólo porque he nacido en una familia privilegiada, con títulos y dinero? No puede ser. Somos nosotros, los ricos, los que más pendientes deberíamos estar de la sociedad en la que vivimos.

—Ojalá fuera así, Blanca, ojalá.

Las dramáticas historias con las que conviven a diario en el trabajo, sumadas a las del barrio de Las Injurias y vidas de jóvenes como Alicia y Marcos, le han abierto los ojos mucho más que su frustrada experiencia nupcial. Blanca ha cambiado mucho, y también su forma de pensar.

—¿Cómo está Alicia?

—Bien, se recupera bien. Además, mi padre está encantado con ella.

—¿Ha ido a verla su madre?

—Sí, cada día. Se quieren tanto… Desde que mi padre se enteró de que tenía que venir andando le da dinero para el transporte.

—Sois buenas personas. Es una pena que no haya más marqueses como vosotros.

Cuando le dieron el alta a la niña en el hospital, Manuel habló con la Murciana y entre los dos convencieron a Ramona, la madre de Alicia, para que permitiera a la niña vivir en casa de Blanca hasta que se recuperara. La mujer no estaba nada segura.

—Me van a robar a la niña.

—Nadie te la va a robar. Si sigue aquí, sin cuidados y con esta humedad, sí que la vas a perder.

—Será sólo mientras se cura y se pone fuerte. Allí la cuidarán, la alimentarán bien. Podrás ir a verla siempre que quieras.

—La perderé para siempre. Después de vivir en un palacio, no va a querer volver a una pocilga.

Es posible que tenga razón: en el palacete de los Alerces duerme en sábanas limpias, abrigada, no pasa hambre, le llevan dulces a la hora de la merienda, juega con las muñecas que Blanca guarda de cuando era pequeña, le leen cuentos antes de dormir y don Jaime, un señor muy gracioso, le habla de las flores que tiene en su jardín.

—Creí que mi madre pondría el grito en el cielo al ver a una niña de Las Injurias en su casa. Ya sabes que desde lo de la boda considera que me he vuelto loca y ni siquiera me habla, pero está feliz. Alicia se sienta con ella por las tardes, mientras mi madre hace punto, y se pueden pasar horas juntas, sin hablar. Después le lee cuentos al acostarla, algo que ni siquiera hacía conmigo cuando era pequeña.

En cuanto a Marcos, ha empezado a trabajar en la oficina: se encarga de los recados, de ir al correo, de atender cualquier necesidad que puedan tener los demás empleados.

—Hay que andar con ojo, no empiecen a desaparecer cosas.

—¿Es tu protegido y no te fías de él?

—No me fío nada, en su educación no ha entrado la prohibición de robar. Si necesita algo y está a su alcance, lo coge, eso es todo.

* * *

—Necesito dinero.

Carmen guardó la tarjeta del viejo que le compró a su marido el cuadro de su desnudo frente al espejo: el marqués del Albero. La dirección de la tarjeta corresponde a un palacete en el barrio de Santa Cruz, cerca de la catedral. Carmen tiene que pasar por tres criados antes de encontrarse con el marqués.

—Ven.

La hace entrar en una gran sala vacía. Sólo hay un cuadro en una de las paredes, el que pintó Jean-Marie cuando se conocieron, ése en el que ella se mira al espejo. El marqués pagó por él tres mil pesetas.

—Es una belleza. Un desnudo maravilloso.

El anciano parece extasiado con el cuadro; pese a tener en su presencia a la mujer que posó para él, sólo tiene ojos para la pintura. Es impresionante ver esa sala tan grande dedicada a ella.

—Pagué mucho, pero valió la pena. Déjame verte. Quítate la ropa.

Carmen se desnuda aunque todavía no han pactado ningún precio. Ha tardado muy poco en recuperarse después del parto, tiene casi la misma figura que antes, sabe que es muy bella. Él la mira, le pide que se dé la vuelta, le mira la cara, el cuerpo…

—Has engordado.

—Tuve un hijo.

—Pero eres tú, está claro.

—Sí, Jean-Marie es mi marido, por eso le dejé pintarme.

—¿Vive aún?

—Espero que sí. Está en el frente. No he recibido carta suya.

—Vístete.

Carmen hace lo que el anciano le manda.

—Puedo pagarte bien. Mil pesetas por un día.

—¿Qué tendría que hacer?

—Posar desnuda. Te grabaré con una cámara. Lo mismo que hiciste con tu marido, pero en movimiento.

Carmen no imaginaba que hiciera falta tanta gente para grabar una película. Pensaba que estarían el marqués y ella. Pero el anciano se ha limitado a sentarse y hay media docena de hombres esperando a que se quite la bata que la cubre. Dos de ellos se ocupan de la aparatosa cámara, otros dos de poner focos de luz que dan mucho calor, un par de ellos más miran sin que ella sepa cuál es su cometido. Muchos hombres han visto su cuerpo en el cuadro, pero sólo dos la han contemplado desnuda en persona, Jean-Marie y el marqués, el día que ella le visitó en esa misma casa. Está avergonzada pero decidida, con las mil pesetas que le paguen se irá a Madrid con su hijo Juan. Se presentará en la embajada francesa y pedirá que le informen sobre el paradero y el estado de su marido.

La grabación va a hacerse en los jardines del palacete del barrio de Santa Cruz. Carmen debe quitarse la bata, una bata de seda que le han proporcionado allí; una vez desnuda, debe moverse por el salón sin taparse, beber una copa de champán que le servirá un hombre vestido de mayordomo; salir después al jardín y pasear desnuda por él, llegar a la fuente y entrar en ella, bañarse bajo el chorro de agua que sale de la boca de un gran pez de piedra. El mayordomo se acercará entonces con una toalla y la envolverá en ella; ahí acaba todo. Le han avisado que lo tendrán que repetir varias veces, que quizá tengan que cortar y grabar cada uno de los segmentos por separado, que tardarán todo el día en hacerlo. Es decir, que en cuanto se quite la bata pasará muchas horas desnuda delante de esa media docena de hombres. Da igual, se llevará mil pesetas.

Después de su primer muerto, el soldado alemán que irrumpió en la trinchera y al que mató con la pala, Jean-Marie no pudo dormir bien un par de noches. Se acordaba de su cara de niño, de su expresión de terror cuando le clavó el borde afilado de la pala en la tripa, del momento en que le apuntó con la pistola a quemarropa y disparó. El alemán sabía que estaba muerto antes de escuchar el disparo, quizá entonces se preguntó por qué no había tirado una granada para acabar con su enemigo en lugar de luchar con él. Las decisiones equivocadas, que en otro lugar cuestan un disgusto, aquí se llevan por delante la vida. Ha mirado muchas veces la fotografía que se quedó de la chica alemana, la que el soldado llevaba en su bolsillo. ¿Le llegará la noticia de su muerte? ¿Le llegaría a Carmen si el muerto fuera él? Sin embargo, en la guerra todo dura poco tiempo: la tercera noche durmió bien, tiró la foto y dejó de sentir pesar. Una experiencia más de las muchas de la guerra, que se borra en cuanto llega otra nueva.

Después de matar a alguien de esa manera sí que se ha ganado el título de veterano. El cabo Dufour se lo contó a los compañeros y muchos le felicitaron. Un compañero suyo, Frédéric, un sastre parisino que lleva allí tres meses más que él, llama a eso de otra manera: no son veteranos, son ratas de trinchera. Han dejado de ser hombres, son ratas acostumbradas a la muerte, al olor de la muerte: comen, beben, fuman y duermen junto a la muerte, esperando ser abrazados por ella.

Son cosas que le cuenta a Carmen en una carta que nunca le podrá enviar pero que, aun así, escribe cuando tiene un rato, cuando pasa unos días descansando en la retaguardia.

Escribe y pinta. Un oficial le ha proporcionado una semana de permiso a cambio de pintar a su amante, una enfermera inglesa voluntaria. Durante la semana extra que pasa en la retaguardia, matan a todos sus compañeros, Frédéric y Dufour incluidos, en una ofensiva que decidieron sus generales. No se inmuta cuando se lo dicen, ni siquiera brinda por su suerte, como le proponen; es la única rata superviviente de su camada, le tendrán que mandar a otra. Sólo eso.

* * *

—Ten cuidado con tu padre.

El Noticiero de Madrid está impreso y a punto de repartirse entre los suscriptores, los puntos de venta y los vendedores que lo vocearán por las calles del centro de la ciudad. En primera página hay una denuncia especial contra el grupo de suboficiales, sargentos y brigadas. Sólo falta un dato en la información, algo que el periodista sabe pero no ha escrito: ¿cómo escogían a sus víctimas? Algunos lectores pensarán que era para robarles, otros no se darán cuenta de que la noticia no está completa, muchos atarán cabos sobre la verdadera razón…

Allí están sus nombres, las fechas y los lugares en los que actuaron, su modo de hacerlo, el cuartel en el que están destinados y la condescendencia con ellos de su jefe máximo, el general Fuentes. Es posible que no se consiga que sean expulsados del ejército. Sin duda, se tapará el escándalo, como siempre ocurre, pero no podrán repetir sus andanzas. Por lo menos serán destinados a distintos lugares.

Sólo uno de los agredidos da la cara, Gonzalo Fuentes, el autor del reportaje. Los que sepan leer entre líneas se darán cuenta de su condición sexual.

—¿Estás seguro de que quieres tu nombre aquí? Podías haber puesto sólo las iniciales.

—Quiero que salga el nombre entero. Mi padre siempre me acusó de ser un cobarde. Así verá que estaba equivocado, que no lo soy. Que soy capaz de asumir mi deber.

Por primera vez escucha un elogio de su redactor jefe.

—Es un buen artículo, no ha habido que cambiarle ni una coma.

En poco más de una hora, el ejemplar habrá llegado a los cuarteles, al ministerio, a casa de los denunciados, a las manos del general Fuentes.

—¿Has visto lo que ha escrito tu hermano? ¡Es indigno! ¡No quiero que se vuelva a pronunciar su nombre en esta casa!

Elisa no tiene tiempo para pensar en eso, está preocupada, muy preocupada con otros asuntos…

Hace unos meses, a Gonzalo le habría atenazado para hacer lo que ha hecho el bienestar de su padre y de su hermana; hoy ya no. Ésa no es su familia, no lo es el general y, mucho se teme, tampoco Elisa lo es ya. Son dos desconocidos para él.

Ha sabido que su hermana se veía con Carlos de la Era; si hubiese ido a alguno de los encuentros que ha intentado tener con ella, le habría prevenido contra él. Pero ella ha preferido estar en su contra que con él. Lo único que le queda de sus orígenes son el apellido, que cambiaría si fuese posible, y la foto de su madre que se llevó de la casa en la que pasó la infancia y la juventud. Nada más.

Ramírez, el redactor jefe, está dispuesto a seguir denunciando a los agresores en el periódico. Benito será quien les siga la pista hasta que sean condenados; Gonzalo disfrutará de su premio por haberlo contado.

—¿París? Claro que quiero ir a París.

El anterior corresponsal de El Noticiero de Madrid, Raúl Coronado, ha recibido la orden de abandonar la capital francesa y hace falta sustituirlo. Gonzalo, pese al poco tiempo que lleva en el periódico, goza de la confianza del redactor jefe.

—Tómese libre el fin de semana y se lo piensa.

—Está pensado, no necesito más tiempo.

—Se lo comentaré al director, veremos si a él le parece bien.

* * *

—Nos debes dinero y no nos pagas, ¿qué hacemos?

Raúl Coronado sabía que no podría estar mucho tiempo escondiéndose, que le encontrarían y pasaría esto.

—Es por la guerra, no me ha llegado el dinero de España. Pero tiene que estar a punto, mañana o pasado.

—No nos gusta que nos engañen.

—Dos días, sólo necesito dos días para pagar.

La señora Li, madame Li, es china, pero los que van a hablar con ella son franceses. Dicen que con ella hay también chinos trabajando, pero ellos sólo hacen la última visita, cuando el objetivo ya no es cobrar sino demostrar a los demás que deben pagar antes de que ellos entren en acción. Lo sabía cuando se endeudó y, aun así, siguió yendo a casa de madame Li, hundiéndose cada vez más.

Cuando Raúl llegó a París, los fumaderos de opio no estaban perseguidos, había muchos y los precios eran razonables, después los prohibieron y sólo sobrevivieron unos pocos clandestinos; el de madame Li es el más grande, el mejor surtido, el que visitan la mayor parte de los chinos establecidos en París. Al convertirse en establecimientos ilegales, los precios subieron sin parar hasta multiplicarse por diez. Entonces empezaron los problemas para Coronado.

—Te damos dos días, pasado mañana ve al local de madame Li con el dinero. Si no tienes el dinero o no te presentas, no seremos nosotros los que te busquemos. Ya sabes lo que significa eso.

Significa que quienes lo buscarán serán los míticos chinos. No le encontrarán, era lo que necesitaba: dos días. No porque vaya a conseguir el dinero, eso es imposible, sino para huir. Esa misma noche se subirá en el tren que le llevará a Barcelona. Si los chinos quieren atraparle, tendrán que viajar.

Le quedan escasas horas en París y muchas cosas por hacer. En pocos días llegará su sustituto y ocupará el apartamento de la rue du Sommerard, pagado por El Noticiero de Madrid. Le han hablado de que lo más probable es que sea un joven que entró a trabajar hace poco en el periódico, un periodista con una carrera tan prometedora como la que él tenía al llegar, un tal Gonzalo Fuentes.

Dejará sus notas en el apartamento, también las fotos que se ha ido haciendo desde que llegó a la capital francesa, una al año. Él mismo ve su evolución y piensa en lo que le habrían sugerido de haberlas encontrado cuando todavía no había conocido a madame Li: en el hombre que retratan esas fotos hay una historia. Si tiene suerte y Gonzalo Fuentes es de verdad un buen profesional, como lo era él, investigará, pondrá en orden sus papeles y conseguirá que se publiquen, algo para lo que él ya no tiene ni fuerzas ni ánimos.

También tiene que despedirse de Perla; aunque ella no le haya ayudado a pagar sus deudas, le ha hecho sentir por primera vez en su vida el peso de la sangre.

Adiós, París.

* * *

—Hay invitados que te pagarían muy bien por apenas unas horas…

Carmen se ha negado, no le importa posar pero no se acostará con ningún hombre que no sea su marido, le pague lo que le pague. A las mil pesetas que cobró Carmen por dejarse grabar desnuda en la cámara del marqués del Albero se unieron otras mil por bailar, también desnuda, para sus invitados. Los asistentes, casi todos de la misma edad que el marqués, comían jamón y bebían copas de vino mientras ella se movía al ritmo que marcaban los guitarristas y los palmeros.

Con las dos mil pesetas, con su hijo Juan y sin más ropa que la que llevan puesta para no hacer sospechar a su hermano Antonio de sus intenciones al abandonar Sevilla, Carmen se sube en un tren que la dejará en Madrid. Cree que en la capital podrá obtener información sobre su marido y que las autoridades reconozcan a Juan como hijo de Jean-Marie y a ella como su mujer.

Después de toda una noche en el tren, llega a la estación principal de Madrid, la estación de Mediodía, que también llaman de Atocha. Se siente perdida de tan grande que es. Es enorme, con cientos de personas que caminan de un lado para otro, con carros tirados por animales y camiones a motor que llegan cargados de mercancías que saldrán hacia los países europeos en guerra. Hay hombres bien vestidos, obreros, pilluelos y mendigos mezclándose en sus andenes.

Al fin y al cabo, Sevilla es una ciudad grande. Carmen no pensaba que Madrid le fuera a impresionar, pero a la salida de la estación encuentra un lugar demencial, con más coches de los que ha visto nunca. Coches que avanzan sin un orden aparente, y que por dos veces están a punto de atropellarla. Y edificios muy altos unos junto a otros. Esa ciudad es un caos. No sabe dónde ir, debe hallar un lugar para dormir con su hijo, comprar comida para él. Está asustada. Un hombre se le acerca y le ofrece ayuda.

—¿Necesita algo?

—Tengo que encontrar una pensión.

—Hay una aquí cerca, yo la llevo. Tardamos sólo cinco minutos.

Caminan por la calle Atocha y doblan por la calle del Fúcar, mucho más estrecha. Llegan a la calle Gobernador; hay unas casas bajas, es allí donde el hombre saca una navaja.

—Venga, el dinero, que no quiero hacerte daño, ni a ti ni al niño.

Cuando se aleja, con todo lo que tenía Carmen, ella grita, pero es consciente de que nadie acudirá en su ayuda. En apenas media hora en Madrid, ha perdido todo lo que tenía.

—¿Acompañó a un hombre que no conocía hasta una calle apartada y le extraña que le robara? Lo raro habría sido que no lo hiciera.

Ni siquiera la policía hace caso a Carmen, que se encuentra en Madrid, ciudad que no conoce, sin apenas equipaje, sin dinero y con un bebé de pocos meses que llora en sus brazos.

—En la iglesia de San Sebastián podrán ayudarla, está cerca, en la calle Atocha. Seguro que le dan algo de comer.

Hay muchos como ella esperando que en la parroquia los socorran: mendigos, ancianos, tullidos, mujeres con niños como Carmen, algunos niños solos.

—Dan los vales a las doce, dentro de diez minutos.

—¿Para qué son los vales?

—Para el comedor. Cuando te den el vale, habla con el párroco. Él te dará algo de ropa para tu hijo.

—¿Y dónde puedo dormir?

—Tienes suerte de que no haga frío. Habrá sitio en algún albergue.

Cuando el párroco abre la portezuela lateral, todo el mundo se apelotona ante él, empiezan los empujones y los gritos. Nadie ha avisado a Carmen de que no hay para todos; debería haberse peleado por ser una de las primeras en coger el vale, se acaban antes de que le llegue su turno.

—Lo siento, he repartido todos los que tenemos.

—No tengo ropa para mi hijo, me lo han robado todo.

Un pan para ella y algo de ropa para Juan, es todo lo que el cura le puede proporcionar, no hay nada más.

Un chaval se acerca a Carmen cuando ella da de mamar a Juan, le tiende un pedazo de queso.

—Toma, te has quedado sin vale, ¿no?

—Sí.

—¿Tienes dónde quedarte?

—No.

—Ven conmigo, la Murciana te dejará dormir esta noche en su casa.

Carmen tiene miedo de que la engañen otra vez. ¿Qué más pueden robarle? ¿A su hijo?

—Me llamo Marcos, vivo en Las Injurias, dicen que es el peor barrio de Madrid, pero va a ser el único sitio donde alguien te ayude.

* * *

—Alicia, ni se te ocurra cruzar la calle sola.

Cada vez hay más coches en Madrid, hasta hace pocos años era raro ver uno y la gente se paraba a mirarlos pasar. Pero cada día hay más, de todos los colores y marcas; se disputan el espacio con los viejos carruajes de caballos. La gente no está acostumbrada a ellos y se han dado casos de muertes por atropellos. Dicen que en Estados Unidos el atropello comienza a ser una causa de muerte alarmante y que tanto en ese país como en Londres se han empezado a instalar unas señales luminosas con colores rojos y verdes para indicar cuándo deben parar y cuándo andar los coches. En Madrid todavía no existen esas señales y Blanca está preocupada por la manía de Alicia de soltarse de su mano y echar a correr. Es entonces cuando ve el Renault rojo de Carlos de la Era. Está cogiendo de la mano a Alicia para dar la vuelta y volver a casa sin encontrarse con él, cuando la ve cruzar a ella, a su amiga Elisa, y subir al vehículo. No es capaz de reaccionar, se queda allí, parada, mirando a Elisa. Ella no la ve, sólo tiene ojos para su antiguo prometido.

—¿Embarazada? Eres la mujer más estúpida del mundo.

En los últimos días, Elisa no ha podido dormir. Hace dos semanas tuvo las primeras sospechas, ahora está segura. Ha esperado a encontrarse con Carlos sin forzar la ocasión, otra vez en el piso de la calle de la Magdalena, para decírselo: está embarazada, está esperando un hijo suyo.

—¿Qué podía hacer yo para evitarlo?

Recibe la primera bofetada, que no por esperada le duele menos. A ésa le sigue otra que le hace tambalearse y un puñetazo en el estómago, poco más arriba de donde debe estar su hijo, que la derriba por completo. En el suelo aún recibe una patada.

—¡Estúpida!

Se ha quedado en el suelo, hecha un ovillo, llorando. Carlos se ha servido una copa de coñac y se ha sentado: la mira con odio, con rabia.

—Si lo has hecho pensando que me iba a casar contigo, estás muy equivocada, gorda estúpida. No me voy a casar con una zorra a la que alguien ha dejado preñada.

—Es tuyo, Carlos, es un hijo tuyo. Yo te quiero.

Elisa no entiende cómo puede dudar de su paternidad. Sus palabras duelen tanto como los golpes que le ha propinado. ¿Todavía no sabe que ella le ama? ¿Que sería incapaz de estar con otro hombre?

—No, no me voy a casar contigo. Ni se te ocurra pensar que voy a llegar a la iglesia con una mujer embarazada… Eres estúpida.

Aún hay más insultos y más golpes, más reproches sin que Elisa se atreva a contestar.

—¿Qué hago, Carlos? ¿Qué hago?

—¿Me lo preguntas a mí? No es asunto mío. Haberlo pensado antes de abrirte de piernas. Haz lo que quieras, pero te aviso de que yo negaré que el hijo sea mío.

—No puedes hacerme eso, tú eres el padre, sólo he estado contigo.

—Si supieras la de furcias como tú que me han dicho eso antes, furcias mucho más listas que tú…

Carlos grita, humilla a Elisa, la insulta y la golpea. Lo hace con especial satisfacción. Hace tiempo que esperaba este momento, Elisa ha tardado mucho en quedarse embarazada. La mejor amiga de Blanca acaba de destrozar su vida, y toda la culpa es de Blanca. No le habría pasado si no hubiesen sido amigas.

No parará hasta arruinar la felicidad de todos los que rodean a su antigua novia: a su padre, ese loco que habla con los geranios; a su madre, esa mujer insustancial que sólo vive para las apariencias; al tipejo ese que trabaja con ella, y desde luego a Alicia, esa niña que ha recogido de ese barrio infecto…

Los odia a todos por estar cerca de ella. Los destruirá y la culpable será Blanca Alerces. Lleva pensando en cómo hacerlo desde el día que ella le dejó plantado en la capilla del Asilo de Huérfanos del Sagrado Corazón de la calle Juan Bravo. La última será Blanca, se arrepentirá de su decisión de aquel día. Nadie se ríe del duque del Camino.

Carlos ni siquiera la ha devuelto a la entrada del Retiro en la que siempre la recoge. Elisa vaga por la calle de la Magdalena. No sabe qué hacer. Anoche, pensando en la forma de decirle a Carlos que estaba embarazada, soñó despierta con que él la acunara entre sus brazos, le dijera que no debía preocuparse, que él estaría a su lado y se enfrentarían juntos a todo y a todos, que se casarían y cuidarían de su hijo.

No se atreve a ir a casa, ¿qué puede hacer?, ¿decirle a su padre que se ha quedado encinta y llevarse otra tanda de golpes y de insultos? Si estuviera en Madrid su hermano Gonzalo, no dudaría en ir a hablar con él y pedirle consejo, pero se marchó a París. Tampoco puede acudir a su amiga Blanca. ¿Qué podría decirle? ¿Que el hombre al que ella abandonó en la iglesia la ha dejado embarazada y la ha repudiado al enterarse?

A la altura de la Plaza de Antón Martín, una mujer se acerca a ella. Es una mendiga que pide en la puerta de la parroquia de San Salvador y San Nicolás.

—¿Le pasa algo? ¿Puedo ayudarla?

Ha caído tan bajo que hasta una mendiga le ofrece su ayuda… Elisa se echa a llorar en sus brazos, como si la conociera de toda la vida, como si tuviera algo que ver con ella, como si esa mujer estropeada, mal vestida, de descuidado pelo negro hilado de canas fuese su amiga, la madre que murió hace tantos años y a la que hoy echa más que nunca en falta. Le cuenta todo: el embarazo, los insultos, los golpes.

—Si tienes dinero puedes quitarte el problema de encima. Hay una mujer en Las Injurias que puede ayudarte.

Elisa se asusta, corre, huye de ella. No está dispuesta a hacer eso; seguro que Carlos se arrepiente y la llama, seguro que todo saldrá bien.