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—Pero, majestad… No tenemos capacidad, no podemos dar respuesta a todas esas cartas.

Bernardo Candeleira, el secretario de don Alfonso XIII, está desbordado de trabajo. En enero se recibieron dos mil cartas en palacio de gente pidiendo ayuda; y febrero lleva un ritmo superior, dejará esa cantidad en una cifra ridícula.

Al tratarse de un hermoso gesto navideño, que coincidió con las fiestas más tristes que se recuerdan en Francia en décadas, con tantos hogares desprovistos de sus seres queridos, la noticia de la ayuda del rey a la niña francesa para localizar a su hermano salió publicada en un periódico bordelés, Le Petite Gironde. Pronto otros periódicos franceses de difusión nacional se hicieron eco de la acción de Alfonso XIII, y todos aquellos que, desesperados, no encontraban respuesta a sus quejas han escrito al Palacio Real español.

Alfonso XIII ha intentado responder las nuevas peticiones de ayuda en la medida de sus posibilidades, pero la situación se está volviendo insostenible. El rey cuenta con un grupo de fieles funcionarios que están trabajando con todo su empeño en atender a los desconsolados familiares en busca de respuestas. Sin embargo, cada día se ven sobrepasados por la increíble cantidad de cartas que reciben.

Algunos de sus colaboradores más íntimos, entre ellos Emilio Torres y González Arnao, roban horas a sus ocupaciones y a su descanso para alertar a las embajadas sobre las peticiones que van llegando. No son sólo los altos cargos, también hay trabajadores de palacio que se ofrecen a sus superiores para colaborar. Entre los diplomáticos pasa lo mismo: hay embajadores, como el marqués de Villalobar en Bruselas, que se han puesto de inmediato a las órdenes del monarca y que han iniciado ya la recogida de listados de prisioneros de guerra con la intención de facilitar el trabajo. El embajador en Austria, Antonio de Castro y Casaleiz, ha iniciado las inspecciones a los campos de prisioneros y envía informes en los que expresa su preocupación.

Don Alfonso no está de brazos cruzados, le da vueltas a la situación. Hay que organizarse, de lo contrario toda la ayuda que pueda ofrecer no será más que una gota de agua en el océano.

—En muy pocos días arreglaremos eso. De momento, conserve las cartas, que no se pierda ninguna. Lo vamos a solucionar pronto, Bernardo, tranquilo.

Álvaro Giner está extrañado. Su amigo, el rey, le ha convocado de manera oficial a primera hora de la mañana. No es el modo habitual.

—Álvaro, por favor, lee esta carta, tú hablas bien alemán…

Ilustrísimo señor:

Perdóneme si no es ése el tratamiento que le debo dar, es la primera vez que escribo a alguien tan importante. No sé qué hacer para resolver mi problema y me han dicho que quizá usted pudiera ayudarme, aunque no sea súbdita de su país.

Mi nombre es Eva, soy alemana, de Munich, y soy madre de cuatro hijos. O tal vez debería decir que lo era. Los dos mayores fueron llamados a filas cuando empezó esta maldita guerra, el tercero se apuntó voluntario y también se fue al frente. Ahora es el pequeño el que quiere alistarse para luchar por Alemania, y tiene quince años. Sólo he tenido noticias de uno de ellos, su muerte me fue comunicada a los pocos días de partir; no sé si los otros dos están vivos o muertos. Le aseguro que eso es lo peor para una madre: sufrir por ellos día y noche, no saber si están heridos, pasando hambre y frío o descansan en paz.

Yo creo que mi familia ha dado ya suficiente sangre por la patria. Si usted pudiera impedir que mi hijo pequeño fuera aceptado por el ejército se lo agradecería eternamente.

Reciba un saludo de una madre desesperada.

EVA

—¿Qué te parece?

—Muy triste, majestad… Pero dudo que usted pueda evitar que el ejército alemán mande un hombre al frente.

—Sí, eso es verdad, pero en otros asuntos podemos ayudar. He estado pensando en el tema de los prisioneros de guerra. Tenemos miles de cartas como ésta, de personas que nos piden ayuda y a las que no podemos dar la espalda. He decidido crear una oficina para encauzar todas esas peticiones. Algo así como una Oficina Pro-Cautivos.

—Me parece una idea extraordinaria, majestad.

—Me alegro de que sea así, porque he pensado en ti para dirigirla.

Álvaro no puede decir que no al rey, aunque sean amigos, pero quiere que entienda que su idea no es acertada, que hay muchos funcionarios que podrían hacerlo mejor que él.

—Las objeciones que me estás poniendo no están fundadas: estás preparado, vas a ser capaz y eres la persona adecuada. He decidido que así sea. A no ser, claro está, que te niegues. Eso me causaría una gran decepción.

—Claro que no, majestad, nunca me negaría a su deseo.

—Pues tenemos que empezar a pensar en cómo hacerlo. Voy a estar muy encima de esta oficina, es de gran interés para mí.

Álvaro Giner toma nota de los que don Alfonso XIII quiere que sean los cometidos de la Oficina Pro-Cautivos: información a las familias de los prisioneros y canalización de la correspondencia; quizá algún día puedan ampliar las funciones e incluir el canje de presos enfermos, la mejora de sus condiciones de vida, la ayuda médica o la comprobación de que se cumplen los acuerdos internacionales…

—He cursado mensajes a los responsables de los países en conflicto, he consultado a sus embajadores y todos están de acuerdo en aceptar nuestra mediación en este tema.

No hay duda de que es una iniciativa muy ambiciosa, y si todo sale bien, será una labor impresionante que va a necesitar muchos recursos: personal, instalaciones, medios.

—Otra cosa, Álvaro. Esto es España y todos sabemos cómo funciona nuestra burocracia. Si lo ponemos en marcha por los cauces habituales, acabaremos teniendo una comisión que creará comisiones para que se desarrollen las comisiones que tendrán que aprobar la Oficina. Antes de que rellenemos un papel, se habrá acabado la guerra y no habremos ayudado a nadie. Por no hablar de las fricciones que soportaremos de tus colegas del ejército.

—¿Qué otra opción hay?

—Quiero que la oficina dependa de mí y sólo de mí, no quiero ministros. Estará en palacio y la pagaré de mi bolsillo. Ya sabes lo que eso significa.

—Dígamelo, señor.

—Que no quiero ni un real mal gastado. Vamos a controlar hasta la última peseta.

Giner toma nota, intentando no pensar mucho para no agobiarse por lo que se le viene encima. Además, el entusiasmo del rey es desbordante, tendrá que trabajar duro los próximos meses, ahora tiene más motivos que nunca para desear que la guerra acabe lo antes posible.

—Vas a necesitar personas preparadas, que hablen varias lenguas. Algunos funcionarios de palacio te ayudarán, pero tenemos que reclutar a más gente. Piensa en aquellos diplomáticos que puedan incorporarse de inmediato y que conozcan los países en conflicto. Yo me acordé del bueno de Jaime Alerces, pero creo que lleva retirado demasiado tiempo y que no se adaptará. Sin embargo, su hija estaba deseando trabajar.

—¿Cree que esa chica es de fiar? Lo que hizo en la iglesia no parece de alguien muy reflexivo.

—No, pero demostró tener la valentía que muchos hombres no tienen, aunque no lo aprobemos. Y si algo vamos a necesitar son hombres y mujeres decididos.

—Hablaré con su padre.

—Sí, le he pedido a mi secretario que nos busque un sitio, aquí en palacio, para instalarnos; ahora nos mostrará qué ha encontrado.

Bernardo les conduce a una zona de palacio que Giner no conocía, es posible que el mismo don Alfonso no la haya pisado nunca. Está en la última planta, en una parte que no está ocupada por las habitaciones del servicio.

—Saben que el palacio tiene pocos espacios libres, esto es lo mejor que he encontrado sin tener que mover otras dependencias de sitio.

Lo que les muestra son dos grandes salas que están siendo usadas de almacén. Al lado hay otra más reducida, con una pequeña ventana a la Plaza de Oriente.

—Aquí, en la pequeña, podría estar el despacho del director; en la primera de las salas grandes, el lugar de trabajo de los funcionarios, y en la segunda, el archivo. Supongo que hará falta mucho espacio para almacenar tantos documentos… Siento que no sea algo mejor, pero es lo único que tenemos.

No es un lugar lujoso, aunque esté en un palacio maravilloso. Giner piensa en el gabinete de su casa, ricamente amueblado al estilo inglés, con bellos cuadros y una magnífica luz natural. En este instante es consciente de que deberá renunciar a la rutina que tanto le gusta: su despacho, la lectura de libros médicos para estar informado de los avances en esta disciplina que ya no ejerce, y cambiarlos por un despacho polvoriento para no agraviar al rey.

Hace nada tenía una vida organizada, una excedencia en el ejército y una amante que le gustaba. Y en unos pocos días ha perdido a su amante, y se ha visto involucrado en un lío de trabajo mayúsculo. Se avecinan cambios para los que quizá no esté preparado.

—¿Qué piensas? ¿Distraído con tus amoríos mientras te hablo de la misión más importante de nuestras vidas? Lo que necesitas es una mujer para casarte, ya te encontraremos una. Pero no vamos a distraernos con eso ahora. ¿Qué te ha parecido el sitio que nos ha buscado mi secretario?

Giner sabe que en los próximos días será difícil que el rey se ocupe de otra cuestión. Siempre muestra el mismo entusiasmo por lo nuevo, más en este caso que es tan importante.

—Me ha gustado, majestad. En cuanto lo vacíen, lo limpien y pongamos algo de mobiliario de despacho, será un lugar funcional.

—Acogedor, eso tienes que conseguir, que sea acogedor, un lugar donde merezca la pena trabajar. Si sale bien, dentro de unos años será de esto de lo que más orgullosos estemos. Verás como tengo razón, Álvaro.

Cuando no hay más remedio que hacer algo, lo mejor es abordarlo de inmediato. Hay que ponerse a trabajar lo antes posible y conviene no hacerlo solo. Tomará la lista de funcionarios que le ha preparado Bernardo, el secretario del rey, y empezará a reclutarlos. También tendrá que verse con la famosa Blanca, ojalá que no quiera trabajar con ellos. Diga lo que diga el rey, no se puede plantar a un marido en el altar. Aunque reconoce que siente curiosidad por conocerla, le han hablado tanto de su belleza…

* * *

—No tienes que darme ninguna explicación. Era tarde, hora de volver a casa.

Aunque Manuel le diga a Blanca que no le importa, en el fondo le gustaría que ella entendiera que se molestó por su despedida de fin de año. No han vuelto a quedarse solos desde entonces, no ha habido más momentos compartidos en los que comentar las noticias de la guerra, las novedades del barrio de Las Injurias o los avances de Marcos, el chico del arrabal al que su profesor de mecanografía vigila y alienta como si fuese un hijo. Manuel tampoco ha vuelto a coger las manos de la alumna para situarlas bien sobre las teclas de la máquina.

—Falta muy poco para el examen, tú no vas a tener problema en dar las pulsaciones que piden, pero tu amiga Elisa no lo va a conseguir si sigue faltando a clase.

* * *

Elisa está casi desaparecida, no se la ve por la academia y, las pocas veces que Blanca se encuentra con ella en misa, no está dispuesta a dar explicaciones. Sólo que se halla ocupada con otras cosas y que la mecanografía no le interesa lo más mínimo.

—Te voy a ser sincera, dudo que vaya a necesitarla para trabajar. Y tú tampoco. Me casaré, tendré hijos y me olvidaré de las pocas pulsaciones que vaya a ser capaz de dar o de dónde está cada letra.

Esos domingos, Blanca intenta que las dos den un paseo al salir de la iglesia, antes de volver a comer a casa, pero Elisa siempre se escabulle. Sólo el día que se enteró de que el general había echado de casa a su hermano, su amiga le dio alguna explicación.

—Desde que se fue de casa no he sabido de él.

—¿Llegó a despedirse de ti?

—Sí, entró en la habitación a decirme que se iba, pero yo estaba dormida y no reaccioné.

—Puedes visitarle en el periódico, sigue trabajando allí.

—Mi padre me ha prohibido hablar con él.

—¿Y vas a obedecer?

—Tiene razón cuando dice que no es buena influencia. Lo siento por mi hermano, pero lo que hace no está bien. Quizá la paliza que le dieron fue un castigo de Dios, quizá esto le haga volver a ser normal.

Blanca no da crédito. ¿Quién está convenciendo de estas cosas a Elisa? ¿Su padre? ¿Quién ha hecho que cambie así de criterio y se convierta en alguien tan intransigente?

Tampoco entiende al general Fuentes. ¿Quién puede echar a su hijo de casa y prohibir que vuelva, que su hermana le vea más? No hay la menor piedad, ni siquiera cuando su hijo ha recibido una paliza que ha estado a punto de matarle.

Cuando llega a casa se siente muy afortunada de que su padre no sea así en absoluto. Se ha atrevido a contarle los motivos que llevaron a que Gonzalo fuera agredido; una vez más, le ha dado una lección de tolerancia.

—Hija, la gente es cruel. España es así: judíos, moriscos, brujas, homosexuales, el caso en este país es estar persiguiendo siempre a alguien. Puedes ir al periódico a ver a tu amigo y le mandas saludos de mi parte. Y de paso hablas con el director, a ver si él te convence para que escribas algo para nosotros.

—Ya hemos hablado de eso…

—¿No querías trabajo?

—Sí, pero no en tu periódico…

—Bueno, ¿y en palacio? Me ha avisado Álvaro Giner, el amigo del rey, de que están buscando personas para una oficina especial, y creen que podría ser una oportunidad para ti.

—¿Lo dices en serio? ¿Y cómo han sabido de mí? ¿Tienes tú algo que ver con eso?

—Le dije al rey que buscabas un empleo, pero no pensé que se acordaría de todo lo que le dicen.

—Pues parece que sí…

—A tu madre se la lleva el diablo, se ha enfadado conmigo, pero a mí me parece bien que trabajes si es lo que quieres.

—Sois tan distintos que no sé cómo os podéis llevar bien.

—Porque dos no discuten si uno no quiere. Yo no quiero discutir, dejo que ella hable y hago lo que me parece más oportuno; eso sí, callado. El día que te cases, recuérdalo.

—No creo que nadie se quiera casar conmigo.

—No te puedes imaginar lo frágil que es la memoria. En cuatro días tendrás nuevos pretendientes y nadie se acordará de tu boda.

—Excepto Carlos de la Era y yo.

—Hasta a vosotros se os olvidará. A ver si la segunda vez escoges mejor.

Blanca reconoce que siempre le ha gustado la profesión de periodista, el ambiente de un periódico. De niña fantaseaba con ser periodista, se imaginaba a sí misma como una intrépida reportera que acudía a los lugares en los que hubiera una noticia y se la contaba a los lectores, que esperarían cada día una nueva entrega de sus crónicas.

Durante años guardó, entre sus bienes más preciados, unos cuantos ejemplares de una revista americana que le regaló su padre y ella mostraba a Elisa una y otra vez, Harper’s Bazaar. Es una revista que existe desde mediados del siglo XIX y mezcla temas de moda con estilo de vida, con historias humanas, con feminismo… Y toda escrita por mujeres, grandes escritoras americanas colaboran con la revista.

—¿Ves como se puede escribir sobre política para mujeres?

—¿A qué mujer le interesa eso?

—¿Y las entrevistas de Elizabeth Jordan? Mujeres que hacen cosas: pintoras, escritoras, poetas… Al mismo nivel que cualquier hombre… Y no te creas que en España no hay mujeres que intentan conquistar el terreno que nos han vedado: Concepción Arenal, por ejemplo. ¿Sabes lo que dijo? Que la mujer en España no tiene otra carrera que no sea el matrimonio. Pues yo sí. O Colombine, ¿no has leído sus crónicas de la guerra de Marruecos?

—No.

—Pues deberías. Y era de Almería, no de un país lejano…

Su amiga Elisa no compartía esa pasión con ella y Blanca, ella misma lo reconoce una vez que ha superado la adolescencia, no escribe muy bien, no podría emular a su admirada Concepción Arenal. Quizá ahora que aprende mecanografía debería volver a intentarlo.

En todo eso piensa al visitar a Gonzalo en El Noticiero de Madrid. Al hermano de su amiga no parece haberle sentado mal la salida de casa. Parece aliviado, aunque dolido por el abandono de Elisa.

—¿Mi hermana? Le he mandado varios mensajes para que nos encontráramos. No quiere verme.

—Tu padre le ha prohibido que te vea.

—Mi padre le ha prohibido cientos de cosas a lo largo de su vida y ella las ha hecho igual.

Gonzalo ha conseguido una habitación gracias a Benito, su compañero de redacción. Está en la calle de la Colegiata, muy lejos de su casa familiar y del cuartel de Monteleón, donde se encuentra destinado su padre. No es del nivel al que está acostumbrado, pero es lo único que puede pagar con el sueldo que recibe en El Noticiero. En el piso, que pertenece a una viuda de la guerra de Cuba, viven ocho hombres y tienen derecho a cena y a que les laven y planchen la ropa.

El trabajo de periodista le gusta cada día más, aunque cobre poco dinero, y además, su redactor jefe le encarga trabajos más interesantes. El último ha sido entrevistar nada menos que al presidente del Gobierno, Eduardo Dato, sobre la Gran Guerra. Lo cierto es que en pocas semanas ha llegado más lejos que su amigo Benito en el mundo del periodismo. Sin embargo, éste no se queja, al contrario, le alienta.

—Eso sí que es llevar una carrera fulgurante, menos de tres meses en la profesión y te mandan a entrevistar al presidente.

—Pues ahora tengo que conseguir una entrevista con el rey…

—No sé si sabes que ningún periodista puede hacer información sobre la Casa Real hasta que lleva al menos dos años en el periódico.

Las normas de la Casa Real en cuanto a la relación con los medios de comunicación son estrictas: prohibición de preguntar nada al rey sin autorización previa, censura de las galeradas antes de ser publicadas en las noticias generadas en palacio, pertenencia a la Asociación de la Prensa y obligación del redactor de ser presentado por dos periodistas aceptados en la Casa Real.

—Me temo entonces que tardaré mucho en entrevistarle… Peor para él. ¿Qué tiene que ocultar?

—Cuentan de él que no es el hombre más leído de España, que lo único que le interesa es cazar, los coches y seducir mujeres.

A Blanca le encanta que él esté tan bien y siente que Elisa no comparta su alegría y su libertad. Sólo le gustaría que arreglara su vida, que pudiera entrar otra vez en contacto con el alemán. A falta de éste, ella es la única persona que puede escuchar sus preocupaciones.

—Te aseguro que no echo de menos la casa de mi padre. Me ha hecho un favor, quizá tenía que haberme marchado antes, cuando Frank todavía estaba en España.

—¿Qué sabes de él?

—Nada. Tampoco sé dónde podría escribirle. Sólo espero que la guerra acabe y que algún día aparezca.

Gonzalo imagina a su amante en un destino burocrático. A su edad no cree que haya sido enviado a una trinchera, una de ésas tan peligrosas de las que hablan las crónicas que llegan a la redacción desde el frente. Estará en Berlín, disfrutando tal vez de las fiestas para hombres que le contaba que existían allí; quizá haya encontrado a alguien que le haga olvidar a su antiguo amante español.

—¿Has investigado algo acerca de quiénes te agredieron?

—Lo he intentado, pero me da miedo hacerlo.

Lleva dándole vueltas muchos días; cuando llegó al periódico estaba decidido, pero después de la reacción de su padre, no quiere remover el asunto. ¿Estaría de acuerdo el general con lo que le hicieron sus agresores? Tiene miedo a esa respuesta. Blanca, quizá recordando sus sueños de gran periodista, le anima a hacerlo.

—Yo creo que eres la persona indicada para investigarlo. Además, si vas a ser periodista, tienes la obligación de denunciarlo y así impedir que se repita. Si en algún momento necesitas ayuda, estoy segura de que podrás contar con mi padre.

* * *

—Date prisa, el tren pasa en tres minutos.

Frank Heimer tiene tres minutos para dejar de ser él mismo, olvidar que es alemán. A partir de ahora se llama Marcel Malmaison, es francés, tiene una buhardilla en París, en la zona de Montmartre, sufre una cojera de nacimiento, ha heredado un buen dinero tras la muerte de su madre y el sueño de su vida es escribir una novela sobre Napoleón Bonaparte. Además de la cojera, su único cambio físico ha sido teñirse el pelo de negro y afeitarse el bigote que llevaba desde hace casi veinte años.

Hace dos días que recibió el mensaje que esperaba en su hotel berlinés: tenía que estar preparado, con el equipaje y los documentos que le habían sido entregados, a las diez de la noche delante de la Puerta de Brandeburgo. Un hombre se acercaría y le preguntaría si hablaba inglés; cuando le contestara que sí, le pediría que le siguiera.

Subió a un coche donde le taparon los ojos. Viajaron toda la noche y pasaron el día en una casa que sólo vio por dentro, para que no fuese capaz de reconocer en qué lugar estaba. Mejor así, es el método más seguro para no delatar a los suyos. Durmió parte del día y pasó el resto leyendo una edición antigua del Fausto de Goethe.

Por la noche, volvieron a salir en coche, de nuevo con los ojos tapados. Estuvieron hasta el amanecer en movimiento, haciendo largas paradas en las que nadie hablaba con él. Quizá esperando el momento de atravesar zonas controladas por el ejército. El día siguiente, sin hablar con nadie y sin ver dónde se encontraba, transcurrió en lo que supuso que era un búnker del ejército. Creyó escuchar a la artillería a lo lejos, así que estaría muy cerca del frente.

De nuevo fueron a buscarle al hacerse de noche. Se acabaron los viajes en coche, caminó durante más de seis horas, campo a través con el equipaje a cuestas, siguiendo las órdenes de un joven francés que hablaba alemán con mucho acento.

Ahora se encuentran en un apeadero, muy cerca de la frontera franco-suiza, y en tres minutos llegará un tren que, según el billete que el joven le ha entregado, le dejará en París.

—¡Suerte!

El joven desaparece en la semioscuridad de esa madrugada que no acaba de romper. Con una precisión que se diría más británica que francesa, el tren se detiene ante él.

El vagón está casi lleno y Frank, ahora Marcel, se acomoda como puede en un asiento libre junto a una vieja que lleva sobre las piernas una jaula en la que hay dos patos.

—Buenos días.

—Buenos días.

Su francés es perfecto, no puede cometer un error y hablar alemán, sería su perdición. Muchos viajeros dormitan, él no puede; pese al cansancio de la noche caminando por el monte, debe permanecer alerta. Se da cuenta de que tiene hambre cuando ve a un campesino sacar pan, queso y una botella de vino. Ofrece a los que están sentados cerca, a él también. Acepta comer algo y dar un trago a la botella.

—¿Va a París?

—Sí, ¿usted también?

—Sí, voy cerca, a Boulogne-Billancourt, a ver a mi hijo. Está allí de mecánico en la Renault. Están construyendo unos carros con los que dicen que van a ganar la guerra.

—¿Unos carros?

—Sí, no sé cómo los llaman, unas fortalezas andantes.

¿Estará hablando de los carros de combate? Hay informes de que los ingleses están construyendo vehículos a los que denominan también tanques. Piensan que así engañarán a los alemanes, haciéndoles creer que esos vehículos son simples tanques de transporte de agua. ¿Tendrán noticia en Berlín de que los franceses también lo intentan y del lugar donde los hacen? Es su trabajo, poner el oído, leer entre líneas, enterarse de cosas que tal vez, sólo tal vez, puedan ser útiles. Ésta será la primera información que haga llegar a los suyos.

La conversación queda interrumpida por la entrada de dos gendarmes en el vagón. Piden la documentación a todos los viajeros. Frank respira hondo para tranquilizarse.

—Documentación, por favor.

Evita mirar al policía que la examina, confía en que sus compañeros hayan hecho bien el trabajo de falsificación.

—¿A qué va a París?

—Me traslado a vivir allí. Mi madre murió hace poco y he decidido cambiar de lugar de residencia. Alejarme de los alemanes.

—Siento la muerte de su madre. Tenga buen viaje.

Le devuelve los papeles y sigue pidiéndoselos a los demás pasajeros. Frank recupera su ritmo cardíaco, muy acelerado; por lo menos sabe que las falsificaciones son buenas, que superan el análisis a simple vista de un gendarme francés.

El tren sufre continuas paradas, no es fácil viajar en tiempos de guerra. En una de ellas ve pasar, por la vía paralela, un convoy que en lugar de vagones de pasajeros lleva cañones. No parece que sea una simple forma de transporte, están perfectamente instalados. No se verían desde el aire, ya que van tapados con lonas, pero sí es fácil desde otro tren a la misma altura. También informará de eso, los franceses pueden estar intentando tener baterías de artillería móviles propulsadas por las vías del tren. Es muy posible que los suyos estén al tanto, quizá tengan hasta fotografías hechas desde aviones de reconocimiento, pero sus instrucciones son claras: dar noticia de todo lo que llame su atención y pueda resultar útil para su ejército.

Aún tardará varias horas en llegar a París y el traqueteo del tren, unido a la noche pasada sin dormir, está a punto de vencerle. Pero no puede, tiene que seguir alerta, no podrá volver a descuidarse hasta que acabe la guerra o hasta que le descubran. Frank Heimer ya no existe, no verá nunca más a Gonzalo Fuentes.

La llegada a la Estación del Norte, la Gare du Nord, es casi el final del viaje para Frank. Debe coger el metro, tal como hacía cuando ésta era su ciudad, y llegar a su buhardilla. Allí estará todo preparado y podrá dormir. Mañana, a primera hora, tendrá que ponerse en marcha y hacer su primer envío de información. Empieza su vida como espía.

París está tranquilo, nadie diría que a pocos kilómetros, poco más de dos centenares, se encuentra el frente. Los cafés están llenos y los teatros anuncian sus estrenos, hasta los músicos callejeros y los pintores aficionados siguen jalonando sus calles. El ambiente bélico es mucho más patente en Berlín, París es una ciudad que siempre ha estado volcada a la vida, la guerra es sólo una circunstancia.

* * *

—Espere un momento y vienen a buscarla.

Blanca ha recibido instrucciones en las que le indican que debe entrar por una puerta lateral, una reservada al personal que trabaja en palacio. Le hubiera gustado poder hacerlo por la entrada principal, atravesar el patio y encontrarse con la maravillosa escalera de Sabatini, de la que tantas veces ha oído hablar, y ver los frescos de Giaquinto o los estucos que la adornan. Aunque no pueda disfrutar de esa vista, aunque suba por una estrecha y funcional escalera poco iluminada, entrar en el Palacio Real de Madrid impresiona. Blanca sólo ha visto al rey en persona dos o tres veces y siempre de lejos, nunca ha hablado con él, sus padres son los que asisten todos los años a algunas de las fiestas que don Alfonso XIII celebra en palacio.

—¿Es usted Blanca Alerces? Acompáñeme.

En el camino se entera de que, además de reunirse con Álvaro Giner, estará presente el monarca. La recibirán en su despacho. La persona que le acompaña le da unas ligeras instrucciones sobre el trato con él.

—No es muy estricto, pero debe usted tratarle de usted aunque él se dirija a usted tuteándola, no hable sin que él le pregunte, use la fórmula de majestad… El rey se levantará cuando usted entre y la saludará; cuando él se siente usted debe sentarse, cuando se levante significa que la reunión ha terminado, se despedirá de usted y debe salir sin demorarse.

Tras subir por una escalera secundaria, caminan por pasillos que dan a dependencias en las que hay personal trabajando. En el Palacio Real hay más de mil trabajadores destinados a distintas labores. Al pasar por delante de cada puerta, Blanca atisba con disimulo. Se acercan al lugar donde está el despacho de su majestad, ¿quién sabe si pasará junto a alguna de las estancias más famosas: el Salón de Porcelana, el de Espejos o el de Tapices, incluso el Salón del Trono? Pero no tiene suerte; si es verdad que puede entrar a trabajar allí intentará conocerlos todos.

—Espere aquí, en unos minutos le mandarán entrar.

Están en el antedespacho del rey. Aunque la mayor parte de las pinturas que adornaban las paredes del palacio ahora estén en el Museo del Prado, lo que queda es aún maravilloso: Goya, Velázquez, Zuloaga, Sorolla… Además, nadie puede llevarse los frescos de Tiepolo, de Giaquinto, de Bayeu o de Mengs, tampoco los estucos de Rusca. Por todas partes hay bellísimas porcelanas chinas y de la Real Fábrica del Buen Retiro y de Sèvres, muebles de las más preciosas maderas y en todos los estilos, relojes suizos construidos por Jaquet-Droz, tapices de la Real Fábrica o esculturas de los más afamados artistas.

Blanca se ha desorientado un poco en las vueltas por los pasillos, pero cree que la ventana da a los jardines de palacio. Se acuerda de su padre, cuánto disfrutaría paseando por sus caminos, admirando las flores, hablando con ellas y con todos los jardineros que las cuidan para que luzcan así de hermosas.

No tiene que esperar mucho, en sólo unos minutos se abre la puerta y sale un hombre muy atractivo, bien vestido, de poco más de treinta años. Si Carlos de la Era es guapo, el hombre que sale a recibirla no tiene nada que envidiarle.

—¿Blanca? Soy Álvaro Giner. Bienvenida. Pasa.

Le da acceso al despacho del rey. Él se ha levantado, como le indicó que haría la persona que acompañó a Blanca hasta allí.

—Blanca Alerces, qué ganas tenía de conocerte. Admiro profundamente a tu padre… ¿Cómo se encuentra?

—Muy bien, majestad. Le manda saludos.

—Dale las gracias y no te olvides de expresarle mi afecto. Siéntate, por favor; Álvaro Giner te explicará enseguida para qué te hemos llamado.

Lo que más le llama la atención del despacho, más que los cuadros, los tapices y los muebles, siendo éstos impresionantes, es el techo de la estancia, una magnífica bóveda artesonada de madera.

—Tenemos entendido que hablas varios idiomas.

—Sí, los aprendí acompañando a mis padres en sus destinos. Cuando se saben dos o tres es fácil aprender más. Hablo inglés, francés y alemán bien. Me defiendo en italiano y portugués.

—Eso está muy bien. Buscamos personas con tus capacidades. Sin embargo, existen algunos problemas.

—Álvaro, deja que sea yo quien le explique la situación a Blanca. Tu padre ha sido un gran diplomático y este país, y yo mismo, tenemos una deuda de gratitud con él. Nada nos gustaría más que recompensarle ayudando a su querida hija a encontrar el trabajo que desea, pero nos llegan noticias, o quizá debería decir cotilleos, sobre tu boda, que nos intranquilizan.

—Ah, ustedes también. Toda la ciudad lo sabe, pero yo tenía mis motivos para hacer lo que hice y estoy dispuesta a asumir las consecuencias. Con todos mis respetos hacia su majestad, si tanto les disgusta el chismorreo, podían haberse ahorrado este encuentro conmigo. Les aseguro que soy de fiar y puedo demostrárselo, pero para eso tendrán que ponerme a prueba y darme una oportunidad.

—Bien, bien, no lo dudo. Pero quiero dejar claro que nos gustaría que uses tu ímpetu en una dirección más adecuada. Te pondremos a prueba como nos pides. Todo el mundo merece otra oportunidad. Hasta yo si llegara el caso.

Álvaro le cuenta en qué consiste la Oficina Pro-Cautivos: ayudar a los prisioneros de guerra, a los desplazados, a las víctimas del conflicto. El rey le interrumpe a cada frase, se nota el entusiasmo de don Alfonso al tratar sobre el tema.

—Tendrías que empezar a trabajar enseguida. Siempre que te interese, claro.

—Por supuesto, hoy mismo si hace falta.

—En un par de días. Todavía tenemos que encontrar a más gente. ¿Conoces a alguien que sea muy dispuesto, le guste ayudar a los demás y escriba muy rápido a máquina?

—Claro que conozco. Mi profesor de mecanografía, Manuel Lope, es justo la persona que ustedes buscan.

Una hora después de llegar al palacio, está otra vez en la Plaza de Oriente, feliz por la reunión, contenta por haber encontrado trabajo, satisfecha por haber podido recomendar a Manuel para una labor que le apasionará. Visitaría a Elisa para contárselo si creyera que iba a alegrarse por ella. Ni siquiera lo intenta. Llega a casa todavía en una nube.

—Papá, tengo empleo.

—¿Empleo? Cuéntame eso.

Está tan contenta que se atropella. Su madre finge indignación, aunque interiormente está sorprendida y aliviada: trabajar en el Palacio Real es adecuado para la hija de un marqués.

—Tendrás que comprarte ropa.

—Mamá, tengo más ropa de la que voy a ponerme en lo que me queda de vida…

Blanca ha seguido yendo a Las Injurias después de entregar los juguetes de la campaña. Ninguno de sus compañeros del almacén quiso entrar en ese barrio y tuvo que hacerlo con Manuel y un amigo suyo, que puso un carro tirado por una mula para llevarlos.

—He llamado a una fábrica de calzado y he conseguido cincuenta pares. Además de los juguetes, les daremos botas.

—Eso está muy bien.

Los niños están entusiasmados con los juguetes; las madres, con el calzado. Una niña de apenas cuatro años, Alicia, cogió de la mano a Blanca y no se la soltó hasta que tuvieron que dejar el barrio; desde entonces espera a que Blanca llegue para pegarse a ella.

—De su padre no se sabe nada. Su madre trabaja lavando ropa en el río. Alicia pasa el día entero sola.

—Pero apenas tiene cuatro años.

—El barrio entero la cuida.

Blanca siempre le lleva un dulce, que le da a escondidas de los demás. Ha hablado con su padre y don Jaime ha dado orden al servicio de preparar todas las semanas un cesto con paquetes de arroz, de lentejas y de garbanzos para que Blanca lo reparta entre las mujeres del barrio.

Manuel va a Las Injurias todos los sábados por la mañana. La Murciana le presta su barraca para juntar a los niños que quieren asistir a sus clases. Con una pizarra y unas tizas intenta enseñarles a leer, las cuatro reglas, cómo se llama el lugar en el que viven…

—¿Cómo podría ayudarte?

—¿Serías capaz de conseguir tizas y algunas pizarras?

—Puedo intentarlo, de tanto pedir para conseguir juguetes me he acostumbrado a hacerlo. La gente es mejor de lo que creemos, casi todo el mundo está dispuesto a ayudar.

La Murciana no le habla si no es imprescindible. Blanca duda: ¿tiene algo con Manuel? No le extrañaría, esas mujeres no poseen tantos remilgos como las de su clase. No quiere reconocerlo, pero se descubre celosa de la relación de Manuel con ella.

* * *

—Esto es lo más importante que tenéis que aprender.

El cabo Dufour levantó su casco con un palo por encima de la trinchera; en menos de tres segundos una bala enemiga lo hizo caer al suelo, perforado.

—Francotiradores, ellos tienen y nosotros tenemos. Si dentro de ese casco hubiera estado vuestra cabeza os habríais quedado sin sesos, ¿entendido?

Ésa fue la primera lección que aprendió Jean-Marie al llegar al frente, hace apenas unas semanas, aunque parezca que fue en una vida anterior: al otro lado están los alemanes, los fritzs, los boches o como quieran llamarlos, y la guerra no es una competición en la que unos ganan y otros pierden. El objetivo es exterminar al enemigo, él a ti y tú a él.

—Una cosa más, es mejor herir que matar. Un enemigo herido no puede combatir y hace gastar medios en evacuarlo, curarlo y cuidarlo… Además, mina la moral de sus compañeros. No estamos aquí para sentir pena por ellos porque ellos no la sienten por nosotros, ¿entendido?

Jean-Marie no odia a los soldados que hay en la trinchera de enfrente, aunque el cabo Dufour se empeñe en que tiene que hacerlo. Piensa que muchos, o al menos alguno de ellos, son como él, que alguno aprovecha los momentos de calma para dibujar en un cuaderno que guarda con tanto celo como su fusil. Él dibuja lo que ve y, a veces, a Carmen. Tal vez el soldado alemán dibuje a una mujer rubia que le espera en Hamburgo o en Baviera. A veces, en las noches tranquilas en las que no caen bombas, no se dispara y el viento es favorable, se escuchan las conversaciones de los alemanes. Uno de los días que Jean-Marie estuvo de guardia, oyó a un soldado alemán cantar una canción muy triste. Cantaba bien: aunque lo hubiera tenido a tiro no habría disparado, prefería seguir escuchando.

Lo que hay que hacer para seguir vivo se aprende enseguida, lo difícil es no cometer errores. Mueren los novatos y la única forma de dejar de serlo es ver caer a los compañeros; con cada uno de ellos se aprende la lección de algo que no se debe hacer.

Pasan dos semanas en primera línea y después se los llevan una a descansar a la retaguardia. La segunda vez que un soldado va al frente, si es listo y no sobrevivió de milagro la primera, se puede considerar un veterano. Cuando ha aprendido que las ratas son peores enemigos que los alemanes, tiene más posibilidades de salir con vida; hay que luchar con ellas a brazo partido para que no se coman las provisiones e invadan los lugares de descanso. Jean-Marie se ha convertido en un experto con la pala, la mejor arma contra ellas. Hay que mantenerla perfectamente afilada, como una navaja, y asestarle un golpe con ella al bicho. Olvidar sus gritos de dolor, matarlas sin piedad. Aún no ha tenido que luchar cuerpo a cuerpo con ningún boche; cuando llegue la ocasión dejará la bayoneta y usará la pala, ha descubierto que es mucho más práctica y manejable.

De momento ha disparado y ha lanzado granadas, pero no está seguro de haber matado a nadie, cree que no lo ha hecho. En cualquier caso, no ha mirado a los ojos a su víctima; si ha acertado a alguien con una bala ha sido por casualidad, casi por accidente, no se siente responsable.

Sólo le queda un día para acabar el segundo ciclo y volver a la retaguardia. Por la mañana llegarán los nuevos y a su compañía le darán orden de retirarse. Ojalá la noche sea tranquila y ninguno de ellos se quede con la miel en los labios, que no aumenten las cifras de bajas en ninguno de los dos ejércitos, ni en el alemán ni en el francés.

Entre sus compañeros se nota la excitación del descanso inminente, todos hacen bromas y Guillaume, un zapatero de Lyon, ha sacado un pedazo de queso, no se sabe de dónde, que han compartido tras las raciones de la cena. Esta noche cambiarán de guardia cada dos horas, a Jean-Marie le tocará estar despierto durante el peor turno, de dos a cuatro de la madrugada; si a los boches no les da por atacar, tendrán asegurada una semana más de vida: podrán bañarse, lavar la ropa, matar los piojos, dormir tranquilos.

Dormir, fumar y comer son las tres cosas que hay que hacer siempre que se tenga oportunidad, nunca se sabe cuándo habrá otra. En cuanto cae la oscuridad, Jean-Marie se retira a la zona de las trincheras donde han habilitado el espacio para dormir. Es una especie de refugio cubierto con un parapeto de hormigón, un lugar casi seguro, al menos todo lo seguro que puede ser estando en una trinchera del frente, y que se mantiene bastante seco aunque fuera llueva. Se mete en su saco de dormir y se echa por encima otro que pertenecía a un compañero que murió hace un par de días. Debería dormirse de inmediato y aprovechar las horas que tiene hasta que a las dos vayan a despertarle para hacer su turno de guardia, pero piensa en Carmen. ¿Estará bien? ¿Seguirá adelante su embarazo? Le quedan pocas semanas para dar a luz; no sabe cuándo llegará el momento exacto, quién sabe si él sentirá algo especial cuando sea padre, aunque no reciba la noticia. No quiere ni imaginarse lo que ella pensará por no haber recibido carta suya, espera que sepa que le ha sido imposible, no que no haya querido escribirle.

Carmen está desesperada. Al principio supuso que las cartas no tardarían en llegar, después se enfadó con Jean-Marie por no escribir, y ahora se ha resignado a no recibir ninguna. Tampoco una notificación si él muere, nunca se casaron legalmente y para el consulado francés ella no existe. A veces cree que es mejor así, que nunca reciba el temido telegrama que anuncie su muerte; otras, le parece peor la incertidumbre.

Le falta poco para dar a luz, está muy pesada y deseando que llegue el día, no sabe si seguirá después en casa de su familia. Pese a que ha estado poco tiempo viviendo con Jean-Marie, por culpa de la guerra que se les ha metido por medio, se ha acostumbrado a vivir de otra manera, con alguien que le pregunta su opinión en lugar de darle órdenes, alguien que considera a la mujer un igual y no una servidora del varón. No es fácil volver a la vida anterior.

Quizá en Madrid, en la embajada de Francia, pueda arreglar las cosas para que le informen sobre el estado de su marido. Quizá cuando dé a luz coja a su hijo y el dinero que le queda de los cuadros vendidos y se vaya a Madrid. Es posible que allí su vida se parezca más a lo que quiere.

Una tarde que caminaba junto al río se cruzó con un hombre elegante y bien vestido que se la quedó mirando.

—¿Tú eres la modelo del pintor francés?

Le han dicho que es un duque o un marqués, el hombre que compró el cuadro favorito de Jean-Marie, el primero que le pintó, con ella desnuda mirándose en el espejo.

—Así, embarazada, no te había reconocido. Si quieres dinero ven a verme cuando hayas parido.

No le ha dicho nada más, no hace falta, ella sabe lo que él quiere. En el cuadro se la ve entera, de espaldas desde el punto de vista del pintor, también se ve la parte de delante de su cuerpo reflejada en el espejo. Piensa que tratándose de un hombre tan mayor, no querrá hacer el amor con ella, pero seguro que lo que pretende es ver el original, su cuerpo desnudo.

* * *

—¿Ha llegado el informe de Manuel Lope?

—¿El del candidato al puesto que nos ha dado Blanca Alerces? Sí, majestad; tiene veintisiete años, llegó hace pocos meses de Valladolid, vive en una pensión por Lavapiés, es profesor de mecanografía y no tiene antecedentes penales.

—Perfecto. ¿Has hablado con él?

—Esta tarde viene. Si no hay problema, en un par de días estaremos trabajando en la oficina, a pleno rendimiento.

Manuel continúa con sus visitas al barrio de Las Injurias. Todos los sábados cruza el descampado para dar clases a los chicos, pero también para ver a la Murciana; a veces se queda allí a dormir y hacen el amor. En ocasiones se siente molesto por seguir pensando en Blanca cuando se acuestan. Cree que la Murciana no se lo merece, y Blanca tampoco. Aún no ha olvidado la noche de fin de año. La Murciana también usa su casa para reunir a las mujeres del barrio, escuchar sus quejas, intentar que se organicen para reivindicar sus derechos.

—Hay que pedir lo que es justo: médicos, transportes, escolarización para los niños… Pero no podemos hacerlo a lo loco, de cualquier manera, tenemos que ir a las instancias que correspondan y, si no nos hacen caso, tomar medidas de fuerza.

—¿Qué fuerza tenemos nosotras?

—Muchos compañeros vendrían a apoyar. Por eso no os preocupéis, que no nos vamos a quedar solos…

Allí conoce a Merche, «la Flaca», una prostituta que ya tiene cerca de cincuenta años y ofrece sus servicios en un descampado de cerca del barrio por apenas unas monedas; a Ramona, que pide limosna en la puerta de la iglesia de San Pedro el Viejo y donde ha aprendido a odiar a los curas; a Justa, que llegó del pueblo con su marido y cinco hijos, él desapareció al cabo de una semana y ella se las ve y se las desea, lavando ropa en el río, para darles de comer a todos; a Felisa, una hábil carterista, capaz de robar un reloj o una cartera sin que la víctima se diera cuenta en los buenos tiempos y a la que los años y la bebida han hecho que ahora la mano le tiemble más de lo debido.

A medida que va descubriendo los problemas de la gente del barrio, diferentes en cada una de sus miserables casas, siente que su ideología se vuelve más firme y que tiene más motivos para acabar con el sistema, con el rey, con los políticos burgueses y con todos los que explotan al pueblo hasta el hambre. La situación siempre fue mala; ahora con la exportación de alimentos a los países en guerra y el aumento de precios que provoca la escasez, es peor. Los periódicos se vanaglorian de un desmesurado crecimiento económico, mientras los obreros españoles se hunden cada vez más en la miseria.

Él preferiría trabajar en el barrio, para los más desfavorecidos. Pero en lugar de eso va a empezar a hacerlo en el Palacio Real, rodeado de lujos y al servicio de un rey que detesta.

* * *

—Te comportas como una ramera.

Elisa se echa a llorar. Todo lo hace para que él sea feliz, sólo lo que él le ha enseñado que le gusta. Cada vez que él así lo quiere, se busca excusas para acompañarle a la casita de El Escorial y no duda en prestarse a todo lo que él desea, aunque a ella le dé asco.

—Te amo, dime qué quieres que haga y lo haré.

—Deja de llorar, eres estúpida, deja de comportarte como una niña. Eres peor que tu amiga Blanca.

La primera vez que Carlos de la Era insultó a Elisa fue mientras tenían sexo. La llamó de todo, incluso palabras que ella sabía que existían pero nunca había oído pronunciar. Se asustó, pero después él se lo explicó: en ese momento un hombre no controla lo que dice. Lo mismo que ella grita su nombre, él la insulta con esas palabras, sin ánimo de ofenderla. Es algo que se olvida al acabar, no hay más que eso. Desde aquel día, se las dice siempre. Ella se ha acostumbrado: zorra, puta, furcia…

Pero hoy es la primera vez que se lo dice en frío, en Madrid, mientras ella le pregunta por qué llevan más de dos semanas sin verse y sin visitar la casita de sus encuentros, mientras le susurra que tiene ganas de estar con él.

—Te comportas como una golfa. El sábado quedamos donde siempre, a las diez; no hace falta que busques excusas, no iremos a El Escorial, iremos a otro sitio. Estarás en casa por la tarde.

Las primeras veces se quedó a dormir con Carlos y le decía a su padre que lo hacía en casa de Blanca Alerces; después, lo habitual ha sido llegar, comer algo, dar rienda suelta a sus deseos en la cama y volver a Madrid cuando él se ha satisfecho. No le importa, para ella el placer del hombre al que adora es lo más importante, pero le gustaría sentir su cariño, el amor que sabe que él le profesa. Entiende que sufrió mucho con la crueldad de Blanca y ahora le cuesta abrirse, pero ella, con su amor y su comprensión, lo logrará.

El sitio de siempre es el coche de Carlos aparcado en la entrada del Retiro que da a la calle de Alcalá. En lugar de salir hacia la sierra, el coche se mete por Atocha, dobla en la calle de la Magdalena y aparca. Elisa nunca ha estado allí, pero sabe de qué casa se trata. Allí vivía Pilar Marín con su hija antes de que Carlos de la Era anunciara su boda con Blanca, de allí le vio salir después con otra mujer. Es el piso al que él lleva a sus amantes.

—No querrás que suba a ese piso.

—¿Por qué?

—No soy una mantenida de las que te traes aquí.

La agarra del brazo, con firmeza.

—Sube y no digas tonterías.

Arriba, en cuanto cierra la puerta, le cruza la cara con un bofetón.

—¿Eres estúpida? ¿Tienes que llamar la atención allá donde vayas?

Después, en la cama, mientras ella aguanta, como siempre, mirando a la pared, a que él goce, se da cuenta de la tontería que ha hecho. ¿Qué más da el lugar? Lo que importa es el amor que sienten el uno por el otro. Carlos ha hecho bien en demostrárselo, aunque haya tenido que darle una torta. Es un castigo muy pequeño para la lección tan importante que ha aprendido.

Además, que la lleve a ella a ese piso quiere decir que no hay otra mujer. No la necesita, cuando estaba con Blanca tenía que evadirse con otras mujeres, ahora no. Ella se lo da todo: no necesita una medalla, es lo que debe hacer con la persona a la que ama.

* * *

—¿Quién vive?

—Bruno.

Es el santo del 6 de octubre, la clave para que se abra la puerta. El encargado del local sin nombre de la calle de la Flor recuerda a Gonzalo, es el joven que acudía con el caballero alemán y bebía Moët & Chandon.

—Cuánto tiempo sin verle… Su amigo, el alemán, le estuvo esperando la noche antes de marcharse. Escribió después preguntando por usted. Le contesté que no había vuelto.

—¿Conserva la carta?

—No, lo siento, tiré el sobre después de unas semanas. Han pasado muchos meses sin que usted viniese. Creo que tenía el membrete de un hotel de Berlín.

Aunque no saben que Gonzalo había sido una de las víctimas, en el local están al corriente de las agresiones, al menos media docena.

—No todas en esta zona, sólo dos. Las demás han sido cerca del Jardín Botánico.

Desde que conoció a Frank, Gonzalo no ha vuelto a disfrutar de los amores furtivos al abrigo del muro que rodea el Botánico.

—¿Los agresores han sido los mismos en todas las ocasiones?

—No estamos seguros, pero creemos que sí. Supongo que tendrá que producirse una desgracia para que alguien ponga freno a esto.

Gonzalo escudriña todos los días en las noticias de sucesos que llegan a la redacción; si de verdad ocurre algo grave se enterará y le pedirá a su redactor jefe que le permita investigarlo.

—¿Podría hablar con algún otro de los agredidos?

—Nadie ha querido denunciarlo, ¿para qué? Tienen casi tanto miedo de la policía como de los agresores. En el mejor de los casos, se reirán y no harán nada.

Gonzalo lo entiende, el primero que no lo denunció fue él. Allí, mientras se toma una copa de fino, ya que con su sueldo de periodista no le alcanza para el champán francés, puede ver hombres casados con hijos y una vida convencional, jóvenes de buenas familias, funcionarios, algún hombre de la Iglesia… Casi ninguno estaría dispuesto a hacer pública su condición, a que los mismos policías ante los que denunciara le insultaran llamándole «invertido», «sarasa», «bujarrón», «sodomita» o cualquier otra palabra que se inventen para decir lo mismo.

—Sólo quiero que me cuente lo que recuerde, quizá entre los dos podamos tener una pista de quién puede haber hecho esto.

* * *

—No me han mandado el dinero, quieren que deje el puesto.

—No, blanquito, a mí no vengas que yo no te voy a prestar.

Raúl Coronado, el corresponsal de El Noticiero de Madrid en París, sabía que llegaría el día en que no le ingresaran su sueldo a principio de mes, tantas veces le han amenazado con hacerlo si no manda las crónicas que tiene estipuladas en su contrato… Imagina que ahora recibirá una carta en la que le comunicarán que han decidido cesarlo de sus funciones y que contendrá un billete de tren para regresar a Madrid.

—Por lo menos para pagarle a la señora Li, Perla.

—No me acuesto con hombres para pagarte tus vicios, blanquito. De este cuerpo nada más que vivo yo.

Perla y Raúl han estado muchas veces juntos en el fumadero de la señora Li. Siempre pagaba él. Ahora ella debería ayudarle, evitar que él tuviera que ir escondiéndose por la calle, pendiente de que no hayan renunciado a cobrar la deuda y prefieran utilizarle para dar un aviso a los que no pagan.

—Además, si te pago lo que le debes, te vuelves a endeudar con ella.

—Me van a matar.

—Tantas veces has amenazado tú con suicidarte…

Cuando llegó a París no era así, era un periodista prometedor, una estrella del periodismo, un futuro escritor con el que todos querían codearse. Y siguió siéndolo los primeros tiempos, hasta que encontró a Perla. Tardó en dar con ella y eso que no era nada difícil: una puta negra, cubana, de dos metros de estatura, bella como pocas mujeres podían serlo.

Al principio dudó, no sabía si debía buscarla, pero estaba predestinado, a eso había viajado a París, por eso había dejado su cómoda posición en Madrid, para encontrar a Perla. Desde que supo que Perla existía, que su madre no era la mujer que estaba casada con su padre sino una antigua empleada que había servido en la casa familiar y que esa mujer había tenido otros hijos, hermanastros suyos, sintió que tenía que conocerlos. Sólo ha dado con esa negra enorme. Tan distintos físicamente, él, hijo de una mulata y un funcionario español; ella, de la misma mulata y un negro enorme, y tan iguales en lo demás: caprichosos, egoístas, abandonados a todos los placeres, irresponsables…

Esperará a que le llegue la carta exigiéndole volver a España, a que decidan quién será su sustituto y le retiren los permisos que le autorizan a permanecer en el París en guerra. Tiene que acabar de escribir los recuerdos de su vida, tal vez el periodista que le sustituya se quede en su apartamento, lo entienda todo y haga que la gente sepa quién fue Raúl Coronado.

* * *

—Un poco más, que ya viene, empuja un poco más.

La partera lleva más de tres horas con Carmen y el bebé no llega. Otras mujeres ayudan. Antonio, su hermano, espera fuera, haciendo las funciones que debería cumplir Jean-Marie.

—No queda nada, sigue empujando.

Le han dado una infusión asquerosa y le han jurado que, si se la toma, todo será más rápido. Hay mujeres que tienen a sus hijos en el hospital, sin duda es donde su marido francés habría querido que ella lo tuviera, pero en su familia las mujeres lo han hecho siempre en casa. Está harta de tradiciones; si Jean-Marie vuelve, su hijo se criará como un francés, no como un gitano.

—Respira profundo, tranquila…

¿Tranquila? ¿Cómo va a estar tranquila con ese dolor que le parte en dos? Nunca más, un hijo es suficiente.

—Bebe esto.

Le dan otro sorbo de la infusión. El sabor es muy malo, pero con tal de acabar y que el niño salga se la toma. Se bebería un vaso de veneno si eso le asegurara terminar con el dolor.

Grita, llora, empuja, casi no escucha lo que le dicen… pero al fin nace. El bebé rompe a llorar antes de que haya que darle una nalgada.

—Es niño y está sano. Vamos a limpiarlo y te lo damos… Ahora descansa.

El permiso en la retaguardia ha terminado y los soldados que disfrutaban de él vuelven a las trincheras de primera línea. Otros quince días en los que la vida corre peligro. Se han acabado las tardes de sestear debajo de un árbol, las noches de charlar alrededor de una hoguera antes de ir a dormir, de acomodarse en lo que antes de la guerra era un establo y ahora parece un palacio. Vuelven el barro, las bombas y el miedo a los francotiradores alemanes.

Jean-Marie ha descubierto que también allí le puede traer beneficios su habilidad para pintar. Un cabo vio uno de los dibujos que estaba haciendo en su cuaderno y le pidió que le hiciera un retrato. Lo hizo a lápiz, en un par de horas, y le cobró dos paquetes de Gauloises Caporal. Otros soldados quisieron que les dibujara a ellos o que copiara las fotos de sus novias. Todos al precio de dos paquetes de Gauloises o de una botella de cualquier alcohol. Lleva en la mochila tabaco suficiente para las dos semanas que estará en el frente y ha proporcionado bebida para emborracharse a sus compañeros durante todo el permiso.

La retaguardia relaja la atención de los soldados. Se lo han avisado en el camión que los ha devuelto al frente: no deben olvidar lo aprendido, vuelven a la guerra. Pese al aviso, Clement, un carnicero de Poitiers, cae víctima de un francotirador a los diez minutos de llegar. Es una pérdida importante para todos, Clement aseguraba la elección de los mejores pedazos para poner al fuego cuando un caballo caía víctima de las granadas o de los disparos de los boches, una comida mucho más sabrosa que las raciones que les da el ejército.

* * *

—Esta mesa va al fondo, coge de ese lado.

La vida es una fuente inagotable de sorpresas. A Manuel Campos, ahora Manuel Lope, anarquista, tipógrafo y linotipista reconvertido en profesor de mecanografía, le tenía preparada una importante: cargar una mesa con el mismísimo Alfonso XIII en persona, en un desván del Palacio Real.

Las salas destinadas a albergar la Oficina Pro-Cautivos ya están limpias y han empezado a trasladar mobiliario desde otras dependencias. Por la mañana, Manuel y Blanca fueron a una tienda de la calle de la Montera a comprar unas máquinas de escribir usadas, que ha elegido Manuel meticulosamente: tres Underwood con el teclado preparado para escribir en castellano. En cuanto estén colocadas las mesas y las estanterías y lleguen las máquinas de escribir, se pondrán a trabajar. Son siete: el director de la oficina, Álvaro Giner, Blanca Alerces, Manuel Lope y cuatro personas más, dos hombres y dos mujeres con idiomas y experiencia en trabajo administrativo, una de ellas Camila Nebot, una joven de la edad de Blanca, de clase social humilde pero con una impresionante facilidad para las lenguas. Camila ha sido una recomendación personal de Bernardo Candeleira, el secretario del rey, impresionado por los conocimientos de la joven y muy satisfecho con ella por los trabajos que ha hecho en otras ocasiones en la traducción de documentos para su majestad. Aunque quizá habría que decir que son ocho, porque el rey está con ellos y parece el más entusiasta de todos.

—Antes de empezar, quiero daros a todos las gracias por estar aquí. Estoy seguro de que vuestro trabajo en esta oficina será lo que más orgullo me deje de mi reinado. Desde aquí vamos a ayudar a los más necesitados, a las víctimas de esta guerra, a los prisioneros y sus familias, a los que han perdido su casa y no encuentran a sus hijos, a sus padres, a sus hermanos… No es tarea fácil, lo sé, y es seguro que vamos a fracasar en muchos casos. Sólo os pido una cosa, que no dejéis a nadie sin respuesta. Los que se dirigen a nosotros son personas desesperadas, que han llamado a muchas puertas en sus países y ninguna se les ha abierto. Quiero que nosotros seamos esa puerta.

Los presentes aplauden el discurso del rey. Todos, menos Manuel, que sólo lo hace de manera testimonial, aunque cree que comparte sus palabras y sus intenciones, no sabe si debe expresar sus dudas sobre la sinceridad del monarca a Blanca.

—Reconoce que tiene interés en ayudar a gente normal.

—Hasta un reloj parado da la hora bien dos veces al día. Sí, tiene buenas intenciones, a ver cuánto tiempo le duran, a ver cuánto tarda en mandar que la oficina se ocupe nada más que de oficiales y que nos olvidemos de los pobres soldados o cualquier cosa así. Yo no olvido que este mismo rey es el responsable de la Semana Trágica de Barcelona, de la guerra del Rif o de tantas otras barbaridades.

No ha querido volver a tener momentos de intimidad con Blanca, desde la noche de fin de año. Qué tonto fue al pensar que tenía alguna oportunidad… Aún no lo entiende, ella había estado muy cariñosa en la Puerta del Sol. Lo que sucediera, pasó en el camino hacia casa. ¿Vio a alguien? ¿Sintió vergüenza de que la reconocieran paseando junto a un obrero? ¿El hombre del coche rojo…?

Mejor así, Manuel se ha dado cuenta de que estuvo a punto de cometer un error. ¿Cómo iba a querer una aristócrata, la hija de unos marqueses con un palacio detrás del Museo del Prado, tener una relación amorosa con un anarquista que usa documentación falsa para esquivar a la policía y que si fuera descubierto acabaría en la cárcel, acusado del asesinato de un agente? Además, él tampoco quiere ser uno de ellos. Ahora que ha visto cómo vive el rey, es consciente de que todas sus riquezas podrían aliviar el sufrimiento de muchos.

La verdad es que, que alguien con sus antecedentes esté trabajando en el Palacio Real, que tenga a su lado al rey, sin ningún tipo de seguridad, es una prueba del mal funcionamiento del país. Dudó mucho antes de aceptar el trabajo, acudió por primera vez en muchos meses a sus antiguos compañeros de la CNT para consultarles qué debía hacer. Ellos lo tuvieron claro: aceptar, entrar en palacio, ganarse la confianza de su jefe, conocer al máximo las medidas de protección del rey y esperar a que le lleguen órdenes. Aunque él ha dejado bien claro que nunca participará en un atentado, ni siquiera contra Alfonso XIII. ¿Entenderán sus compañeros que les diga que no cuando le pidan que lo mate? ¿Estará dispuesto a dar la información necesaria para que otro lo ejecute?

—Lo discutiremos cuando llegue el momento.

Lo cierto es que ahora se arrepiente de haber aceptado, pero tampoco se engaña sobre sus sentimientos. Cuando Blanca le contó que dejaría las clases para empezar a trabajar en el Palacio Real, quedó desolado. Sin embargo, cuánta alegría después, al saber que podría ir con ella y seguir viéndola cada día.

—Este sábado podré acompañarte a Las Injurias, si no te importa.

Antes de volver a Las Injurias empezarán el trabajo en la Oficina Pro-Cautivos. Hay que leer todas las cartas, archivarlas, clasificarlas.

—Lo mejor es que primero las dividamos por idiomas. Lo que más tenemos son cartas en francés.

—Menos mal que es el único idioma que hablamos todos.

—Y en cualquier momento empezarán a llover cartas en inglés. Hace unos días un periódico de Londres se hizo eco de la ayuda de España.

—También uno alemán. ¿Manuel, hablas alemán?

—No, sólo francés e inglés, pero Blanca, Camila y usted lo hablan, ¿no?

—Sí, el problema es que recibamos alguna en ruso, habrá que encontrar a alguien que sea capaz de traducirla.

—Y necesitamos los listados de prisioneros que tienen en el Ministerio de la Guerra.

—Los pediré oficialmente.

El director, Álvaro Giner, tiene la potestad de recabar información de ministerios y embajadas españolas en nombre del rey. Se encargará de hacerlo.

—Ya está todo preparado: mañana a las nueve de la mañana empezamos. Vamos a hacer algo grande.