Alemania del Este, marzo de 1946
La fe llevó a Tatiana hasta Alemania.
Formaba equipo con una enfermera muy bajita (incluso más que ella) llamada Penny y con un médico que acababa de terminar las prácticas y que se llamaba Martin Flanagan. Penny era una chica regordeta, alegre y divertida. Martin era un hombre de estatura mediana, peso mediano y una tripa que formaba un bulto de tamaño mediano bajo su camisa, y de una seriedad exasperante. Tatiana pensaba que el hecho de estar perdiendo el escaso pelo con el que había nacido podía contribuir a su falta de jovialidad. A pesar de todo le caía bien, hasta que, en la víspera de la partida, Martin la riñó por poner demasiados rollos de gasa en los botiquines.
—¿Es que puede haber exceso de material en un botiquín? —preguntó Tatiana.
—Sí. Tenemos instrucciones de incluir un rollo de gasas y un rollo de esparadrapo y usted está poniendo dos de cada.
—¿Y…?
—No es lo que nos han ordenado, enfermera Barrington.
Tatiana retiró el segundo rollo de gasas, pero en cuanto el médico se dio la vuelta metió otros tres en la caja de cartón. Penny la vio y ahogó una risita.
—No te enfades con él. Es muy meticuloso con todo.
—Por lo visto tiene pocas cosas de las que ocuparse —dijo Tatiana.
¿Qué diría Martin cuando la viera maquillada y con el pelo teñido? ¿Qué diría cuando empezara a tutearlo? Lo descubrió a la mañana siguiente.
—¿Estás listo para zarpar, Martin? —le dijo.
El médico carraspeó y contestó:
—Prefiero que me llame doctor Flanagan, enfermera Barrington. No hizo ningún comentario sobre el maquillaje ni sobre el pelo de Tatiana que se lo había teñido de negro por la mañana, después de despedirse de Anthony. No quería que el niño recordara a su madre con un aspecto distinto del habitual, de modo que lo dejó en la guardería como de costumbre, le dio un abrazo y le dijo, con la voz más serena que pudo:
—Te acuerdas de lo que hablamos, ¿verdad, Anthony? Mamá tiene que irse de viaje con la Cruz Roja, pero volverá tan pronto como pueda y te llevará a pasar las vacaciones a un sitio bonito, ¿de acuerdo?
—Sí, mamá.
—¿Adónde te gustaría ir?
—A Florida.
—Me parece muy bien. Iremos a Florida.
El niño no dijo nada, pero no apartó la mano del cuello de su madre.
—Vikki te cuidará muy bien, ya sabes que te quiere mucho. Podrás comer rosquillas y helado todos los días.
—Sí, mamá.
Tatiana lo vio caminar hacia las puertas del colegio, con la mochila a la espalda, y echó a correr hacia él.
—¡Anthony!
El niño se giró.
—Dale otro abrazo a tu madre, cariño.
Vikki se tomó el día libre para ayudarla con los preparativos. Tatiana había decidido maquillarse y teñirse el pelo para evitar que la reconocieran. Tardaron tres horas en convertir en morena la larga melena rubia de Tatiana.
—Esta fase es la que más cuesta, ya sabes. Después sólo tienes que retocarte las raíces cada cinco o seis semanas. Quizá ya hayas vuelto para entonces…
—No lo sé. —Tatiana no lo creía—. Será mejor que me des material para varios retoques.
—¿Cuántos?
—No lo sé. Dame para una docena.
Vikki le maquilló los ojos con delineador negro y máscara de pestañas, le cubrió la tez con una base que disimulaba las pecas y añadió un poco de colorete.
—Me parece increíble que tú te hagas eso todos los días —declaró Tatiana.
—A mí me parece increíble que necesites irte en misión suicida a una zona de guerra para ponerte maquillaje.
—No es una misión suicida. Y ¿cómo quieres que me maquille si no me ayudas? ¡No me pongas tanto carmín! —El carmín destacaba demasiado la voluptuosidad de su boca, y no era ése el efecto que estaba buscando. Tatiana se contempló en el espejo. No se reconocía—. ¿Qué te parece?
Vikki se acercó y le dio un beso en la comisura de los labios.
—Estás desconocida.
Martin (el doctor Flanagan) no dijo nada cuando las vio aparecer en el muelle, pero carraspeó y desvió la mirada. Penny miró atónita a Tatiana.
—Con ese precioso pelo rubio que tienes, ¿vas y te tiñes de negro? —preguntó, incrédula.
Ella tenía una melena corta y rala de color castaño.
—La gente no me toma en serio —respondió Tatiana, en tono solemne—. Me he teñido y maquillado un poco para ver si así me hacen más caso.
—Doctor Flanagan —dijo Penny—. ¿Usted se toma en serio a Tatiana?
—Muy en serio —respondió Martin.
Las chicas no pudieron contener la risa.
Vikki no quería separarse de Tatiana.
—Vuelve pronto, por favor —susurró.
Tatiana no contestó.
Martin y Penny las estaban mirando.
—Los italianos son tan expresivos… —se justificó Tatiana mientras subía por la pasarela, antes de volverse para despedirse de Vikki.
Durante la travesía, Tatiana usó unos pantalones anchos de color blanco, una blusa ancha de color blanco y una toquilla blanca con el emblema de la Cruz Roja. En una tienda de material militar había comprado la mochila más grande que tenían, repleta de bolsillos con cremallera y provista de un rollo de tela impermeable que podía servir de manta, capellina o tienda de campaña. Llevaba otro uniforme de repuesto, productos de aseo y dos cepillos de dientes, ropa interior y dos juegos de prendas de paisano de color verde oliva, uno para ella y otro para un hombre corpulento. También se llevó una de las tres mantas de cachemira que había comprado en Navidad y la P-38 que Alexander le había dado durante el asedio de Leningrado. Llenó el maletín de enfermera hasta los topes con rollos de esparadrapo y gasas, jeringuillas previamente cargadas de penicilina y monodosis de morfina de la compañía Squibb. En otro compartimento de la mochila metió una Colt 1911 y un Colt Python que le había costado carísimo (doscientos dólares), pero que al parecer era el mejor revólver del mundo y disparaba unos proyectiles que eran prácticamente bombas. Compró cien cargadores de ocho balas para la pistola, 100 proyectiles de calibre 357 para el revólver, tres peines de 9 milímetros para la P-38 y dos cuchillos de combate. Lo compró todo en «la armería más famosa del mundo», a cargo de Frank Lava.
—Si quiere usted lo mejor —le había dicho el dueño en persona—, llévese el Python. Es el revólver más preciso y potente del mundo.
Frank alzó sus pobladas cejas una sola vez, cuando Tatiana le pidió una caja de cien cargadores.
—Eso son ochocientos cartuchos.
—Sí, y también quiero cartuchos de revólver. ¿No son suficientes? ¿Tengo que llevarme más?
—Eso depende… —dijo Frank—. ¿Cuál es su objetivo?
—Pues… —empezó a decir Tatiana—. Será mejor que me dé cincuenta más para… el Python.
También compró cigarrillos.
Cuando terminó de guardarlo todo en la mochila, no pudo levantarla del suelo. Al final cogió otra mochila de Vikki, más pequeña, para llevar las armas. Llevaría sus cosas a la espalda y la mochila con las armas en la mano. Pesaba bastante y pensó que tal vez había exagerado.
Sacó la cinta con las dos alianzas de la mochila negra y se la colgó del cuello.
Cuando Edward se enteró de que Tatiana había rescindido su contrato con el Departamento de Sanidad, se molestó mucho.
—No quiero hablar contigo —le dijo cuando ella entró en su despacho para despedirse.
—Ya lo sé, Edward, y lo siento —repuso Tatiana—. Pero ¿qué otra cosa puedo hacer?
—Quedarte aquí.
—Él está vivo… —se justificó Tatiana.
—Lo estaba hace un año.
—¡Exacto: estaba vivo! ¿Qué quieres que haga, dejarlo abandonado?
—Es una locura. ¡Ahora estás abandonando a tu hijo!
—Lo siento mucho, Edward —dijo Tatiana, cogiéndole la mano y dirigiéndole una mirada suplicante—. Estuvimos a punto de… Pero no soy soltera, ni viuda. Soy una mujer casada, y mi marido está vivo en algún lugar. Debo ir en su busca.
El buque White Star de la Cunard tardó doce días en llegar a Hamburgo. En las bodegas llevaba cien mil botiquines, además de lotes con alimentos y productos de higiene personal, donados por el gobierno de Estados Unidos. Los estibadores tardaron medio día en cargar los vehículos que debían llevar el material al hospital de la Cruz Roja para repartirlo posteriormente entre los campos de prisioneros.
Los jeeps de reparto tenían que llevar las provisiones y el material sanitario que pudieran necesitar en cuatro semanas los equipos formados por tres enfermeros o por dos enfermeros y un médico. A menudo se necesitaba la intervención del médico, ya que los ocupantes de los campos sufrían todos los males conocidos por la humanidad: hongos, infecciones oculares, eccemas, garrapatas, piojos y ladillas, cortes, quemaduras, abrasiones, heridas abiertas, hambre, diarrea y deshidratación.
En uno de estos jeeps blancos, Tatiana, Penny y Martin comenzaron a recorrer los campos instalados en Bélgica, los Países Bajos y el norte de Alemania. En todos ellos escaseaba la comida, y los lotes que repartía la Cruz Roja resultaban insuficientes. Además, Martin tenía que parar el jeep varias veces al día para atender a alguien que andaba cojeando por la carretera o que se había desplomado en la cuneta. En los países de la Europa occidental había miles de personas sin hogar, y por todo el paisaje asomaban campos de desplazados.
Sin embargo, lo que no se veía por ninguna parte eran refugiados soviéticos. Y contrastando con la abundante presencia de militares franceses, italianos, marroquíes, checos o ingleses, tampoco se veían militares soviéticos.
Después de inspeccionar diecisiete campos y observar miles y miles de rostros, Tatiana no había encontrado a ningún soviético que hubiera combatido en las cercanías de Leningrado, y mucho menos a alguno que hubiera oído hablar de un tal Alexander Belov.
Miles de rostros, miles de manos extendidas, miles de frentes febriles, miles de seres humanos desesperados, sucios y enfermos.
Cuando entraba en un nuevo campo, Tatiana presentía que Alexander tampoco estaría allí. Entonces se alejaba de Penny y de Martin y caminaba sola hasta el campo siguiente, a diez kilómetros de distancia, porque no quería compañía ni charla, sólo llegar a algún lugar donde pudiera encontrar por fin a su marido. Pero cuando llegaba al siguiente campo, el corazón se le hundía dentro del pecho porque seguía sin sentir la presencia de Alexander.
Para olvidarse de Penny y de Martin, pensaba en los atardeceres neoyorquinos y en el rostro de su hijo, que llevaba tres meses sin ver a su madre. Pensaba en panecillos calientes y en el café recién hecho, en la felicidad de sentarse en el sofá, taparse con una manta de cachemira y leer un libro, con Vikki al lado y Anthony en la habitación contigua. El pelo le había crecido sin darle tiempo a encontrar un cuarto de baño con espejo para retocarse las raíces. Llevaba siempre puesta la cofia de enfermera.
Tres meses. Desde marzo había estado conduciendo, repartiendo lotes, vendando heridas, administrando curas, atravesando una Europa en la miseria, arrodillándose en el suelo para atender a un refugiado, o para enterrarlo. «¡Señor, haz que Alexander esté aquí!». Otro cuartel, otra enfermería, otra base militar… «¡Que esté aquí!».
Y sin embargo… sin embargo…
La esperanza no se había apagado por completo.
La fe no se había apagado por completo.
Todas las mañanas, Tatiana se despertaba con fuerzas renovadas y reanudaba la búsqueda de Alexander.
Cuando un ucraniano murió prácticamente en sus brazos, Tatiana se quedó con su P-38 y con su petate, que contenía ocho granadas y cinco peines de ocho cartuchos. Subió al jeep sin que la vieran sus compañeros y metió el botín en la mochila donde llevaba las armas y que había escondido bajo el suelo del vehículo, en un compartimento alargado, previsto para alojar unas muletas, una camilla y una litera de campaña pero que ahora contenía un arsenal.
Por fin, cuando comprendió que en aquella parte de Europa no había rastro de su marido, propuso que se trasladaran a otro lugar.
—¿Qué ocurre, Barrington? ¿Ha decidido que los desplazados no necesitan nuestra ayuda? —preguntó Martin. Estaban en Amberes en ese momento.
—Sí, claro que nos necesitan, pero no son los únicos. Deberíamos hablar con el coronel Charles Moss, el director de la base militar norteamericana.
La Cruz Roja Internacional les había proporcionado la lista de todas las instalaciones norteamericanas existentes en Europa.
—Según usted, ¿dónde somos más necesarios? —preguntó Tatiana al coronel Moss.
—Yo diría que en Berlín, pero no les recomiendo que vayan.
—¿Por qué no?
—No vamos a ir a Berlín —declaró Martin.
—Los soviéticos mantienen confinados a los militares alemanes —explicó Moss—. Comparados con las condiciones de Berlín, los campos de desplazados que han visto hasta ahora son mansiones de la Costa Azul. Los soviéticos han prohibido la entrada de la Cruz Roja en sus campos, y es una lástima, porque se necesita urgentemente su ayuda.
—¿Dónde están confinados los alemanes? —Quiso saber Tatiana.
—Paradójicamente, en los mismos campos de concentración que construyeron los nazis.
—¿Y por qué no nos recomienda ir?
—Porque Berlín es una bomba de relojería que estallará en cualquier momento. Falta comida para tres millones de personas.
Tatiana sabía de qué estaba hablando.
—Se necesitarían tres mil quinientas toneladas de alimentos al día, y Berlín sólo produce el dos por ciento de esa cantidad.
Tatiana sabía perfectamente de qué estaba hablando…
—¡Imagínense! Las alcantarillas no funcionan, los depósitos de agua están vacíos, los hospitales están colapsados y apenas hay médicos. La población sufre disentería y tifus, nada que ver con los problemillas oculares que han podido encontrar por aquí. Se necesitan medicinas, agua, trigo, manteca, azúcar, patatas…
—¿En los sectores occidentales también? —preguntó Tatiana.
—Allí las condiciones son un poco mejores. Pero para acceder a los campos de concentración del este hay que entrar en el sector soviético, cosa que no les aconsejo.
—Y los soviéticos, ¿se muestran colaboradores? —Quiso saber Tatiana.
—Sí, como los hunos… —respondió Moss.
Cuando salían de Amberes, Tatiana preguntó:
—¿Qué opina, doctor Flanagan? ¿Le parece bien ir a Berlín? Es donde están los campos soviéticos.
—Berlín no entra en nuestros planes —dijo el médico, meneando la cabeza—. Nuestra misión es muy clara: los Países Bajos y el norte de Alemania.
—Sí, pero en Berlín se nos necesita más. Ya ha oído al coronel. Aquí ya cuentan con ayuda…
—No la suficiente —observó Martin.
—Sin embargo, en Alemania del Este no hay nada.
—Tania tiene razón, Martin —intervino Penny—. Es mejor que vayamos a Berlín.
Martin soltó un bufido.
—¿Deja que mi compañera lo llame por el nombre de pila? —se quejó Tatiana.
—Yo no le he dado permiso, es ella quien lo decidió —precisó Martin.
—Martin y yo hemos estado viajando juntos por Europa desde 1943 —explicó Penny—. Cuando empezamos, él todavía estaba haciendo las prácticas. Si insiste en que lo llame «doctor Flanagan», tendrá que llamarme a mí «señorita Davenport».
—Pero Penny —dijo Tatiana, riendo—. Tú no te apellidas Davenport, te apellidas Woester.
—Siempre me gustó Davenport.
Estaban los tres sentados en la cabina del jeep. Tatiana estaba apretujada entre el circunspecto Martin, que llevaba el volante, y la jovial Penny.
—Vayamos a los campos, doctor Flanagan —insistió Tatiana—. ¿No tiene la impresión de que allá lo necesitan? Hay escasez de médicos en Berlín.
—En todas partes hay escasez de médicos —repuso Martin—. Berlín es un terreno pantanoso, demasiado peligro…
Sin embargo, hicieron escala en Hamburgo para recoger más material y partieron hacia Berlín. Cuando colocaban los lotes, Martin les recordó que según el reglamento la carga no podía superar el metro de altura, pero Penny y Tatiana no le hicieron caso y llenaron el jeep del suelo al techo. Tatiana no podía acceder a su arsenal, pero pensó que el jeep iría menos cargado cuando lo necesitara.
Tatiana había hecho acopio de armas y municiones como para bombardear ella sólita toda la ciudad de Berlín. Además, en Hamburgo adquirió de su propio bolsillo una caja con veinte botellas de vodka de litro y medio.
—¿Para qué queremos vodka?
—Ya verá, Martin. Sin el vodka no iremos a ninguna parte.
—No quiero vodka en mi jeep.
—Créame, no se arrepentirá.
—Consumir alcohol es un hábito repugnante, un comportamiento que yo, como médico, no puedo excusar.
—Y tiene toda la razón. Es inexcusable…
Tatiana cerró la trasera del jeep de un portazo, como si no hubiera más que hablar. Penny ahogó una risita.
—No me está usted ayudando, enfermera Woester. Y usted, Barrington, ¿no me ha oído? No podemos llevar alcohol.
—¿Ha estado alguna vez en territorio soviético, doctor Flanagan?
—La verdad es que no.
—Ya decía yo… Por eso mismo le pido que confíe en mí. Sólo por esta vez, ¿de acuerdo? El vodka nos será muy útil.
—¿Usted qué opina? —dijo Martin, mirando a Penny.
—Tatiana trabaja para el Departamento de Sanidad de Nueva York: es la jefe de enfermería de la isla de Ellis —aseguró Penny—. Si ella dice que debemos llevar vodka, llevaremos vodka.
Tatiana pensó que no valía la pena precisar que ya no era la jefe de enfermería de Ellis.
En los campos de desplazados de la parte occidental de Alemania, Tatiana encontró algo más valioso que el dinero y las joyas o que la tinta y el papel: el contacto con los miles de soldados que añoraban desesperadamente sus hogares. Casi todos le tendían la mano y le susurraban palabras en francés, italiano o alemán, o en un familiar y tranquilizador inglés, diciéndole que era muy guapa y muy buena y preguntándole si se sentía sola, si estaba casada, si estaba disponible, si, si, si… y Tatiana, mientras les acariciaba la frente para proporcionarles un poco de consuelo, respondía siempre en voz baja: «No soy la chica que necesitas, estoy aquí porque ando buscando a mi marido…».
Penny, en cambio, estaba soltera y disponible y no buscaba a ningún marido. ¿Qué buscaba? Tatiana se alegró de que Vikki no la hubiera acompañado a aquella caldera de deseos masculinos insatisfechos, porque habría pensado que los dioses se habían decidido por fin a atender sus plegarias… Penny, menos atractiva que Vikki (tal vez ahí radicaba el problema), se sentía halagada y sucumbía sin poder evitarlo a los ruegos de los soldados, y cada pocas semanas tenía que inyectarse penicilina para prevenir problemas cuya simple imaginación erizaba la piel de Tatiana.
A pesar de sus esperanzas y su fe y su amor por él, Tatiana no podía evitar pensar que Alexander, confinado en alguno de los centenares de campos repartidos por Alemania, podía estar diciendo en ese mismo momento a una enfermera complaciente como Penny: «¿De qué tienes miedo? No pido mucho… sólo que vengas a verme cuando haya oscurecido». Alexander, que había copulado con Tatiana en una cama del hospital de Morozovo pocos días antes de que ella huyera de la Unión Soviética… Alexander, que por las noches era incapaz de pensar en otra cosa o hablar de otra cosa. ¿Sería él uno de los hombres que esperaban en la litera del barracón a que apareciera su enfermera?
Tatiana no tenía la ingenuidad de creer que Alexander no podría ser uno de ellos.
Sin embargo… ella no era como Penny. Y quizás Alexander tampoco era como esos hombres. Tatiana había visto a algunos prisioneros que habían dejado atrás a sus esposas o a sus novias o habían sido abandonados por ellas y que no la llamaban ni le decían nada desde las literas. Pero eran muy pocos.
En algunos campos, el de Bremen por ejemplo, se había llegado a prohibir la presencia de enfermeras de la Cruz Roja que no fueran acompañadas de un compañero de sexo masculino o de un escolta armado. El problema era que algunos prisioneros sobornaban a los escoltas para que hicieran la vista gorda; por otra parte, los compañeros de las enfermeras tampoco eran muy fiables. Francamente, ¿a quién habría podido detener Martin?
Tatiana decidió llevar siempre encima la P-38, en la cartuchera de la espalda. A menudo no se sentía segura.
Antes de llegar a Berlín había que atravesar varios puntos de control de los soviéticos. Cada ocho o diez kilómetros, el jeep se paraba ante una caseta militar. A Tatiana le parecían emboscadas. Cada vez que los soldados hojeaban su pasaporte, se le aceleraba el corazón. ¿Y si sospechaban del nombre que aparecía en el documento?
—¿Por qué se hace llamar Tania si su nombre es Jane Barrington? —dijo Martin cuando dejaban atrás uno de estos controles. Tras una pausa, añadió—: Mejor dicho, ¿por qué se hace llamar Jane Barrington si su nombre es Tania?
—¡No te enteras, Martin…! —exclamó Penny—. Cuando Tania se instaló en Estados Unidos después de huir de la Unión Soviética, se puso un nombre norteamericano. ¿No es así, Tania?
—Más o menos.
—Y si huyó usted de la URSS, ¿por qué quiere entrar en la zona ocupada por los soviéticos?
—Buena pregunta, Martin —observó Penny—. ¿Por qué, Tania?
—Quiero ir a donde más se me necesita —respondió Tatiana con cautela—, no a donde sea más fácil.
En otros puntos de control los soldados quisieron inspeccionar el jeep, pero se limitaron a abrir las puertas y cerrarlas otra vez al verlo cargado hasta los topes. Como ignoraban que hubiera un compartimento secreto, nunca lo inspeccionaron a fondo y tampoco registraron sus pertenencias personales. Martin habría entrado en cólera si hubiera visto la cantidad de morfina que Tatiana llevaba en el maletín de enfermera.
—¿Falta mucho para Berlín? —preguntó Tatiana.
—Ya estás en Berlín —contestó Penny.
Tatiana contempló las hileras de casas que desfilaban al otro lado de la ventanilla.
—Esto no es Berlín —dijo.
—Sí lo es. ¿Qué esperabas?
—Monumentos. El Reichstag, la Puerta de Brandeburgo…
—¿No sabe usted qué es un bombardeo? —preguntó altivamente Martin—. El Reichstag ya no existe, y ya no quedan monumentos.
El jeep se acercó al centro de la ciudad.
—Veo que la Puerta de Brandeburgo sigue en pie —señaló Tatiana.
Martin no dijo nada.
Berlín.
El Berlín de la posguerra.
Aunque Tatiana había conocido los bombardeos de Leningrado y esperaba lo peor, le impresionó el grado de devastación que vio en Berlín. No era una ciudad, era un desastre de proporciones bíblicas… En el centro, la mayor parte de los edificios se estaban cayendo a pedazos y los habitantes vivían al pie de las ruinas, secaban la ropa en cuerdas que tendían entre postes de teléfono mellados y dejaban que sus hijos jugaran entre los socavones de las calles. Plantaban tiendas junto a sus antiguos domicilios, encendían hogueras en los solares, comían lo que podían y vivían cómo podían. Todo eso, en el sector norteamericano.
En el célebre parque Tiergarten se hacinaban miles de personas sin hogar y las aguas del Spree estaban contaminadas con cenizas de cemento y de vidrio, azufre y nitrato sódico… los vestigios de los bombardeos que habían arrasado tres cuartas partes del centro urbano.
Penny tenía razón. Berlín no era como Nueva York, comprimida en una isla, ni siquiera como Leningrado, limitada por el golfo. Los edificios en ruinas de Berlín se extendían en todas las direcciones, a lo largo de varios kilómetros.
Tatiana entendía que fuera difícil contener la afluencia de personas entre los diferentes sectores, ya que no había un único punto de acceso sino varios centenares. No sabía cómo se las arreglarían los soviéticos para impedir que los alemanes escaparan hacia el sector norteamericano, el francés o el inglés.
—Ya le dije que los tienen confinados —le recordó Martin.
—¿A todos?
—Los demás están muertos.
Fueron a hablar con el gobernador militar del sector norteamericano, el general de brigada Mark Bishop, nacido en Manhattan. Bishop los invitó a comer, se mostró muy interesado por la actualidad de su país, permitió que Tatiana enviara un telegrama a Vikki y a su hijo («Sana y salva. Os extraño. Os quiero») y otro a Sam Gulotta («En Berlín. ¿Tienes noticias? ¿Algo útil?») y les recomendó una pensión instalada en un edificio bombardeado pero habitable. Aunque faltaban algunos tabiques y todas las ventanas estaban rotas, era el alojamiento escogido por numerosos médicos y militares, y Martin, Penny y Tatiana siguieron su ejemplo. Tatiana y Penny compartieron una habitación. Era una ventosa noche de junio, y todo el tiempo oyeron pasos en el corredor. Tatiana durmió mal, aferrada a la pistola.
¡Alexander de los afligidos! Alexander de los inocentes, de los elocuentes, de los invencibles, de los invisibles, de los desmedidos… Alexander del guerrero, del combatiente, del comandante… Alexander del agua, del fuego y del cielo… Alexander de mi alma… Señor, líbrame de mis males y llévame junto a ti, llévame junto a mi soldado, el hombre de los tanques y de las trincheras, del humo y de la tierra, junto al Alexander de mis anhelos y de mis alegrías, junto al dueño de mi reino y mi vacío, llévame junto a ti, estés donde estés, condúceme al lugar donde por fin pueda encontrarte, deja que mis brazos te envuelvan mientras duermes y que mi pelo te acaricie el rostro y que mis labios susurren junto a tus labios: «Te busco y ruego a Dios que me conduzca al lugar de este mundo en el que tú te encuentras, Alexander de mi corazón».
A la mañana siguiente, Bishop les comunicó que había llegado un telegrama de Sam para Tatiana: «Estás loca. Habla con John Ravenstock en consulado».
También había telegrafiado Vikki: «Vuelve. No tenemos pan».
Mark Bishop, muy interesado en que la Cruz Roja inspeccionara el sector ocupado por la URSS, atravesó con ellos la Puerta de Brandeburgo para entrevistarse con el general de la guarnición soviética, que a su vez era el comandante militar de la ciudad de Berlín.
—No habla inglés —dijo Bishop—. ¿Alguno de ustedes habla ruso, o prefieren que avise a un intérprete?
—Ella habla ruso —dijo Martin, señalando a Tatiana.
Habría que decirle que no tomara las decisiones por ella.
—No te importa traducir la conversación, ¿verdad, Tania? —preguntó Penny.
—No, no. Haré lo que pueda —contestó Tatiana. Pero apartó un momento a Penny y le dijo—: No me llames Tania, por favor. No quiero que oigan mi nombre ruso en el sector soviético. Llámame «enfermera Barrington».
—Lo siento, no lo había pensado —se disculpó Penny. Con una sonrisa, añadió—: Tanto amor me está atontando…
—¿Te has puesto la inyección de penicilina? Ayer se te olvidó.
—Sí, ya me la he puesto. Me encuentro mucho mejor. Menos mal que existe la penicilina, ¿verdad?
Tatiana le dedicó una sonrisa vaga, casi una mueca.
Las casas de la avenida Unter den Linden que habían sido requisadas para alojar al ejército soviético estaban en condiciones tan precarias como la pensión donde habían pasado la noche. Pero lo que más impresionó a Tatiana no fue el grado de devastación sino la total ausencia de obras de reconstrucción un año después de la guerra. En Nueva York, que no había sido bombardeada, se construía a un ritmo febril, como si la ciudad se preparase para el siguiente siglo. En cambio, la sección oriental de Berlín seguía en ruinas, paralizada y triste.
—¿Por qué está tan tranquila esta parte, comandante? ¿Por qué no se ven obras de reconstrucción?
—Las hay, pero avanzan lentamente.
—Yo no he visto nada.
—Es imposible describir la trágica situación de Berlín en los cinco minutos que faltan para que nos reciba el comandante de la guarnición soviética, enfermera Barrington —se justificó Bishop—. La URSS se niega a aportar dinero para las obras de reconstrucción de la ciudad, alegando que la financiación debe ir a cargo de los alemanes.
—Es normal, puesto que Berlín es una ciudad alemana —observó Tatiana.
—Y los soviéticos prefieren empezar reconstruyendo la URSS. También es normal.
—Así es.
—Por eso, no hay subvenciones para el sector oriental de Berlín. Ni técnicos, ya que todos los arquitectos e ingenieros están trabajando en la URSS.
—¿Y por qué no aportan dinero los aliados occidentales?
—Ojalá fuera tan sencillo… Lo último que quieren los soviéticos es intromisiones en su sector. Nos odian, y no cejarán hasta sacarnos de Berlín. No quieren ninguna ayuda. No les será fácil convencer al comandante de la guarnición de que les permita acceder a los campos de concentración, ni siquiera alegando razones humanitarias.
—No quieren que se sepa cómo están tratando a los alemanes —observó Tatiana.
—Puede ser. En cualquier caso, no desean nuestra presencia. Y no creo que esta entrevista sirva de mucho.
Las escalinatas del edificio eran de mármol. Tenían los peldaños mellados, pero eran de mármol. El teniente general los estaba esperando en su despacho.
Cuando entraron, el general se volvió hacia la puerta y los recibió con una sonrisa. Tatiana reprimió una exclamación al verlo.
Era Mijail Stepanov.
Penny y Martin se volvieron a mirarla. Tatiana se escondió detrás de Martin, intentando serenarse. ¿Stepanov la reconocería, con el pelo teñido y las pecas cubiertas por el maquillaje?
El gobernador procedió a las presentaciones y añadió:
—Por favor, enfermera Barrington, acérquese para llevar a cabo la traducción.
No había ningún sitio donde esconderse. Tatiana avanzó un paso. Ni ella ni Stepanov sonrieron. Stepanov la miró impasible, casi sin pestañear. El único indicio de que la había reconocido fue su mano crispada en el borde de la mesa.
—Encantada, general Stepanov —dijo Tatiana, en ruso.
—Encantado, enfermera Barrington —contestó Stepanov.
Los labios de Tatiana temblaban mientras traducía la conversación, que se resumía en lo siguiente: la Cruz Roja solicitaba permiso para proporcionar ayuda sanitaria a los miles de prisioneros alemanes que los soviéticos tenían confinados en los campos de la zona oriental de Alemania.
—En mi opinión, es una ayuda necesaria —observó Stepanov.
Se mantenía erguido en la butaca, pero parecía más viejo y cansado. La expresión fatigada de sus ojos indicaba que había visto muchas cosas y que casi todas lo habían asqueado.
—Me temo que las condiciones de los campos no son buenas. El programa de indemnizaciones de guerra estipula que los prisioneros alemanes deben contribuir a la reconstrucción de la Rusia Soviética, pero la mayoría de ellos no tienen fuerzas para trabajar.
—Nosotros podemos ayudarlos —dijo Tatiana.
Stepanov los invitó a sentarse. Tatiana se derrumbó en la butaca, dando gracias a Dios por no tener que seguir de pie.
—Por desgracia, hay un problema importante —añadió Stepanov—, y dudo que los lotes de la Cruz Roja puedan ser de ayuda en este aspecto. Aumenta la animosidad contra los prisioneros alemanes, los campos carecen de la disciplina militar necesaria para llevar a cabo una gestión organizada y los guardianes no tienen formación ni experiencia. Todo ello provoca una sucesión de infracciones: intentos de fuga, resistencia a la autoridad y altercados violentos. Los costes políticos son muy altos. Muchos berlineses se niegan a trabajar para nosotros y se están fugando a los sectores controlados por los demás países. Se requiere una solución urgente, y me temo que la presencia de la Cruz Roja sólo serviría para inflamar todavía más los ánimos.
—El teniente general tiene toda la razón —declaró Martin cuando Tatiana terminó de traducir las palabras de Stepanov—. No tenemos nada que hacer aquí, no sabemos en qué terreno nos estamos moviendo.
Pero Tatiana, en lugar de traducir esta frase al ruso, dijo:
—La Cruz Roja es una entidad neutral que no puede tomar partido por ningún bando.
—Si vieran los campos, lo tomarían… —aseguró Stepanov, moviendo la cabeza consternado—. He intentado resolver los problemas del reparto de alimentos, las malas condiciones higiénicas y la arbitraria aplicación del reglamento. Hace cuatro meses introduje una serie de medidas destinadas a mejorar la situación, pero no sirvió de nada. El organismo encargado de gestionar los campos rusos se niega a castigar a los soldados que no cumplen sus funciones, lo cual no hace más que exacerbar las hostilidades.
—¿Los campos rusos? —repitió Tatiana—. ¿No estamos hablando de campos para prisioneros alemanes?
—En ellos también hay prisioneros rusos, enfermera Barrington —precisó Stepanov, mirándola a los ojos—. O al menos los había hace cuatro meses.
Tatiana se echó a temblar.
—¿Cuál es el organismo responsable de administrar los campos? Tendría… Tendríamos que hablar con ellos.
—En ese caso, deberán ir a Moscú y hablar con Lavrenti Beria —dijo Stepanov, con una sonrisa desalentada—. Pero no se lo recomiendo… Dicen que «tomar café» con Beria puede ser una experiencia letal.
Tatiana apretó las manos entre los muslos para controlar el temblor de su cuerpo. ¡De modo que el NKVD gestionaba los campos de concentración instalados en Alemania!
—¿Qué ha dicho el coronel, Tat… enfermera Barrington? —preguntó Penny—. Se ha olvidado de seguir traduciendo.
—No vamos a ir, está decidido —intervino Martin—. Sería malgastar recursos.
Tatiana se volvió hacia él.
—Tenemos recursos de sobra, doctor Flanagan. Todo Estados Unidos es un recurso… El teniente general dice que en los campos hace falta ayuda urgente. ¿Vamos a echarnos atrás, sabiendo que nos necesitan aún más de lo que imaginábamos?
—La enfermera Barrington ha hablado muy bien, doctor Flanagan —dijo Penny, muy seria.
—Lo esencial es ayudar a quienes tienen posibilidades de salvarse —declaró Martin.
—Propongo una cosa: primero los ayudamos, y luego dejamos que ellos decidan si se salvan o no. —Tatiana se volvió hacia Stepanov y preguntó en voz baja—: ¿Cómo ha venido a parar aquí, señor?
—¿Qué le ha preguntado? —dijo Bishop.
—Me trasladaron tras la caída de Berlín —contestó Stepanov—. Estaba consiguiendo demasiadas cosas en Leningrado… Me servirá de escarmiento. Pensaron que aquí podría hacer lo mismo, pero esto no es Leningrado ni los problemas son los mismos. Hay escasez de comida, de viviendas, de ropa de abrigo y de combustible, sí, pero además hay un enfrentamiento entre diferentes países, diferentes poblaciones, diferentes sistemas económicos y diferentes visiones de la justicia, los castigos y las represalias. Es un terreno pantanoso, que amenaza con engullirme. —Stepanov hizo una pausa y luego añadió—: Creo que no estaré mucho tiempo por aquí.
Tatiana le cogió la mano. El gobernador militar, Martin y Penny la miraron boquiabiertos.
—¿Dónde está el hombre que fue en busca de su hijo? —susurró Tatiana.
Stepanov agitó la cabeza, mirando fijamente las manos de Tatiana.
—¿Dónde?
Stepanov alzó la vista.
—En Sachsenhausen, el campo especial número 7.
Tatiana le oprimió la mano y la soltó.
—Gracias, teniente general.
—¿Qué ha dicho de Sachsenhausen? —preguntó Martin—. Está usted dejando cosas sin traducir. Tal vez deberíamos llamar a un intérprete.
—Ha dicho que es donde más se me necesita —dijo Tatiana, haciendo un esfuerzo para incorporarse del asiento. Tenía la boca seca y apenas se sostenía en pie—. Le agradecería que nos indicara cómo llegar a los campos, señor. ¿No tendría un mapa de la zona? ¿Podría enviar un telegrama anunciando nuestra visita? Nosotros telegrafiaremos a la Cruz Roja de Hamburgo para solicitar que envíen más convoyes a Berlín. Le prometo que repartiremos alimentos y medicinas en los campos rusos. No resolveremos la situación, pero podremos mejorarla un poco.
Se despidieron con un apretón de manos. Tatiana miró a Stepanov, que asintió moviendo la cabeza.
—No esperen mucho, los prisioneros rusos lo están pasando muy mal —dijo—. En los últimos meses han empezado a enviarlos a los presidios de Kolima. Es posible que lleguen demasiado tarde para servirles de ayuda.
Cuando salían del despacho, Tatiana se volvió y lanzó una última mirada a Stepanov, que volvía a sentarse muy erguido detrás del escritorio. Stepanov alzó la mano en su dirección.
—Corre usted peligro —le advirtió—. Está en la lista de enemigos clase uno. Y yo también. Pero quien más peligro corre es él.
—¿Qué ha dicho? —preguntó Martin en el corredor.
—Nada.
—¡Esto es ridículo! —protestó Martin. Se volvió hacia Bishop y añadió—: Gobernador, es obvio que la enfermera Barrington nos está ocultando información importante.
—Creo que usted habla solamente un idioma, doctor Flanagan —dijo Bishop—. No sabe que cuando se traduce una conversación, se resumen los puntos esenciales.
—Eso es lo que he hecho —aseguró Tatiana.
Cuando salieron del edificio, tuvo que sentarse en un bloque de cemento que afeaba lo que antes había sido una preciosa fuente.
Bishop se le acercó y se inclinó para hablarle al oído:
—Cuando salíamos, he oído pronunciar la palabra vrag, «enemigo». ¿Qué le ha dicho Stepanov?
Tatiana tuvo que tomar aire varias veces para poder hablar.
—Ha dicho que el ejército soviético considera a Estados Unidos su enemigo —explicó en voz baja—. No podemos hacer nada al respecto, pero no he querido traducirlo porque el doctor —señaló a Martin con la cabeza— es muy susceptible con estos temas.
—Entendido —dijo el gobernador, sonriendo. Le dio una palmada en el hombro y miró a Tatiana con expresión satisfecha—. Usted no lo es tanto, ¿verdad?
Tatiana se levantó y los dos volvieron junto a Martin y Penny.
—¿Cree usted que deberíamos ir a Sachsenhausen, gobernador? —preguntó Martin.
—En mi opinión, doctor, no tienen más remedio. Para eso vinieron a Europa. Su enfermera ha conseguido que nos autoricen a entrar en los campos. ¿Cómo lo ha logrado, enfermera Barrington? Es un hito muy importante para la Cruz Roja. Voy a telefonear a Hamburgo inmediatamente para pedir que envíen cuarenta mil lotes más.
—Sí, Tania —dijo Penny—. Explícanos cómo te las has arreglado para cogerle la mano a un general soviético y convencerlo de que nos permita entrar en los campos sin que nos enviara a la policía secreta.
—Soy enfermera, le doy la mano a todo el mundo —dijo Tatiana.
—No debería mostrarse tan amistosa con los soviéticos —la censuró Martin—. Recuerde que la Cruz Roja es neutral.
—Neutral no significa indiferente, Martin —dijo Tatiana—. Y tampoco insolidario o frío. Neutral significa que no podemos tomar partido por ningún bando.
—Al menos en el ámbito profesional —precisó el gobernador—. Pero no olvide, enfermera Barrington, que los soviéticos son unos salvajes. ¿No sabe que tras la rendición alemana acordonaron durante ocho semanas la ciudad de Berlín? Ninguno de nuestros ejércitos estaba autorizado a entrar. ¿Qué cree que estaban haciendo mientras tanto?
—No quiero imaginarlo —dijo Tatiana.
—Violaban a mujeres jóvenes como usted, asesinaban a hombres jóvenes como el doctor Flanagan, saqueaban las pocas casas que quedaban en pie, arrasaban la ciudad… ¡Durante ocho semanas!
—Así es. ¿Y sabe usted qué hicieron con Rusia los alemanes?
—¡Vaya! —exclamó Martin—. Pensaba que no podíamos tomar partido por ningún bando, enfermera Barrington.
—Ni dar la mano al enemigo —añadió Penny.
—Él no era el enemigo —dijo Tatiana.
Se volvió de espaldas para que no la vieran llorar.