Nueva York, enero de 1946
Año Nuevo. Tatiana, con un ojo hinchado, fue a Central Park a patinar sobre hielo con Vikki y con Anthony.
A la vuelta, cuando se acercaban a la parada de autobús de la calle Cincuenta y nueve, Vikki miró muy seria a Tatiana.
—¿Qué pasa? —preguntó Tatiana.
Vikki no contestó.
—¿Qué pasa?
—Hemos dejado atrás tres cabinas de teléfono.
—¿Y?
—¿No vas a pedirme que espere un momento con Anthony mientras tú haces la llamada habitual?
Tatiana dirigió la mirada al final de la Quinta Avenida.
—No —respondió—. ¿Crees que Edward aceptaría salir otra noche conmigo?
—¡Estará encantado! —respondió Vikki, con una gran sonrisa.
Edward y Tatiana estaban sentados en el comedor del hospital universitario, frente a dos platos de sopa y dos sándwiches de atún. A Tatiana le encantaban los sándwiches de atún con lechuga, tomate y mayonesa. No había probado el atún hasta trasladarse a Estados Unidos. Y tampoco la lechuga.
—¿Has tenido un ojo amoratado, Tania?
Tendría que haber tenido en cuenta que Edward era médico y no se le escapaba nada…
—Me caí. No te preocupes. —Tatiana extendió el brazo sobre la mesa y tomó la mano de Edward—. ¡Dicen que Mildred Pierce es una obra maestra! ¿Quieres que vayamos a verla?
—Claro. ¿Cuándo?
—¿Qué te parece el viernes por la noche? Ven a buscarme al salir del trabajo. Podemos cenar en casa y luego ir al cine.
—¿Quieres que vaya a tu casa por la noche? —preguntó cautelosamente Edward tras una pausa.
—Claro.
Edward lanzó una mirada a la mano de Tatiana apoyada en la suya y otra mirada a Tatiana.
—Aquí pasa algo… ¿Has sabido que sólo te quedan cinco días de vida?
—No —respondió Tatiana—. ¡He sabido que me quedan setenta años de vida…!
Al día siguiente, mientras Tatiana cumplimentaba los datos de un refugiado polaco, una compañera se le acercó y le dijo en un susurro:
—Ha venido un señor que pregunta por ti.
Tatiana no levantó la vista del impreso de solicitud de residencia.
—¿Quién es?
—No lo conozco. Dice que es del Departamento de Estado.
Tatiana alzó la vista de inmediato.
En el pasillo estaba esperándola Sam Gulotta.
—¿Cómo estás, Tatiana? —la saludó Sam—. ¿Cómo fue la Nochevieja?
—Estoy bien, gracias, ¿y tú? —contestó Tatiana.
Incapaz de añadir nada más, se apoyó contra la pared para no dejar traslucir su nerviosismo.
—Pensaba que me llamarías —dijo Sam.
Tatiana se encogió de hombros con cautela. No quería que Sam la viera temblar.
—No quería molestarte más. Has tenido mucha paciencia conmigo en estos años…
Sam alzó la cara y dirigió la mirada al final del pasillo.
—¿Hay algún sitio donde podamos hablar?
Salieron a la calle y se sentaron en un banco, junto a los columpios donde solía jugar Anthony.
—Pensaba que me llamarías —repitió Sam.
—¿Qué pasa? —dijo Tatiana—. ¿Todavía me buscan?
Sam negó con la cabeza. Tatiana se aferró al borde del banco, por suerte el castañeteo de sus dientes podía achacarse al frío.
—¿Tienes información? —preguntó en un susurro—. ¿Ha muerto?
—Sí tengo información. Alguien hizo una consulta sobre Alexander. Como siempre, su expediente fue a parar al departamento equivocado, en este caso la Delegación de Asuntos Internacionales, que lo envió a la Oficina de Población, Inmigración y Refugiados. Allí dijeron que el caso no entraba en sus competencias y lo enviaron a la oficina Ejecutiva de Inmigración, asociada al Departamento de Justicia. —Sam meneó la cabeza—. Alguien debería explicarles la diferencia entre «inmigración» y «emigración…».
—Sam… —fue todo lo que dijo Tatiana.
—Sí, perdona. Quería que entendieras cómo funciona la burocracia administrativa… ¡Pueden pasar milenios hasta que respondan algo! En fin, te cuento: un tal Paul Markey, soldado de la 273 División de Infantería, llamó este verano al Departamento de Estado para preguntar si un tal Alexander Barrington era ciudadano norteamericano.
Tatiana se echó a temblar y se aferró al banco con más fuerza. Estuvo un buen rato sin poder decir nada.
—Tania…
—¿Quién es ese tal Markey, Sam?
La voz no parecía la de Tatiana.
—Paul Markey, nacido en Des Moines (Iowa), veintiún años. Estuvo tres años en las fuerzas armadas y luchó en Europa como soldado raso. La semana pasada llamé a su casa y hablé con su madre. —Sam bajó la cabeza—. Se licenció del ejército el verano pasado, y me imagino que fue entonces cuando presentó la consulta. Pero las noticias no son buenas: en octubre se quitó la vida.
Tatiana se quedó sin aliento y empezó a parpadear.
—No sé qué decir, Sam. En fin, lo siento por Paul Markey, pero… ¿quién era? ¿Dónde había estado?
—No puedo decirte mucho más, aparte de que hizo la consulta por vía telefónica al departamento.
—¿Con quién habló?
—Con una compañera llamada Linda Clark.
—¿Puedo hablar con ella?
—Ya lo he hecho yo. Fue ella quien me informó de la llamada de Markey.
Tatiana contuvo el aliento.
—Paul Markey le contó que el 16 de abril de 1945 entró con su regimiento en el castillo de Colditz (una fortaleza que los alemanes habían convertido en cárcel de oficiales) y vio que entre los cientos de prisioneros aliados había media docena de soviéticos. Uno de los soviéticos intentó hablar con él. En un inglés impecable, le dijo que se llamaba Alexander Barrington y que era estadounidense y le pidió que lo ayudara una vez hubiera comprobado que lo que le estaba diciendo era cierto.
Tatiana se llevó las manos a la cara y se echó a llorar. Sus hombros se estremecían y las lágrimas comenzaron a resbalar entre sus dedos. Sam le palmeó la espalda para consolarla.
—¡Sabía que Alexander me había mentido! —susurró Tatiana algo más tranquila, al cabo de unos minutos—. ¡No tenía pruebas, pero lo presentía!
—¿Y el certificado de defunción?
—Lo falsificó. —Tatiana ahogó un gemido de dolor—. Fue todo un montaje para animarme a huir de la Unión Soviética.
—¿Y cómo fue a parar a Colditz?
—Ya te lo dije. Ingresó en un batallón disciplinario y salió de Rusia siguiendo al ejército soviético. Es obvio que terminó en ese lugar llamado Colditz.
—¿No quieres saber qué más nos contó Markey?
—Claro —dijo Tatiana con un sollozo—. ¿Qué pasó con los prisioneros?
—Todos fueron liberados, excepto los soviéticos. Markey explicó que en la mañana del 17 de abril, un día después de que su regimiento hubiera entrado en el castillo, llegó un convoy en busca de los prisioneros soviéticos, incluido el hombre que le había pedido ayuda.
—¿Adónde se los llevaron?
—Markey no lo sabía. A Linda Clark le dijo que después de licenciarse había decidido llamar al Departamento de Estado para satisfacer su curiosidad. En octubre, los de Asuntos Consulares telefonearon a su casa de Iowa para confirmar la existencia de un tal Alexander Barrington, que había nacido en Estados Unidos pero residía en la Unión Soviética desde 1930. Su madre me dijo que Markey se quitó la vida tres días después.
Tatiana se quedó sin habla.
—Pero ¿qué clase de liberación es ésa? —Consiguió decir al final. ¿Por qué no salieron también los prisioneros soviéticos? ¿Por qué Alexander seguía en Colditz un día después de la llegada de los norteamericanos?
Sam no respondió.
—Sam…
Tatiana se pasó una mano por la frente.
—¿Qué?
—Era una pregunta retórica, pero tu silencio me hace sospechar que existe una respuesta…
Sam siguió sin decir nada.
—¡Sam! ¿Por qué haces eso? Sam… ¿qué más?
Gulotta suspiró.
—Aunque no puedo confirmarlo ni desmentirlo, en el Departamento de Estado corre el rumor de que había órdenes de mantener a los soviéticos confinados en el castillo hasta que el Ejército Rojo fuera a buscarlos.
—¿Por qué?
—No lo sé.
—¿Y de dónde venía esa orden?
—De un nivel más alto de la jerarquía.
—¿Qué nivel?
Sam estuvo unos segundos sin responder.
—El más alto —dijo al final.
Aquella noche, al llegar a casa, Tatiana anunció:
—Vamos a hacer un viajecito, Vikki.
Vikki se desplomó en el sofá.
—No, por favor… Cada vez que dices «viajecito», terminamos en la otra punta del mundo. ¿Adónde quieres ir esta vez?
—A Iowa. Pobre Edward, me temo que tendré que cancelar nuestra cita…
—¿A Iowa? ¡Ni hablar! Vete tú sola. Anthony y yo nos negamos a acompañarte. ¿Queda claro?
En el tren, Vikki señaló el paisaje que se extendía al otro lado de la ventanilla.
—Mira qué bonito, Anthony. ¿Sabes de qué son estos campos?
—Trigo y maíz… —dijo el niño.
Vikki miró a Tatiana, que fingía estar concentrada en la lectura de su libro.
—¿Y cómo lo sabes, Anthony?
—Me lo ha explicado mami: son campos de trigo y de maíz.
—Ah.
Tatiana sonrió.
Entre los trigales y los maizales apareció la ciudad de Des Moines. Era enero y en Iowa hacía un tiempo gélido.
—No me imaginaba que haría tanto frío —declaró Vikki—. Como hablan tanto de la sequía provocada por las tormentas de arena… ¿Cómo pueden tener sequía con este tiempo?
—Las tormentas de arena no son en invierno, Vikki —explicó Tatiana, abrochándose el abrigo—. Ven, vamos a por un taxi.
—Tú y tus taxis… La mujer a la que vas a ver, ¿nos está esperando?
—Le escribí.
—¿Y te contestó?
—No exactamente.
—¿No exactamente? ¿Cómo es eso? ¡O te contestó o no!
—Estoy segura de que pensaba hacerlo, pero hemos venido tan pronto que no le he dado tiempo.
—¡Ajá! ¡De manera que piensas aparecer por sorpresa en casa de una viuda que acaba de perder a su hijo!
La granja de la familia Markey estaba en las afueras de Des Moines. La nieve se había acumulado contra las paredes del granero, que parecía no haberse usado en mucho tiempo. Vikki y Tatiana llamaron a la puerta de la casa y en el umbral apareció una mujer pálida y demacrada que pese a todo se esforzó en sonreír.
—¿Es usted Tatiana? Pasen, pasen. Las estaba esperando. Soy Mary Markey. ¿Éste es su hijo? ¡Hola, guapo, ven conmigo! —Tendió una mano al niño y añadió—: Acabo de hacer magdalenas de maíz. ¿Te gustan, Anthony?
Vikki y Tatiana los siguieron hasta la cocina.
—¿Cómo lo consigues? —susurró Vikki.
—¿El qué?
—Irrumpir en casas de gente desconocida y conseguir que te inviten a comer como si fuerais amigos de toda la vida.
La cocina era sencilla y pulcra. Se sentaron tras la vieja mesa de madera y tomaron un café con magdalenas. Después, Vikki y Anthony salieron a jugar con la nieve. Mary tomó la taza de café con las dos manos y dijo:
—Me gustaría ayudarla, Tatiana. Desde que recibí su carta, he intentado recordar lo que me contó mi hijo. Piense que llevábamos tres años sin vernos y que a su regreso se mostraba muy reservado con todo el mundo, con sus amigos, conmigo… Su novia del instituto se había casado con otro. Claro, ¿qué chica de su edad iba a esperar tanto? Paul se pasaba las horas sentado en la cocina, o cogía la camioneta y se iba al bar del pueblo. Habló de poner otra vez en marcha la granja, pero no era fácil sin la ayuda de su padre. —La mujer hizo una pausa, y Tatiana esperó—. Mi hijo estuvo un tiempo muy ensimismado, hasta que de repente se mató… demasiadas escopetas a su alcance. Su muerte me dejó muy afectada, y muchas de las cosas que me contó se me han olvidado.
—Lo comprendo. Pero cualquier detalle podría serme útil.
—Recibió una llamada de teléfono unos días antes de morir. No me dijo de qué se trataba, pero se pasó toda la tarde sentado frente a esta misma mesa. No quiso cenar, salió a beber, y de madrugada estaba otra vez sentado en la cocina. Le pregunté varias veces qué le pasaba. Al final me dijo: «Cuando liberamos una fortaleza alemana, un prisionero ruso me dijo que en realidad era norteamericano. Yo no lo tomé en serio, y ya no volví a verlo porque al día siguiente el Ejército Rojo se los llevó a todos. Pero no podía quitarme de la cabeza a aquel ruso que hablaba inglés a la perfección, y a la vuelta llamé a Washington para quedarme tranquilo». Entonces se le quebró la voz y añadió: «Esta tarde me han llamado del Departamento de Estado para decirme que sí, que ese hombre era un ciudadano estadounidense que se había trasladado a la URSS». Intenté animarlo, le dije: «Tranquilo, volverá a su tierra igual que has vuelto tú». Pero Paul me contestó: «No lo entiendes, mamá. Nos dieron órdenes de mantener confinados a los oficiales soviéticos hasta que el Ejército Rojo fuera a buscarlos».
»“¿Y bien?”, le dije.
»“¿Por qué tenían que ir a buscarlos? ¿Por qué no los dejaban salir por su cuenta, como habían salido los prisioneros ingleses o norteamericanos? Además, ese hombre no era soviético”.
»En ese momento no entendí a qué se refería, ¿sabe? Le dije que no se preocupara, que no podía haber hecho nada por él, pero Paul, desesperado, me dijo: “Mi impotencia no me hace sentir mejor madre”. Y yo le dije: “Pero hijo, en todo caso la culpa es de la Unión Soviética… Tú no eres el que los llevó de vuelta a la URSS”. Y él hundió la cara entre las manos y dijo: “Pero al menos podría haberlo ayudado a él…”.
Tatiana se levantó, rodeó la mesa y abrazó a la mujer.
—Puede estar segura de que su hijo lo ayudó, señora Markey.
La mujer asintió con la cabeza.
—La acompaño en el sentimiento… —añadió Tatiana.
—Estoy bien. Mi hija vive aquí cerca. Mi marido murió en el 38 y estoy acostumbrada a vivir sola. —Alzó la vista y añadió—: ¿Cree usted que ese soldado era su marido?
—No tengo ninguna duda —respondió Tatiana.
Durante el trayecto de vuelta, Tatiana contempló fascinada cómo caía la nieve sobre los campos que se extendían al otro lado de la ventanilla. Anthony dormía, y Vikki, aparentemente, también. Pero súbitamente abrió los ojos, primero uno y después el otro.
—¿Y ahora qué? —preguntó.
Tatiana no respondió.
—¿Y ahora qué? —repitió Vikki.
—No tengo respuestas para todo, Vik. No sé qué viene ahora.
Sin embargo, de pronto el mundo le parecía menos absurdo. Sabía que Alexander no había muerto sobre el lago.
En algún lugar, Alexander estaba todavía vivo. En el país más extenso del planeta, con un territorio que ocupaba una sexta parte de la superficie emergida de la Tierra, en el que la mitad era tundra y suelo congelado; una cuarta parte, estepa; una octava parte, bosques de coníferas; otra parte, desierto, y otra parte, tierras de labor; en el país donde estaban el lago más grande del mundo, el mar más grande del mundo, la frontera más larga del mundo y el experimento socialista más grande del mundo… allí estaba Alexander.
Un minúsculo soplo de fe había conducido a Tatiana hasta un Alexander que aún vivía.
¿Y ahora qué?
Tatiana telefoneó a Sam en cuanto regresaron a Nueva York, pero no logró averiguar el paradero de los oficiales rusos que habían estado encerrados en Colditz. Las autoridades militares soviéticas se negaban a informar, las relaciones entre Estados Unidos y la URSS eran tensas y los soldados del contingente norteamericano que había entrado en Colditz aseguraban que Markey no les había contado nada y que ellos no habían visto a ningún ruso que hablara inglés.
—Llama al Ministerio de Defensa soviético y pregúntales dónde están sus oficiales.
—¿Y qué les digo? «¿Quiero saber si tienen ustedes escondido a Alexander Barrington…?».
—No lo dirás en serio. Ya sabes que no puedes mencionar ese nombre.
—Exacto. Por eso no puedo hacer indagaciones sobre él.
—Entonces habla con el Ministerio de Defensa estadounidense.
—¿Quieres que me dirija a alguna persona en particular dentro del ministerio?
—A cualquiera que pueda responderte… Pregúntales si saben qué ha sido de los oficiales soviéticos que estaban presos en Alemania.
—Pero Tania, ¡ya sabes qué ha sido de ellos!
—Quiero saber adónde los llevaron —insistió Tania—. Y no hace falta que me grites.
—Suponiendo que averigüe algo, ¿qué harás con la información?
—¿Por qué siempre me preguntas qué voy a hacer? Tú haz tu trabajo y no te preocupes por mí…
Tatiana no volvió a concertar la cita con Edward.
Unos días después, Tatiana telefoneó otra vez a Sam. Al parecer, según había relatado un general de división del ejército de Patton, el gobierno soviético mantenía a sus oficiales confinados en campos de transito hasta que pudieran llevarlos de nuevo a la Unión Soviética.
—¿De cuánta gente estamos hablando?
—El general no se atrevió a aventurar una cifra.
—¿Te atreverías tú?
—Menos aún.
—¿Y dónde están esos campos de tránsito?
—Esparcidos por toda Alemania.
Tatiana se quedó un momento pensativa.
—Colditz fue liberado hace casi diez meses y a estas alturas Alexander debe de estar de nuevo en la Unión Soviética —siguió Gulotta—. En todo caso, está claro que los soviéticos no querrán enviar a ningún ciudadano de su país, por muy amablemente que se lo pidamos. Y tampoco a ningún norteamericano… Tenemos a varios desaparecidos en combate en el lado soviético, y la URSS se niega a proporcionarnos ninguna información sobre ellos.
—Alexander también es un militar desaparecido en combate —dijo Tatiana.
—No es cierto, Tania. ¡Los soviéticos saben exactamente dónde está! —Algo más tranquilo, Sam añadió—: ¿No sabes que la mortalidad entre los prisioneros de guerra soviéticos es altísima?
—Lo sé —asintió Tatiana—. Y todavía guardo el certificado de defunción que tan fiable te parecía. Según tú, no había duda de que Alexander había muerto en el lago…
—Es peor lo de ahora.
—¿Cómo que peor? Sólo necesitamos averiguar dónde está.
—Está en la Unión Soviética.
—Pues necesitamos averiguar en qué parte de la Unión Soviética. Es ciudadano estadounidense, estás obligado a ayudarlo…
—¿Cuántas veces tengo que repetírtelo, Tatiana? Alexander perdió la nacionalidad estadounidense en 1936.
—No es cierto. Ahora tengo que irme, Sam. Me esperan mis pacientes. Te llamaré mañana.
—¡No lo dudo!