Capítulo 36

Nueva York, diciembre de 1945

—¿Jeb podrá ser mi papá, mami? —preguntó Anthony mientras su madre lo arropaba.

—Me parece que no, cariño —respondió Tatiana.

—¿Y Edward?

—Edward quizá sí. ¿Te gusta Edward?

—Sí, es bueno conmigo.

—Sí, cariño. Edward es un buen hombre.

—Cuéntame un cuento, mami.

Tatiana se arrodilló junto a la cama de su hijo y juntó las manos como si rezara.

—¿Quieres que te cuente el del Osito Pooh, que encontró tarro de miel que nunca se acababa y engordó y engordó y tuvo que ponerse a dieta…?

—No, ése no. Uno de «tedor».

—No sé ningún cuento de terror.

—Uno de «tedor» —insistió el niño en un tono que no admitía discusiones.

Tatiana lo pensó un poco.

—De acuerdo: te contaré la historia de Dánae, la mujer del cofre.

—¿La mujer del cofre?

—Eso es. En museo muy importante de Leningrado, la ciudad donde yo nací, había un cuadro de Dánae pintado por Rembrandt. Pero cuando estalló la guerra tuvieron que vaciar museo y no sé si ese cuadro y los demás están a salvo.

—Cuéntame la historia de la mujer del cofre, mamá.

Tatiana tomó aliento y empezó a hablar.

—Había una vez un hombre muy cobarde que se llamaba Acrisio y tenía una hija que se llamaba Dánae…

—¿Dánae era joven?

—Sí.

—¿Era una linda «princeza»?

Anthony soltó una risita.

—Sí —Tatiana hizo una pausa—. Pero Acrisio escuchó al oráculo…

—¿Qué es «oráculo»?

—Alguien que puede ver el futuro… Y Acrisio se asustó mucho porque el oráculo le había dicho que el hijo de Dánae lo mataría.

—¿No quería que lo mataran?

—No. Por eso encerró a Dánae en una torre de bronce, para que nadie pudiera acercarse a ella y hacerle un niño.

Anthony sonrió.

—¿Y entró alguien?

—Sí: entró Zeus. —Tatiana juntó las manos—. El dios Zeus se transformó en una lluvia de oro, entró en la torre de bronce y amó a Dánae… y le dio un hijo, un niño. ¿Sabes qué nombre le pusieron? Lo llamaron Perseo.

—Perseo… —repitió Anthony.

Tatiana asintió.

—Cuando Acrisio descubrió que su hija había tenido un niño, se asustó tanto que no sabía qué hacer. No se atrevía a matarlo pero no podía dejarlo vivo. Por eso encerró a la madre y al niño en un cofre de madera y los arrojó al mar en plena tormenta.

Anthony la escuchaba embobado.

—No tenían comida y el cofre se agitaba con el fuerte oleaje. Dánae tenía mucho miedo. —Tatiana sonrió—. Pero Perseo sabía que su padre no dejaría que les sucediera nada malo. —Hizo una pausa—. Y así fue: Zeus pidió ayuda a Poseidón, el dios del mar, y Poseidón calmó las aguas y permitió que el cofre llegara sin problemas a las costas de una isla griega.

Anthony sonrió.

—Sabía que se salvarían. —Respiró hondo—. ¿Y vivieron felices para siempre jamás?

—Sí…

—¿Qué fue de Perseo?

—Un día, cuando seas mayor, te contaré qué futuro le esperaba a Perseo.

—¿Harás de oráculo?

—Eso es.

—¿No murió?

—No. Creció y se volvió un hombre muy guapo. Los isleños sabían que era de alta cuna… no sólo hijo de un rey, sino el hijo de un dios. De mayor, Perseo se convirtió en un hombre fuerte que siempre ganaba a sus rivales en los juegos, pero él quería someterse a pruebas más difíciles, para demostrar su heroísmo.

Anthony miró muy serio a su madre.

—¿Llegó a ser un héroe?

—Sí, hijo —respondió Tatiana—. Llegó a ser un gran héroe. Cuando seas mayor te contaré qué les hizo a la Gorgona, la Medusa y el monstruo marino… Ahora no, porque no quiero que tengas pesadillas. Quiero que sueñes con algodones de azúcar y con el juego del escondite. ¿Entendido?

—Espera un momento, mamá… ¿El oráculo tenía razón? ¿Perseo mató al hombre?

—Sí, hijo. Perseo mató a Acrisio sin darse cuenta de lo que hacía.

—Entonces Acrisio hizo bien arrojándolo al mar.

—Supongo que sí. Pero no le sirvió de nada, ¿verdad?

—No. Esta historia no era de «tedor», mami. ¿Me contarás otro día la del monstruo marino?

—Puede. Dame un beso, cariño.

Tatiana salió de la habitación y cerró la puerta detrás de ella.

Vikki había ido a la fiesta de Navidad del hospital. Tatiana no había querido acompañarla. Estaba sentada a la mesa de la cocina, con una taza de té y el New York Times, oyendo la lectura de las actas del proceso de Nuremberg en la radio, cuando sonó el timbre.

Era Jeb. Llevaba puesta la chaqueta blanca de marino y se veía alto y corpulento y…

—¿Qué haces aquí? —preguntó Tatiana, sorprendida. No lo esperaba.

—He venido a verte —dijo Jeb, apartándola y entrando en la casa.

—Pasa… —murmuró Tatiana, y cerró la puerta—. Es un poco tarde.

—¿Tarde para qué?

—¿Quieres una taza de té? —preguntó Tatiana, camino de la cocina.

—¿Tienes cerveza?

—No. Sólo té.

Le sirvió un té y se sentó junto a él en el sofá, nerviosa y tensa. Jeb tomó sólo un sorbito y apartó la taza.

—Qué silencio —dijo—. ¿No está Vikki?

—Ha salido un momento —respondió Tatiana.

—¿A las once de la noche?

—Volverá enseguida.

—Ya. —Jeb le lanzó una mirada de soslayo—. Oye, he estado pensando que tú y yo nunca hemos tenido ocasión de estar a solas.

Le colocó una mano en el muslo.

—Ah, ¿no?

Tatiana no se apartó.

—No. ¿Por qué no vienes a mi casa?

—¿No compartes piso con Vincent?

—¿Y eso qué tiene que ver?

—No estaremos a solas tampoco.

—Ya, pero aquí están siempre Vikki y Anthony —dijo Jeb, insistente.

—No puedo dejar a Anthony en ningún sitio —contestó Tatiana, mirándolo de reojo.

—Ya. ¿Y ahora duerme?

—Sí, pero tiene un sueño intranquilo.

—Ya.

Jeb la tumbó sobre el sofá y acercó la boca a su cara.

—Espera… —dijo Tatiana, apartándose—. No me dejas respirar…

Intentó zafarse de Jeb, pero él no tenía ninguna intención de soltarla.

—Hueles tan bien… —exclamó Jeb—. Y estamos solos.

—Aparta, por favor.

—Tania, bonita… No sabes con quién estás hablando.

—Tú tampoco sabes con quién estás hablando —declaró Tatiana, que por fin logró apartarse y cayó al suelo. Jadeando, añadió—: Lo siento, Jeb, estoy cansada y mañana tengo que levantarme muy temprano. Te agradecería que te marcharas.

—¿Marcharme? —dijo Jeb, irritado—. No voy a irme a ninguna parte hasta que… ¿Por qué te crees que he venido? —estalló.

—No lo sé, Jeb, y no quiero imaginarlo. Supongo que a discutir conmigo, pero yo no estoy de humor para discutir.

—No quiero discutir contigo, Tatiana —dijo Jeb, levantándose del sofá e inclinándose hacia ella—. Lo que quiero es otra cosa.

—Pues yo no quiero ni discutir ni ninguna otra cosa —dijo Tatiana, enojada con él, con su estatura, con su pelo, con su uniforme de marino, y sintiendo también un poco de desprecio por sí misma un desprecio que se mezclaba con el remordimiento y con una súbita lucidez.

¿Cómo podía haber sido tan transparente?

—Me has estado provocando, Tania —declaró Jeb, sentándose en el sofá.

—No era mi intención. Estábamos conociéndonos, eso es todo.

—¡Por supuesto! Francamente, me apetece conocerte un poco mejor.

Tatiana dirigió una mirada fría a Jeb, que se había sentado con las piernas muy abiertas y con los brazos extendidos en el respaldo del sofá.

—Tengo al niño en la habitación. ¿Cómo se te ocurre gritar de esta manera? —protestó Tatiana, encaminándose hacia la puerta.

Jeb se levantó de un salto y la agarró por el brazo.

—No me iré.

—Te irás, Jeb —dijo Tatiana—. Si quieres volver a verme, vete ahora mismo.

—¿Es una amenaza? —preguntó Jeb, tirándole del jersey—. ¿Qué vas a hacer? —Se rio—. ¿Echarme a patadas? ¿Detenerme?

—Sí y sí —dijo Tatiana.

Jeb se abalanzó sobre ella y la acercó hacia él.

—¿Te crees que no me he dado cuenta de cómo me miras? —preguntó en un susurro—. Sé que tú también lo deseas, Tania.

—¡Déjame! —exclamó Tatiana, intentando zafarse de él.

Sintió una súbita tristeza por sí misma.

Jeb se rio y la estrechó más contra él. Tatiana le agarró un brazo y le dio un fuerte pellizco en la muñeca.

—¡Contrólate!

—¡Ay! —se quejó Jeb—. ¿Te gusta la brusquedad? ¿Eso es lo que quieres?

Tiró de ella y la tumbó boca arriba en el sofá.

—¿No me has entendido? —balbuceó Tatiana—. No quiero nada. Cometí un error.

—Es tarde para errores, guapa. Me he cansado de tener tantos miramientos…

Tatiana estaba atrapada debajo de él y sentía tal asco por sí misma que no sabía qué hacer. «Alexander me amaba —pensó—. Ésta no puede ser mi vida». Fingió que daba un beso a Jeb y le dio un mordisco que le desgarró el labio. Jeb soltó un chillido y Tatiana lo empujó y se puso de pie de un salto. Él también se incorporó y le dio un puñetazo en la cara antes de que ella pudiera esquivarlo. Tatiana vio un fogonazo blanco y se desplomó en el suelo. Oyó un ruido en el dormitorio y cuando intentó incorporarse vio a su hijo de pie junto a la puerta del dormitorio, pegado a la pared, mirando a Jeb y temblando.

—No hagas daño a mi mama —dijo Anthony con una vocecita asustada.

Tatiana gateó hacia el niño.

Jeb soltó una palabrota y se limpió la sangre de la cara.

Tatiana se llevó al niño al dormitorio.

—Pase lo que pase, no salgas, ¿me oyes? —le dijo en un susurro.

Abrió el armario y extendió la mano para coger la mochila negra.

Anthony la miraba sin decir nada, con los labios temblorosos.

—¿Lo has entendido? Pase lo que pase, no salgas.

El niño asintió.

Tatiana cerró la puerta de la habitación tras ella. Le sangraba la nariz y se notaba un ojo hinchado.

Miró a Jeb como si no lo hubiera visto nunca. ¿Por qué se había dejado arrastrar por su parecido con Alexander? Creyó que si lograba sustituir una pequeña parte de lo que Alexander había significado para ella, si podía sustituir lo que tanto añoraba de su marido, se sentiría mejor, podría encontrar algo de consuelo. Y aquél era el resultado.

Con la respiración acelerada, Tatiana apuntó con la P-38 a Jeb, que la miraba jadeante y sonriente.

—¡Sal de mi casa!

Jeb observó sorprendido la pistola y se echó a reír.

—¿De dónde demonios has sacado este juguetito?

—Mi marido, el padre de mi hijo, me lo dio para que pudiera defenderme de los caníbales —explicó—. Era comandante del Ejército Rojo y me enseñó a disparar. Así que sal de mi casa.

Estaba de pie, con las piernas separadas, y sostenía la pistola con las dos manos.

—Pero ¿está cargada? —preguntó desdeñosamente Jeb.

Tatiana hizo una pausa, amartilló la pistola, apuntó un poco a la izquierda de la cara de Jeb, tomó aliento y disparó. Jeb se tambaleó y se desplomó en el suelo. La bala agujereó el yeso de la pared y quedó empotrada en el revestimiento de ladrillo del edificio. El disparo había sonado con estruendo, pero Anthony no salió de la habitación. En el piso inferior se oyeron tímidos golpes de protesta de los vecinos.

Tatiana se acercó a Jeb y le dio un golpe en la cara con la culata del arma.

—Sí, está cargada —declaró—. Y ahora, lárgate de una puta vez.

—¿Te has vuelto loca? —chilló Jeb, levantando las manos hacia ella.

Tatiana se alejó unos pasos y volvió a apuntar.

—¡Te arrepentirás! Quiero que sepas que no me verás más —exclamó Jeb, poniéndose de pie. Tatiana seguía apuntándolo con la pistola.

—Lo superaré… ¡Lárgate!

Cuando Jeb se hubo marchado, Tatiana cerró la puerta del piso con llave y puso la cadenilla de seguridad. Se lavó la cara y las manos y entró a ver a su hijo, al que encontró acurrucado en un rincón. Lo metió en la cama y lo arropó, pero fue incapaz de hablar. Le palmeó el hombro por encima de la colcha y salió del dormitorio.

A pesar del frío, Tatiana se sentó en el rellano de la escalera de incendios. Seis pisos más abajo sonó el ulular de una ambulancia que pasaba a toda velocidad por la calle Church.

«No puedo seguir viviendo así», pensó Tatiana.

«Me tumbaré en el trineo, cerraré los ojos y él me arrastrará por las calles nevadas hasta la casa de Quinto Soviet, pero cuando lleguemos no sentiré el tacto de su mano en mi mejilla».

Tatiana miró la pistola que tenía en el regazo, con siete balas en la recámara, y pensó: «Sólo se necesita una fracción de segundo, una milésima de segundo, para que todo acabe. Así de fácil».

Cerró los ojos. «Qué alivio no tener que despertarse nunca más. No tener que despertarse y pensar en él tendido sobre el hielo».

«Qué alivio, no sentir este ahogo.

»No amar.

»No herir, ni desear, ni sentir pesar. Como si el pesar no fuera sólo mi derecho, mi prerrogativa, mi privilegio, sino también mi castigo. Acaricio mi pesar como antes lo acariciaba a él; mientras el pesar esté aquí, él está aquí; mientras siga fingiendo que vivo, puedo estar cerca de él. Lo he mantenido a raya durante casi tres años, guardado en la carreta de la desesperación. Ahora estoy desconsolada, dejadme en paz, dejadme contemplar mi pesar con toda mi pasión y todo mi ardor.

»Pensábamos que mi fuerza me permitiría superarlo, pensábamos que sería capaz de sobrevivir a todo esto.

»Pero nos equivocábamos.

»Al parecer, no consigo superar tu ausencia.

»Y sin embargo, es lo que más ansío…

»Qué alivio sentiría, qué placer, si no tuviera que vivir por los dos». Tatiana alzó las manos y miró la pistola.

En la hora más negra de su vida, Tatiana oyó la voz de su hijo:

—¡Mamá!

El niño, con los labios temblorosos, estaba de pie junto a la ventana abierta y miraba a su madre, que sostenía la pistola en sus manos.

—Vuelve a tu habitación, Anthony —dijo Tatiana.

—No. Ven a arroparme.

—Vete a la cama, voy enseguida.

—No, ven ahora.

El niño se echó a llorar.

Tatiana clavó la vista en la pistola. La dejó en el rellano de la escalera de incendios y entró en la casa.

Acostó a su hijo y lo arropó.

—Ahora vendrá Vikki —susurró.

—No —protestó Anthony—. No quiero que venga Vikki, quiero que te eches a mi lado.

—Anthony…

—Échate a mi lado, mamá…

Sin desvestirse, Tatiana se acomodó en la cama, moviendo con lentitud la cabeza magullada, y rodeó los hombros de su hijo con el brazo.

—Quédate a dormir aquí, mami —dijo Anthony.

Estuvieron varios minutos en silencio.

—Todo irá bien, hijo mío —dijo Tatiana al cabo de un rato—. Te lo prometo. Es una promesa de tu padre: todo irá bien.

—¿Papá era comandante del Ejército Rojo? —preguntó Anthony en voz baja.

—Sí.

Una pausa.

—Él no habría fallado.

—Shh, Anthony…

Tatiana pensó en el futuro.

Seguiría viviendo a pesar del miedo. Peor aún: viviría a pesar de la muerte, amaría a pesar de él. «Valor, Tatiana. Valor, cariño. Valor mujer. Levántate, hazlo por mí, sigue adelante. Sigue adelante, cuida de tu hijo, y yo cuidaré de ti».

Alexander, su ángel guardián, el dulcísimo ángel que flotaba sobre la acongojada Tatiana y susurraba: «Tania, ¿recuerdas lo que dijiste en el “Camino de la Vida”, cuando tu hermana agonizante no podía dar un paso más y estaba a punto de desplomarse sobre la nieve? Le dijiste: “Vamos, Dasha, levántate, Alexander está intentando salvarte, demuéstrale que tu vida tiene sentido. Levántate, Dasha, y sigue avanzando hasta el camión”.

»Pues eso mismo es lo que yo te digo ahora: “Demuéstrame que tu vida tiene sentido. Levántate, Tania, y sigue avanzando hasta el camión”».

Tatiana no se apartó del lado de Anthony hasta que el niño se durmió. Era muy tarde y Vikki todavía no había vuelto a casa. Tatiana se levantó de la cama y guardó otra vez la pistola en la mochila. Sin mirar el interior, se quitó las alianzas que llevaba al cuello, las besó apresuradamente y las metió también en la mochila, para que descansaran junto al ejemplar de «El jinete de bronce», junto a la gorra de Alexander, junto a la foto del momento en que le entregaban la medalla al valor por rescatar a Yuri Stepanov, junto a la medalla que le habían concedido por rescatar al doctor Matthew Sayers del lago helado, el emblema de Héroe de la Unión Soviética. Alianzas, medallas, fotos, libro, dinero, gorra. La foto de la boda.

En la mochila estaba todo eso, y Alexander también.

Y Tatiana.