Oranienburgo (Alemania), 1945
Cuando bajaron definitivamente del tren, Alexander no sabía en qué mes estaban. Hacía tiempo que lo habían separado de Ouspenski y lo habían encadenado a un teniente bajito, rubio y simpático llamado Maxim Misnoi, que hablaba poco y dormía mucho. Ouspenski, con la mandíbula rota, había seguido viajando en otro vagón.
Durante el viaje en tren, Maxim Misnoi le había contado su vida. Se había incorporado al frente como voluntario en 1941 y en el 42 aún no le habían dado ninguna pistola para la cartuchera. Los alemanes lo habían apresado en cuatro ocasiones, y él se había fugado tres veces. Había salido de Buchenwald cuando los norteamericanos liberaron el campo, pero por su lealtad al Ejército Rojo se había trasladado al Elba para apoyar a sus compatriotas en la batalla de Berlín. Su heroísmo le había valido una Estrella Roja. En Berlín, los rusos lo habían acusado de traición y lo habían condenado a quince años de cárcel, pero Misnoi era demasiado bondadoso para enfurecerse.
Cuando bajaron del tren, los obligaron a formar dos filas y caminar dos kilómetros por un camino flanqueado de árboles, hasta que dejaron atrás un edificio amarillo y terminaron frente a un portón flanqueado por una imponente torre de vigilancia. En la torre había un reloj, y a uno y otro lado de la esfera había dos centinelas armados con ametralladoras.
—¿Buchenwald? —preguntó Alexander.
—No —respondió Misnoi.
—¿Auschwitz?
—No, no.
En el portón, unas letras metálicas formaban la frase: «Arbeit Macht Frei».
—¿Qué querrá decir? —preguntó el soldado que los seguía en la hilera.
—«¡Vosotros, los que entráis, abandonad toda esperanza!» —contestó Alexander.
—No —lo corrigió Misnoi—. Es: «El trabajo os hará libres».
—Lo que yo decía…
Misnoi se echó a reír.
—Es un campo de Clase Uno, para prisioneros políticos. Sachsenhausen, probablemente. En Buchenwald había otro letrero; allá encerraban a los autores de delitos más graves.
—¿Como usted?
—Sí, como yo. —Misnoi sonrió complacido—. En Buchenwald decía «Jedem das Seine». «A cada uno lo suyo».
—¡Los alemanes, siempre tan inspirados…! —exclamó Alexander.
El comandante del campo, un hombre gordo y repulsivo que respondía al nombre de Brestov y era incapaz de hablar sin escupir, les confirmó que estaban en Sachsenhausen. El recinto se había construido en la misma época que Buchenwald, se había usado como campo de trabajo y de exterminio y había albergado a homosexuales condenados a trabajar en la fábrica de ladrillos situada fuera de la verja, a militares soviéticos y a algunos prisioneros judíos. Prácticamente todos los soviéticos que habían ingresado en Sachsenhausen habían terminado enterrados allá. Cuando pasó a estar controlado por la URSS, Sachsenhausen fue rebautizado como «campo especial número 7», lo cual significaba que había por lo menos otros seis similares.
Una vez que entraron, Alexander observó que la mayoría de los prisioneros que deambulaban entre los barracones y el comedor o la lavandería o que trabajaban en la zona de talleres no mostraban la actitud humillada de los rusos sino el porte altivo de los arios.
No se equivocaba, ya que casi todos los ocupantes del campo eran alemanes. Alexander y sus compañeros fueron a parar al anexo especial que los nazis habían añadido en su momento para alojar a los militares aliados. La denominada «zona 2» constaba de veinte bloques de ladrillo y se situaba en la esquina más alejada del portón de entrada, fuera del área principal, que tenía forma de triangulo equilátero y contenía cuarenta barracones.
Tras su conversión en campo especial número 7, Sachsenhausen había mantenido esta división en dos áreas diferenciadas: la de nominada «zona 1», el recinto principal, se empleaba para la «prisión preventiva» de civiles y soldados alemanes, mientras que el anexo se reservaba para alojar a los oficiales nazis juzgados por delitos contra la Unión Soviética.
Aunque compartían el anexo con los oficiales alemanes, Alexander y sus compañeros tenían seis o siete barracones para ellos solos y estaban sometidos a diferentes horarios de recuento y de comida. Alexander se preguntó cuándo se difuminarían las diferencias y pasarían a ser considerados enemigos de la Unión Soviética como el resto de los ocupantes del campo.
El primer trabajo que les encomendaron fue vallar un terreno situado a la derecha de los barracones y destinado a sepultar a los futuros muertos del campo especial número 7. Alexander se admiró de la capacidad de previsión del NKGB, que acondicionaba el cementerio antes de que hubiera ninguna baja, y se preguntó dónde estarían enterrados los muertos de la etapa alemana, entre ellos el hijo de Stalin.
Mientras recorrían las instalaciones, les mostraron un pequeño recinto pegado a la valla principal y situado dentro del área industrial. En el interior había un foso de ejecución y al lado un crematorio. El guardián les explicó que era allá donde los asquerosos nazis ejecutaban a los prisioneros de guerra soviéticos, a los que obligaban a colocarse de pie junto a un poste para medirlos antes de dispararles en la nuca a través de un agujero de la pared.
—Les aseguro que ningún militar aliado ha visto este foso —declaró el guardián.
—¿Por qué será? —preguntó Alexander, meneando la cabeza con expresión burlona.
El comentario le valió un golpe con la culata del fusil y un día de calabozo.
Alexander comenzó a trabajar en la zona de talleres, un recinto vallado donde los soviéticos se dedicaban a cortar troncos procedentes de los bosques de Oranienburgo. Al cabo de un tiempo se ofreció voluntario para talar árboles. A las siete y cuarto de la mañana, después del recuento, salía del campo con otros prisioneros y no regresaba hasta las seis menos cuarto de la tarde. Trabajaba sin descanso pero a cambio recibía más comida y podía salir al aire libre y estar a solas con sus pensamientos. A finales de septiembre, cuando empezó el frío, el arreglo ya no le pareció tan bueno. En octubre se moría por manejar un soplete o un martillo en alguno de los talleres, que al menos estaban caldeados. Pero tenía que seguir trabajando al aire libre, con las botas sujetas con cordeles y unos guantes agujereados (un fallo imperdonable en un guante). Afortunadamente, el continuo movimiento lo ayudaba a entrar en calor. Los diez guardianes que vigilaban a los veinte prisioneros iban bien abrigados, pero se pasaban las diez horas en el mismo sitio, dando saltitos sobre los pies helados. Verlos sufrir no era un gran consuelo.
El cementerio empezó a llenarse con la llegada del frío, y a Alexander le ordenaron cavar más tumbas. Los alemanes no lo estaban pasando bien en los campos dirigidos por los soviéticos. Habían resistido seis años de una guerra atroz, pero en el campo especial número 7 comenzaron a debilitarse. Cada vez había más gente, y cada vez había menos espacio libre. Los barracones ya estaban atestados y las literas que construían los prisioneros en la zona de talleres estaban cada vez más juntas.
El campo especial número 7, antes conocido como Sachsenhausen, no estaba administrado por el ejército soviético destacado en Berlín sino por la Dirección General de Campos de Trabajo, que recibía el nombre de Gulag.
El hecho de encontrarse en un presidio del Gulag resultaba insidiosamente descorazonador para Alexander y los cinco mil soviéticos que ocupaban el campo. Muchos de ellos ya habían sido prisioneros de guerra y sabían qué era la privación de libertad, pero mientras estuvieron en manos de los alemanes nunca habían tenido la sensación, ni siquiera en los inviernos más crudos, de que el encierro sería definitivo y fatal. Y es que por entonces todavía eran militares y no habían perdido la esperanza de la victoria, la huida o la liberación. En cambio, en la Alemania ocupada, la victoria ya se había producido, la liberación equivalía a una rendición y la huida era imposible. El momento, el lugar, la condena… eran el fin de toda esperanza, de toda fe, de todo.
Poco a poco, el angustioso torrente de la memoria se fue aquietando.
Durante la guerra, Alexander se imaginaba a Tatiana con todos los detalles (su risa, sus bromas, su forma de cocinar…). En Katowice y en Colditz no quería imaginarla, y sin embargo la imaginaba con todos los detalles.
En Sachsenhausen deseaba imaginarla con todos los detalles, pero no podía.
En Sachsenhausen, Tatiana había quedado contaminada por el Gulag.
Alexander la toca. Tatiana se estremece y los espasmos de su cuerpo se transmiten hasta las manos de él. Alexander le sujeta las piernas y se mueve contra ella, y Tatiana gime, se estremece y de vez en cuando suspira «Ay, Shura», provocándole una excitación y un pavor devastadores. La excitación está en el interior de Tatiana. El pavor está en las manos de Alexander, aferradas al cuerpo estremecido de Tatiana mientras él se retira y oye un grito de frustración que no es el suyo. Tatiana es su privilegio, y Alexander la trata de acuerdo con sus necesidades, no las de ella. Sabe qué necesita: acercarla más a su corazón, sentir cómo se disuelve entre sus manos y lo envuelve. Cuanto más vulnerable se muestra ella, más hombre se siente él. A veces, lo que busca al estrecharla con fuerza contra sí es que Lazarevo no se desvanezca con la luna. No puede darle lo que ella más desea, lo que él más desea. Le da lo que puede.
—¿Te gusta, cariño? —susurra.
—Shura… —responde Tatiana, sin abrir los ojos.
Sus brazos rodean el cuello de Alexander.
—No has acabado… —dice él—. ¡Dios mío, estás temblando!
—No puedo, Shura, no puedo… ¡Ya está!
—Sí, cariño… Ya está.
Alexander cierra los ojos y la oye gritar.
Y gritar, y gritar.
Él no se detiene.
Gritar.
Ya soy un hombre. He conseguido que mi dama sagrada se estremezca entre mis manos y me he convertido en un hombre.
Gritar.
—Te amo, Tania —susurra con los ojos cerrados y la cara pegada a su pelo.
Y quiere gritar él también.
Tatiana debajo de él, acariciándole lánguidamente la espalda.
—¿Ya estás? —pregunta Alexander.
—Estoy lista para seguir —contesta Tatiana.
Alexander ni siquiera ha empezado.
Ahora, eso era lo único que imaginaba Alexander. No había nada más. No había bosque ni luna ni río. No había cama ni sábanas ni césped ni hogueras. No había cosquillas ni juegos ni caricias preliminares ni caricias finales. No había principio ni fin. Sólo Tatiana debajo de él y Alexander encima de ella, estrechándola con fuerza. Los brazos de ella alrededor de su cuello, sus piernas rodeándole el cuerpo. Y ella nunca estaba en silencio.
Porque había sido contaminada por el Gulag, donde no había hombres.
No somos hombres. No vivimos como hombres, no nos comportamos como hombres. No cazamos para comer (sólo yo, cuando no me miran los carceleros), no protegemos a las mujeres que nos aman, no construimos un cobijo para nuestra prole, no usamos las herramientas que nos proporcionó Dios. Nada nos ayuda a vivir, ni nuestro cerebro, ni nuestra fuerza, ni nuestro sexo.
La guerra te define. Durante la guerra sabías en todo momento quién eras: comandante, capitán, teniente o subteniente. Eras un guerrero. Ibas armado, conducías un tanque, dirigías a los soldados en el combate, obedecías órdenes. Había categorías y tareas y ritos de paso. No siempre dormías y no siempre llevabas la ropa seca y muchas veces pasabas hambre, y de vez en cuando sufrías el impacto de una bala o de un proyectil. Pero lo esperabas.
Aquí, no tenemos nada para darle a nadie. No es sólo que nos hayamos convertido en seres infrahumanos, en infrahombres, es que hemos perdido precisamente lo que nos hacía ser quienes éramos. Ya no luchamos, como hacíamos durante la guerra. Entonces éramos animales, pero al menos éramos animales machos. Nos impulsábamos, nos introducíamos entre las líneas enemigas, penetrábamos entre sus defensas, rompíamos el cerco, luchábamos como machos.
Y ahora quieren reformarnos y devolvernos a la sociedad convertidos en eunucos. Volveremos emasculados junto a nuestras infieles esposas, a ciudades en las que ya no podremos vivir, a una vida que ya no podremos soportar. No nos han dejado ninguna virilidad que pueda ser útil para alguien, para nosotros mismos, para nuestras mujeres o para nuestros hijos.
Lo único que tenemos es el pasado, un pasado que detestamos y diseccionamos y estrujamos con nuestras propias manos. Un pasado en el que éramos hombres, nos comportábamos como hombres, trabajábamos como hombres y luchábamos como hombres.
Y amábamos como hombres.
Si al menos…
Sólo tienen que pasar otros nueve mil días como éste.
Hasta que…
Nos devuelvan al mundo que salvamos de Hitler.
Al cabo de poco, hasta sus senos se habían alejado, al igual que su rostro y la voz que gritaba su nombre. Todo se había ido.
Lo único que quedaba era el impacto de su virilidad sobre sus gemidos femeninos.
Y después de un tiempo, incluso eso se había alejado.
Alexander alzó las manos, se detuvo un momento, consciente de la presencia del bosque, y descargó el hacha con fuerza. Cada golpe marcaba otro corte en su vida.
¿Cómo se había rendido tan pronto? ¿Por qué no lo había meditado un poco más? ¿Cuántas veces lo acercaría el azar a Finlandia? ¿Qué habría pasado si, en lugar de rechazar el camino que se abría frente a él en su juventud, hubiera aceptado humildemente la propuesta de los dioses?
Siempre había estado envuelto en alguna otra cosa.
El hijo de Stepanov… Aquel día, Alexander no podría haber hecho nada más que lo que hizo.
Sin embargo, cuando se enfrentó con los finlandeses en Carelia, ¿no podía haber actuado de otra manera? Llevaba una automática y estaba frente a cinco milicianos del NKVD armados con fusiles de una sola carga. Sólo hubiera necesitado unos segundos para matarlos, y ahora sería libre.
Pero no. Había tenido que esperar a que Dimitri acabara con Tatiana y con él…
Alzó otra vez el hacha, incapaz de decir nada.
Podía haber huido y olvidarla, dejar que ella lo olvidara a él. Tatiana habría seguido viviendo en Leningrado tras la guerra, se habría casado y tendría dos habitaciones que ocuparía con su marido y su suegra. Habría tenido un hijo y nunca habría sabido cuál era la diferencia. Pero Alexander sí sabía cuál era la diferencia. Los dos lo sabían. Ahora están separados… y la diferencia es que Tatiana usa maquillaje y zapatos de tacón y dice a los soldados que vuelven de la guerra y la cortejan: «Tuve un marido al que debía fidelidad, pero ya ha muerto… ven a bailar conmigo… admira mi pelo y mis zapatos de tacón… bailemos para olvidar la guerra… estoy viva, viva, viva, y él está muerto… estaba triste, pero la guerra terminó y volví a respirar y ahora estoy bailando…».
Alexander alzó el hacha.
Respiro el aire que viene de la tierra congelada, respiro el aire frío que me invade los pulmones y que al exhalarlo se convierte en fuego.
Si no huí, fue porque mi arrogancia me hizo creer que en cualquier momento podría escapar. Pensaba que era inmortal, que la maldita muerte nunca me alcanzaría porque yo era más fuerte y más listo que ella, más fuerte y más listo que la Unión Soviética. Me lancé al Volga desde una altura de treinta metros, crucé medio país sin llevar nada conmigo, me salvé de Kresti y de Vladivostok y del tifus.
Pero no me salvé de Tatiana.
Tendré cincuenta y un años cuando me dejen salir.
Se sentía tan viejo, después de haber sido tan joven al lado de ella…
Alexander llevaba demasiadas horas en el bosque, solo con sus pensamientos. Lo envolvía un silencio fantasmal, pavoroso y gélido. Miró en derredor y oyó un ruido. No sabía qué era, pero le resultaba familiar. Contuvo el aliento. ¿Lo oiría otra vez?
¡Ajá! A escasa distancia, sonó una leve risa. Alexander colocó un tronco sobre el soporte y alzó el hacha, pero no se movió.
Volvió a oír aquel sonido leve y trémulo, tan familiar que le dolieron los huesos. «Tatiana», susurró Alexander.
Tatiana se le acerca, pálida. Lleva un bañador a topos y le ha crecido el pelo. Se le acerca y se sienta sobre el tronco, no lo deja seguir cortando leña. Alexander enciende un cigarrillo y la observa en silencio. No sabe qué decirle.
—Alexander. —Es ella la que habla primero—. Estás vivo y has envejecido. ¿Qué te ha pasado?
—¿Qué aspecto tengo? —pregunta él.
—El de un hombre de cincuenta años.
—Tengo cincuenta años.
Tatiana sonríe.
—Tú tienes cincuenta y yo diecisiete. —Emite una risa melodiosa—. Qué injusta es la vida. ¡La, la, la…!
—¿Te acuerdas de Lazarevo, Tania? ¿Recuerdas el verano del 42?
—¿Qué verano del 42? Fallecí en el 41 y tendré diecisiete años durante toda la eternidad. ¿Te acuerdas de Dasha? ¡Ven, Dasha! ¡Mira a quién me acabo de encontrar!
—¿Qué dices, Tania? Mírate: no estás muerta. Espera, no llames a Dasha.
—¡Ven, Dasha! Claro que estoy muerta. ¿Pensabas que mi hermana y yo podríamos sobrevivir al asedio de Leningrado? Era imposible. Llegó la mañana en que ya no fui capaz de levantar el cubo de agua o de bajar a la calle a por las raciones de comida. Nos tumbamos las dos en la cama, se estaba bien, no podíamos movernos, nos tapamos con una manta, el fuego se apagó, se acabó el pan, ya no volvimos a levantarnos.
—Espera…
Tania le sonríe con sus dientes blancos, sus pecas, sus trenzas, sus pechos, con todos los detalles.
—¿Por qué estás cortando leña, Alexander?
—¿Y a mí qué me pasó, Tania? ¿Por qué no te ayudé?
—¿Ayudarme cómo?
—Llevándote pan, dándote mis raciones de comida… ¿Por qué no te saqué de Leningrado?
—¿Qué quieres decir? Después de septiembre, no volvimos a verte. ¿Adónde fuiste? Dijiste que te casarías con Dasha y desapareciste. Ella pensó que habías huido de ella.
—¿De ella? —dice Alexander, desconcertado—. ¿No de ti?
—¿De mí? —repite jovialmente Tania.
—¿Qué me dices de nuestra conversación en San Isaac, qué me dices de Luga?
—¿Por qué hablas de San Isaac o de Luga? ¿Dónde andas, Dasha? ¡Ven! ¡No vas a creer a quién me acabo de encontrar!
—¿Por qué actúas como si no supieras de qué hablo, Tania? —insiste Alexander—. ¡Me vas a romper el corazón! Por favor, deja de fingir y dime una palabra de consuelo.
Tania deja de saltar de repente, sus trenzas dejan de bailar, se vuelve a mirar a Alexander.
—¿Qué decías, Alex?
—¿Cómo me has llamado?
—Alex.
—Nunca me llamaste así.
—¿Qué quieres decir? Siempre te llamábamos Alex…
Alexander, para no volverse loco, lucha desesperadamente por despertarse e interrumpir el sueño. Pero no duerme: está despierto y tiene el hacha frente a él. Y Tatiana está dando saltitos sobre una sola pierna.
—¿Qué me dices de Luga, Tania?
—Teníamos una dacha en Luga. Pensábamos que podríamos instalarnos allá después de la guerra, pero no lo conseguimos.
—¿Cómo me has reconocido? —pregunta Alexander—. ¿Cómo sabes con quién estás hablando?
—¿Qué quieres decir? —Su risa cantarina dibuja ondas en la superficie del río—. Eres el novio de mi hermana.
—¿Y cómo nos conocimos tú y yo?
—Nos presentó ella. Llevaba semanas hablando de ti, y un día viniste a cenar.
—¿Cuándo?
—No lo sé, en julio.
—¿No fue el 22 de junio cuando nos conocimos? Era el primer día de la guerra y coincidimos en la parada del autobús, ¿no te acuerdas?
—¿El 22 de junio? No, no fue entonces.
—¿No estabas sentada en un banco, comiéndote un helado?
—Sí…
—¿Y no se quedó mirándote un soldado (que era yo) desde el otro lado de la calle?
—No había ningún soldado —dice Tatiana con convicción—. La calle estaba desierta. Terminé el helado y cogí el autobús para ir a la avenida Nevski. Compré caviar en Elisei. Pero no duró mucho, no nos ayudó a pasar el invierno.
—¿Y yo dónde estaba? —exclama Alexander.
—No lo sé —contesta Tatiana con una voz aguda, sin dejar de dar saltitos—. Yo no vi a nadie.
Alexander, muy pálido, la mira a los ojos. La expresión de Tatiana no refleja cariño… sólo diversión.
—¿Por qué no ayudé a tu hermana durante el asedio? —Consigue pronunciar.
Tatiana baja la voz y responde en un susurro nervioso:
—No sé si será verdad, Alexander, pero Dimitri nos contó que habías huido tú solo a Estados Unidos. ¿Es cierto? ¿Nos abandonaste? —Tatiana se echa a reír—. ¡Qué maravilla, Estados Unidos! ¡Ven aquí, Dasha! —Se vuelve hacia Alexander—. Dasha y yo hablamos mucho de tu huida en los meses del invierno, estábamos tumbadas en la cama y decíamos: «Seguro que Alexander no pasa hambre ni frío. ¿Crees que en Estados Unidos encenderán la calefacción durante la guerra? ¿Tendrán pan blanco?».
Hace rato que Alexander se ha dejado caer de rodillas sobre la nieve.
—Tania, Tania… —suplica con voz desesperada, alzando la vista hacia sus ojos.
—¿Cómo me has llamado?
—Tatiasha, esposa mía… Tania, madre de mi hijo… ¿no te acuerdas de Lazarevo?
—¿De qué? —dice Tatiana, frunciendo el ceño—. Qué raro estás, Alexander. ¿De qué me hablas? No soy tu esposa, nunca me he casado con nadie. —Suelta una risita y se encoge de hombros—. ¿Tu hijo? Sabes perfectamente que nunca he tenido novio. —Sus ojos parpadean—. Eso quedaba para mi querida hermana. Ven aquí, Dasha, mira a quién acabo de encontrar. Háblame de tu novio Alexander. ¿Cómo es?
Tatiana se aleja sin mirar atrás, y su risa se desvanece.
Alexander soltó el hacha, se puso en pie y echó a andar.
Lo capturaron en el bosque, lo devolvieron al campo y lo metieron en el calabozo. Cuando llevaba dos semanas encerrado, abrió los grilletes con un alfiler que había conseguido esconder en una bota. Volvieron a ponerle grilletes en las piernas y le quitaron las botas, pero Alexander abrió los grilletes con un trocito de metal que encontró en el suelo de la celda de aislamiento. Le dieron una paliza y lo dejaron veinticuatro horas colgado de los pies, cabeza abajo. Terminó con las muñecas dislocadas por los esfuerzos que hizo para mantenerse erguido.
Lo llevaron otra vez a la celda y lo dejaron tirado sobre la paja, con los brazos encadenados por encima de la cabeza. Tres veces al día entraba un guardián y le embutía un poco de pan por el gaznate.
Un día, Alexander apartó la cara y no quiso el pan, aunque aceptó el agua.
Al día siguiente, volvió a rechazar el pan.
Dejaron de darle pan.
Una noche abrió los ojos y sintió frío y sed. Estaba muy sucio y le dolía todo el cuerpo. No podía moverse. Intentó cubrirse con paja, pero no le sirvió de nada. Volvió la cara a un lado y clavó la mirada en la oscura pared. Se volvió hacia el otro lado y pestañeó.
Harold Barrington estaba en cuclillas, con la espalda apoyada en la pared. Vestía unos pantalones anchos y una camiseta blanca y se había peinado. Parecía joven, más joven que Alexander. Llevaba mucho rato sin decir nada. Alexander lo miró sin pestañear: temía que su padre desapareciera si lo hacía.
—Papá… —susurró.
—¿Qué te ha pasado, Alexander?
—No lo sé. Creo que todo ha acabado ya para mí.
—Nuestro país de adopción te ha dado la espalda.
—Así es.
—Ya te traicionó una vez con esta guerra absurda, y volvió a traicionarte cuando no quiso tratarte como un ser humano en los campos de prisioneros, y ahora te traiciona por tercera vez, cuando te castiga por ayudarlo a salvar su forma de vida.
—Así es. Y mis amigos han muerto o han desaparecido.
—Olvídate de ellos. ¿Te has casado?
—Sí, me casé.
—¿Dónde está tu mujer?
—No lo sé. —Alexander hizo una pausa—. Hace años que no la veo.
—¿Te está esperando?
—Creo que ya hace mucho que rehízo su vida.
—¿Y tú, has rehecho tu vida?
—Sí —respondió Alexander—. Yo también, y ahora disfruto de la vida que construí para mí.
Harold guardó silencio en la oscuridad.
—No, hijo —dijo al final—. Disfrutas de la vida que yo construí para ti.
Alexander estaba tan asustado que no pestañeó.
—Pensaba que llegarías muy lejos, Alexander. Y tu madre también lo pensaba.
—Ya lo sé, papá. Y durante un tiempo no me fue mal.
—Yo había imaginado otra vida para ti.
—Yo también.
Harold se colocó a su lado.
—¿Dónde está mi hijo? —susurró—. ¿Dónde está mi niño, el niño al que puse el nombre de Alexander Barrington? Quiero que vuelva, quiero tomarlo en brazos y llevarlo a la cuna, como hacía cuando era recién nacido.
—Aquí estoy —dijo Alexander.
—Pídeles pan, Alexander —dijo Harold, con voz débil—. Por favor, no seas tan orgulloso.
Alexander no respondió.
Harold se acercó a su oído y susurró:
Si puedes mantener en la ruda pelea
alerta el pensamiento y el músculo tirante
para emplearlos cuando todo flaquea,
menos la voluntad que te dice: «¡Adelante…!».
Esta vez, Alexander parpadeó. Y Harold ya no estaba.