Capítulo 34

Jeb, noviembre de 1945

Tatiana aceptó salir a cenar con Edward. Se vistió un poco mejor de lo habitual, con una falda azul y un jersey de lana beige, pero a pesar de la insistencia de Vikki no se maquilló ni se dejó el pelo suelto, sino que se lo peinó en una trenza muy larga. Se puso el abrigo y la bufanda, se sentó en el sofá y esperó a que vinieran a buscarla mientras hojeaba con su hijo un libro ilustrado.

—¿Qué te da miedo? —le preguntó Vikki, recogiendo los periódicos amontonados sobre la mesa—. Estás acostumbrada a comer con él. Será lo mismo, sólo que una cena en lugar de un almuerzo.

—Y por la noche.

—Eso también.

Tatiana calló y fingió enfrascarse en el libro que hojeaba con Anthony.

Edward apareció con traje y corbata. Vikki le dijo que estaba muy elegante y Tatiana coincidió en la apreciación. Edward era alto, flaco y sosegado. Siempre quedaba bien, con traje y corbata o con la bata de médico. Tenía una mirada seria y tierna. Tatiana se sentía cómoda a su lado, pero al mismo tiempo muy incómoda.

Edward la llevó al Sardi, en la calle Cuarenta y cuatro. Tatiana tomó cóctel de gambas y un bistec, seguidos de tarta de chocolate y café.

Después de un incómodo silencio inicial, estuvo toda la cena haciendo preguntas a Edward y escuchando sus respuestas. Le preguntó por la carrera de medicina y de cirugía y por los heridos y los enfermos, por los hospitales en los que había trabajado, por los motivos que lo habían llevado a escoger su profesión y por lo que pensaba de ella en la actualidad. Le preguntó en qué lugares de Estados Unidos había estado y cuál de todos le gustaba más. Lo miró a los ojos y rio en los momentos precisos en que había que mirarse a los ojos y reír.

Y en algún punto comprendido entre el momento de pedir que les envolvieran la tarta de chocolate para llevársela a casa y el momento de recibir la cuenta, Tatiana, que a ratos asentía y a ratos escuchaba con la cabeza ladeada, vio una imagen a todo color de ella misma sentada con Edward frente a una mesa similar a la del restaurante, sólo que era una mesa antigua y alargada y a su lado se sentaban sus hijas ya crecidas.

Tatiana se levantó de un salto y preguntó la hora al camarero.

—¿Las diez? ¡Dios mío, qué tarde se ha hecho! ¡Tengo que volver con Anthony! Ha sido una velada muy agradable gracias.

Edward, desconcertado, la acompañó a su casa en un taxi.

Tatiana se pasó todo el viaje mirando por la ventanilla.

—¿Qué te ha pasado? —le preguntó Edward a la altura de la calle Veintitrés—. Supongo que me he puesto un poco pesado, hablando solamente de mí.

—¡No, qué va! —respondió Tatiana—. Me fascinaba tu historia. Ya sabes que me gusta saberlo todo.

—La próxima vez hablaremos de ti.

—Soy muy aburrida —declaró Tatiana—. No tengo nada que contarte.

—Ahora que ya llevas unos años por aquí, ¿puedes decir qué te gusta más de Estados Unidos?

—La gente —contestó Tatiana sin pensarlo dos veces.

Edward se echó a reír.

—Pero Tania, ¡sólo conoces inmigrantes!

Tatiana asintió.

—Son los auténticos estadounidenses. Están aquí por los motivos adecuados… Nueva York es una ciudad maravillosa.

—¿Y qué otras cosas te gustan?

—El beicon… es delicioso —respondió Tatiana—. Y supongo que me gusta poder disfrutar de comodidades. Todo lo que crean o fabrican los estadounidenses sirve para que la vida sea un poco más fácil. La música es bonita, la ropa es cómoda, las mantas no pican, la leche y el pan se pueden comprar en la tienda de la esquina, los zapatos son de mi talla, las butacas son mullidas… Se vive bien. —Estaban en la calle Catorce. Tatiana miró por la ventanilla y añadió en voz baja—: Hay tantas cosas que uno da por supuestas…

El taxi frenó junto al portal de su casa.

—Bueno…

—Tania —dijo Edward con una voz emocionada, tendiendo la mano hacia ella.

—Gracias por una velada tan agradable —dijo Tania, acercándose y dándole un beso en la mejilla.

Salió apresuradamente del taxi.

—¡Hasta el lunes! —gritó Edward, pero ella ya había entrado en el edificio después de que Diego, el rumano, le abriera la puerta con un gesto respetuoso.

«Tania, Tania».

Le oigo gritar mi nombre.

Me vuelvo y allí está, vivo y gritando mi nombre.

«Tania, Tania».

Me vuelvo, no tengo más remedio que volverme, y allí está él, con el uniforme de campaña y el fusil colgado del hombro, corriendo hacia mí, sin aliento.

Tan joven aún…

¿Por qué oigo su voz con tanta claridad?

¿Por qué resuena su voz en mi cabeza?

Y en mi pecho.

Y en mis brazos y en mis dedos, y en mi corazón que apenas late, y en el soplo helado de mi aliento.

¿Por qué su grito es tan ensordecedor?

Por la noche todo está tranquilo.

Pero por el día, entre la multitud…

Camino lentamente, me siento muy quieta, y le oigo gritar mi nombre.

«Tania, Tania…».

¿Por qué oigo su voz?

¿No dijo una vez que una noche oiría el viento estelar?

«Si lo oyes, seré yo llamándote, —susurró—. Llamándote desde Lazarevo».

¿Por qué está GRITANDO ahora?

¡Aquí estoy, Shura! No hace falta que grites mi nombre. No me voy a ningún lado.

«Tania, Tania…».

Una tarde de domingo luminosa y fría, Tatiana, Vikki y Anthony salieron a dar uno de sus acostumbrados paseos por el mercadillo de la Segunda Avenida. Vikki hablaba de cosas triviales y Tatiana la escuchaba sin prestarle mucha atención mientras sujetaba a Anthony por los hombros porque el niño se había empeñado en empujar el cochecito contra los tobillos de los transeúntes. Vikki iba cargada con las bolsas y no perdía ocasión de quejarse de lo injusto que era el reparto de tareas.

—Y explícame por qué te has negado a quedar otra vez con Edward…

—No me he negado —explicó pacientemente Tatiana—. Le he dicho que necesito un poco de tiempo para hacerme a la idea. Seguimos viéndonos a la hora de la comida.

—¡La comida! ¡No es lo mismo quedar a comer que a cenar! Es obvio que le has dado calabazas.

—No le he dado calabazas, sólo le he dicho que no vaya tan de prisa.

Vikki ya había decidido pasar a otro tema:

—Ya sé que pensabas hacer bocadillos de beicon para cenar, Tania, pero quizá podríamos comer algo que no fuera pan con carne… ¿Qué te parecen unos espaguetis con albóndigas?

—¿Y de qué están hechos los espaguetis?

—¡Yo qué sé! Se cultivan en Portugal, como las aceitunas, y mi abuela los compra en una tienda especializada.

—No. Los espaguetis se hacen con harina.

—¿Y qué?

—Y las albóndigas se hacen con carne.

—¿Y qué?

Tatiana no dijo nada. Unos metros más adelante vio una figura alta y oprimió la mano de Anthony mientras entrecerraba los ojos y trataba de distinguirla entre la multitud. La Segunda Avenida estaba abarrotada de gente y Tatiana alzó la cara y se movió unos pasos a la derecha para ver mejor, intentando que Vikki anduviera más deprisa.

—¿Y qué?

—Corre… —insistió Tatiana, tirando de ella—. Perdone, ¿me deja pasar? —empezó a decir a los transeúntes que se interponían en su camino.

—¿A qué viene tanta prisa, Tania? Y no has contestado a mi pregunta.

—¿Qué pregunta?

—«¿Y qué…?». Ésa era mi pregunta.

—Espaguetis con albóndigas es lo mismo que pan con beicon —explicó Tatiana—. Perdone… —dijo a la persona que andaba delante de ella, mientras obligaba a Anthony a correr más deprisa de lo que sus piernecitas le permitían—. Vamos, no os quedéis rezagados —añadió, dirigiéndose a su hijo y a Vikki.

Lo dijo sin mirarlos, como tampoco miraba a los transeúntes a los que trataba de apartar de su camino. Nadie parecía contento de que les golpeara los tobillos un cochecito empujado por una rusa enloquecida, aunque estuvieran en un barrio de rusos… sobre todo porque estaban en un barrio de rusos. Tatiana tuvo que escuchar algunos improperios muy desagradables en su lengua materna.

—¡Date prisa, Vikki! —insistió. Cogió a Anthony en brazos, lanzó el cochecito hacia su amiga, que ya iba cargada con las bolsas, y añadió—: Tengo que…

No pudo contenerse más y echó a correr, sin terminar la frase. Bajó de la acera y avanzó a toda prisa junto al bordillo, intentando alcanzar a dos hombres que estaban a media manzana de distancia. Llegó a su altura con el corazón acelerado, extendió la mano hacia el antebrazo de uno de ellos e intentó pronunciar «¡Alexander!». Pero ninguna palabra salió de su boca.

El hombre era muy alto y ancho de hombros. Tatiana no retiró la mano hasta que él se volvió y sonrió. Tatiana se sonrojó, apartó la mano y desvió la mirada, pero ya era tarde.

—¿Qué quieres, bonita?

Tatiana dio un paso atrás y comenzó a balbucear palabras en ruso, incapaz de recordar ningún otro idioma. Al cabo de un momento recuperó un inglés rudimentario, que incluso a ella le sonó extraño:

—Siento mucho, pensaba tú otro…

—Puedo ser quien tú quieras, bonita. ¿Quién quieres que sea?

En ese momento los alcanzó Vikki, con el cochecito y las bolsas de la compra.

—¿Qué pasa, Tania? —preguntó, desconcertada.

Al ver a los dos hombres, se interrumpió y les sonrió.

El más alto dijo que se llamaba Jeb y que su amigo era Vincent.

Jeb tenía el pelo negro, pero eso era lo único que coincidía. Su cara era la cara de Jeb, no la del marido de Tatiana. Sin embargo, aquella tarde de sábado, mirando los ojos risueños y amistosos de Jeb, Tatiana sintió una punzada de deseo. Un soplo de deseo.

—¿Por qué eres tan exagerada para todo? —preguntó Vikki cuando se alejaban—. Te pasas años sin hacer caso a ningún hombre y de pronto empujas a las señoras mayores con el cochecito para abordar a uno que pasa por la calle. ¿Qué te pasa?

Jeb llamó por teléfono al día siguiente.

—¿Te has vuelto loca? ¿Le diste nuestro número? —protestó Vikki—. ¡No sabes de dónde viene!

—Sí sé que viene de Japón —explicó Tatiana—. Estaba en la Armada.

—No te entiendo. ¡No lo conoces de nada! Llevo dos años intentando que salgas con Edward…

—Vikki, no quiero que Edward sea una pareja de rebote. Es demasiado bueno para eso.

—Estoy segura de que Edward tiene algo que opinar al respecto… ¿Y quieres que Jeb sea tu pareja de rebote?

—No lo sé.

—No te conviene —dijo rotundamente Vikki—. No me gustó la forma en que te miraba. No entiendo que, de todos los hombres que hay en el mundo, elijas al único que no me gusta.

—Ya te caerá bien con el tiempo.

Pero Jeb no llegó a caerle bien a Vikki. Tatiana se sentía demasiado avergonzada para salir con él a solas, así que lo invitó a cenar a su casa.

—¿Y qué harás de cena? ¿Huevos fritos con beicon? ¿Un sándwich de beicon, tomate y lechuga? ¿Col hervida con beicon?

—Col con beicon puede estar bien. Col con beicon y pan.

Jeb cenó con los tres. Vikki no se retiró a su habitación ni por un momento y Anthony estuvo levantado durante toda la cena. Al final, Jeb se marchó sin haber estado a solas con Tatiana.

—No me gustó la forma en que te miró la primera vez y aún me gusta menos ahora —declaró Vikki—. ¿No lo encuentras prepotente?

—¿Qué?

—Te interrumpía cada vez que empezabas a hablar. Siempre con una sonrisa, el muy falso… Y no me digas que no te has fijado en el poco caso que le ha hecho a tu hijo.

—¿Cómo quieres que no le hiciera caso? ¡Gracias a ti, Anthony ha estado debajo de la mesa toda la noche!

—¿No crees que Anthony se merece a un hombre mejor que Jeb?

—Claro. Pero no veo hombre mejor. ¿Qué quieres que haga?

—Edward es mucho mejor que Jeb —opinó Vikki.

—¿Y por qué no persigues tú a Edward? Está disponible.

—¡No creas que no lo he intentado! —dijo Vikki—. Pero no soy yo la que le interesa…

Vikki tenía razón: Jeb era posesivo y prepotente. Pero Tatiana no podía evitar sentir el deseo de que sus fuertes y posesivos brazos la envolvieran.

Tatiana pensó en Alexander. Lo imaginó, y en su imaginación creó el tipo de infierno que sólo es capaz de crear la persona auténticamente masoquista: el hombre-mantis religiosa que se acerca a su pareja sabiendo que ella acabará con él, le cortará la cabeza y lo devorará. Y pese a todo se arrastra hacia ella con los ojos y el corazón cerrados, se arrastra hacia las puertas de la vida y de la muerte, dando gracias a Dios por estar vivo.

—Tania, ¿me perdonarás que muera?

—Te lo perdonaré todo.

Dos semanas antes de Navidad, una tarde en que Tatiana había ido a recoger a Anthony, Isabella la invitó a sentarse y le ofreció una taza de té.

—¿Qué te pasa, Tania? —preguntó.

—Nada.

Isabella escrutó su rostro.

—Ojalá fuera más fácil tener fe —añadió Tatiana, mirándose las manos.

—¿Fe en qué?

—En la vida, en mí… Confiar en que estoy haciendo lo que debo…

«No quiero olvidarme de él», quiso decir.

—Por supuesto que estás haciendo lo que debes, cariño —la tranquilizó Isabella—. Sigues adelante, como todas las mujeres que se quedan viudas. Sigues adelante y tienes fe en ti misma.

—¿Y si él no ha muerto? —susurró Tatiana—. Para tener fe, necesito alguna prueba.

—Pero cariño, si tuvieras una prueba ya no estaríamos hablando de fe, ¿no es así? —repuso Isabella.

Tatiana no dijo nada.

—Tienes que hacer de tripas corazón y seguir adelante, como siempre has hecho —insistió Isabella.

—Como sabe, señora Isabella, soy experta en hacer de tripas corazón —observó Tatiana—. Pero cada vez me resulta más difícil. Odio cada día que empieza, porque es un día que me aleja más de él.

—Cuando más se necesita la fe es cuando estás rodeada de oscuridad. —Isabella la miró pensativamente—. Se te veía muy triste al llegar a Nueva York, cariño. ¿No estás mejor ahora?

—Sí —aceptó Tatiana.

Exteriormente, estaba bien. Pero dentro de ella estaba la maldita medalla de Alexander, y estaba el maldito Orbeli.

—¿Te sentirías mejor si tuvieras alguna prueba que no fuera el certificado de defunción?

Tatiana no contestó. ¿Qué podía decir?

—Es mejor que haya muerto, cariño, porque habrá dejado de sufrir. Piensa que ahora es tu ángel guardián y te protege.

—Por favor, no me diga eso. Si creo que ha muerto, me costará aún más seguir viviendo, sabiendo que una bala podría llevarme junto a él —dijo Tatiana.

—No puedes dejar huérfano a tu hijo.

—¿Por qué no? Él lo dejó huérfano.

—Si te resulta más fácil, sigue creyendo que vive.

—Pero si vive, ¿cómo puedo seguir adelante con mi vida?

El gemido que emitió Tatiana expresaba una aflicción tan profunda, que Isabella palideció y apartó unos pasos la silla en la que estaba sentada.

—¿Cómo puedo ayudarte? —preguntó en un susurro.

—No puede —contestó Tatiana, poniéndose de pie. Recogió el bolso y llamó a Anthony—. Tiene que ser un consuelo ver las cosas tan claras… Pero es normal, usted sigue con Travis, y no le es difícil tener fe porque tiene a su lado una prueba viviente.

—Tú también tienes una prueba viviente —dijo Isabella, señalando al niño, que acababa de entrar en el salón y se lanzaba en brazos de su madre.

—Mamá, «quero» helado para cenar…

—Claro, cariño —dijo Tatiana.

Y Anthony tuvo helado para cenar.

—Mamá, ¿por qué Timothy tiene un papá y Ricky también y Sean también?

—¿Por qué me preguntas eso, mi amor?

Estaban pasando junto al Battery Park, camino del colegio, Tatiana había apuntado a Anthony en el grupo de párvulos dos semanas antes; pensaba que su hijo pasaba demasiado tiempo con adultos, sobre todo con Isabella, y quería que conociese a otros niños de su edad. No le gustaba que frunciera el ceño como una persona mayor. El niño hablaba demasiado bien y era demasiado reflexivo y serio para tener sólo dos años y medio. Por eso pensó que le iría bien ir al colegio y tratar a otros niños.

Y ahora Anthony le venía con aquella pregunta:

—¿Por qué yo no tengo un papá?

—Sí lo tienes, mi amor, sólo que no está aquí. Tampoco están los papás de Mickey, de Bobby y de Phil, ya sabes que los cuidan sus mamás. Tú tienes mucha suerte, porque te cuidan Vikki e Isabella además de tu mamá…

—¿Cuándo volverá papá, mami? El papá de Ricky ya ha vuelto y ahora lo acompaña al colegio por las mañanas.

La mirada de Tatiana se perdió en la lejanía.

—Ricky ha pedido a Santa Claus que vuelva su papá. Yo también puedo pedírselo…

—Ya veremos —susurró Tatiana.

—La guerra se acabó. ¿Por qué no vuelve? —insistió Anthony.

En la puerta del colegio, el niño no quiso que su madre le diera un beso ni que lo acompañara al interior. Cuadró los hombros, frunció el ceño y entró solo en la guardería, cargado con la bolsa de la merienda.

Las cuatro etapas del duelo. La primera era el impacto. Después venía la negación. La negación había durado hasta esa misma mañana. Y ahora había empezado la fase siguiente: el enojo. ¿Cuándo llega la aceptación?

Pero lo que Tatiana quería no era aceptación, sino alivio. ¿Cuándo llegaría el alivio?

Estaba muy enojada con él. Alexander sabía perfectamente que ella no tenía ningún interés en seguir viviendo sin él. ¿Acaso pensaba que en el Estados Unidos de la posguerra, con sus electrodomésticos, sus radios y su promesa de televisión, viviría mejor que en el Gulag?

Un momento… ¿Qué hay de Anthony? Anthony no es un espectro sino un niño real, que habría nacido en cualquier caso. ¿Qué habría sido de él?

Tatiana contempló las aguas del puerto. «Podría zambullirme y nadar como si fuera el último pez del océano. ¿Cuánto tardaría en llegar a las frías aguas del invierno? Nadaría cada vez más lentamente, hasta encontrarme con él al otro lado de la vida, tendiéndome la mano y diciéndome “¿Por qué has tardado tanto en aparecer, Tatia? Llevo tanto tiempo esperándote…”».

Tatiana se apartó de la barandilla del transbordador. «No. Él me mira, mueve la cabeza y dice: “Anthony es un niño perfecto, Tania. Qué suerte tienes de tenerlo contigo. Yo también quisiera abrazarlo. En eso pienso allá donde estoy: en cuánto desearía abrazar a mi hijo”».

Tatiana volvió a encerrarse en sí misma, entró en la habitación privada donde seguía siendo Tatiana Metanova, cerró la puerta y se sentó en el suelo con la mochila negra. En aquel lugar no había Anthonys ni Isabellas ni Vikkis ni Edwards ni Jebs; sólo estaban Tania y Shura en el Kama, compitiendo por atrapar una perca con las manos. Siempre gana Alexander, que nada a la velocidad del rayo y es capaz de ver hasta muy lejos dentro del agua.

Sólo están Shura y Tania. Ella le está enseñando a preparar tortitas pero él, incapaz de apartar la mirada de sus ojos, se olvida de la sartén. «¿Cuántas veces voy a tener que explicártelo, Shura?», pregunta Tatiana. «Según mis cálculos, ésta es la tercera vez —murmura él—. No puedo evitarlo, estás tan bonita cuando cocinas…». «Shura…». Es demasiado tarde. Apartan la sartén del fuego.

Tatiana cierra de golpe la puerta de la maldita habitación. La detesta. Ojalá la hubiera quemado en Estocolmo. Todo lo demás ardió en la pira… ¿por qué no quemó eso también?

Anthony necesitaba a su madre. Anthony no podía ser un niño huérfano, ni en Estados Unidos ni en la Unión Soviética. No podía perder a su madre también. Un niño tan dulce, con sus manitas regordetas, su boca manchada de chocolate y su pelo negro. Tatiana se estremecía cuando acariciaba el pelo negro de su hijo.

—Déjame lavarte el pelo, Shura —dice, sentándose en el suelo y mirando hacia el claro.

—Está limpio, Tania. Me lo he lavado esta mañana.

—Anda, déjame. Te lo lavaré en el río.

—Bueno. Sólo si me dejas lavarte…

—Te dejo hacer lo que quieras, pero ven conmigo.

Se estremecía cada vez que miraba a su hijo.

Aquella noche, Tatiana no se puso el abrigo ni el sombrero para salir a la escalera de incendios. Se sentó en silencio y dejó que la fría brisa marina invadiera sus pulmones. Olía tan bien… En todo el planeta sólo había una ciudad más hermosa que Nueva York.

Nueva York, que palpitaba eternamente, como si fuera el corazón del mundo. Ya no había apagones nocturnos y los edificios resplandecían como perpetuos fuegos de artificio. No había ni una sola calle que no estuviera abarrotada de transeúntes, ninguna donde no saliera una nube de vapor por algún hueco de alcantarilla, ninguna donde no hubiera operarios encaramados a los postes para instalar nuevas líneas de teléfono o electricidad o a una grúa para desmontar el tren elevado… Ninguna sin el rumor constante de las obras, que comenzaba todos los días a las siete de la mañana, junto con el bullicio de sirenas, bocinas y motores, coches, autobuses y taxis amarillos. Las tiendas estaban repletas de productos; las cafeterías, de pastelitos; los restaurantes, de beicon; los comercios, de libros, discos y cámaras Polaroid; la música salía toda la noche de bares y locales; ¡ah!, y siempre había parejas bajo los árboles o en los bancos públicos, con uniforme, con traje y corbata, con bata de médico o de enfermera… Y en Central Park, adonde iban todos los fines de semana, no había ni un metro de césped sin una familia merendando. Y centenares de botes paseaban por el lago mientras hubiera luz.

Y después anochecía.

En el mar, con el brazo extendido hacia Dios, estaba la Estatua de la Libertad, y en la escalera de incendios estaba Tatiana. En Nochevieja, en Nochebuena, el 23 de junio, el 13 de marzo… Tatiana salía a la escalera de incendios a las tres de la mañana y escuchaba el rumor del océano, atenta por si oía el sonido de una respiración.

Las brasas empiezan a enfriarse. Él ya ha terminado y se ha quedado dormido. Exhausto, se ha dejado caer sobre Tatiana, que no ha intentado apartarlo porque le gusta sentir su peso, saber que está encima de ella, tan cercano. Puede sentir su olor y besar su pelo sudoroso y su mejilla cubierta por la barba incipiente. Le acaricia los brazos. Adora con locura sus brazos musculosos.

—Shura —dice en un susurro—. ¿Me oyes, soldado?

Tatiana sigue abrazada a él durante un buen rato, escuchando su respiración, el rumor de la leña que se convierte en cenizas, el sonido de la lluvia y el viento que sopla en el exterior, cuando el interior de la cabaña es cálido y acogedor. Escucha su respiración satisfecha. Cuando duerme, es feliz. No lo importunan las pesadillas ni la tristeza. Cuando duerme, no sufre, sólo respira. Tan sereno, tan contento, tan vivo…

Tatiana sabía que lo más difícil sería seguir adelante. Todas las mañanas llevaba a su hijo al colegio y después se iba a atender a los inmigrantes de Ellis. A veces compraba melocotones, y en el puerto siempre soplaba el viento, y Tatiana escuchaba con atención por si el viento le hablaba pero el viento nunca le decía nada, y trataba de oír la voz de Alexander pero tampoco la oía.

No era su propia vida lo que lamentaba. En realidad, su vida le ofrecía todo lo que necesitaba para seguir adelante.

No entendía por qué sentía aquella desesperación justo en ese momento, cuando las cosas se habían vuelto mucho más sencillas. Aparentemente, lo tenía todo. Ahora bien, si profundizaba bajo las apariencias, veía que empezaba a acomodarse, como si…

Podía cerrar los ojos e imaginar una vida…

Sin él.

Imaginar que lo olvidaba.

La guerra quedaba lejos.

Rusia quedaba lejos.

Leningrado quedaba lejos.

Y Tatiana y Alexander quedaban lejos también.

Todo eso había existido en otro momento, y ahora Tatiana tenía palabras que habrían podido mitigar su tristeza, palabras en inglés, un nombre nuevo, y algo que flotaba sobre todo lo demás como un manto protector: una nueva vida en un asombroso, palpitante y generoso Estados Unidos. Una identidad nueva en un país dorado e inmenso. Dios le había puesto fácil el olvido. «Todo esto te doy —le había dicho—. Te regalo la libertad y el sol que sale todos los días, y el calor y las comodidades. Te regalo los veranos en Central Park y en Coney Island; te regalo a Vikki, una amiga que te acompañará toda la vida; a Anthony, un hijo que te acompañará toda la vida; a Edward, por si tienes deseos de volver a amar, y la juventud y la belleza por si no quieres que te ame solamente Edward. Te regalo Nueva York y su vitalidad. Te regalo la primavera y el otoño y la Navidad y el béisbol y los bailes y las calles asfaltadas y los frigoríficos y un coche y un terreno en Arizona. Todo esto te doy, y lo único que te pido es que olvides a Alexander y aceptes mi regalo».

Tatiana agachó la cabeza y aceptó el regalo.

Pasó una semana, una semana cargada de trabajo y de personas que expresaban con la mirada lo mucho que Tatiana significaba para ellas. Una semana con Edward, que expresaba con la mirada lo mucho que Tatiana significaba para él. Una semana con una Vikki ofendida e insoportable, una Vikki que, como siempre, expresaba con la mirada lo que Tatiana significaba para ella. Tatiana y Vikki fueron al cine y a ver una obra de teatro en Broadway. Tatiana y Vikki se apuntaron a un curso avanzado de enfermería en la Universidad de Nueva York. Tatiana se puso un vestido bonito y los zapatos de tacón para salir con su amiga, y cuando llegó al Ricardo’s se dio cuenta de que había vivido una semana más, como si se dejara arrastrar por su destino y mientras tanto Alexander se fuera volviendo cada vez más remoto.

Tatiana dejó de escuchar el rumor de los vientos estelares. Sin embargo, todas las mañanas, en el transbordador que la llevaba a la isla de Ellis, no veía más que una cosa en las aguas del puerto.

No veía a su segundo amor, ni al tercero o al cuarto o al quinto. No veía a los músicos que tocaban en el Ricardo’s, ni a Vikki, ni a Jeb, ni la alegría y el placer. Veía a Alexander, que expresaba con la mirada lo mucho que significaba para él. Cada día de olvido era otro día de ver sus ojos expresando lo que Tatiana significaba para él.

Estados Unidos, Nueva York, Arizona, el final de la guerra, la febril actividad de reconstrucción, la explosión de la natalidad, los bailes, los zapatos de tacón, el carmín… lo que ella había significado…

… para él.

Si no hubiera significado tanto, ¿qué tendría ahora? ¡Nada! Tendría la Unión Soviética, nada más. La casa en la calle del Quinto Soviet, dos habitaciones rectangulares, un pasaporte interior y tal vez una dacha para pasar las vacaciones con el niño. Tendría a colas eternas bajo el aguanieve, con el gorro de punto calado hasta las orejas.

Cada día de olvido era un día de remordimientos. Tatiana creía oír a Alexander diciéndole: «¿Cómo has podido olvidarme cuando yo lo di todo por ti? ¿Cómo has podido olvidarme tan pronto, cuando yo di mi vida por ti?».

¿Pronto?

Tatiana empezaba a encontrarse repetitiva. Pronto.

Pronto la tierra la tragaría.

Pronto el agua la engulliría.

Pronto, pronto, pronto… Olvídalo pronto para poder acostarte con Jeb. Olvídalo para poder acostarte con tu tercer amor, con el cuarto y con el quinto. Alexander está muerto, ¡hay que continuar!

Los meses, los meses, los meses, los meses.

Alexander, Alexander, Alexander, Alexander.

Tania, Tania…

Sé quién es el que grita mi nombre. Eres el jinete implacable, el jinete que me exige que vuelva…

A Lazarevo…

Disfrutábamos del éxtasis y el abandono como si supiéramos que tenía que durarnos una vida entera.

¿Ves la lámpara de queroseno junto a la cama deshecha? ¿Ves el agua que he puesto a hervir para prepararte un té? ¿Ves la mesa de cocina que construiste para mí, para las patatas que nunca recogimos, para la tarta de calabaza que no llegamos a hacer? ¿Ves los cigarrillos que lie para ti y la ropa que lavé para ti? ¿Ves mis manos sobre tu cuerpo y mis labios sobre tu cuerpo y mi oreja pegada a tu pecho para escuchar tu corazón palpitante? ¿Ves todo esto frente a ti y alrededor de ti y dentro de ti?

Si aún estás vivo, incansable Alexander, que Dios te proteja.

Pero si no lo estás, si te has convertido en un ángel, entonces no te me acerques, no me sigas hasta los montes de la Superstición, no vengas a este lugar donde sólo me rodean el frío y la negrura. Vivo en el desierto, de cara al viento y a las plantas que florecen en primavera.

No vengas.

No vengas, pero acompáñame al lugar hacia el que me dirijo, volando por encima de los mares, los océanos y los ríos que nos separan, dame la mano y déjame que te conduzca a través de los abetos para mojarnos los pies en las aguas del Kama, mientras el sol asoma sobre las desoladas cimas de los Urales y anuncia el nacimiento de un día más, un día menos, el anuncio que se repite todos los días al amanecer, un día más, un día menos y vuelta a empezar. Zambúllete en el río y ven nadando conmigo hasta la otra orilla. Por un momento tienes miedo de que la corriente me arrastre hacia el Caspio, pero yo grito «¡más deprisa!» y tú sonríes y nadas más deprisa sin dejar de mirarme. Estás siempre delante de mí, mostrándome tu rostro resplandeciente. Acompáñame y disfruta conmigo de una mañana más, una hoguera más, un cigarrillo más, una zambullida más, una sonrisa más, una más, una más, una más, älskar[14] en esta eternidad a la que llamamos Lazarevo, mi querido Alexander.