Capítulo 33

La tierra natal, 1945

Se detuvieron una, dos y hasta quince veces a lo largo del trayecto, sin que nadie les informara de adónde se dirigían. Cambiaron dos veces de tren, siempre en medio de la noche. Al oír el sonido de los grilletes contra el metal de las vías y del estribo, Alexander tuvo la impresión de estar alucinando. No pensaba más que en volver a tumbarse en la litera y cerrar los ojos.

Mientras el tren se dirigía hacia el este, hacia la tierra natal de los soldados que volvían encadenados de la guerra, Alexander y Ouspenski compartían una escudilla de gachas que salpicaban a cada sacudida del vagón.

El tren siguió avanzando a través de los valles y forestas que se extendían al otro lado del Elba.

Alexander se cubrió la cara con el brazo y vio el Kama cubierto de hielo. Frente a él, al otro lado de la noche, estaba el rostro pecoso y sonriente de Tatiana.

El tren atravesó a toda velocidad las montañas, alejándose de los bosques de abetos, los troncos cubiertos de musgo y las cuevas del tesoro.

Pasaron días y días, noches y noches, todo un ciclo lunar, y aún no habían llegado a su destino.

Les daban gachas para desayunar y gachas para cenar.

Por la noche, en el vagón hacía mucho frío. Fuera se extendía la vasta meseta del norte de Alemania.

Alexander se quedó dormido.

Soñó con ella.

Tatiana se despierta gritando y se sienta en la cama, agitando los brazos. A su espalda, Alexander se incorpora también, aturdido de sueño.

—Tania. —La llama, agarrándola por la muñeca.

Con una fuerza inaudita, en un gesto furioso y asustado, Tatiana lo empuja y, sin volverse, le asesta un puñetazo en plena cara. Alexander no tiene tiempo de reaccionar, y la nariz le empieza a sangrar como si se hubiera roto una compuerta. Ahora sí que está despierto. Sujeta con firmeza los brazos de Tatiana y grita con su voz más poderosa:

—¡Tania!

La sangre que sigue manando de su nariz le resbala por la boca, la barbilla y el pecho. Aún no es de día, y el resplandor azulado de la luna deja entrever apenas la silueta de Tatiana jadeando frente a él y las gotas oscuras que caen sobre la sábana blanca.

Tania se tranquiliza, respira hondo y se echa a temblar. Alexander cree que ya puede soltarla.

—¡Si supieras qué soñaba, Shura…! —exclama Tatiana. Se vuelve y al verlo añade con voz llorosa—: ¡Dios mío! ¿Qué te ha pasado?

Alexander se sienta en el borde de la cama y se lleva la mano a la nariz.

Tatiana salta por encima de él, corre en busca de una toalla, vuelve a subirse a la cama y se sienta apoyada contra la pared.

—¡Corre, ven! —le dice, extendiendo la mano hacia él.

Reclina la cabeza de Alexander en su regazo y le coloca la toalla sobre la nariz.

—«Dedo» agradezco —balbucea él—, pero no puedo «guespirar».

Alexander se incorpora, escupe sangre y vuelve a reclinar la cabeza en el regazo de Tatiana, manteniendo la toalla un poco apartada de la boca.

—Lo siento, cariño —susurra Tania—. No quería… ¡Es que no te puedes imaginar qué estaba soñando!

—«Gue» me habías pillado con «odra mujed» —dice Alexander.

—Peor —contesta Tatiana—. Estabas vivo pero no te movías, tumbado frente a mí, y ellos me obligaban a comer pedazos de tu cuerpo…

—¿Quiénes?

—No les veía la cara. Me sujetaban los brazos a la espalda, y uno te iba cortando pedazos de carne de un costado y me los metía en la boca.

—¿Me estabas comiendo vivo? —pregunta Alexander sorprendido, alzando los ojos hacia ella.

Tatiana traga saliva, y Alexander enarca las cejas.

—Aquí… —Tatiana le toca el torso, justo debajo de las costillas— te faltaba un trozo de carne.

—¿Y cómo sabes que estaba vivo?

—Parpadeabas suplicándome que te ayudara… ¡Ay, Señor! —exclama Tatiana, cerrando los ojos.

—¿Y por eso has empezado a darme puñetazos?

Tatiana asiente y lo mira con los ojos empañados en lágrimas.

—¿Qué te he hecho? —susurra.

—Romperme la nariz, creo —dice Alexander sin darle importancia.

Tania se echa a llorar.

—Es broma —explica Alexander, extendiendo una mano hacia ella—. No te preocupes, Tatia. Sólo es un poco de sangre, se me pasará en un momento.

Alexander advierte la expresión compungida de Tatiana. En su mandíbula apretada, en la tensión de los huesos de la cara, quedan vestigios de la pesadilla.

—No pasa nada, Tania. Estoy bien —la tranquiliza.

Se vuelve hacia ella, besa uno de sus senos y apoya la mejilla en su pecho mientras Tatiana lo atrae hacia sí y le acaricia la nariz y el pelo.

—Estabas vivo y me obligaban a comer pedazos de tu cuerpo —susurra—. ¿Lo entiendes?

—Perfectamente —contesta Alexander—. Y mi sangre es la prueba.

Tania le da un beso en lo alto de la cabeza.

—Voy a lavarme la cara —dice Alexander cuando la hemorragia se detiene—. Mañana lavaremos las sábanas.

—Espera, no te vayas. Voy a buscar algo para limpiarte. Tenemos agua en la cabaña. ¿Puedes tumbarte? ¿Quieres que te ayude? Ven, dame la mano.

—Sólo es un poco de sangre. No me estoy muriendo, Tania —responde él.

Le da la mano, baja de la cama y se sienta en la base de la chimenea elevada.

—Mañana estarás todo magullado. —Tatiana empapa una toallita en agua, se sienta a su lado y le lava con delicadeza la cara y el cuello—. Soy un peligro, mira lo que te he hecho… —murmura.

—La verdad es que nunca te había visto así. Estabas hecha una furia y no he podido evitar que me dieras un buen puñetazo. Me recordabas a algunos soldados que he visto en la guerra, que de pronto adquirían la fuerza de diez hombres.

—Lo siento… Bueno, ya estás limpio. Ahora no sueñes tú conmigo, ¿eh, Shura?

—¿Que no sueñe que te como mientras estás tumbada frente a mí, por ejemplo? —pregunta Alexander con una sonrisa—. ¡Sería una pesadilla espantosa!

—Ni eso ni nada. ¿Te ayudo a subir a la cama?

—No hace falta.

Tatiana sale un momento de la cabaña y regresa con la toalla empapada en las frías aguas del Kama.

—Toma, ponte esto para que la nariz no te quede tan magullada.

Alexander se tumba boca arriba y se cubre la cara con la toalla mojada.

—Así no podré dormir —dice con la voz amortiguada por la tela.

—¿Y quién quiere dormir? —Oye decir a Tatiana, que se arrodilla entre sus piernas. Alexander emite un gemido ahogado—. ¿Qué puedo hacer para compensarte? —Oye decir a Tatiana.

—No se me ocurre nada…

—¿No…?

Tatiana ronronea mientras sus finos dedos acarician a Alexander y su boca le envía su cálido aliento. Él está dentro de su boca, con la toalla empapada y fría cubriéndole la cara.

El tren se detuvo en una pequeña estación medio en ruinas y los prisioneros tuvieron que bajar y colocarse en varias filas. Alexander llevaba puestas unas botas que no podían ser suyas porque le iban muy pequeñas. Aguardaron adormilados en medio de la noche, bajo la trémula luz de una única farola. Un soldado abrió un sobre, sacó un papel y leyó con voz pomposa los delitos de los que se acusaba a los setenta hombres formados frente a él.

—Oh, no… —murmuró Ouspenski.

Alexander se mantuvo erguido e impasible, deseando poder tumbarse otra vez en la litera del vagón. Ya nada podía sorprenderlo.

—No se preocupe, Nikolai —dijo.

—¡Cállense! —gritó el soldado que había leído el documento—. Son culpables de traicionar a nuestra nación construyendo barracones, limpiando armas y cocinando para el enemigo durante su estancia en los campos de prisioneros de guerra. La ley castiga duramente la traición. En virtud del artículo 58, apartado 1B, quedan sentenciados a pasar un período no inferior a quince años en diferentes campos de castigo de la Zona II, terminando la condena en el de Kolima. Para empezar, se encargarán de alimentar la máquina de este tren: encontrarán carbón y palas junto a las vías. La siguiente parada será un campo de trabajo situado en territorio alemán. ¡En marcha!

—¡Oh, no! ¡No quiero ir a Kolima! —se lamentó Ouspenski—. Tiene que haber un error.

—¡No he terminado! —vociferó el soldado—. ¡Belov y Ouspenski, acérquense!

Alexander y Ouspenski avanzaron unos pasos arrastrando las cadenas.

—Ustedes dos, además de dejarse capturar por el enemigo, hecho que se castiga automáticamente con quince años de cárcel, han llevado a cabo actividades de sabotaje y espionaje en tiempos de guerra. Queda usted privado de empleo y categoría, capitán Belov, y usted también, teniente Ouspenski. Queda usted condenado a veinticinco años, capitán Belov. Y usted también, teniente Ouspenski.

Alexander permaneció impasible, como si aquellas palabras no fueran con él.

—Hable con sus superiores, tiene que haber un error —insistió Ouspenski—. ¡No pueden condenarme a veinticinco años!

—¡Las órdenes son claras!

El soldado agitó el papel en las narices de Ouspenski.

—No me ha entendido: me consta que es un error… —insistió Ouspenski, meneando la cabeza.

Miró a Alexander, que lo observaba con fría perplejidad.

Ouspenski no volvió a decir nada más mientras se dedicaban a echar paletadas de carbón en el depósito de la máquina de vapor. Sin embargo, cuando estaban otra vez en la litera, protestó con una furia que a Alexander le pareció excesiva.

—¿Es que nunca voy a ser libre?

—Sí, dentro de veinticinco años.

—Libre de usted, quiero decir —precisó Ouspenski, dándose la vuelta para no mirarlo—. ¿Hasta cuándo vamos a estar encadenados, compartiendo la misma litera y comiendo de la misma escudilla…?

—No sea tan pesimista… A lo mejor encuentra novia en Kolima. Creo que allá los campos son mixtos.

Estaban sentados el uno al lado del otro. Alexander se tumbo y cerró los ojos, y Ouspenski comenzó a rezongar diciendo que no le dejaba sitio. El tren dio una sacudida y Ouspenski se cayó de la litera.

—¿Por qué se queja tanto? —dijo Alexander, tendiéndole la mano para ayudarlo a levantarse.

Ouspenski rechazó la ayuda.

—No tendría que haberle hecho caso. No debería haberme entregado a los alemanes. Si hubiera pensado solamente en mí, ahora sería libre.

—¿Aún no se ha enterado de lo que pasa, Ouspenski? Los refugiados, los condenados a campos de trabajo, los rusos que estaban en Polonia, Rumanía o Baviera, en Italia o en Francia, en Dinamarca o Noruega… Todos vuelven a su tierra natal y todos están recibiendo el mismo trato. ¿Qué le hace pensar que usted precisamente iba a salir libre?

Ouspenski no contestó.

—También le han caído veinticinco años. ¡Veinticinco! ¿Es que no le importa?

—¡Ya no me importa nada, Nikolai! —suspiro Alexander—. Tengo veintiséis años, y a los diecisiete me enviaron a Siberia. Si hubiera cumplido aquella primera condena en Vladivostok, ahora estaría a punto de salir a la calle.

—¡Exacto! ¡Eso le pasó a usted, joder! Desde el día en que me pusieron a su lado en el hospital de Morozovo, todo ha girado a su alrededor. ¿Tengo que pasarme veinticinco años en un puto presidio porque la maldita enfermera me colocó en la cama contigua a la suya? —protestó Ouspenski, haciendo sonar las cadenas en su agitación.

—¡Callaos ya! —gritaron los demás prisioneros, que intentaban dormir.

—Esa maldita enfermera era mi esposa —explicó Alexander en voz baja—. Ya ve hasta qué punto su destino está unido al mío, querido Nikolai…

Ouspenski estuvo varios minutos sin hablar.

—No lo sabía —dijo al final—. Claro, la enfermera Metanova… Por eso me sonaba tanto el nombre de Pasha… —Calló un momento y añadió—: ¿Y dónde está ahora su mujer?

—No lo sé —contestó Alexander.

—¿No le escribe?

—Ya sabe que no me llegan cartas. Y yo no escribo tampoco. Sólo tengo una estilográfica que no funciona.

—Bueno, lo que quiero decir es que ella estaba en el hospital y de pronto dejamos de verla. ¿Volvió con su familia?

—No. Todos están muertos.

—¿Y los familiares de usted?

—También están muertos.

—¿Y ella dónde está? —preguntó Ouspenski con una voz muy aguda.

—¿Qué pasa, Ouspenski? ¿Me está interrogando?

Ouspenski calló.

—¿Qué pasa, Nikolai?

Ouspenski siguió sin hablar.

Alexander cerró los ojos.

—Me prometieron, me juraron, que todo iría bien… —susurró al final Ouspenski.

—¿Quiénes? —dijo Alexander, sin abrir los ojos.

Ouspenski no contestó.

Alexander abrió los ojos.

—¿Quiénes? —insistió, irguiéndose sobre la litera.

Ouspenski se apartó un poco; sólo un poco, por culpa de la cadena que los unía.

—Nadie… —murmuró, y se encogió de hombros mientras lanzaba a Alexander una mirada esquiva. Al cabo de un momento, procurando que su voz no trasluciera la emoción, añadió—: Es lo de siempre… Vinieron a verme en 1943, poco después de que nos arrestaran, y me dijeron que tenía dos opciones. La primera era morir fusilado por los delitos cometidos contra el artículo 58. Lo pensé un poco y les pregunté cuál era la segunda opción —continuó, con la voz neutra del hombre al que ya nada importa demasiado—. Y me dijeron que usted era un criminal peligroso, pero necesario para el esfuerzo bélico. Dijeron que había cometido graves delitos contra la autoridad, pero que, como nuestro régimen constitucional los obligaba a respetar sus derechos (eso dijeron), no lo ejecutarían y esperarían a que usted mismo se ahorcara.

Por eso Ouspenski había estado siempre a su lado…

—¿Y le pidieron que me sirviera usted de soga, Ouspenski? —exclamó Alexander, aferrando los grilletes con las manos crispadas.

Ouspenski no contestó.

—¡Ay, Nikolai…! —suspiró Alexander.

—Espere…

—No hace falta que diga nada más.

—Espere, puedo explicarle…

—¡No! —gritó Alexander, abalanzándose sobre él. Desesperado y furioso, lo agarró por el cuello y le golpeó la cabeza contra la pared del vagón—. ¡No quiero oír nada más!

—Espere… —susurró Ouspenski con voz ronca, incapaz de apartarlo.

Alexander volvió a golpear la cabeza de Nikolai contra la pared.

—¡A ver si os calláis un poco! —dijo un compañero de vagón, sin mucho convencimiento.

Nadie quería involucrarse. Un hombre menos significaba más pan para el resto.

Ouspenski no podía respirar y había empezado a sangrarle la nariz. No intentaba defenderse.

Alexander le dio un puñetazo en plena cara. Ouspenski cayó al suelo y Alexander comenzó a darle patadas con las botas que eran demasiado pequeñas para él.

—¡He estado a su lado todos los días desde hace más de dos años! —exclamó, con una voz tan gutural que a él mismo le dio miedo.

Estaba peligrosamente cerca de matar a otro ser humano en un ataque de rabia. No era la rabia imparable y súbita que lo había impulsado a atacar a Slonko. La ira contra Ouspenski se mezclaba con el enojo que sentía hacia sí mismo por haber bajado la guardia y, sobre todo, con el oscuro dolor de sentirse traicionado por la persona que más cerca había estado de él en los últimos tiempos. Era un sentimiento tan desolador, que Alexander no pudo por menos que apartarse y derrumbarse en la litera. Seguía encadenado a su compañero.

Ouspenski estuvo unos momentos sin decir nada, mientras recobraba el aliento y se limpiaba la sangre de la cara. Cuando habló, lo hizo con voz serena.

—No quería morir —explicó—. Me ofrecieron una salida, me dijeron que, si averiguaba si había ayudado a escapar a su mujer o si era norteamericano tal como sospechaban, me dejarían libre. Podría volver a mi vida anterior, con mi mujer y mis hijos.

—Es obvio que fue una buena oferta —dijo Alexander.

—¡No quería morir! —exclamó Ouspenski—. ¡Y usted debería entenderlo mejor que nadie! Todos los meses tenía que enviarles un informe relatando qué hacía y qué decía… Les interesó mucho nuestra conversación sobre Dios. Una vez al mes, tenía que acudir a una entrevista con los agentes del NKGB y contestar a sus preguntas: si había hecho algo sospechoso, algo que lo pusiera en evidencia; si había empleado palabras prohibidas o extranjeras… A cambio de proporcionarles información, mi mujer tenía derecho a más raciones de comida y a un incremento en la paga que recibía como esposa de militar. Y a mí me daban unos rublos para mis gastos…

—¿Me vendió por unas cuantas monedas, Nikolai? ¿Me vendió para irse de putas?

—Usted nunca se fio de mí.

—Sí que me fiaba —contestó Alexander, con los puños crispados—. Aunque no le conté nada, lo consideraba digno de mi confianza e incluso se lo dije a mi cuñado. —Ahora lo entendía—. Pasha sospechó de usted desde el principio, siempre me lo decía.

Como Tatiana, Pasha era capaz de ver el fondo de las personas. Alexander soltó un bufido. No le había hecho caso y ése era el resultado. Si no se lo había contado todo a Ouspenski, había sido para no poner en peligro su miserable vida.

—Les expliqué todo lo que sabía —continuó Ouspenski después de una pausa—. Les dije que lo había oído hablar en inglés con los británicos de Katowice y con los norteamericanos que entraron en Colditz, les conté que quería rendirse… ¿Por qué me echan veinticinco años?

—¿No lo adivina?

—¡No lo entiendo!

—¡Porque sí! —chilló Alexander—. Vendió su alma por una libertad ilusoria. ¿Le extraña haber perdido las dos cosas? ¿Cree que en algún momento tuvieron la intención de cumplir su palabra, que se preocuparían por usted sólo porque les dio información que ya sabían? No han encontrado a mi mujer y nunca la encontrarán. Me asombra que sólo le hayan caído veinticinco años. —Alexander bajó la voz y concluyó—: Normalmente, la recompensa es eterna…

—¡Todo se lo toma como una cuestión personal! Voy a ir a la puta cárcel y usted…

—¡Llevamos dos meses encadenados, Nikolai! —exclamó Alexander—. ¡Durante casi tres años hemos estado comiendo de una misma escudilla y bebiendo de una misma cantimplora!

—Tenía que ser leal con mi país, y pensé que me protegerían… —se justificó Ouspenski con una voz débil—. Dijeron que usted terminaría muerto en cualquier caso, con mi colaboración o sin ella.

—¿Y por qué me lo cuenta ahora?

—¿Por qué no?

Ouspenski ya sólo hablaba en susurros.

—¿Cuándo aprenderé? No quiero que me dirija la palabra nunca más, Ouspenski —declaró Alexander—. Si me habla, no le contestaré. Y si insiste tengo modos de obligarlo a cerrar el pico.

No era fácil saber hacia dónde se dirigían. Era una cálida noche de verano y en la brisa que se colaba por las rendijas del vagón flotaba el perfume del bosque. Alexander cerró los ojos, se frotó el entrecejo y tuvo un súbito y vívido recuerdo de una toalla mojada sobre su nariz y de la boca de Tatiana sobre su cuerpo. Cuanto más avanzaba el tren, más intensa se volvía la sensación recordada, hasta que Alexander estuvo a punto de soltar un gemido porque le pareció que volvían a caer gotas de sangre sobre las sábanas blancas y que Tatiana tomaba su cara entre sus manos y la acercaba a sus pechos mientras murmuraba: «Me obligaban a comerte vivo, Shura».