Nueva York, agosto de 1945
Una tarde de sábado, Tatiana, Vikki y Anthony decidieron ir al Lower East Side y dar un paseo por el mercadillo que se instalaba bajo el tren elevado de la Segunda Avenida. Al igual que los demás transeúntes, Tatiana y Vikki hablaban de la rendición de los japoneses, que se había producido la semana anterior, después de la destrucción atómica de Nagasaki. Vikki opinaba que la segunda bomba era innecesaria, pero Tatiana observó que la de Hiroshima no había bastado para forzar la rendición japonesa.
—No les dimos tiempo. ¿Qué son tres días? Deberíamos haber esperado un poco más, hasta que consiguieran superar su orgullo imperial —observó Vikki—. ¿Por qué crees que seguían matándonos en los últimos tres meses, sabiendo que tenían la guerra perdida?
—No lo sé. ¿Por qué lo hicieron los alemanes? Sabían que no iban a ganar ya desde el 43.
—Pero Hitler era un loco.
—¿Y qué era Hirohito?
De pronto, Tatiana se encontró rodeada (acorralada, en realidad) por una familia que parecía compuesta por sesenta personas como mínimo. Aunque en realidad eran sólo seis: un matrimonio y sus cuatro hijas adolescentes. La cogieron de la mano, la cogieron del brazo y terminaron abalanzándose todos sobre ella para abrazarla.
—Tania… ¿Estás ahí? —preguntó Vikki.
La madre acarició la melena dorada de Tatiana, murmurando palabras en ucraniano. El padre se enjugó las lágrimas y le dio un helado y una piruleta a Anthony, regalos que el niño acepto con una sonrisa y se apresuró a tirar al suelo al cabo de un momento.
—¿Quiénes son estas personas? —preguntó Vikki.
—Mami conoce mucha gente —dijo Anthony, tirando de la blusa de Tatiana.
—Es verdad —murmuró Vikki, muy seria—. Sólo que no conoce hombres.
—Helado, mami. «Quero» helado.
La familia se dirigía a Tatiana en ucraniano y ella les contestaba en ruso. Al final se despidieron besándole la mano y se alejaron. Y Tatiana, Vikki y Anthony se alejaron también, siguiendo con su paseo.
—Tatiana…
—¿Qué?
—No empieces. ¿No me vas a explicar la escena que acabamos de ver?
—Anthony no quiere explicaciones, ¿verdad que no, tesoro?
—No, mami. «Quero» helado.
Tatiana compró otro helado y otra piruleta para su hijo, lanzó una mirada a Vikki y se encogió de hombros.
—¿Qué pasa? Los eslavos somos muy expresivos.
—Pero en este caso exageraban. Se arrodillaban a tus pies, como si quisieran cubrírtelos de oro. A juzgar por sus gestos, parecía que estaban a punto de sacrificar a su primogénito en tu altar.
Tatiana se echó a reír.
—No tiene importancia. Llegaron hace unos meses al puerto de Nueva York. Cuando Ucrania fue ocupada por los alemanes, la mujer y las hijas se refugiaron en Turquía. El padre estuvo dos años en un campo de prisioneros de guerra, hasta que pudo escapar. Luego estuvo más de un año buscándolas en Ankara, y en 1944 las encontró. Llegaron al puerto de Nueva York el mes pasado, en julio, sin documentación pero en buen estado de salud. El problema era que en ese momento llegaban demasiados refugiados. Al padre le permitían quedarse porque podía trabajar de albañil o de pintor de paredes, pero su mujer no sabía coser ni tricotar ni hablaba inglés. En Turquía había estado tres años mendigado para dar de comer a las niñas. —Tatiana meneó la cabeza consternada—. Pensé que si aprendían inglés les sería más fácil. ¿Qué podía hacer? Iban a enviarlos a todos de vuelta.
Se inclinó hacia su hijo para colocarle bien la gorra de béisbol y limpiarle el helado de vainilla de la barbilla.
—Imagínate su reacción cuando les digo que el marido puede quedarse pero los demás deben irse. «¿Adónde? ¿A Ucrania otra vez?», me preguntaron. «Huimos de allí. Nos meterán directamente en un campo de concentración y ya nunca saldremos. Con cinco mujeres, ¿sabes qué será de nosotros en un campo?». ¿Qué podía hacer, Vikki? Busqué trabajo de limpiadora a la madre, en casa de un tendero. Las hijas comenzaron a cuidar a los tres hijos del tendero. Se quedaron en Ellis hasta que hablé con un agente de inmigración que les concedió un visado temporal. —Tatiana se encogió de hombros—. Estos días, Ellis es una locura. Quieren expulsar a todo el mundo. Hoy han devuelto a uno a Lituania, y no le pasaba nada, sólo tenía una pequeña infección en el oído derecho. Lo metieron en el centro de detención y al día siguiente lo expulsaron, sin más. ¡Por una oreja infectada! —Las mejillas de Tatiana estaban rojas—. Al pobre lo vi sentado en la sala, llorando a mares. Me dijo que su mujer llevaba dos años esperándolo en Estados Unidos. Eran sastres. Le miré la oreja…
—Espera, espera… ¿hablaste con un agente de inmigración? —preguntó Vikki—. ¿Te refieres al malvado Vittorio Vassman?
—Sí, ése. Es un buen hombre.
Vikki se echó a reír.
—¡No ha querido darle una plaza de aparcamiento a su propia madre! ¿Y conseguiste que les concediera un visado temporal? ¿Qué has tenido que hacer?
—Preparé pirozhki para su madre y blinchiki[13] para él y me dijo que yo hacía bien mi trabajo.
—¿Tuviste que acostarte con él?
Tatiana suspiró.
—Eres incorregible.
—Edward, ¿sabes qué está haciendo Tania en Ellis?
—¡Ah, lo sé todo!
Estaban comiendo en la cafetería, llena de médicos y enfermeras porque Ellis volvía a ser el principal punto de entrada de refugiados en el país. Entre las enfermeras no estaba Brenda, que para sorpresa de todos se había marchado en junio de 1945, cuando su marido había vuelto del Pacífico. Nadie sabía que Brenda tenía marido.
Vikki explicó la escena del Lower East Side.
Edward asintió y miró a Tatiana con cariño. En realidad, su expresión obligó a Tatiana a desviar la mirada y a Vikki a contemplarlo con ojos sorprendidos.
—Toda la isla está enterada de qué hace Tatiana, Vik —dijo Edward—. ¿Por qué crees que no la dejan subir a los barcos? Cuando es ella la que examina a los pasajeros, entran todos. Los refugiados se enteran de su existencia durante la travesía y todos quieren ponerse en la cola que inspeccione Tatiana.
—Eso lo entiendo. Lo que no entiendo es cómo ha convencido a Vassman para que les dé visados.
—Tatiana lo hipnotiza todas las mañanas. Y si no funciona, le echa algo en el café.
—¿Me estás diciendo que ve a Vassman por la mañana?
—Bueno, dejadlo ya —protestó Tatiana.
—El sábado pasado —continuó Edward— vinieron tres mujeres a preguntar por ella. Habían tomado el transbordador sólo para venir a verla a Ellis.
—¿Igual que tu mujer hacía contigo? —preguntó Tatiana en tono inocente.
—No, nada que ver —respondió Edward—. Mi inminente exesposa no venía a ponerse a mis pies como las señoras que vinieron a verte a Ellis.
—No exageres —dijo Tatiana—. Me trajeron unas manzanas.
—Manzanas, una blusa, cuatro libros… —Edward sonrió—. Como no estabas, les dije que podía darles tu dirección…
—¡Edward! —protestaron al unísono Vikki y Tatiana.
Edward se echó a reír.
—Os llegaron las manzanas, ¿no?
—No —dijo Tatiana.
Cuando pararon a comprar el Tribune, el quiosquero se quedó mirándolas y preguntó:
—¿Es usted Tatiana, la enfermera?
—¿Quién lo pregunta? —Quiso saber Tatiana, repentinamente alerta.
—La llaman «el ángel de Ellis» —explicó el quiosquero, sonriendo—. No me debe nada por el periódico. Tengo cien clientes nuevos gracias a usted…
—Empiezo a entenderlo —dijo Vikki cuando se alejaban—. Dios mío… ¡No lo haces por ellos!
—¿El qué?
—Lo haces por ti. «¿Quién lo pregunta?», le has dicho al quiosquero, como si estuvieras esperando a la persona que preguntó por Tatiana.
—Te equivocas. ¿Cómo puedes equivocarte tantas veces en un solo día?
—¿A quién estás esperando?
—Es un hábito de los viejos tiempos —dijo Tatiana—. Cuando alguien pregunta por ti, es mala señal.
—Tonterías. ¿A quién estás esperando?
—A nadie.
—¿De dónde sacas el tiempo? Tienes un crío y dos trabajos, y yo vivo contigo. ¿De dónde sacas tiempo para tu vida secreta?
—¿Qué vida secreta? No es nada. Una vez pregunté al conserje de nuestro edificio sí necesitaban a otro portero. ¿Tan complicado es eso?
—No lo sé. Yo no pregunto esas cosas. ¿Por qué tú sí?
—Porque no me cuesta nada —contestó Tatiana—. Y ahora Diego, el rumano, puede ganarse la vida.
—¡Eres un caso! —dijo Vikki, abriendo la puerta y pasándole un brazo por los hombros—. ¿Es el legado que quieres dejar a Estados Unidos?
—No es un legado —dijo Tatiana, entrando en la casa—. Es mi forma de dar las gracias.
Vikki no solía estar en casa al anochecer. Salía a bailar o al cine, la invitaban a una cena, hacía amigos en los bares… Muchas de las veces en que volvía tarde había bebido y tenía ganas de charlar, y Tatiana, que solía estar despierta, se quedaba un rato con ella. Una noche, sin embargo, Tatiana ya dormía. Eso no disuadió a Vikki, que se quitó el vestido y se metió en la cama junto a su amiga, se tapó la cara con las manos y suspiró teatralmente.
—¿Sí? —dijo Tatiana.
—¿No duermes?
—Ya no.
Vikki se apartó las manos de la cara. Tenía la expresión algo aturdida por el alcohol.
—No he encontrado taxi, Tania. He venido desde el Astor Place con los tacones. ¡Cómo me duelen los pies!
Tatiana la oyó sollozar. El sentimentalismo italiano de Vikki se exacerbaba cuando bebía. Tatiana extendió una mano y le acarició el pelo.
—¿Qué te pasa, Gelsomina?
—¿Qué busco, Tania? El tío con el que salí anoche es un imbécil. Lo conocí la semana pasada.
—Ya te dije que no te convenía.
—Al principio era muy simpático.
—¿Quieres decir la semana pasada?
—Sí. Pero hoy se ha puesto violento. A la salida del Ricardo’s ha empezado a abrazarme muy fuerte. Menos mal que ha pasado un taxi. Insistía en acompañarme a casa y no aceptaba un no por respuesta.
—¿Y por qué iba a hacerlo? Le dijiste que sí cuando lo acababas de conocer.
—Ay, Tatiana. Quiero un chico simpático, que me quiera. ¿Qué hay de malo en eso?
Si Dasha salía todos los viernes y sábados después del trabajo y si se había liado con su jefe, un dentista casado, ¿era porque quería conocer a un hombre simpático y que la quisiera? Más adelante, en el bar de Sadko, conoció a un joven muy alto y muy simpático, oficial del Ejército Rojo. («Ya verás cuando lo conozcas, Tania. ¡Nunca has visto a nadie tan guapo!»).
—Nada.
—Ojalá volviera Harry. Era un encanto…
Harry era un borrachín. Pero Tatiana no dijo nada.
—O Jude, o Mark, o mi primer marido… Cuando estábamos en guerra, iba mejor. Ahora vuelven y quieren estar con nosotras, pero no saben cómo tratarnos. Quieren que seamos como sus compañeros de batalla.
—¿Y nosotras sabemos cómo tratarlos a ellos?
—Quiero volver a enamorarme —dijo Vikki, llorando—. ¿Sabes qué me da miedo? Volverme una persona desarraigada, como mi madre. No quiero ser como ella. Dicen que terminamos siendo como nuestras madres, ¿tú crees que es cierto? —Antes de que Tatiana tuviera tiempo de responder, Vikki continuó—: Mi madre me abandonó, se fue al extranjero, viajó mucho, supongo que amó, y ha terminado en Montecito, imagínate. Ni siquiera sé dónde está Montecito, pero allá es donde está mi madre, en un manicomio.
—Lo siento por ella.
—¿Sabes qué pienso? —susurró Vikki entre sollozos—. A veces pienso que me gustaría volver a verla. ¿No es ridículo?
—No —dijo Tatiana—. A mí también me gustaría volver a ver a mi madre.
—¿Era una buena madre?
—No lo sé. Era mi madre, eso es todo.
—¿Tuviste una buena hermana?
—Tuve una excelente hermana —susurró Tatiana—. Me cuidaba cuando era pequeña y me protegía de los chicos peligrosos. Me gustaría volver a verla a ella, y a mi hermano…
Tatiana cerró los ojos.
Pasha y Tania colgados de una cuerda, balanceándose sobre el Luga, uno, dos y tres, se sueltan y se zambullen en el agua, nadan hasta la orilla, dan otro salto y vuelven a zambullirse en el agua.
—¿Y no te gustaría enamorarte? Yo quiero amor, y una casita de dos habitaciones en Long Island, y un coche y dos niños. Quiero lo que tienen mis abuelos. Durante cuarenta y tres años se han tenido el uno al otro.
—Vikki, tú no quieres eso. Los niños no son para ti. Eres un alma errante…
Vikki le dirigió una mirada de soslayo en la penumbra. Se le había corrido la máscara de pestañas.
—Podría vivir así.
Tatiana le enredó los dedos en el pelo y negó con la cabeza.
—¿Qué sabes tú de nada? Nunca sales de este piso.
—¿Adónde quieres que vaya? Estoy en casa.
—Ah, ¿sí? —preguntó Vikki, extendiendo la mano para acariciarle el pelo—. ¿Tú también eres un alma errante?
—Ojalá.
Vikki se acercó y la abrazó; Tatiana cerró los ojos y se acurrucó contra su amiga, como solía hacer en una vida anterior, cuando vivía en la calle del Quinto Soviet y se acurrucaba contra su hermana Dasha.
—Tania —dijo Vikki—, ¿cómo es que no te has enamorado de nadie en todo este tiempo?
Tatiana no contestó.
—¿Has estado con algún hombre además de tu marido?
Tatiana se apartó. Pensar en esas cosas por la noche, acostada junto a otra persona, era algo que quedaba más allá de sus fuerzas y de sus límites.
—No —respondió en voz baja—. Me enamoré a los dieciséis años y nunca he vuelto a enamorarme. No he estado con ninguna otra persona.
—Ay, Tania. Mi abuela dijo un día: «Esta chica aún no ha superado lo de su Travis», y tenía razón.
Tatiana no dijo nada. Vikki volvió a abrazarla.
—Pero tienes a su hijo. ¿No es un consuelo?
—Cuando no pienso en su padre, sí.
—¿Y no quieres enamorarte otra vez? ¿No quieres la dicha del matrimonio? Por Dios, Tatiana… —Vikki suspiró—, ¡tienes tanto que dar! —Abrazó a Tatiana con más fuerza—. A Edward ya le han concedido el divorcio. ¿Por qué no sales a cenar con él? ¿Por qué sólo os veis a la hora del almuerzo?
—Edward se merece algo mejor que yo.
—No creo que él opine lo mismo.
Tatiana rio y le acarició el brazo.
—Ya llegaré a ese punto —susurró—. Tú misma me dijiste que lo conseguiría.
Estuvieron varias horas a oscuras, sin dormir. Vikki se tranquilizó y bebió un poco de agua. Volvió a tumbarse en la cama y se puso a fumar, tapada con la colcha.
—Por favor, dime que saldrás a cenar con él. ¿Qué tiene de malo una cena?
—¿Por qué te preocupas por eso?
Vikki se echó a reír.
—Me preocupo —dijo, insistiendo en la palabra— porque sé lo que él quiere, y porque creo que haríais muy buena pareja.
—¿Pareja? Olvídalo. Estábamos hablando de una cena.
—Sí, de una cena en pareja.
—Una pareja son muchas cenas, y hasta una casa en Long Island.
—¿Y qué tendría eso de malo?
—Tengo que dormir. Tú haz lo que quieras.
No podía hablarle a Vikki de sus pensamientos terribles, y tampoco de sus pensamientos hermosos. No podría hablarle del cielo ni de la pena.
Era un consuelo dormir al lado de otro ser humano, no estar sola. Era un consuelo sentir un cuerpo que respiraba, un corazón que palpitaba, el roce del pelo oscuro de otra persona sobre tus hombros, sentir, sentir.
Lo único que tiene que decir Vova es: «No te preocupes, Alexander. Cuidaremos a Tania cuando tú no estés».
Están en la casa. Ella, sentada frente a él, lo mira con perplejidad.
Los oscuros celos que Alexander siente por cualquier muchacho de Lazarevo se vuelven cada vez más intensos. Cuanto más se acerca la partida, peor. Esa noche llegan al punto culminante.
—Quiero preguntarte una cosa —anuncia Alexander con una voz llena de sarcasmo.
—Shura, cariño…
—Quiero preguntarte una cosa, no me interrumpas —repite él elevando el tono. Da pasos como un animal enjaulado delante de Tatiana—. Lo único que quiero saber es esto: ¿vas a esperar mucho antes de dejar que Vova te cuide? Ah, y a lo mejor también dejas que te cuide el tal Vlasik, que seguramente querrá tocar otra cosa además de la guitarra. Pregúntale si vendría aquí a darte una serenata. ¿O quieres que se lo pregunte yo directamente?
Tatiana lo mira desconcertada, sin contestar. No está enfadada. ¿Cómo podría enfadarse si sabe que Alexander la adora y lo único que desearía es poder amarla menos?
—¡Contéstame, demonios! —grita él, acercándose con un paso amenazante.
Tatiana permanece sentada, con las manos crispadas contra el pecho.
—Te ruego que…
—Ruega lo que quieras… —contesta él con voz cruel—. ¿Quieres que hable directamente con Vlasik? ¿O prefieres esperar a echarme de menos para usar con él las palabras que yo te enseñé?
Alexander, con la mirada flameante, la agarra del brazo y la obliga a levantarse.
—¡Déjame! —protesta Tatiana, que forcejea intentando soltarse.
Quiere apartarse, pero se encuentra entre la mesa de costura y la pared del horno y no puede avanzar. Da un paso al frente y trata de refugiarse en la parte de la cabaña donde no hay muebles, pero Alexander se interpone con su cuerpo y la acorrala en el rincón.
—No hemos terminado, Tania —dice.
—¡Shura!
—¡No me levantes la voz!
—¡Para, Shura! —dice Tatiana en voz alta. Intenta escabullirse de nuevo pero él la empuja con las dos manos contra la pared—. ¡He dicho que pares! Estás armando un escándalo por nada.
—Para ti no será nada.
—¿Te has vuelto loco? —dice Tatiana, acercándose a él—. Déjame pasar.
—Oblígame.
—¡Para, Shura, por favor! —exclama Tatiana, estremecida.
Los esfuerzos por no llorar hacen que el labio inferior empiece a temblarle. Él da un cabezazo contra la pared y la deja pasar.
—¿Qué te pasa, Alexander? ¿Crees que si te comportas así me importará menos tu partida? ¿Piensas que me alegraré de verte marchar? ¿Que puede haber algo capaz de ayudarme a soportar la vida cuando tú no estés?
—Eso pareces pensar —contesta Alexander, alejándose unos pasos.
Tatiana lo mira, y sus ojos se vuelven repentinamente más claros.
—Ah, ya lo entiendo. No tiene que ver conmigo sino contigo. —Tatiana ahoga un gemido—. Crees que si me imaginas liándome con cualquier imbécil del pueblo, se apagará lo que sientes por mí. Piensas: «Si Tania me traiciona, me resultará más fácil morir, abandonarla…».
—¡Calla!
—¡No! —grita Tatiana—. Eso es lo que quieres, ¿no? Si te imaginas lo peor, dejo de ser tu esposa y me convierto en una lagarta sin sentimientos. Y tú quedas libre porque yo soy una lagarta que se ha buscado a un gallito para que ocupe tu lugar.
Tatiana aprieta los puños con rabia.
—Te he dicho que calles.
—¡No! —chilla Tatiana, y se encarama de un salto a la base de la chimenea elevada, para sentirse un poco más alta y más valiente—. Lo que quieres, lo que necesitas, es imaginar algo imposible para librarte de mí. —Las lágrimas le surcan el rostro—. Pues bien, me importa una mierda que lo necesites, porque no pienso dártelo —asegura enfurecida—. Tendrás lo que quieras de mí, pero no voy a comportarme como una puta para que tú te sientas mejor cuándo me dejes.
—Te he dicho que calles, ¿me has oído?
—Y si no, ¿qué? —dice Tatiana—. Tendrás que obligarme porque no pienso callarme.
—¡No, claro que no! —grita Alexander, dando una patada que envía la tetera al otro lado de la habitación.
—¡Exacto! —contesta Tatiana—. No te lo voy a dar. ¿Quieres que nos peleemos? Porque esto merece una pelea.
—Tú no sabes qué es una pelea —dice Alexander, apretando los dientes.
La obliga a bajar de la chimenea, le desgarra el vestido, la tumba sobre el suelo de madera, le arranca las bragas, le abre las piernas y empieza a descender sobre ella.
Tatiana cierra los ojos.
Él la trata con brusquedad. Al principio ella no quiere abrazarlo, pero le resulta imposible no abrazar el cuerpo angustiado de Alexander.
—No puedes tomarme ni dejarme, soldado… —consigue decir entre gemidos.
—Sí que puedo tomarte —susurra Alexander.
De pronto emite un gemido de impotencia, se aparta y sale de la cabaña, dejando a Tatiana hecha un ovillo en el suelo, tosiendo y jadeando.
Alexander está fumando en el banco y le tiemblan las manos. Tatiana sale envuelta en una sábana blanca y se planta frente a él.
—Mañana es nuestro último día en Lazarevo —dice con voz temblorosa, articulando apenas las palabras. No es capaz de mirarlo y Alexander no es capaz de mirarla—. No lo pasemos así, por favor.
—Tienes razón.
Tatiana deja caer la sábana al suelo y se arrodilla a los pies de Alexander.
—Cuidado —dice él en voz baja, mirando el cigarrillo encendido.
—Ya es tarde —contesta Tatiana—. ¿Qué me importa el cigarrillo cuando se acerca nuestra destrucción?
Durante largo rato, acostados el uno junto al otro en la habitación en penumbra, Alexander la abraza contra su pecho, sin hablar, sin moverse, casi sin respirar, sin terminar lo que había empezado antes.
Finalmente, habla.
—No puedo llevarte conmigo —dice—. Sería demasiado peligroso para ti. No puedo arriesgarme…
—Chisss… —Tatiana le besa el pecho—. Ya lo sé. Soy tuya, Shura. Tal vez esta noche querrías que todo fuera diferente, pero no puedes negar el hecho de que soy tuya, como siempre, y de nadie más. Y es algo que nada puede cambiar. Ni tu rabia, ni tus puños, ni tu cuerpo, ni tu muerte.
Alexander emite un sonido gutural.
—Amor mío… —Tatiana empieza a llorar—. Somos huérfanos los dos, Alexander. Sólo nos tenemos el uno al otro. Has perdido a todos tus seres queridos, pero a mí no me perderás. Te juro por nuestra alianza de matrimonio, por la virginidad que rompiste y por el corazón que estás rompiendo ahora, por tu vida… te juro que seré tu fiel esposa para toda la eternidad.
—Tania —susurra Alexander—. Prométeme que no me olvidarás cuando muera.
—No vas a morir, soldado —responde Tatiana—. Sigue viviendo, sigue respirando, aférrate a la vida, no te dejes ir. Prométeme que vivirás por mí, y yo te prometo que cuando termines, te estaré esperando. —Ha empezado a sollozar—. Donde quiera que termines, Alexander, me encontrarás a mí esperándote.
La vida se manifestaba en las cosas más pequeñas. En el marinero que aguardaba junto a la pasarela cuando Tatiana subía al transbordador por la mañana, le sonreía y le decía buenos días, le ofrecía una taza de café y un cigarrillo y pasaba la media hora de travesía sentado a su lado en el puente. En Benjamín, el jugador de la segunda base, que cuando intentaba agarrar una pelota perdida chocaba con Tatiana, caía sobre ella y tardaba un momento en levantarse. Suficiente para que Edward, que jugaba de receptor, se acercara y dijera: «Comportaos, esto es un partido de béisbol y no el Ricardo’s». En Vikki, que le pintaba los labios antes de que se fuera a trabajar y la despedía con un beso en la mejilla, y en Tatiana, que se quitaba el carmín tan pronto como salía de la casa.
Se manifestaba en la única mañana en la que Tatiana no se quitó el carmín de los labios.
En la única noche de viernes en la que aceptó ir al Ricardo’s.
La vida se manifestaba en el elegante agente de bolsa que tomó asiento cerca de Vikki y Tatiana en la cafetería de la esquina entre la calle Church y Wall Street y que se echó a reír al oír su conversación.
En el padre de familia al que Tatiana había ayudado a entrar en el país y que más tarde fue a verla a Ellis para ofrecerle como marido a su hijo mayor, que era albañil y tenía un buen sueldo. Fue acompañado de su hijo, que tenía dieciocho años y era alto, fuerte y sonriente y que miró a Tatiana con la dulce expresión de quien lleva largo tiempo enamorado. Los dos fueron a tomar algo a la cafetería y Tatiana le dijo que se sentía halagada pero que no, no podía casarse con él.
La vida se manifestaba en el almuerzo que Tatiana compartía dos veces por semana con Edward.
Se manifestaba en los obreros que trabajaban en las calles del centro y en los empleados de la Con Edison y en el sonriente propietario del puesto de perritos calientes al que Tatiana compraba un perrito caliente y una Coca-Cola.
Tatiana se pasaba el día entero en los barcos, examinando a los refugiados que llegaban al puerto de Nueva York de la posguerra y acompañándolos al transbordador que los dejaría en Ellis o recibiéndolos en la propia isla. Por la tarde trabaja en el hospital de la Universidad de Nueva York y se fijaba en todos los rostros masculinos. Si él entraba en el país, pasaría por uno de esos dos lugares: Ellis o la Universidad de Nueva York. Sin embargo, la guerra había terminado cuatro meses atrás. Hasta el momento habían regresado tan sólo un millón de soldados, y 300.000 habían pasado por Nueva York. ¿A cuántos podía preguntar Tatiana si habían estado destinados en Europa y si habían conocido a algún oficial soviético en los campos de prisioneros, en especial a alguno que hablara inglés…? Tatiana se acercaba a todos los barcos que llegaban al puerto de Nueva York y escrutaba los miles de rostros de los fugitivos europeos. ¿Cuántas veces oyó hablar a los soldados norteamericanos de los horrores que habían visto en la Alemania nazi? ¿Cuántas historias le contaron sobre los sufrimientos de los prisioneros soviéticos en los campos alemanes? ¿Cuántos recuentos de bajas tuvo que escuchar? ¿Cuántas veces oyó nombrar los cientos de miles, los millones de muertos? El plasma o la penicilina no podían hacer nada por los soldados soviéticos, que morían de hambre en los campos alemanes. ¿Cuántas veces tendría que escuchar la misma historia una y otra vez?
Y por las noches iba a buscar a Anthony a casa de Isabella, cenaba allí y hablaba con Vikki de libros y de películas y de moda. Y después se iban a su casa y acostaban a Anthony. Y después se sentaban en el sofá y leían o seguían charlando. Y al día siguiente todo empezaba de nuevo.
Y después empezaba otra semana.
Y otra.
Y otra.
Todos los meses, Tatiana y Anthony iban a hacer una visita a Esther y a Rosa. No tenían noticias.
Todos los meses llamaba a Sam Gulotta, que tampoco tenía noticias.
En Nueva York se edificaba a un ritmo muy superior al del resto del país. En Europa se llevaban a cabo intensas labores de reconstrucción. Las personas que llegaban a Ellis dejaron de ser refugiadas y volvieron a ser consideradas inmigrantes. El hospital de la Universidad de Nueva York ya no acogía a veteranos de guerra, a no ser que estuvieran convalecientes. Todas las semanas Tatiana iba a ver si había alguna carta en su apartado de correos, pero nadie le escribía. Contra todo lo que dictaba el sentido común, seguía esperándolo. Y los sábados por la noche salía a bailar, y los viernes por la noche iba al cine, y seguía preparando la cena, jugando al béisbol en Central Park y leyendo libros en inglés, y salía a pasear con Vikki y se ocupaba de Anthony, y entretanto clavaba la mirada en todas las espaldas y en todos los rostros masculinos con los que se cruzaba por la calle, esperando descubrir la espalda o el rostro de Alexander. Si él hubiera podido ir hacia ella, habría ido; pero no había sido así. Si hubiera encontrado el modo de escapar, se habría escapado; y no había sido así. Si estuviera vivo, Tatiana habría tenido noticias de él. Y no había tenido ninguna noticia.
—Esto es sólo el principio de tu vida, Tatiana —dice Alexander—. Después de trescientos millones de años, seguirás aquí.
—Sí —susurra Tatiana—. Pero no contigo.