Capítulo 30

Nueva York, abril de 1945

En abril, los norteamericanos y los rusos se desplegaron por Alemania, y en la primera semana de mayo los alemanes presentaron la rendición incondicional. La guerra europea había terminado. Los estadounidenses seguían sufriendo importantes bajas en Asia, aunque lograron echar a los japoneses de todas y cada una de las islas y las playas del Pacífico.

El 23 de junio llegó y pasó con discreción. Tatiana cumplió veintiún años. ¿Cuánto tiempo tenía que transcurrir antes de que la pena se mitigara? ¿Cuánto hasta que la implacable manecilla del tiempo, tic, tac, tic, tac, la sucesión de días y de noches, de meses y de años, terminara convirtiendo la mole de tristeza que oprimía la garganta de Tatiana en un pequeño guijarro sin aristas? Cada vez que recuerda el nombre de él o que mira a su hijo, el aire no le pasa por la garganta. Cada vez que llega Navidad, cada vez que es su cumpleaños o el de él, cada 13 de marzo, tiene dificultades para respirar durante un día más, un año más. El tiempo va pasando y la pena sigue alojada en su garganta, obstruyendo el hueco por el que deben pasar las demás cosas de su vida. Todas las demás cosas: la felicidad, el cariño por otras personas, las comodidades, las risas de su niño, la comida en el plato, la bebida en la mesa, las palmadas, las oraciones… todo tiene que pasar por su garganta.

En el verano de 1945, Vikki aceptó subir al tren con Tatiana y Anthony para acompañarlos a Arizona. Tatiana se había tomado unas vacaciones para celebrar que le habían concedido la nacionalidad estadounidense. Por el camino, Tatiana explicó que harían una pequeña parada en Washington.

Esta vez no entró en el edificio del Departamento de Estado sino que esperó pacientemente en un banco sombreado de la calle C, mientras Vikki fumaba y Anthony jugaba en el césped.

—¿Ésta es tu idea de una pequeña parada? —preguntó Vikki al cabo de un rato—. Sólo tenemos dos semanas.

Tatiana observaba a los empleados que salían a comer. Vio que Sam Gulotta salía a la calle y pasaba junto al banco, pero no le dijo nada. Después de caminar otros diez metros, Sam redujo el paso y se paró. Se dio la vuelta, se quedó mirando a Tatiana y fue hacia ella.

—Hola —lo saludó Tatiana, alzando la vista—. No quiero molestarte.

Gulotta sonrió y se sentó a su lado.

—No es molestia. Me alegro de verte. No tengo noticias.

—¿Nada?

—No. El ambiente está revuelto en Europa. —Sam hizo una pausa—. Te dije que podría averiguar más cosas cuando todo se tranquilizase… pero me equivoqué: la situación no se ha calmado; al contrario, está todo peor que nunca. Francia, Gran Bretaña, los soviéticos, nosotros… todos estamos en Alemania, y lo que es peor, todos en Berlín. Un paso en falso y estallará la Tercera Guerra Mundial.

—Sí, ya sé —dijo Tatiana, incorporándose—. Gracias igualmente.

—¿Ya eres ciudadana estadounidense?

—Sí, desde hace poco.

—¿Quieres ir a comer algo? —propuso Gulotta—. Tengo una hora, podemos pedir un bocadillo.

—Gracias, quizás en otro momento. He venido con una amiga y con mi hijo. Pero te he traído una cosa que he hecho esta mañana. —Tatiana le dio una bolsita llena de pirozhki[12] de carne—. La otra vez me dijiste que te gustaban…

—Me encantan, gracias. —Sam cogió la bolsa—. A mí también me habría gustado poder comer contigo.

Tatiana lanzó una mirada a Vikki, que había dejado de jugar con Anthony en el césped y se había puesto en pie.

—Sam, te presento a mi amiga Vikki Sabatella —dijo.

Vikki y Sam se estrecharon la mano.

Tatiana y Sam se despidieron con un gesto.

—¡Caramba, Tania! —dijo Vikki, pellizcándole el brazo cuando Sam ya no las veía—. ¡No sabía que eras una libertina! ¿Hace tiempo que dura esta historia?

—No hay ninguna historia, Vikki —explicó seriamente Tatiana.

—Ah, ¿no? ¿Está casado?

—Lo estuvo, sí. —Tatiana se interrumpió, sin saber hasta qué punto podía contarle a Vikki la historia de Sam. Al final decidió explicárselo—: Su mujer falleció hace tres años, en un accidente de aviación; llevaba medicinas a los soldados norteamericanos destacados en Okinawa. Ahora él está solo con sus dos niños.

—¡Tatiana!

—No tengo tiempo de explicártelo, Vikki.

—Tienes dos semanas para contármelo. Pero te recuerdo que tenemos a trece millones de soldados fuera del país, y que en cuanto ganemos la guerra, vendrán todos al puerto de Nueva York.

—Ah ¿sí? ¿Porque no hay otra ciudad costera en Estados Unidos?

—Exacto. Y ahora dime por qué hemos tenido que venir hasta Washington para conocer a un hombre, cuando en nuestra preciosa ciudad no tardará en haber trece millones.

—No quiero hablar de eso contigo.

Estuvieron cinco días en el Gran Cañón, y después Tatiana alquiló un coche y decidió bajar hasta Tucson. Era ella la que iba al volante; Vikki, como buena chica de ciudad, no sabía conducir.

—¡Vaya pueblucho polvoriento! —exclamó Vikki cuando atravesaban Phoenix.

Una tarde de mucho calor, extendieron una manta sobre el capó y se sentaron a ver la puesta de sol. Estaban en el desierto de Sonora, la tierra cubierta de saguaros que se extiende a lo largo de cientos de kilómetros en el sudeste de Arizona; Sonora es la cuna de 298 variedades de cactus y el territorio desértico más extenso de Norteamérica, mucho más grande que Arizona y Nuevo México. Al fondo veían las montañas de Maricopa. El intenso azul del cielo contrastaba con los tonos rojizos y amarillentos de la tierra. Aparte de la errática aparición de alguna liebre que se abalanza sobre un lagarto, todo era quietud.

Vikki y Tatiana estaban sentadas en el capó, con la espalda reclinada contra el parabrisas. Al este se alzaban los montes de la Superstición, y al oeste, los montes de Maricopa. Anthony jugaba en el suelo, preocupado por sólo dos cosas a sus dos añitos: ensuciarse todo lo posible y encontrar una serpiente, no necesariamente en este orden.

—Levántate, Anthony —lo riñó Vikki mientras se enjugaba el sudor de la frente—. ¿No sabes que las serpientes son capaces de tragarse a un niño enterito?

—No le digas eso, Vikki. Lo vas a asustar —dijo Tatiana.

—Enterito, Anthony —repitió Vikki.

—Pero yo grande y serpiente pequeña. —Anthony hablaba mucho para tener sólo dos años.

—No eres grande. Eres un niño.

—Vikki…

—¿Qué?

Tatiana no dijo nada, se limitó a mirar muy seria a su amiga.

—¿Por qué haces eso? Dices mi nombre y te callas, como si tuviera que adivinar qué quieres. ¿Vikki qué?

—Ya lo sabes.

—No, y no pienso callarme. ¿De verdad te preocupa?

—En realidad no —dijo Tatiana—. Anthony, si encuentras serpiente, avisa. Llevaremos serpiente a Nueva York y la cocinaremos.

—Así variaríamos de tanto beicon. Prepárala para tu cumpleaños —dijo Vikki, reclinándose para tomar un sorbo de agua—. Te regalaré un libro de pediatría, otro de cocina y otro sobre el uso de los artículos determinados e indeterminados… te hace buena falta.

—¿Sobre qué?

—Bromeaba, no hagas caso. Ahora en serio: ¿has comido cacahuetes Planters alguna vez?

—¿Qué?

—Cacahuetes Planters.

—No, no me gustan cacahuetes.

—¿Recuerdas qué frase había en el anuncio de Times Square que vimos el otro día?

—No sé. Creo que era: «Cacahuetes Planters: Una bolsita al día te da toda la energía».

—¡Eso! Muy bien. Pues si lo dijéramos a tu manera, sería: «Bolsita día te da toda energía». ¿Ves la diferencia?

—No —respondió Tatiana con expresión seria.

—¡Ay, Señor!

Tatiana desvió la mirada y sonrió. Sacó una botella de Coca-Cola de la mochila y se la pasó a Vikki.

—Beba Coca-Cola: Una pausa refrescante.

—¡Muy bien! —dijo Vikki, con una sonrisa resplandeciente.

Anthony no encontró serpientes pero la búsqueda lo dejó exhausto. Sucio de tierra, subió al coche y se acomodó en el regazo de su madre, apoyando la cabecita contra su pecho. Tatiana le dio un poco de agua.

—Es precioso, ¿no? —dijo.

—Tu hijo sí. El desierto es desolado, eso es lo que es —opinó Vikki, encogiéndose de hombros—. Está bien para cambiar un poco de aires, pero no podría vivir en un sitio donde no hay más que cactus.

—En primavera se llena de flores y tiene que ser aún más bonito.

—Ajá. Nueva York está precioso en primavera.

—A mí me encanta el desierto… —dijo Tatiana tras una pausa.

—No está mal. ¿Has visto la estepa alguna vez?

—Sí —dijo Tatiana—. La estepa es fría y gris, muy distinta de esto. Ahora mismo estamos a más de treinta y cinco grados, pero en Navidad estará a veinte. El sol estará alto y habrá mucha luz. En Navidad sólo necesitaré una camisa de manga larga.

—¿Qué llevan en invierno en Arizona? —pregunta Dasha a Alexander.

—Una camisa de manga larga.

—Anda, no me cuentes cuentos. Ya no soy una niña como Tania.

—Tania, tú me crees, ¿verdad?

—Sí, Alexander.

—¿Te gustaría vivir en Arizona, la tierra de los escasos manantiales?

—Sí, Alexander.

—¿Y qué? —insistió Vikki—. Ahora mismo hace un calor horrible. Nos vamos a freír si no pones en marcha el coche.

Tatiana se estremeció, tratando de alejar los recuerdos.

—Sólo decía que no es como la estepa. El desierto me gusta más.

—Pero Tania, ¡no hay nada! —exclamó Vikki, encogiéndose de hombros.

—Ya lo sé. Es fantástico, ¿no? No se ve a nadie.

—¿Y eso te parece fantástico?

—Sí, un poco…

—No me imagino a nadie animándose a comprar un terreno por aquí.

Tatiana carraspeó.

—Quizá tu amiga… —dijo.

—¿Qué amiga?

—Yo.

—¿Quieres vivir aquí? —Vikki hizo una pausa y se volvió hacia Tatiana—. ¿Quieres comprar un terreno? —preguntó, incrédula.

—¿Qué dirías si te digo que me he comprado un terreno con saguaros y artemisias junto al desierto de Sonora? —anunció serenamente Tatiana.

—Me parecería increíble.

Tatiana no dijo nada.

—¿Ya lo has comprado?

Tatiana asintió.

—¿Justo el sitio donde estamos ahora?

Tatiana volvió a asentir.

—¿Cuándo?

—El año pasado, cuando vine con Anthony.

—¡Sabía que tenía que haberte acompañado! ¿Por qué? ¿Y con qué lo compraste?

—Me gustó. —Tatiana contempló el terreno que se extendía hacia las montañas—. Es lo primero que poseo en toda mi vida. Lo compré con el dinero que traje de la Unión Soviética.

Con el dinero de Alexander.

—Pero por Dios, ¿por qué este terreno precisamente? —Vikki la miró—. Supongo que era barato…

—Lo era.

Había costado solamente cuatro vidas: la de Harold, la de Jane, la de Alexander. Y la de Tatiana. Tatiana estrechó a Anthony contra su pecho.

—Ajá… —dijo Vikki, mirándola—. ¿Tienes más sorpresas preparadas? ¿O ésta era la última?

—Ésta era la última.

Tatiana sonrió sin decir nada, pero volvió la mirada hacia los montes de Maricopa, hacia el crepúsculo, hacia los imponentes saguaros que crecían en el desierto, hacia los 4850 dólares que habían servido para adquirir noventa y siete acres de Estados Unidos de América.