Capítulo 29

Colditz, enero de 1945

Quizás era verdad lo que se decía de Colditz: no había escapada posible. Y tampoco había trabajo. Los prisioneros no tenían nada que hacer aparte de jugar a las cartas y salir a estirar las piernas dos veces al día. A las siete de la mañana pasaban el recuento y todos los días a las diez de la noche se apagaban las luces. Entretanto, desayunaban, comían y cenaban y salían dos veces a dar un paseo por el patio.

Colditz era un imponente castillo construido en el siglo XV en el norte de Sajonia, en el centro del triángulo delimitado por las ciudades de Leipzig, Dresde y Chemnitz. Se alzaba en la cima de un monte escarpado, a la orilla del Mulde. Estaba rodeado por varios fosos en el lado sur, por paredes verticales al este y por peligrosos precipicios al norte y el oeste. Lo habían tallado en la propia roca de la montaña. Donde terminaba el monte, empezaba el castillo.

Colditz estaba dirigido por metódicos funcionarios alemanes que se tomaban su trabajo muy en serio y no se dejaban sobornar, según explicaron a Alexander los cinco soviéticos que iban a compartir con él la minúscula celda de paredes de piedra con cuatro literas.

En Colditz había una enfermería, una capilla, una sala de desparasitado, dos comedores, un cine y hasta un dentista. Y eso solamente para los prisioneros. Los guardianes vivían con todas las comodidades, como si Colditz fuera su residencia permanente. El director tenía una cuarta parte del castillo para él solo.

Los fugitivos más notorios de los demás campos de prisioneros de guerra iban a parar a Colditz, donde había un vigilante armado con una ametralladora cada quince metros, en la planta baja, en las pasarelas y en lo alto de las torretas, observando a los presos las veinticuatro horas del día. Los focos iluminaban el castillo durante la noche. Sólo había una forma de salir y de entrar: el puente levadizo que conducía al cuartel de la guarnición alemana y a las dependencias del director.

Seguramente había dos vigilantes por cada uno de los ciento cincuenta prisioneros; eso parecía, al menos. Alexander se pasó los treinta y un días del mes de enero observando cómo los centinelas salían a hacer la ronda por el amplio patio interior, pavimentado con unos adoquines grises que le hacían pensar en el cuartel Pavlov de Leningrado. ¿Qué habría sido del coronel Stepanov?

Durante treinta y un días, Alexander observó a los guardianes en el comedor, en las duchas, en el patio. Dos veces por semana durante una hora (sólo en caso de buen comportamiento), los prisioneros podían salir en grupitos de doce a la terraza exterior, en el lado oeste. La terraza estaba encajonada entre paredes de piedra, y más abajo, al otro lado de un parapeto, había un trozo de césped encajonado también entre paredes, pero los prisioneros no estaban autorizados a bajar al jardín. Alexander, que siempre se comportaba lo mejor posible, salía a la terraza a dar sus dos paseos semanales y se dedicaba a observar a los soldados encargados de vigilarlo. Y también los observaba desde la ventana de la celda, a la hora del cambio de guardia. Su litera quedaba junto a la ventana, en el tercer piso del lado oeste, justo sobre la enfermería. Le gustaba que diera al oeste, le infundía esperanzas. Más abajo se extendía la alargada y estrecha terraza, y más abajo aún, el alargado y estrecho jardín.

Realmente, Colditz parecía inexpugnable.

Alexander no tenía ni idea de cómo se las había arreglado Tania para llegar hasta Finlandia, con Dimitri muerto y Sayers herido de gravedad. Lo único que sabía era que, de un modo u otro, Tania había terminado en Finlandia. Por eso, sabía que tenía que existir una forma de salir de Colditz. El único problema era que de momento no sabía cuál era.

Pasha y Ouspenski eran mucho menos optimistas. Cuando salían al patio, no se preocupaban por observar a los guardianes. Alexander no se atrevía a preguntar nada a los prisioneros británicos porque no quería que sus dos compañeros se dieran cuenta de que hablaba inglés a la perfección. No había norteamericanos a la vista, sólo británicos y franceses, un polaco y los cinco soviéticos con los que compartían la celda.

El polaco era el general Bor-Komarovski. Alexander habló con él un día en el comedor. Komarovski había encabezado la resistencia contra Hitler y los soviéticos en 1942, y cuando lo detuvieron lo mandaron directamente a Colditz. Bor-Komarovski, que hablaba ruso, le contó sus intentos de fuga y le dio unos mapas de la región, pero también le dijo que se olvidara de escapar. A los pocos que habían logrado salir del recinto, los habían atrapado a los pocos días.

—Lo cual demuestra —dijo— que algo que siempre he creído es especialmente cierto en un lugar como Colditz. Por bien que hayas planeado algo, es imposible salir de una situación difícil sin la ayuda del Señor.

«Tania logró salir de la Unión Soviética», quiso decir Alexander Pero eso sólo reforzaba el argumento de Bor-Komarovski.

Por la noche, tumbado en la litera, pensaba en los brazos de Tania y decidía que debía salir en su busca… ¿Dónde la encontraría suponiendo que aún lo estuviera esperando? ¿En Helsinki, Estocolmo, Londres, Estados Unidos…? ¿En qué parte de Estados Unidos: Boston, Nueva York…? ¿En algún lugar cálido? ¿San Francisco, Los Ángeles…? El doctor Matthew Sayers tenía intención de llevarla a Nueva York. Aunque Sayers había muerto, tal vez Tatiana había seguido con el plan previsto. Alexander decidió empezar por Nueva York.

Detestaba que su mente se perdiera en aquellos callejones sin salida, pero le gustaba imaginarse la cara que pondría Tatiana al verlo, su cuerpo tembloroso, el sabor de sus lágrimas, la forma en que correría hacia él.

¿Qué edad tendría ahora su hijo? Año y medio. Si era una niña, tal vez fuera rubia como su madre. Si era un niño, tal vez tuviera el pelo negro, como Alexander cuando no llevaba la cabeza rapada. ¿Qué sensación producía coger a un bebé en brazos y alzarlo en el aire?

Alexander se dejó arrastrar por la dolorosa y frenética rememoración de Tatiana acariciándolo y de él acariciándola.

Cuando dejó de verla, Alexander sintió el agudo dolor de su ausencia durante los ventosos días de marzo, los lluviosos días de abril, los secos días de mayo y los calurosos días de junio. Junio fue el peor mes. El dolor era tan intenso, que Alexander pensó que no podría resistir ni un minuto más aquel anhelo, aquella necesidad.

Pasó un año, pasó otro año… Y poco a poco el dolor se fue apagando, aunque el anhelo y la necesidad no desaparecieron.

A veces Alexander se acordaba de Fe, la polaca de carnes blandas que se lo había ofrecido todo y a la que él había regalado unas chocolatinas. ¿Resistiría lo mismo si Fe anduviera cerca?

Era cierto que en Colditz no había huida posible. No era posible huir de los pensamientos, el miedo, el dolor, la certeza de que habían transcurrido varios meses e incluso varios años. ¿Cuánto tiempo podía esperar una esposa leal a su marido muerto? Aunque la esposa fuera su Tatiana, la estrella más resplandeciente del firmamento, ¿cuánto tiempo esperaría antes de seguir adelante?

Olvídalo.

Deja ya de pensar. No más pensamientos. No más deseo. No más amor.

No más nada.

¿Cuánto aguantaría Tatiana antes de dejarse el pelo suelto y encontrar otro rostro que la esperaría sonriente al salir del trabajo?

Alexander se volvió hacia la ventana. Tenía que salir de Colditz a toda costa.

—Fíjense, camaradas —dijo Alexander a Pasha y a Ouspenski cuando salieron a estirar las piernas una helada tarde de febrero—. Quiero que vean una cosa.

Sin señalar, inclinó la cabeza hacia los dos vigilantes apostados a un lado y a otro de la terraza rectangular, de siete metros de ancho por veinte de largo.

Se acercó despreocupadamente al parapeto desde la otra punta de la terraza y se asomó al jardín mientras encendía un cigarrillo. Pasha y Ouspenski se asomaron también.

—¿Qué estamos mirando? —preguntó Pasha.

En el jardín de abajo, que tenía la misma forma que la terraza pero el doble de anchura, había un vigilante armado con una ametralladora en cada extremo, uno en una garita elevada y el otro en una pasarela.

—¿Y bien? —preguntó Ouspenski—. Hay cuatro guardianes vigilándolo todo día y noche. Y el jardín termina en una pared vertical. No hay nada que hacer.

Se dio la vuelta.

Alexander lo cogió del brazo.

—Espere, escuchen lo que les voy a decir.

—Oh, no —protestó Ouspenski.

—Déjalo, no lo necesitamos —dijo Pasha, tocando el brazo de Alexander—. ¡Váyase a tomar viento, Ouspenski!

Ouspenski no se movió.

—Durante el día hay dos guardianes en el jardín —dijo Alexander sin señalarlos—, y dos aquí arriba, en la terraza. Pero por la noche iluminan la terraza con los focos y no la vigila nadie. En cambio, en el jardín hay un tercer guardián que se encarga de controlar la alambrada que protege el precipicio de dieciséis metros… y que conduce al pie de la colina y a la libertad. —Alexander carraspeó y añadió—: A medianoche suceden dos cosas. La primera es el cambio de guardia. La segunda es que se apagan los focos que iluminan la terraza y el castillo. He estado observándolo todo desde la ventana de la celda, los guardianes dejan sus puestos y al cabo de un momento salen sus sustitutos.

—Ya sabemos cómo funciona un cambio de guardia, capitán —dijo Ouspenski—. ¿Qué propone?

Alexander se volvió hacia el castillo, fumando como si no pasara nada.

—Propongo que, en el momento en que cambie la guardia y se enciendan los focos, saltemos por la ventana con una cuerda, atravesemos corriendo la terraza, bajemos de un salto al jardín, corramos hacia la alambrada, la cortemos y usemos la cuerda para deslizarnos por el precipicio de dieciséis metros que nos separa del pie de la montaña.

Pasha y Ouspenski guardaron silencio.

—¿Cuánta cuerda necesitaremos? —preguntó al final Ouspenski.

—Noventa metros en total.

—Ah, ¿y cree que podemos pedirla en el comedor o al personal de limpieza?

—La haremos con sábanas.

—Noventa metros son muchas sábanas.

—Pasha se ha hecho amigo de Anna, la limpiadora. —Alexander sonrió—. Podrás conseguir más sábanas, ¿verdad?

—Espera, espera… —dijo Pasha—. ¿Tenemos que saltar desde la ventana hasta un suelo de cemento que está nueve metros más abajo?

—Sí.

—¡Es cemento, Alexander! —exclamó Pasha, golpeando el suelo con el pie.

—Y correr hasta el parapeto cargados con la cuerda.

—¿Y bajar trece metros más hasta llegar al jardín, correr otros catorce metros, cortar la alambrada y volver a usar la cuerda para descender los dieciséis metros que nos separan del pie de la montaña?

—Sí, pero la segunda vez podemos atar la cuerda sin que nos vean, porque los focos no iluminan esa parte de la pared.

—Claro, pero los vigilantes ya estarán en sus puestos.

—Cuando salgan, tendremos que estar al otro lado de la alambrada, escondidos entre los árboles.

—¡Ah! —exclamó Pasha—. ¿Y qué me dices de las sábanas blancas que colgarán de la ventana? ¿No crees que los guardianes se fijarán en una cuerda tan discretamente iluminada por los focos?

—Uno de nuestros compañeros de celda la sujetará mientras bajamos y la subirá otra vez. Constantine está dispuesto a ayudarnos.

—¿Por qué?

—Porque no tiene nada mejor que hacer. Porque tú le darás todos tus cigarrillos y le presentarás a Anna, la limpiadora. —Alexander sonrió—. Y porque si lo conseguimos, él podrá escaparse a la noche siguiente, con la alambrada ya cortada.

—Camarada Metanov —dijo Ouspenski—, como siempre, se ha olvidado de hacer una pregunta crucial al capitán. ¿Cuánto tiempo tendremos hasta que salgan los nuevos vigilantes y se enciendan los focos?

—Sesenta segundos.

Ouspenski abrió la boca y soltó una carcajada. Pasha también se echó a reír.

—Siempre tan ingenioso, capitán —dijo Ouspenski.

Alexander siguió fumando sin decir nada. Pasha comprendió que hablaba en serio y estuvo unos segundos con la boca abierta, sin terminar de sonreír.

—¿No lo has dicho en broma? —preguntó al final.

—En absoluto.

—El capitán es muy chistoso, camarada —dijo Ouspenski.

Alexander siguió fumando.

—¿Qué prefieren? ¿Pasarse dos años excavando un túnel? No tenemos dos años. Ni siquiera sé si tenemos seis meses. Los prisioneros británicos están convencidos de que la guerra terminara el próximo verano.

—¿Cómo lo sabe? —preguntó Ouspenski.

—Tengo nociones de inglés, teniente —respondió rápidamente Alexander—. A diferencia de usted, fui al instituto.

—Capitán, me encanta su sentido del humor. Pero ¿por qué tenemos que excavar un túnel o bajar por el precipicio colgados de una sábana? ¿Por qué no esperamos seis meses, a que acabe la guerra?

—¿Y después, Ouspenski?

—Después, después… —protestó el teniente—. No sé qué se puede hacer después, pero ¿qué quiere que hagamos ahora? ¿Tirarnos por un precipicio? ¿Para qué? ¿Adónde quiere que vayamos?

Pasha y Alexander lo miraron sin decir nada.

—Lo que me imaginaba —dijo Ouspenski—. Yo no voy.

—Teniente Ouspenski —dijo Pasha—. ¿Ha dicho que sí a algo en su puta vida? ¿Sabe qué pondrá en su tumba? «Nikolai Ouspenski: siempre dijo NO».

—Qué graciosos son los dos —protestó Ouspenski, dándose la vuelta para marcharse—. El colmo de la hilaridad. Me duele la tripa de tanto reírme. ¡Ja, ja, ja!

Alexander y Pasha le dieron la espalda y contemplaron el jardín.

Pasha preguntó cómo harían para atravesar la alambrada.

—Tengo los cortaalambres que cogimos en el Oflag de Katowice —explicó Alexander con una sonrisa—. Y Komarovski me ha dado mapas. Tenemos que llegar a la frontera de Suiza.

—¿Cuántos kilómetros son?

—Muchos —admitió Alexander—. Unos doscientos.

«Menos que de Leningrado a Helsinki», quiso añadir. Menos que de Helsinki a Estocolmo. Y en todo caso, menos que de Estocolmo a Estados Unidos de América, el destino que habían planeado Tania y él.

Pasha no dijo nada.

—El riesgo de fracasar es alto.

—¿Qué propones tú, Pasha? Si piensas que hay otra posibilidad, cosa que yo no creo, ¿qué haces aún en Colditz?

—No he dicho que no te apoye ni que no vaya a acompañarte —dijo Pasha, encogiéndose de hombros—. Sólo he dicho…

—Sí, el riesgo es elevado —concedió Alexander, dándole una palmada en la espalda—. Pero la recompensa también es muy grande.

Pasha miró a la ventana de su celda en el tercer piso, miró la terraza en la que estaban, miró el jardín de abajo.

—¿Cómo vamos a hacer todo eso en sesenta segundos?

—Tendremos que darnos prisa.

Estuvieron otras dos semanas perfeccionando el plan, hasta mediados de febrero. Consiguieron medicamentos y latas de comida y una brújula. Robaron sábanas en la lavandería y por la noche, a oscuras, las cortaron, las entrelazaron para formar una cuerda y las escondieron dentro de los colchones. Ouspenski siguió diciendo que él no los acompañaría, aunque todo el mundo sabía que sí lo haría. Lo peor fue conseguir ropa de civil. Pasha consiguió que Anna robara varias prendas en la lavandería de los oficiales alemanes. Hacía tiempo que les habían quitado las armas, pero Alexander se las había arreglado para conservar la mochila, donde escondía una navaja multiusos de titanio, varios cortaalambres, la estilográfica vacía y algo de dinero. En la víspera de la fuga, Anna robó unos documentos de identidad.

—No hablamos ni palabra de alemán —dijo Ouspenski—. No nos servirán de mucho los documentos.

—Yo sí lo hablo —dijo Pasha—, y dado que llevaremos ropa alemana, es mejor que tengamos documentos alemanes.

—¿Y qué le has prometido a la pobre ingenua para que ponga en peligro su trabajo y su paga? —preguntó Ouspenski con una mueca burlona.

—Mi corazón. —Pasha sonrió—. Y mi devoción eterna.

—Ajá. Seguro que eso significa mucho para una chica como ella.

Se acercaba la hora prevista y todo estaba a punto.

Eran las once de la noche y Ouspenski roncaba. Había pedido que lo despertaran diez minutos antes de la partida. Alexander les había aconsejado descansar, aunque él no podía dormir desde la víspera.

Pasha y él se habían sentado en el suelo, junto a la ventana, y tiraron de la soga para comprobar que estaba bien sujeta a la litera, clavada en el cemento.

—¿Crees que Constantine podrá sujetarla? No me parece fuerte —susurró Pasha.

—Lo hará bien —dijo Alexander, y encendió un cigarrillo.

Pasha encendió otro.

—¿Crees que lo lograremos, Alexander?

—No lo sé. —Alexander hizo una pausa—. No sé qué nos reserva Dios.

—Otra vez hablando de Dios… ¿Estás preparado para todo?

Alexander lo pensó un momento antes de responder.

—Para lo que sea —dijo—, excepto para el fracaso.

—Alexander…

—¿Sí?

—¿Piensas en tu hijo alguna vez?

—¿Tú qué crees?

Pasha guardó silencio.

—¿Qué quieres saber? ¿Si creo que ella me recuerda todavía? ¿Si creo que me ha olvidado y ha iniciado una nueva vida sin mirar atrás? ¿Si ha dado por hecho que estoy muerto…? —Alexander se en cogió de hombros—. Lo pienso todo el tiempo. Vivo pensando en ello. Pero ¿qué puedo hacer? Tengo que ir a buscarla.

Pasha no dijo nada.

Alexander escuchó su respiración palpitante.

—¿Y si ahora ella es feliz?

—Espero que lo sea.

—Quiero decir… —comenzó Pasha, pero Alexander no le permitió continuar.

—Calla.

—Tania es una mujer afortunada, capaz de sobreponerse a todo. Es una mujer franca y leal y que nunca se da por vencida, pero al mismo tiempo es capaz de sentir un placer infantil con las cosas más nimias. ¿Sabes que hay personas que parecen verse irremediablemente atraídas por la tristeza?

—Sí, hay personas así —dijo Alexander, inhalando la nicotina del cigarrillo.

—Pues no es el caso de Tania.

—Ya lo sé.

—¿Y si se ha vuelto a casar y es feliz con su nueva vida?

—Entonces me alegrará que sea feliz.

—Pero, si es así, ¿qué haremos?

—Nada. La felicitaremos, tú te quedarás con ella y yo me marcharé.

—No puedes permitirte arriesgar tu vida sólo para ir a felicitarla, Alexander.

—No.

«Soy un salmón, nací en agua dulce, vivo en agua salada y soy capaz de remontar 3200 kilómetros río arriba para depositar mis huevos en el arroyo y morir. No tengo elección».

—¿Y si te ha olvidado?

—No.

—Quizá no te haya olvidado, pero ¿y si ya no siente lo mismo? ¿Y si se ha enamorado de su nuevo marido? ¿Y si ha tenido más hijos, te mira y le entra miedo?

—Pasha, tienes el alma atormentada de los rusos… Cierra el pico, por favor.

—¿Sabes una cosa, Alexander? A los quince años me enamoré de una chica, pasamos un mes fantástico y cuando volví a Luga al año siguiente pensé que seguiría el romance. ¡Y ella ni siquiera se acordaba de mí! ¿No es patético?

—Bastante. —Los dos se echaron a reír—. Obviamente, algo harías mal para que te olvidara tan pronto.

—¡Bah! Cierra el pico tú, ahora.

Alexander estaba convencido de que Tatiana, fuera cual fuera su vida actual, no lo había olvidado. Todavía la oía llorar en sueños. De vez en cuando soñaba que ella estaba en algún lugar que no era Lazarevo y le hablaba con un rostro distinto, pero a la vez, a pesar de estar en otro lugar y de tener otra cara, Tatiana seguía insuflándole vida con su aliento, como siempre.

—Y a mí, ¿crees que se alegrará de verme? —preguntó Pasha.

—Se quedará pasmada.

—¿Y si no la encontramos, Alexander? —susurró Pasha.

—Por tu culpa me estoy volviendo adicto al tabaco —dijo Alexander, encendiendo otro cigarro—. No tengo respuestas para todo, Pasha. Tatiana sabe que la buscaré mientras pueda.

—¿Y qué vamos a hacer con Ouspenski? —Quiso saber Pasha—. ¿No podríamos olvidarnos de despertarlo y dejarlo aquí?

—Me temo que se dará cuenta.

—¿Y qué?

—Y avisará a los vigilantes.

—Ah, claro. Ya veo dónde está el problema. Ouspenski es un poco retorcido, ¿no te parece?

—No le des importancia —dijo Alexander—. Es un rasgo típico del alma soviética…

—Más marcado en su caso —protestó Pasha.

Alexander se levantó y zarandeó a Ouspenski para despertarlo. Era casi medianoche y tenían que irse. Abrió la ventana. Era una noche tormentosa y apenas se veía nada. Alexander pensó que los guardianes no tendrían muchas ganas de salir a hacer la ronda bajo la lluvia.

Alexander se metió los cortaalambres en las botas, y los tres se ataron sus pertenencias a la espalda, se enredaron la cuerda en las muñecas y esperaron la señal de Constantine. Los dos guardianes de la terraza ya se habían ido. En cuanto Constantine viera salir a los del jardín, saltarían los tres: primero Alexander, luego Pasha y luego Ouspenski.

Constantine les hizo una seña unos minutos después de media noche. Alexander se escurrió fuera de la ventana y se descolgó. La holgura de la cuerda era de cuatro metros. Se golpeó con fuerza (demasiada) contra la pared mojada por la lluvia y se deslizó hasta el suelo mientras desenrollaba lentamente el resto de la cuerda. Pasha y Ouspenski bajaron detrás de él, pero no tan deprisa. Alexander atravesó corriendo la terraza y saltó al otro lado del parapeto, dejando ir la cuerda poco a poco. La maldita cuerda era demasiado corta y se quedó bruscamente colgado a dos metros de la hierba, pero de todos modos se dejó caer, rodó sobre la hierba cubierta de escarcha, se incorporó de un salto y corrió hacia la alambrada con el cortaalambres fuera de la bota. Pasha corrió tras él, seguido de un Ouspenski jadeante. Segundos después, cuando alcanzaron a Alexander, la alambrada ya estaba cortada. Los tres atravesaron el hueco y se escondieron entre los árboles que crecían al borde del precipicio. En ese momento se encendieron los focos del castillo. Aquella noche los guardianes tardaron un poco más en salir al exterior por la lluvia y el viento. Alexander echó una ojeada a la pared iluminada por los focos para ver si Constantine había retirado la cuerda, pero era difícil saberlo con tanta lluvia. Los guardianes aún no habían salido y Alexander tuvo más tiempo del previsto para amarrar los quince metros de cuerda al tronco de un roble de trescientos años. Esta vez dejó que Ouspenski y Pasha bajaran antes que él. En el momento en que salieron los guardias, Alexander empezaba a seguir a sus compañeros, que ya estaban varios metros más abajo. Se descolgaron lentamente por la resbaladiza pared, suspendidos sobre el precipicio. La noche era muy oscura, lo cual tenía sus ventajas en este caso.

—Capitán —gritó Ouspenski—, ¿le había dicho que me dan miedo las alturas?

—No, y no es el momento de saberlo.

—¡Me ha parecido el momento perfecto!

—¡No se ve nada, no hay alturas que valgan! No se pare, siga bajando. ¡Y muévase más deprisa!

Alexander estaba calado hasta los huesos. Al parecer la lona de las gabardinas alemanas no era impermeable.

Un minuto después, soltaron la cuerda y llegaron al suelo de un salto. Alexander cortó la alambrada y los tres salieron del perímetro de Colditz.

Alexander habría preferido un tiempo más apacible. ¿Quién quería correr en plena noche con aquel vendaval?

—¿Están bien? —preguntó Alexander—. Ha salido perfecto.

—Estoy bien —contestó Ouspenski, con la respiración entrecortada.

—Yo también —dijo Pasha—. Pero me he rozado con algo al caer al suelo.

Alexander sacó la linterna. Pasha tenía los pantalones desgarrados a la altura del muslo, pero no se veía mucha sangre.

—Tiene que haber sido la alambrada. No es más que un rasguño. Vámonos.

Corrían durante todo el día y toda la noche, y cuando no corrían se refugiaban en algún establo pero soñaban que seguían corriendo y al abrir los ojos estaban agotados. Alexander iba lento, Pasha iba aún más lento y Ouspenski apenas avanzaba. Corrían por los campos, por los bosques, por la orilla de los ríos… Pasó un día, pasó otro día, y no se habían alejado más que treinta kilómetros de Colditz. Tres hombres adultos, cinco pulmones sanos en total, treinta kilómetros. Ni siquiera habían pasado de Chemnitz, la población más próxima al castillo. No circulaban los trenes, y los tres fugitivos intentaban evitar en lo posible las carreteras. ¿Cómo se las arreglarían para llegar hasta el lago Constanza, en la frontera suiza, si seguían avanzando a aquel ritmo?

Al tercer día, Pasha empezó a ir todavía más lento y dejó de hablar. A la tercera noche, dejó de comer. Alexander le hirvió un pescado, pero Pasha le contestó que no tenía hambre. Ouspenski bromeó diciendo que si se lo daba a él no protestaría, y Alexander le pasó el plato sin dejar de mirar a Pasha con inquietud. Echó un vistazo al corte del muslo y lo encontró inflamado y cubierto de un líquido amarillento Alexander le echó yodo y polvos de sulfamida y le puso una venda. Pasha dijo que tenía frío. Alexander le tocó la frente y la notó ardiendo.

Hicieron un toldo con unas ramas y se acurrucaron los tres debajo para mantener el calor. En medio de la noche, Alexander se despertó sudando y se levantó de un salto, convencido de que se había prendido fuego. Pero no era un incendio: sólo era Pasha, ardiendo de fiebre.

—¿Qué te pasa? —susurró Alexander.

—No me encuentro bien —murmuró Pasha inaudiblemente.

Todo era silencio. No se oían voces ni ruidos. Alexander usó el agua que les quedaba para mojar un paño y ponérselo en la frente. Pasha pareció mejorar, pero el paño se secó con el calor de su frente. Alexander salió bajo la lluvia, a buscar más agua.

—Me encuentro mal —dijo Pasha inaudiblemente, moviendo la boca.

Por la mañana tenía los labios cortados y ensangrentados. Alexander le quitó la venda del muslo y vio que la herida estaba igual que el día anterior, aunque el líquido era más verde que amarillo. Le echó polvos de sulfamida, deslió más sulfamida en un vasito de agua de lluvia y se lo dio a Pasha, que lo vomitó. Alexander soltó una palabrota.

—Han sido demasiadas horas de frío y humedad, Alexander —murmuró Pasha.

La temperatura superaba en muy poco los cero grados y la lluvia empezaba a convertirse en aguanieve. Alexander arropó a Pasha con la gabardina, pero se la quitó porque seguía ardiendo.

Cuando dejó de llover, encendió fuego, puso a secar la ropa de Pasha, le dio un cigarrillo y le pasó la petaca de whisky para que tomara un traguito. Pasha bebió entre escalofríos.

—¿Qué vamos a hacer? —preguntó Ouspenski.

—¿Por qué habla siempre tanto? —dijo Alexander.

Decidieron ponerse en camino. Pasha intentó poner un pie delante del otro y mover los brazos para darse impulso, pero no podía contener el temblor de las rodillas.

—Descansaré un momento —articuló—. Estoy bien.

Intentó sentarse en el suelo, pero Alexander lo ayudó a incorporarse y se lo cargó de nuevo a la espalda.

—Capitán…

—Una palabra más, Ouspenski, y lo estrangulo con mis propias manos.

—Entendido.

Echaron a andar bajo la luz gris de la mañana. Al cabo de un rato Alexander depositó a Pasha en el suelo, le dio un vaso de agua de lluvia, se lo cargó otra vez a la espalda y siguió caminando. A media tarde volvió a dejarlo en el suelo, le dio un poco de whisky, le metió un trozo de pan en la boca y luego volvió a cargárselo a la espalda.

En algún punto de un camino de tierra en el sudeste de Sajonia, Alexander sintió que Pasha pesaba cada vez más. Lo achacó al cansancio. Como se acercaba el final del día, acamparon, encendieron fuego y se sentaron alrededor de la hoguera. Alexander agujereó la superficie helada de una charca, atrapó una perca y la puso a hervir. Echó polvos de sulfamida al caldo y se lo dio a beber a Pasha. Entre Ouspenski y él se comieron el pescado, cabeza incluida.

Ouspenski se echó a dormir. Después de fumarse un cigarrillo, Alexander se sentó junto a Pasha y le puso un trapo con hielo en la frente. Como vio que empezaba a coger frío, lo tapó con las dos gabardinas y con la chaqueta de Ouspenski.

Nadie era capaz de hablar, ni siquiera articulaban las palabras con los labios.

A la mañana siguiente, con los ojos inflamados por la fiebre, Pasha les dijo con un gesto que lo dejaran allí mismo. Pero Alexander meneó la cabeza, lo levantó del suelo y se lo cargó a la espalda. Era un día gris de febrero y las nubes flotaban a pocos metros de sus cabezas. Como Pasha era el único que sabía alemán, no podían pedir ayuda a nadie. Seguramente la policía de Sajonia ya estaba advertida de la fuga de tres hombres que, a pesar de ir vestidos con prendas de la región, no hablarían ni una palabra de alemán.

Tal como se encontraba Pasha, no podían llegar muy lejos. Se refugiaron en un establo, se abrigaron con el heno y esperaron a que se recuperase. Alexander no soportaba estar sentado, sin hacer nada más que escuchar la respiración agitada de Pasha y verlo tiritar.

—Tenemos que irnos —declaró, poniéndose de pie—. No podemos quedarnos aquí parados.

—¿Puedo hablar un momento con usted? —preguntó Ouspenski.

—Ni lo sueñe —dijo Alexander.

—Sólo un momento, fuera.

—He dicho que no.

Ouspenski lanzó una mirada a Pasha, que tenía los ojos cerrados. Parecía inconsciente.

—Está cada vez peor, capitán.

—Muy bien, Ouspenski. Gracias por informarme. No hay más que hablar.

—¿Qué vamos a hacer?

—Continuaremos avanzando. Sólo tenemos que encontrar un convoy de la Cruz Roja.

—No los vimos ni en Colditz ni en Katowice. ¿Qué le hace pensar que estarán por aquí?

—No lo sé, tal vez podríamos ver a la Cruz Roja o a los estadounidenses…

—¿Es que ya han llegado hasta aquí?

—Ouspenski, me he pasado en la cárcel los últimos cuatro meses, igual que usted. ¿Cómo coño voy a saber hasta dónde han llegado los estadounidenses? Sólo creo que es posible que anden por aquí. ¿No oyó decir que se estaban acercando a Dresde?

—Capitán…

—No hay más que hablar, teniente. Vámonos.

—¿Adónde? Pasha necesita ayuda.

—Y se la daremos. Pero no vamos a encontrarla en un establo.

Volvió a cargarse a la espalda a Pasha, que no tenía fuerzas para aferrarse a él.

Alexander tenía que esforzarse enormemente para poner un pie delante del otro y apenas veía la carretera. A cada hora se detenía para dar algo de beber a Pasha, le ponía un trapo frío en la frente, lo arropaba con las dos gabardinas y echaba a andar otra vez.

Ouspenski caminaba a su lado.

—Capitán…

Era la voz de Ouspenski.

—¿Qué?

Alexander siguió avanzando sin mirarlo; no podía volver la cara, Ouspenski se plantó delante de él, obligándolo a detenerse.

—¿Qué pasa, teniente? —preguntó Alexander.

—Ha muerto, capitán —dijo Ouspenski, poniéndole una mano en el hombro—. Lo siento.

Alexander lo apartó con un gesto.

—Déjeme pasar.

—Está muerto, capitán. Déjelo ya.

—¡Ouspenski! —Alexander respiró hondo y bajó la voz—. No está muerto, está inconsciente. Le recuerdo que sólo quedan dos horas de luz. No las malgastemos parados en medio de la carretera.

—Está muerto, capitán —susurró Ouspenski—. Compruébelo usted mismo.

—No, no puede morirse —se empeñó Alexander—. Es imposible. Déjeme en paz. Venga conmigo o lárguese, pero déjeme en paz.

Siguió andando durante otra hora por la carretera de tierra con Pasha a la espalda, hasta que redujo el paso, se detuvo junto a un árbol solitario y dejó a Pasha en el suelo. A Pasha ya no le ardía la frente y ya no respiraba entrecortadamente. Estaba blanco y frío y tenía los ojos abiertos.

—No te mueras, Pasha… —susurró Alexander.

Le cerró los ojos con los dedos. Lo miró un momento y luego se agachó, lo arropó con la gabardina y lo estrechó entre sus brazos. Se sentó en el suelo y cerró los ojos.

Alexander se pasó toda la noche sentado al borde del camino, con la espalda contra el árbol, sin moverse, sin abrir los ojos y sin decir nada, abrazado al hermano de Tatiana.

Si Ouspenski habló en algún momento, él no lo oyó. Si se quedó dormido no se dio cuenta, como tampoco se daba cuenta de la frialdad del aire ni de la dureza del suelo ni de la aspereza del tronco del árbol contra su espalda.

Al amanecer, cuando una luz gris empezaba a cubrir los cielos de Sajonia, Alexander abrió los ojos. Ouspenski dormía a su lado, arropado en la gabardina. El cuerpo de Pasha estaba rígido y muy frío.

Tatiana, hambrienta y muy enferma, había cosido una mortaja para su hermana, había arrastrado un trineo por la superficie helada del Ladoga, había sepultado a Dasha en un agujero abierto en el hielo y había rezado una oración por ella. «Permite que mi hermana descanse en paz y dale su pan cotidiano en el cielo», oró Tatiana, arrodillada y sola.

Tatiana lo había conseguido.

«Yo también puedo conseguirlo».

Alexander soltó un momento el cuerpo de Pasha, se incorporó, se lavó la cara y se enjuagó la boca con el whisky, sacó la navaja de titanio y empezó a cavar un hoyo. Ouspenski se despertó y se puso a ayudarlo. Tardaron tres horas en abrir un agujero de un metro de profundidad. Era poco, pero tendrían que conformarse. Alexander puso la gabardina sobre la cara de Pasha para que no le cayera tierra encima. Armó una cruz con dos ramitas y un cordel y la colocó sobre el pecho del cadáver, y entre él y Ouspenski lo levantaron del suelo y lo dejaron caer en el agujero. Sin decir nada, Alexander echó un puñado de tierra sobre la minúscula tumba. Talló el nombre, «Pasha Metanov», y la fecha, «25 de febrero de 1945», en un trozo de madera, lo unió a una rama más larga para formar una cruz y la clavó en el montículo de tierra.

Ouspenski y él aguardaron un momento de pie junto a la tumba sin moverse. Alexander inclinó la cabeza.

—El Señor es mi pastor, nada me faltará —murmuró para sí—. En lugares de delicados pastos me hará yacer, junto a aguas de reposo me pastoreará, aunque ande en valle de sombra de muerte…

No pudo seguir. Se dejó caer en el suelo, junto al árbol solitario, y encendió un cigarrillo.

Ouspenski preguntó si continuarían.

—No —respondió Alexander—. De momento, voy a quedarme aquí un poco más.

Pasaron varias horas.

Ouspenski volvió a preguntar si continuarían.

—No puedo dejar a Pasha solo, teniente —dijo Alexander, con una voz tan exhausta que no parecía la suya.

—¿Qué ha sido del viento del destino que soplaba a su favor, capitán? —exclamó Ouspenski.

—No me entendió, Nikolai —protestó Alexander, sin levantar la vista—. Dije que soplaba a mi lado, sin alcanzarme.

Al día siguiente, la policía alemana los recogió allí mismo, los hizo subir a un camión blindado y los llevó de vuelta a Colditz. A Alexander le dieron una buena paliza y lo encerraron en la celda de aislamiento durante tantos días que terminó perdiendo la noción del tiempo.

La muerte de Pasha había traído la muerte de la fe. Nada tenía sentido en un mundo donde Alexander había conocido a Pasha Metanov únicamente para perderlo, «Libérame, Tatiana. Perdóname, olvídame, ayúdame a olvidarte. ¿No puedo estar libre de ti ni un minuto tan sólo, libre de tu rostro, de tu libertad, de tu fuego, de tus sentimientos, libre, libre, libre…?».

El vuelo ritual entre un lado y otro del océano había terminado, y con él el consuelo de la imaginación. El estupor le congeló el corazón, y la desesperación introdujo sus tentáculos por los tendones, las arterias, los nervios y las venas de Alexander, hasta anestesiarlo y sofocarlo y dejarlo sin esperanzas y libre de Tatiana. Por fin.

Pero no del todo.