Capítulo 28

Nueva York, enero de 1945

El día de Año Nuevo, Tatiana subió al transbordador, dio un paseo con Anthony por el otro lado de la bahía y después fue en busca de Vikki, que quería ir a patinar a Central Park. Los tres cogieron un autobús y bajaron en la esquina de la calle Cincuenta y nueve con la Sexta Avenida. Tatiana dijo que tenía que hacer un recado y dejó a Vikki con el niño.

Tatiana se acercó a una cabina de teléfono situada junto al Hotel Plaza. Hurgó en el bolsillo en busca de dinero suelto. Estuvo un momento contando las monedas aunque ya sabía cuántas eran, y al final se decidió a marcar un número.

—Feliz Año Nuevo, Sam —dijo a través del auricular—. ¿Te llamo en mal momento?

—Feliz Año Nuevo, Tatiana. No, no es mal momento. Estaba terminando unos asuntos pendientes.

Tatiana contuvo el aliento y esperó.

—No tengo nada para ti —dijo Sam.

—¿Nada?

—No.

—¿No se han puesto en contacto contigo…?

—No.

—¿Ni siquiera para preguntarte por mí?

—No. Estarán pensando en otras cosas, como la mejor manera de repartirse Europa.

Tatiana exhaló un suspiro.

—Perdona que te haya incomodado con mi llamada.

—No te preocupes. Llámame otra vez dentro de un mes.

—Muy bien. Eres muy amable conmigo, gracias.

Tatiana colgó y apoyó la cabeza en la caja metálica del teléfono.

Tatiana terminó venciendo sus reticencias y aceptó compartir casa con Vikki. Las dos jóvenes se trasladaron a su nuevo domicilio en enero de 1945. Tatiana había encontrado un piso de tres habitaciones y dos baños en la sexta planta de un edificio de la calle Church. Estaban muy cerca del Bowling Green y del Battery Park. Desde el salón se veía el puerto de Nueva York y la Estatua de la Libertad, y si salía a la escalera de incendios podía ver incluso la isla de Ellis.

El apartamento costaba quince dólares al mes. Al principio Vikki protestó porque estaba acostumbrada a gastarse el sueldo en ropa en lugar del alquiler, pero las dos estaban muy contentas con su nueva casa. Tatiana lo estaba porque al fin tenía espacio para todos los libros que se estaba comprando y porque su hijo tenía una habitación para él solo y ella tenía una habitación para ella sola. Era una forma de hablar, porque normalmente colocaba unas mantas y unas almohadas en el suelo y dormía al lado de la cama de su hijo. Decía que ya se trasladaría a su propia habitación cuando dejara de dar el pecho. Anthony dejó de mamar a los dieciocho meses, pero Tatiana siguió durmiendo en el suelo de su cuarto.

Pan. Harina, leche, mantequilla, sal, huevos, levadura. Una comida completa. Pan.

Vikki no entendía por qué tenían que preparar masa todas las noches a las once.

—Porque así no tengo que salir de casa por la mañana para ir a comprar pan —le explicó Tatiana.

Vikki ya no volvió a preguntárselo, pero todas las mañanas, antes de tomarse un cruasán o un bollo recién horneados junto con el café y el cigarrillo, le lanzaba un beso y le decía:

—«El pan nuestro de cada día, dánoslo hoy».

—Amén —respondía Tatiana.

—¡Mamén! —repetía Anthony.

—¿Quién te enseñó a hacer un pan tan bueno, Tania?

—Mi hermana me enseñó a cocinar.

—Seguro que era muy buena cocinera.

—Era muy buena maestra. También me enseñó a atarme los zapatos, a leer la hora y a nadar.

—¿De qué murió?

—Pues… Dejó de recibir el pan nuestro de cada día, Vikki.

«No hago lo bastante —pensó Tatiana, con la vista clavada en el techo—. En un día hay demasiados minutos y segundos por llenar. Como hoy: me he levantado a las seis, he despertado a Anthony… menos mal que viene Isabella a buscarlo. He estado en Ellis de ocho a cuatro y en la Cruz Roja hasta las seis, sacando sangre y preparando lotes para los prisioneros de guerra. He ido a buscar al niño a casa de Isabella, lo he llevado al parque, he comprado algo de comer, he hecho la cena he jugado con Anthony, lo he bañado y lo he metido en la cama, he escuchado la radio y he escuchado a Vikki, he preparado la masa para el pan. Y ahora es más de la una y Vikki y Anthony ya duermen y yo estoy aquí, mirando el techo, porque no hago lo bastante. Tengo que pasarme el día moviéndome, hasta que el cansancio no me deje tener pesadillas. Hasta que la vida norteamericana me deje tan exhausta que ya no pueda seguir viendo su cara».

Alexander le rodea la cintura con las manos; Tatiana tiene el pelo mojado y la cara mojada y sus dientes resplandecen como el agua del río. Él grita de alegría, cuenta hasta tres, la lanza al agua del Kama y se zambulle tras ella. Ella se escabulle y se aleja nadando. Él la persigue, la amenaza con infligirle todo tipo de torturas cuando la atrape y ella reduce la velocidad para que él pueda atraparla.

Tatiana, con el corazón puesto en el este, preparaba pan, adquiría beicon de diferentes clases con la tarjeta de racionamiento y compraba cacerolas, sartenes y otros enseres de cocina, toallas y sábanas. Le encantaban las tiendas, las fruterías, las carnicerías, los supermercados y los establecimientos de comida preparada. Sin embargo, mientras su cuerpo físico seguía adelante con una fuerza inexorable, su espíritu languidecía, perpetuamente anclado en el pasado. Alexander había sido capaz de encontrar a la huérfana que lo esperaba en Lazarevo y hacerla una mujer. La había convertido en quien era.

Ella, en cambio, no había sido capaz de encontrarlo. Lo había intentado vagamente, inútilmente. No se había dicho: «No cejaré hasta encontrarte, Shura, pero antes tengo que buscar a alguien que cuide del niño…». Empezó a sentir odio por sí misma, un sentimiento nuevo para ella. Ni siquiera en los tiempos en que jugaba a la ruleta rusa emocional con Alexander y Dasha había sentido aquel acuciante desprecio por sí misma.

A pesar de la insistencia de Vikki, Tatiana no fue ningún sábado a bailar al Ricardo’s, el club del Greenwich Village. Y tampoco se compró un vestido ni unos zapatos.

—Tienes que venir al Elks Rendezvous de Harlem —propuso Vikki—. ¡La música es estupenda y van muchos médicos!

—No hay peor ferocidad que la de una mujer que busca pareja —dijo Tatiana, parafraseando un libro que acababa de leer—. ¿Has leído La sepultura sin sosiego, de Cyril Connolly? Te lo recomiendo.

—Déjate de lecturas. ¿Vamos al Apolo a ver a Bette Davis y Leslie Howard en Cautivos del deseo?

—Otro día.

—¡Nada de otro día! Es viernes, vamos al Lady Be Beautiful. Les he hablado de ti y tienen muchas ganas de conocerte. Nos haremos la manicura y luego iremos a comer dim sum[10] a un chino de la calle Mott. Tienes que probar la comida china, es fantástica. Y luego nos iremos a bailar al Elks Rendezvous.

—¿A Harlem?

—Es el mejor sitio para el jitterbug[11].

—¿Ahora lo llamáis así?

—¿Has hecho una broma picante? —Vikki la miró con una sonrisa—. Anda, acompáñame.

—Otro rato, ¿de acuerdo?

Una noche, cuando las dos leían en el sofá, Vikki dijo:

—Tania, ya sé qué problema tienes, aparte de pasarte el día preparando pan y devorando beicon.

—¿Qué problema tengo?

—Que eres demasiado seria. Necesitas más aplomo, andar por la vida como si el mundo fuera tuyo, decir palabrotas… un tratamiento de belleza en el Lady Be Beautiful… ¡¡pero sobre todo necesitas un hombre!!

—Muy bien —aceptó Tatiana—. ¿Y de dónde lo saco?

—No estoy hablando de amor —precisó Vikki.

—No, claro.

—Te estoy hablando de pasar un rato agradable, de vivir un poco de emoción. Estás muy tensa, te preocupas por todo. Siempre nerviosa, siempre trabajando, cuidando a tu hijo… Ellis, la Cruz Roja y Anthony, ¡es demasiado!

—No estoy siempre nerviosa —se defendió Tatiana.

—¡Estás en Estados Unidos, Tania! Ya sé que estamos en guerra, pero la guerra no se libra aquí. ¿No habías querido venir desde siempre?

—Sí —aceptó Tatiana.

Sólo que había querido ir acompañada.

—¿Y no vives mejor aquí que en la Unión Soviética?

Cada uno en un bote, reman a toda velocidad a lo largo de un kilómetro, compitiendo por llegar antes al centro del Ilmen. Tatiana sonríe levemente y avanza con gestos metódicos y persistentes. Pasha está furioso porque no puede alcanzar a su hermana. Desde la orilla, Dasha y la prima Marina saltan jaleando a Tania, y detrás de ellas los adultos de la familia agitan las manos jaleando a Pasha. Es verano y el aire huele al agua del lago.

Ellos ya no están en el Ilmen, ni en Luga, ni en Leningrado, ni en Lazarevo. A pesar de todo, siempre la acompañan.

Y él también. Él siempre la acompaña.

Tatiana parpadeó para alejar las imágenes de su vida pasada y bebió otro sorbo de té.

—¿Quién fue tu primer amor? —preguntó.

—Se llamaba Tommy y cantaba en una orquesta. ¡Dios, qué guapo era! Rubio y bajito…

—Pero tú eres alta…

—Ya lo sé. Lo achuchaba como si fuera un niño. Era perfecto. Tenía diecisiete años y mucho talento. Yo me escabullía por la escalera de incendios para oírlo cantar en el Sid’s y en el Bowery. Me tenía fascinada.

—¿Y qué pasó? —preguntó Tania, mirando la taza.

—Nada, descubrí lo que hacían los músicos después de los conciertos.

—Pensaba que ibas a vigilarlo.

—Pero tenía que volver a casa, y él pasaba a verme después. Hasta que me enteré de que tenía a un montón de chicas haciendo cola en el camerino. Se liaba con ellas y a las cinco de la mañana subía a mi habitación por la escalera de incendios y se liaba conmigo.

—Vaya…

—Me pasé semanas llorando. Y luego conocí a Jude.

—¿Quién es Jude?

—Mi segundo amor.

Tatiana se echó a reír.

—Siempre hay un segundo amor, y un tercero, Tania… —dijo Vikki con dulzura, acariciándole el pelo—. Y si tienes suerte, un cuarto y un quinto.

—Eso suena bien —dijo Tatiana, sujetando la taza con fuerza y cerrando los ojos.

—La gente no lleva luto más de un año, que yo sepa. Y te aseguro que Jude era mejor que Tommy. Tenía la impresión de estar hecha para él. —Vikki hizo una pausa—. Era mejor persona, mejor en todo.

Tatiana asintió.

—Ya ni te acuerdas de lo agradable que es estar con un hombre, Tania.

—Ojalá lo olvidara…

Vikki la estrechó contra ella.

—Tania, Tania… Lo conseguiremos, te lo prometo. Conseguiremos que olvides.

Érase una vez, las muchachas y los muchachos se conocían en las noches de luna llena, cuando había hogueras, bailes, vino y vestidos de tafetán, músicas y risas, cuando unos ojos se clavaban en otros ojos y la muchacha henchía el pecho y el muchacho caminaba hacia ella y ella alzaba los ojos hacia él y él bajaba los ojos hacia ella y…

Érase una vez, existía el primer amor.

Vikki había tenido un primer amor. Edward había tenido un primer amor. Isabella y Travis habían tenido un primer amor.

El primer amor, el primer beso, el primer todo.

Érase una vez, cuando eran tan jóvenes…

Y después crecieron.

Pasó el tiempo, se sucedieron los ciclos de la luna, la música se detuvo, la muchacha se quitó el vestido de tafetán, la hoguera se apagó, las risas se acallaron. Y en otro momento, con la certeza del amanecer, otro joven caminó hacia la joven vestida de tafetán y le sonrió, y ella alzó los ojos hacia él y él bajó los ojos hacia ella.

No era el primer amor.

No era el primer beso.

Pero era amor, a pesar de todo.

Y el beso era dulce.

Y el corazón palpitaba de nuevo.

Y la joven siguió adelante. Siguió adelante porque deseaba vivir y ser feliz. Deseaba amar de nuevo. No quería quedarse para siempre mirando el mar desde la ventana. No quería recordar. Quería olvidar al primer hombre. Y sobre todo, quería revivir aquella primera sensación.

Quería tomar aquella sensación y transferirla a otro hombre, y sonreír otra vez, porque su corazón estaba demasiado vivo para dejar de amar. Porque su corazón tenía que curarse y sentir. Y porque la vida era larga.

La muchacha siguió adelante y dejó de llorar, sonrió, se puso otro vestido y se acercó a otro hombre. Volvió a cantar y bromear, porque después de todo seguía en este mundo y seguía siendo la misma persona, una persona que necesitaba reír al ver las rosas, aunque sabía que jamás, por mucho tiempo que pasara, volvería a amar como había amado a los diecisiete años.

Para protegerse, Tatiana se colocó un escudo sobre el lado herido de su corazón y trató de seguir adelante sin dar pasos bruscos y parapetándose contra las miradas y las lágrimas de los demás. Su mayor cualidad se convirtió en su mayor lastre. Y con el tiempo se volvió una experta en ocultar su deformidad al mundo. Con el tiempo, aprendió a consolarse pensando que cada cual tenía su cruz y que ella tenía que cargar con la suya.

Tenía la gran suerte de tener a su bebé, a su niño, de sentirse querida, de estar viva. Y cuando era más joven, había tenido la gran fortuna de recibir más de lo que merecía.

Algún día se alejaría del sofá, del alféizar de la ventana y de la escalera de incendios, escondería la mochila negra y se quitaría las alianzas que llevaba al cuello. Un día, oiría música y no tendría la sensación de estar bailando un vals con él en el claro del bosque, bajo una luna muy roja, en su noche de bodas.

¡Cómo bailamos la noche en que nos…!

Algún día. De momento, sin embargo, cada vez que respiraba el futuro se teñía con los colores del pasado, y cada vez que parpadeaba el recuerdo de Alexander se clavaba más profundamente en sus entrañas, hasta el punto que todo lo que los había unido la cegaba y le impedía ver nada de lo que la estaba esperando.

Tatiana sólo pensaba en aquello que Alexander había amado y necesitado de ella misma, y en lo que ella le había entregado. ¿Bastaba con eso?

La memoria… esa cruel enemiga del consuelo.

No había olvido posible. Y lo peor era que el corazón de Tatiana se iba desangrando a medida que pasaba el tiempo. Era como si la boca de Alexander, sus manos, su cabeza, su corazón, todas aquellas cosas que parecían tan normales en Lazarevo, adquiriesen un significado fantasmagórico, una vida que no habían tenido hasta entonces.

¿Cómo se las arreglaban para dormir, pescar, limpiar la cabaña? ¿Cómo se las arreglaba Tatiana para acudir sin él al grupo de costura? Se odiaba a sí misma, se flagelaba por haber intentado llevar una vida normal con él en Lazarevo, sabiendo que el tiempo y ellos mismos eran tan fugaces como un copo de nieve. Y Alexander, ¿habría agachado la cabeza de haber sabido lo que podía perder a cambio de una hora de éxtasis, de unos minutos de felicidad?

Cómo le gustaba acariciarla… Tatiana se sentaba y separaba las piernas para que él pudiera tocarla cuando quisiera. Y él la tocaba en el momento más inesperado. Decía que eso era lo que necesitaba un soldado de permiso. Y no le bastaba con tocarla en el momento más inesperado. Alexander la acariciaba con los dedos mientras ella permanecía en silencio, y la acariciaba con la boca mientras ella permanecía en silencio, y ya no había más momento que el presente, no había ningún después, tan sólo la locura del presente.

«Te volveré loca —gritó su memoria cuando Tatiana se sentó a respirar la brisa salada de la eternidad en el alféizar de la ventana—. Andarás sonriente por la calle como una mujer normal, pero en tu interior te retorcerás como en la hoguera. No te liberaré, nunca serás libre».