Capítulo 27

Polonia, noviembre de 1944

Alexander pasó la noche sentado en el suelo, con la espalda contra el árbol y Pasha apoyado en su regazo. Al amanecer, la inflamación de la garganta había bajado. Pasha tapó con un dedo el extremo del tubito y respiró dos veces por la boca. Alexander, animado, le puso esparadrapo para cerrar la abertura todo lo posible. No le quitó el tubo porque no sabía si podría repetir la intervención en caso necesario. Pasha tapó otra vez el extremo del tubito con el dedo y graznó:

—Ciérralo del todo. Si está abierto no puedo hablar.

Alexander le puso más esparadrapo y miró a Pasha, que farfullaba y aspiraba aire con gran dificultad.

—Tengo una idea, Alexander —susurró débilmente—. Cárgame a la espalda, sácame de esta tierra de nadie y llévame hasta la línea de defensa. Todavía llevo el uniforme alemán, ¿no?

—Sí.

—Mi uniforme te salvará. Y si quieres salvarlo a él —señaló a Ouspenski y suspiró—, dile que cargue con uno de los alemanes heridos. ¿Queda alguno o ya se han muerto todos?

—Hay uno con conmoción cerebral.

—Perfecto. —Pasha exhaló aire—. Cuando os entreguéis, enseñadles a los alemanes heridos.

—Los otros tres pueden andar.

—Perfecto. Pero vigílalos y no los dejes hablar por ti. Cuando te acerques a la línea de defensa, grita: «Schiessen Sie nicht». Significa: «No disparéis».

—¿Basta con eso? —preguntó Alexander—. ¿Por qué no lo dijimos en 1941? ¿O en 1939, ya puestos?

Sonrió. Pasha exhaló aire.

—¿Qué están tramando? —intervino Ouspenski—. No estarán pensando en rendirse, ¿verdad?

Alexander no dijo nada.

—Ya sabe que no podemos rendirnos, capitán —insistió Ouspenski.

—Y tampoco retirarnos.

—No vamos a retirarnos. Nos quedaremos aquí a esperar los refuerzos.

Pasha y Alexander se miraron.

—Vamos a rendirnos, Ouspenski. Tenemos a un herido que necesita atención urgente.

—Pues yo no pienso rendirme —declaró Ouspenski—. Nos matarán y nuestro ejército nos repudiará.

—¿Quién dice que vamos a volver con nuestro ejército? —preguntó Pasha, mientras se incorporaba con ayuda de Alexander.

—¡Mira quién habla! Tú eres un moribundo sin nada que perder y ningún sitio al que ir, pero nosotros tenemos familias esperándonos…

—Yo no tengo familia —precisó Alexander—. Pero Ouspenski tiene razón.

Ouspenski miró a Pasha y sonrió con satisfacción.

—Quédese aquí, Nikolai —dijo Alexander—. Quédese a esperar a que el Ejército Rojo venga a buscarlo.

La sonrisa desapareció de la cara de Ouspenski.

—¡Usted tiene familia, capitán! ¿No dijo que tenía una esposa?

—Y él… —señaló a Pasha con decisión—, ¿no tiene una hermana?

Alexander y Pasha no dijeron nada.

—¿Es que no les preocupa ella? Si se rinden, la enviarán a Arjanguelsk, a la isla de los Bolcheviques.

Nadie volvía de la isla de los Bolcheviques.

—¿Listo? —preguntó Pasha a Alexander, sin hacer caso de las palabras de Ouspenski.

Alexander asintió y se acercó a los cuatro alemanes. Uno deliraba. Otro tenía una herida en el cráneo, superficial pero con mucha sangre.

Ouspenski respiraba nerviosamente y hacía un ruido similar al de Pasha.

—¿Eso era lo que tramaban? —preguntó—. Capitán Belov: usted que ha recorrido quince mil kilómetros a través de ríos y montañas, divisiones y regimientos, campos minados y campos de la muerte, ¿usted va a entregarse ahora a los alemanes?

El asombro le hacía respirar con dificultad.

—Sí —respondió Alexander con una voz temblorosa—. Ya no puedo más. ¿Qué va a hacer usted? ¿Venir con nosotros o quedarse aquí?

—Me quedo aquí —declaró Ouspenski.

Alexander hizo el saludo militar.

—La culpa es de ése —rezongó Ouspenski—. Antes de que lo encontráramos, usted era un hombre de honor. Pero como ha visto que él vendió el alma al diablo, ha decidido hacer lo mismo.

—¿Por qué se toma mi decisión como algo personal, teniente? —dijo Alexander—. ¿Qué tiene que ver con usted?

—Parece que todo —opinó Pasha.

—¡Calla! Nadie estaba hablando contigo. Respira por el tubito y cierra la puta boca. De no ser por él, estarías muerto.

—¡Mida sus palabras, Ouspenski! —protestó Alexander—. El comandante Metanov está por encima de nosotros en la jerarquía.

—Su jerarquía de Satanás no me merece ningún respeto —masculló Ouspenski—. En fin, capitán. ¿A qué está esperando para irse y dejar abandonados a sus hombres?

—A mí no me abandona, yo me voy con él —dijo tímidamente el cabo Danko.

—¿Soy el único al que van a dejar aquí tirado? —exclamó Ouspenski, con los ojos como platos.

—Eso parece —dijo Pasha con una sonrisa.

Ouspenski se abalanzó sobre él, pero Alexander lo paró a tiempo. El valiente e imprudente Pasha no estaba en condiciones de defenderse de nadie, ni siquiera de un hombre con un solo pulmón. Necesitaba todas sus fuerzas para respirar.

—Pero ¿qué os pasa? ¡Calma, Pasha! —exclamó Alexander, apartándolo de Ouspenski.

—No me fío nada de él, Alexander.

—Mira quién habla —masculló Ouspenski.

—Me dio mala espina desde el primer momento en que lo vi —añadió Pasha. Tuvo que callarse porque le costaba respirar.

Alexander lo hizo apartarse unos pasos y le dijo:

—Puedes fiarte de Ouspenski —susurró—. Ha estado a mi lado todo el tiempo, como Borov contigo.

—A tu lado —repitió Pasha.

—Eso es. Más vale que nos vayamos antes de alertar a los alemanes con tanto grito.

Pasha no dijo nada. Alexander le hizo inclinar la cabeza y le ajustó el esparadrapo de la garganta.

—No podrás hablar hasta que encontremos a alguien que te cosa la incisión. A partir de ahora quédate callado. Ya me ocupo yo de todo.

Alexander volvió junto a Ouspenski.

—Aunque la jerarquía de Pasha Metanov no le merezca respeto, Nikolai —comenzó—, tiene que respetar la mía. Y antes de dejarlo solo en el bosque, tendría que matarlo. Le ordeno que deje las armas y se entregue a los alemanes junto con todos nosotros. Es por su bien —concluyó, bajando la voz.

—¡Fabuloso! —protestó Ouspenski—. Iré con usted, pero que conste que es contra mi voluntad.

—Todo lo que ha hecho en esta guerra ha sido contra su voluntad. Dígame una sola cosa que haya hecho por iniciativa propia.

Ouspenski calló.

—Pasha dice que no lo considera a usted digno ni de vivir con los cerdos, teniente.

—Pero usted me ha defendido, señor. Le ha dicho que sí lo soy, ¿no? —dijo Ouspenski.

—Exacto. Ahora venga con nosotros.

Los hombres del grupo soltaron las armas y de inmediato se pusieron en marcha.

Alexander se cargó a la espalda a Pasha; Ouspenski, al alemán herido en la cabeza, y Danko, al de la conmoción, y los tres se pusieron en camino entre los dos alemanes que estaban en condiciones de andar aunque fuera cojeando. Avanzaron en fila india a través de las trincheras y los árboles derribados, los arbustos y las bases de las ametralladoras. Se dirigían a la línea de defensa alemana, que ocupaba medio kilómetro aproximadamente. Alexander sabía que por mucho que gritaran «Schiessen Sie nicht», iban a dispararles. Por eso decidió andar un kilómetro más y acercarse por uno de los flancos.

Lo detuvo un grito que resonó entre los árboles:

Halt! Bleiben Sie stehen. Kommen Sie nicht naheres!

Alexander vio a dos soldados armados con ametralladoras. Dejó de andar, tal como le habían ordenado.

Schiessen Sie nicht, schiessen Sie nicht —gritó.

—Diles que llevas a unos alemanes heridos —le susurró Pasha al oído—: Wir haben verwundetes Deutsch mit uns.

Wir haben… —gritó Alexander—. Verwundetes… Verwundetes Deutsch mit uns.

En el lado alemán se hizo un silencio, como si estuvieran deliberando.

Alexander enarboló la toalla ensangrentada, que en otro tiempo había sido blanca.

Wir übergeben! —gritó. Significaba: «Nos rendimos».

—¡Caramba! —exclamó Pasha—. Te enseñaron a decirlo y te prohibieron que lo dijeras…

—Lo aprendí en Polonia —respondió Alexander, agitando la bandera—. Verwundetes Deutsch! —volvió a gritar—. Wir übergeben!

Los alemanes los hicieron prisioneros a los cuatro. A los heridos los llevaron a la tienda sanitaria y a Pasha le cosieron el agujero de la garganta y le dieron antibióticos. Después interrogaron a Alexander y le preguntaron por qué había contravenido las órdenes soviéticas contra la toma de prisioneros. Los rehenes alemanes les explicaron que Pasha, al que estaban atendiendo como a uno de los suyos, no era un compatriota. Lo despojaron inmediatamente de su uniforme y su categoría, le pusieron un traje de presidiario y cuando se recuperó lo llevaron junto con Alexander y Ouspenski a un Oflag (un campo de internamiento de oficiales) instalado en la población polaca de Katowice. Danko, que era solamente cabo, fue a parar a un Stalag, los campos donde se internaba a la tropa.

Alexander sabía que si no los habían ejecutado era sólo porque habían aparecido con rehenes heridos. Los alemanes consideraban a los soviéticos peores que a las bestias porque sabían que eran capaces de abandonar a sus hombres agonizando en el campo de batalla. Pero a Alexander, Ouspenski y Danko les habían perdonado la vida porque los habían visto comportarse como seres humanos y no como soviéticos.

Pasha les había explicado que los alemanes tenían dos tipos de campos para prisioneros de guerra, y era cierto. El suyo estaba dividido en dos zonas: una para los Aliados y otra para los soviéticos. En la zona de los Aliados se exhibía orgullosamente el texto de la Convención de Ginebra de 1929 y se trataba a los prisioneros con arreglo a las normas de la guerra. En la zona soviética, separada de la otra por una alambrada, se seguían las pautas establecidas por Stalin: los prisioneros no tenían ningún tipo de atención médica y recibían un régimen de pan y agua. Los alemanes los sometían a interrogatorios y torturas, los dejaban morir y luego obligaban a sus camaradas a cavar fosas para enterrarlos.

A Alexander no le importaba cómo lo trataran. Lo esencial era que estaba cerca de Alemania, a muy pocos kilómetros del Óder, y que Pasha estaba con él. Aguardó pacientemente a que aparecieran las enfermeras de la Cruz Roja, hasta que comprobó apesadumbrado que no vería a ninguna. La Cruz Roja tampoco había inspeccionado el lado de los franceses y los ingleses, donde también había moribundos y enfermos. Nadie supo darle una explicación, ni su interrogador ni los vigilantes del barracón. Pasha opinaba que debía de haber sucedido algo grave para que los alemanes prohibieran el acceso de la Cruz Roja a los campos.

—Sí, que están perdiendo la guerra —observó Ouspenski—. Una cosa así le quita a cualquiera las ganas de cumplir las normas.

—Nadie hablaba con usted —rezongó Pasha.

—¡No empecéis! —protestó Alexander.

—¿No puede dejarnos ni un momento tranquilos, teniente? —preguntó Pasha—. ¿Tiene que estar siempre pegado a nosotros?

—¿Qué tienes que ocultar, Metanov? —replicó Ouspenski—. ¿Por qué esa necesidad repentina de que te deje en paz?

Alexander se alejó para no oírlos, pero Pasha y Ouspenski echaron a andar tras él. Pasha aceptó con un suspiro de resignación la presencia del teniente y opinó:

—Creo que tendríamos que intentar una fuga. No tiene sentido seguir aquí.

Alexander soltó un bufido.

—No hay focos ni torres de vigilancia. No creo que se pueda hablar de «fuga» —dijo, señalando un agujero de cinco metros en la alambrada de separación—. Podemos decir simplemente que nos vamos.

Al principio, cuando aún esperaba la llegada de la Cruz Roja, Alexander no era partidario de fugarse. Pero más tarde, a medida que pasaban las semanas y veía deteriorarse progresivamente las condiciones del campo, decidió que no había más remedio que intentarlo. Entretanto, habían reparado la alambrada. Alexander y sus compañeros robaron unos cortaalambres en la caseta de herramientas abrieron un agujero y escaparon. Cuatro horas después los atraparon dos vigilantes que habían salido tras ellos en un Volkswagen Kübel.

De nuevo en el campo, el Oberstleutnant Kiplinger les dijo:

—¡Están locos! ¿Adónde pensaban ir? Por aquí no encontrarán más que sitios como éste. Por esta vez no tomaré represalias pero no vuelvan a repetirlo.

Ofreció un cigarrillo a Alexander y él encendió otro.

—¿Dónde está la Cruz Roja, director?

—¿Qué más le da? Como si vinieran expresamente por usted. No hay lotes de ayuda para los prisioneros soviéticos, capitán.

—Ya lo sé. Sólo quería saber dónde estaban, nada más.

—Un nuevo decreto prohíbe la inspección de los campos.

Alexander procuraba ir limpio, se afeitaba escrupulosamente y se ofrecía a ayudar siempre que podía. Kiplinger, contraviniendo la Convención de Ginebra pero accediendo a los deseos de Alexander, le proporcionó un serrucho, un martillo y clavos y le encargó que construyera más barracones. Ouspenski quiso ayudarlo, pero hacía demasiado frío y humedad para trabajar al aire libre con un solo pulmón.

Pasha hacía tareas en la cocina y procuraba sisar comida para Alexander y para él, aunque a regañadientes la compartía también con Ouspenski.

Todo eso era a finales de noviembre de 1944. A partir de diciembre el campo se llenó hasta los topes. El frío era cada vez más intenso y Alexander no tenía tiempo de construir suficientes barracones. Entre el lado aliado y el soviético, el campo tenía capacidad para unas mil personas, pero en esos momentos había unas diez mil.

—¿No le parece raro que haya tantos soviéticos cuando tenemos prohibido rendirnos, teniente Ouspenski? —dijo Alexander—. ¿Cómo se lo explica?

—Obviamente, se trata de desertores como usted, capitán.

No había comida ni agua en cantidad suficiente para todos los prisioneros. No podían lavarse y la enfermedad se cebaba en sus cuerpos mugrientos. Los alemanes derribaron la alambrada y unificaron los dos lados del campo. Era obvio que no sabían qué hacer con los cinco mil prisioneros soviéticos. Además del contingente soviético, había rumanos, búlgaros, turcos y polacos. No se veían judíos por ningún lado.

—¿Dónde están los judíos? —preguntó en un rudimentario inglés un militar francés a un militar británico. Alexander, en ruso, les explicó que estaban todos en Majdanek. El francés y el británico no le entendieron, pero él no se atrevió a hablarles en inglés para no levantar las sospechas de Ouspenski.

—¿Cómo sabe que no hay judíos, capitán? —preguntó Ouspenski cuando volvían al barracón.

—¿No recuerda que al llegar nos metieron en las duchas para desparasitarnos? —preguntó Alexander.

—Sí. Era una medida de rutina. Teníamos que estar limpios antes del interrogatorio.

—Por supuesto, teniente. Y cuando usted estaba desnudo, como medida de rutina comprobaron que no era judío. De serlo, le aseguro que ahora mismo no estaría aquí.

Comenzaron a circular rumores sobre las graves pérdidas sufridas por los estadounidenses en la foresta de Hürtgen, cerca de las Ardenas belgas. Decían que la lucha era encarnizada y que la capitulación quedaba aún lejos.

Todas las mañanas, Alexander se dedicaba a construir barracones o a vigilar a los demás prisioneros, y todas las tardes se ocupaba de reparar la alambrada que rodeaba el campo o las ventanas de las instalaciones, o a limpiar armas descargadas, cualquier cosa que le permitiera mantener las manos ocupadas. A cambio recibía un poco más de comida, aunque no la suficiente. Pasha le contó su experiencia en el campo de Minsk, donde los alemanes dejaron morir a los soviéticos porque no sabían qué hacer con ellos.

—Pero no pueden dejar morir a todos los prisioneros aliados, ¿verdad?

—Ah, ¿crees que no? ¿Qué vamos a hacer? ¿Exigirles responsabilidades en el infierno? Propongo que nos fuguemos otra vez. Te pasas la vida reparando la dichosa alambrada y siempre está estropeada.

—Sí, pero ahora han puesto a un vigilante.

—Podemos matarlo y escapar.

—Mañana los católicos celebran la Navidad. No querrás matar a un hombre en Navidad…

—¿Desde cuándo eres tan religioso? —preguntó Pasha.

—El capitán y Dios hace mucho que son amigos… —intervino Ouspenski, soltando una carcajada a la que se sumó Pasha.

Alexander prefería que se rieran de él en lugar de discutir como hacían siempre.

En Navidad les dieron más carbón para caldear los barracones y también algo de vodka. En el barracón de Alexander vivían veinte oficiales. Bebieron y jugaron a las cartas y al ajedrez, se emborracharon y cantaron alegres canciones soviéticas, como Stenka Razin o Katiusha, y a la mañana siguiente estaban todos fuera de combate.

Al día siguiente no les hizo falta matar al vigilante de la alambrada porque se había quedado dormido en su puesto. Volvieron a fugarse, pero era invierno y era muy difícil llegar a ningún sitio. Los únicos trenes que circulaban eran convoyes militares. Se subieron a uno pero en la siguiente parada los detuvo un policía que sospechó al verlos con uniformes que no eran de su talla. De nuevo en Katowice, supieron que el vigilante de la alambrada había muerto de una pleuritis antes de que pudieran ejecutarlo por negligencia. Se presentaron los tres ante el comandante Kiplinger.

—Capitán Belov, ya sabe que dirijo el campo con liberalidad y no controlo demasiado qué hacen los prisioneros. Si quiere trabajar, le doy trabajo. Si me pide comida y la hay, se la doy. Lo he dejado circular a sus anchas mientras no saliera de los límites del campo. Me parece que es un trato correcto, pero es obvio que usted no lo ve así, y los dos imbéciles que están bajo su mando lo obedecen como corderitos. Al parecer, se han hartado y han decidido marcharse. Ya le advertí la otra vez que si volvía a intentarlo, no podría seguir en este campo. No quiero que me dé más problemas. ¿Sabe que podrían ejecutarme si pierdo a alguno de los prisioneros que están a mi cargo?

—¿Adónde nos envía?

—A un sitio donde no hay escapada posible —dijo Kiplinger con satisfacción—. Al castillo de Colditz.