En los montes de Santa Cruz, octubre de 1944
Una fría tarde de otoño, cuando pasaban seis semanas desde el día en que habían cruzado el puente de Santa Cruz y cuando se habían adentrado cien kilómetros en los densos bosques de las montañas, Alexander y sus hombres estuvieron tres horas bajo el fuego enemigo. Vivían entre los árboles. Por la noche plantaban las tiendas de campaña si cesaba el combate, y si no cesaba se arropaban con las guerreras y se tumbaban a dormir en el suelo. Encendían fogatas para cocinar, pero la comida escaseaba más de lo que les habría gustado. Las liebres se escabullían en cuanto oían acercarse el batallón; había pocos riachuelos y cuando encontraban alguno no abundaban los peces, aunque al menos podían lavarse. La época de las bayas ya había terminado, y las setas mal cocinadas les habían provocado a todos unos retortijones terribles, hasta que Alexander no tuvo más remedio que prohibir su consumo. El cable telefónico se rompía a menudo en lo abrupto del terreno, y los suministros militares se agotaban antes de que llegara el refuerzo siguiente. Alexander se fabricó jabón con manteca y cenizas, pero sus soldados no se preocupaban demasiado por lavarse. Sabían que existía una relación simbiótica entre los piojos y el tifus, pero les daba lo mismo. Preferían comerse la manteca antes que emplearla para hacer jabón, y se pasaban semanas enteras con el rostro y el cuerpo cubiertos de pólvora, barro y sangre. Terminaron todos con pie de trinchera por llevar las botas permanentemente mojadas.
Eran un batallón entero abriéndose paso por el bosque, pero los alemanes habían tomado posición en la cima, igual que habían hecho en Siniavino y en Pulkovo, y necesitaban a muy pocos hombres para repelerlos.
Antes de encontrarse con los alemanes, el batallón de Alexander había conseguido avanzar un trecho por la montaña. Sin embargo, a pesar de recibir hombres y munición en dos ocasiones no habían logrado romper las defensas nazis y habían tenido que detenerse a mitad de la ladera. Desde el otro lado de los árboles llegaban los gritos del enemigo, entre ráfagas de disparos que se sucedían de la mañana a la noche. Los alemanes estaban apostados más arriba que los soviéticos, pero también a su derecha y a su izquierda. Alexander empezó a sospechar que no habían establecido una línea de defensa sino todo un cerco. Sus tropas no habían logrado avanzar ni un metro y faltaba sólo una hora para que cayera la noche.
Alexander tenía que romper el bloqueo si no quería que el bosque se convirtiera en su tumba, como ya se había convertido en la tumba de Verenkov. El pobre Verenkov disparaba a ciegas, pero era incapaz de esquivar los disparos. La fortuna le había dejado llegar vivo hasta la montaña pero había detenido sus pasos allí mismo. Alexander y Ouspenski lo enterraron en el cráter abierto por la granada que lo había matado y colgaron su casco de un palo clavado en la tierra.
—¿Quién coño está ahí? —exclamó Alexander cuando cesaron los disparos—. Le juro que he oído hablar en ruso, Ouspenski. ¿Será una alucinación? Escuche.
—Yo lo que he oído es el chasquido de una Maschinengewehr 43. —Se refería a la metralleta empleada por los alemanes.
—Escuche, escuche. Van a dar la orden de cargar la cinta: ya vera cómo lo dicen en ruso. ¡Le juro que era ruso!
—¿Echa de menos Rusia, capitán? —preguntó Ouspenski, mirándolo con simpatía.
—¡Váyase a la mierda! —protestó Alexander—. Le digo que he oído hablar en ruso.
—¿Cree que estamos disparando contra compatriotas nuestros?
—No lo sé. ¿Tan absurdo sería? ¿Cómo pueden haber llegado hasta aquí?
—No lo sé, señor… ¿Ha oído hablar de los vlasovistas?
—¿Los vlasovistas?
—Los rusos que cambiaron de bando después de ser hechos prisioneros por los alemanes.
—Sí, he oído hablar de ellos —contestó secamente Alexander.
No quería discutir con Ouspenski mientras estaban luchando por salvar a sus hombres. Ouspenski no tenía ningún sentido de la urgencia. Sentado junto a un árbol, recargaba la Shpagin y distribuía los proyectiles en hileras para que Alexander los introdujera en el mortero, tranquilamente, como si no pasara nada. Alexander había oído hablar de los vlasovistas, por supuesto. En el laberíntico panorama de la lucha partisana contra los alemanes, los vlasovistas eran los seguidores del general ruso Andrei Vlasov, que se habían pasado al bando nazi tras ser hechos prisioneros por los alemanes y ahora combatían contra sus antiguos compañeros de armas para liberar a Rusia del Ejército Rojo. Vlasov se encontraba en arresto domiciliario después de organizar un Ejército de Liberación que había intentado enfrentarse por su cuenta a las fuerzas estalinistas, pero muchos rusos seguían combatiendo en su nombre en brigadas dirigidas por los alemanes.
—No pueden ser vlasovistas —declaró Ouspenski.
—El general Vlasov está detenido, pero sus hombres siguen luchando en el bando alemán. Son más de cien mil y también los hay por esta zona.
Durante un momento se acallaron los disparos y se oyó con toda claridad una frase en ruso:
—¡Recargad la ametralladora!
—Detesto tener razón —aseguró Alexander, mirando a Ouspenski con las cejas enarcadas.
—¿Y ahora qué? No nos queda munición.
—No es cierto —contestó animosamente Alexander—. A mí me quedan cuatro cargadores y medio tambor. Y no tardarán en llegar los refuerzos.
Era mentira. Alexander sospechaba que el cable telefónico había vuelto a romperse, a lo cual se sumaba un problema adicional: el técnico de comunicaciones había muerto.
—Hay al menos treinta hombres entre los árboles.
—Entonces será mejor que no falle, ¿no?
—No es cierto que vayan a llegar refuerzos. Ha llegado todo lo previsto. Hace dos semanas Konev le envió armas y munición junto con cien soldados más, de los que no ha sobrevivido ni uno.
—En lugar de quejarse, teniente, haga que sus hombres se preparen para abrir fuego.
Diez minutos después, Alexander había vaciado el tambor. Y los disparos de sus hombres también se habían acallado.
—¿A qué distancia está la frontera alemana? —preguntó Ouspenski.
—Nos separan unos cien mil soldados alemanes, teniente.
—¿Qué vamos a hacer ahora? —suspiró Ouspenski.
—Desenfunde el cuchillo. Lucharemos cuerpo a cuerpo entre los árboles.
—Está como una cabra —dijo Ouspenski en voz baja, para que nadie lo oyera.
—¿Tiene alguna otra propuesta?
—Si la tuviera, sería capitán y usted estaría obedeciendo mis órdenes. —Ouspenski hizo una pausa—. ¿Alguna vez ha tenido que obedecer órdenes de alguien, señor?
—Por si no se había dado cuenta, teniente —contestó Alexander, riendo—, yo también tengo jefes.
—Sí, ¿y dónde están ahora, cuando deberían ordenar nuestra retirada?
—No podemos retirarnos. Sabe que a nuestras espaldas tenemos a dos docenas de milicianos del NKGB dispuestos a disparar sobre nosotros para impedírnoslo.
Alexander calló y adoptó una expresión pensativa. Estaban sentados en el suelo, el uno al lado del otro, con la espalda apoyada en un árbol.
—¿Ha dicho que el NKGB nos dispararía? —preguntó Ouspenski al cabo de un momento.
—No lo dude —respondió Alexander, sin mirarlo.
—¿Que dispararían contra nosotros?
—¿Se puede saber qué le pasa, teniente? —preguntó Alexander, mirándolo esta vez.
—Nada, señor. Sólo que, en mi opinión, de sus palabras se deduce que tienen algo con lo que dispararnos.
Alexander estuvo un momento callado y luego dijo:
—Dígale al cabo Yermenko que venga.
Unos minutos después, Ouspenski regresó con Yermenko, que se estaba limpiando la sangre del brazo.
—¿Qué queda de munición, cabo?
—Tres cajas de ocho cartuchos, tres granadas y unos cuantos proyectiles de mortero.
—Perfecto. Le explico la situación: andamos escasos de municiones y en el bosque hay al menos una docena de alemanes.
—Creo que son más de doce, señor. Y ellos sí que están armados.
—¿Qué tal anda de puntería, cabo? ¿Podría abatir a doce hombres con dos docenas de cartuchos?
—No señor. Necesitaría un fusil con mira telescópica.
—¿Alguna idea?
—¿Me lo pregunta a mí, señor?
—Sí, cabo: se lo pregunto a usted.
Yermenko se quedó un momento pensativo y movió los labios como si fuera a decir algo mientras se ajustaba el casco. Estaba de pie en actitud de firmes y seguía sangrándole el brazo. Alexander indicó a Ouspenski que trajera el botiquín. Yermenko seguía pensativo. Alexander le pidió que se agachara y echó un vistazo a la herida. Era un corte superficial a la altura del tríceps, pero no paraba de sangrar. Alexander taponó la herida con una gasa y se sentó al lado de Yermenko.
—¿Qué opina usted, cabo?
—Creo que quizá deberíamos… pedir munición en la retaguardia, señor —respondió Yermenko en voz baja.
Señaló hacia el bosque, a sus espaldas.
—Me parece correcto. Pero ¿y si se niegan?
—Creo que deberíamos pedirla de un modo que imposibilite una negativa.
Alexander le dio una palmadita en la espalda.
Bajando aún más la voz, Yermenko añadió:
—Tienen docenas de fusiles semiautomáticos, tres metralletas por lo menos, y aún les quedan cartuchos. Tienen granadas y proyectiles de mortero, y disponen de víveres y agua.
Alexander y Ouspenski intercambiaron una mirada.
—Tiene usted razón —dijo Alexander, envolviendo el brazo de Yermenko con una venda y atando las puntas con un nudo—. Pero no sé si querrán compartir su munición con nosotros. ¿Está dispuesto a intentarlo?
—Sí, señor. Necesitaré a un hombre para distraerlos.
—Lo acompañaré yo —se ofreció Alexander, poniéndose de pie.
—¡No, señor! —exclamó Ouspenski—. Mándeme a mí.
—Puede venir con nosotros, teniente. Pero pase lo que pase, que no sepan que sólo tiene un pulmón.
Alexander cogió el garrote que había fabricado con un trozo de madera y se lo dio a Yermenko. En la punta había clavado afilados trozos de metal y en el otro extremo había añadido una cinta de corcho para poder balancearlo. Yermenko cogió el garrote y fue a buscar unos cartuchos para la Tokarev de Ouspenski. Alexander colocó un cargador de 35 cartuchos en la Shpagin, y los tres caminaron en silencio entre los árboles, en dirección al campamento del NKGB. Al llegar vieron a una docena de milicianos sentados en torno a una hoguera, charlando animadamente.
—No se mueva, Ouspenski —dijo Alexander—. Yo les hablaré mientras ustedes dos esperan. Cuando me dé la vuelta, si ven que llevo el fusil colgado del hombro, querrá decir que hemos llegado a un acuerdo. Si lo llevo en las manos, querrá decir que no. ¿Entendido?
—Perfectamente —dijo Yermenko.
Ouspenski suspiró con expresión sombría y no dijo nada. Se tomaba muy en serio su cometido como protector de Alexander.
—¿Entendido, teniente?
—Sí, señor.
Alexander dejó a Ouspenski y a Yermenko esperando entre la maleza y avanzó unos pasos hacia el claro. Los milicianos apenas se volvieron a mirarlo.
—Necesitamos su ayuda, camaradas —anunció Alexander—. No nos queda munición. No han llegado las secciones de reemplazo y no funciona el teléfono de campaña. Sólo nos quedan veinte soldados y no contamos con ningún apoyo. Necesitamos cartuchos y granadas, y también agua y medicamentos para los heridos. Y su teléfono para hablar con la comandancia.
Los milicianos lo miraron en silencio y se echaron a reír.
—Nos está tomando el pelo, ¿verdad?
—Tengo órdenes de abrir camino en el bosque.
—Es obvio que no ha cumplido nuestras órdenes, capitán —dijo el teniente Sennev, mirándolo desde el suelo.
—Las he cumplido, teniente —dijo Alexander—. Y la sangre de mis hombres atestigua mi lealtad. Pero ahora necesito su material.
—Váyase a la mierda —dijo Sennev.
—Le estoy pidiendo ayuda para sus hermanos de armas. Aún luchamos en el mismo bando, ¿no?
—Váyase a la mierda, le he dicho.
Alexander suspiró y dio lentamente la espalda al círculo de milicianos con la Shpagin en la mano. Antes de darse la vuelta por completo, vio que el garrote salía volando por los aires con un ulular de sirena para terminar clavándose en el cráneo de Sennev. Yermenko debía de haber oído la conversación, porque no había esperado a verlo para lanzarlo. Alexander giró en redondo, alzó la Shpagin y disparó. No había conectado el tiro automático y no malgastó ni una bala con Sennev, que ya no necesitaba ninguna. Alexander consumió cinco cartuchos y Yermenko, seis. Los milicianos ni siquiera tuvieron tiempo de apuntarlos con los fusiles.
Ouspenski y Yermenko se llevaron todas las armas y provisiones del NKGB mientras Alexander amontonaba los cuerpos. Cuando estaban a una distancia prudencial (unos veinte pasos), Alexander lanzó la granada hacia la pila de cadáveres y se protegió los ojos. La granada estalló. Durante un momento, Ouspenski, Yermenko y él contemplaron cómo se elevaban las llamas.
—Deberíamos despedirlos como corresponde —dijo Ouspenski. Hizo el saludo reglamentario y entonó—: ¡Iros a la mierda, camaradas!
Yermenko se echó a reír.
Cuando volvían a sus posiciones, Alexander le dio una palmadita en el hombro.
—Bien hecho —le dijo, y le ofreció un cigarrillo.
—Gracias, señor —respondió Yermenko. Carraspeó antes de añadir—: Solicito permiso para ir en busca del jefe enemigo. Creo que, sin su mando, no podrán mantener la línea defensiva.
—¿Eso cree?
—Sí. Están muy dispersos. Disparan sin orden ni concierto, desde enfrente y desde los lados. No luchan como un ejército organizado sino como una banda de partisanos.
—Estamos en medio del bosque, cabo —dijo Alexander—. No esperará que caven trincheras, ¿verdad?
—Lo que esperaría es que actuaran con lógica, pero no veo que lo hagan. Cuentan con abundante armamento y disparan como si les diera lo mismo el tiempo que dediquen a resistir. Defienden su posición como si contaran con un abastecimiento inagotable.
—¿Y por qué iban a cambiar si captura a su mando?
—Sin un jefe, tendrán que replegarse.
—Quizá lo hagan, pero seguirán en el bosque.
—Pero entonces podremos avanzar por el flanco y encontramos con el frente del sur de Ucrania.
—El frente del sur de Ucrania estará encantado de vernos Tengo orden de abrir camino en el bosque por este punto, cabo.
—Y lo haremos, pero por el flanco. Llevamos dos semanas en la montaña y nos hemos quedado sin nada, no podemos sustituir a los soldados caídos ni expulsar a los alemanes. Déjeme que vaya en busca de su jefe, ya verá cómo se repliegan. Los alemanes no saben combatir sin alguien que les dé órdenes. Y cuando se replieguen, avanzaremos por el flanco.
—¿Por qué no le explica que son rusos, capitán? —susurró Ouspenski, en un aparte.
—¿Cree que Yermenko cambiaría de idea? —susurró a su vez Alexander.
Alexander se abalanzó hacia el recién adquirido teléfono de campaña para contactar con el capitán Gronin, jefe del Batallón 28 que estaba a cuatro kilómetros. No le dijo nada de los milicianos del NKGB y le pidió más refuerzos. Sin embargo, entre Gronin y Alexander se interponía una avanzadilla alemana.
—¿Que le mande refuerzos, dice? —exclamó Gronin, en tono desdeñoso—. ¿Es una broma? ¿Quién se cree que es? ¡Los recibirá cuando las vacas vuelen! Luchen con lo que les queda hasta que el resto del ejército alcance su posición.
Y colgó de golpe.
Alexander colocó el receptor en la base y alzó la vista hacia Yermenko y Ouspenski, que lo miraban expectantes.
—¿Qué le ha contestado, capitán? —preguntó Ouspenski.
—Ha dicho que los refuerzos llegarán dentro de unos días y que tenemos que resistir hasta entonces. —Bebió un sorbo de la cantimplora, soltó un gruñido (hasta el agua del NKGB tenía mejor sabor), y añadió—: Muy bien, Yermenko. Vaya en busca del capitán enemigo, pero llévese a alguien con usted.
—Señor…
—Es una orden. Quiero que lo acompañe alguien sigiloso y eficaz. Alguien leal, en quien se pueda confiar.
—Me gustaría ir con él, señor —dijo Yermenko, señalando a Ouspenski.
—¿Se ha vuelto loco? Yo soy teniente…
—¡Calle, teniente! —Era Alexander el que había hablado. Encendió un cigarrillo, miró a Ouspenski y a Yermenko, sonrió y añadió—: El teniente no puede acompañarlo, cabo. Es mío. Elija a otro. —Hizo una pausa—. Llévese a alguien mejor: a Smirnoff, por ejemplo.
—Gracias por su confianza, señor —dijo Ouspenski.
—No hay de qué, teniente.
Al cabo de una hora, el único que regresó fue Smirnoff.
—¿Dónde está el cabo Yermenko?
—No lo ha conseguido —dijo Smirnoff.
Alexander calló un momento.
—No le he preguntado eso, cabo —dijo al final—. Le he preguntado dónde estaba.
—Se lo he dicho. Está muerto, señor.
—Y yo le he preguntado dónde está, y se lo seguiré preguntando hasta que me lo diga. ¿Dónde está Yermenko?
Smirnoff miró a Alexander con expresión perpleja y hastiada.
—No entiendo…
—¿Dónde está su compañero muerto, cabo?
—Donde cayó, señor. Tropezó con una mina.
Alexander enderezó la espalda y se apoyó en el tronco del árbol.
—¿Ha abandonado en terreno enemigo a su compañero de batalla, al hombre encargado de protegerlo?
—Sí, señor —balbuceó Smirnoff—. Tenía que volver.
—No es usted digno del uniforme que lleva puesto, cabo. No es digno del arma que le entregaron para defender a su patria. ¡Abandonar a un soldado caído en territorio enemigo!
—Estaba muerto, señor —respondió nerviosamente Smirnoff.
—¡Y usted no tardará en estarlo! —gritó Alexander—. ¿Quién recogerá su cadáver para enterrarlo en nuestro bando? No será su compañero muerto. ¡Fuera de mi vista! —gritó, agitando la mano.
Cuando el cabo ya se retiraba, lo llamó otra vez:
—Antes de irse, dígame si ha descubierto algo que pueda sernos de utilidad. ¿O ha entrado en territorio enemigo sólo para dejar abandonado a un compañero?
—No, señor.
Smirnoff desvió la mirada.
—No ¿qué?
—Señor, he descubierto que su jefe no es alemán sino ruso. Creo que también había algunos alemanes; al menos he oído hablar en alemán. Pero su superior es ruso. Cuando da órdenes a sus tropas habla en alemán, pero cuando habla con su asistente lo hace en ruso. Les quedan unos cincuenta soldados.
—¡Cincuenta!
—Eso es. Y antes de hacer nada, lo miran a él. —Smirnoff hizo una pausa—. Lo sé porque nos acercamos bastante antes de descubrir que habían puesto minas alrededor de la tienda. Pero ahora ya sé por dónde se puede pasar. Puedo acercarme por la parte donde está el cadáver de Yermenko, esa mina ya estalló, y lanzar una granada a la tienda del jefe. Cuando vuele por los aires, el enemigo se rendirá.
—¿Está seguro de que es ruso? —preguntó Alexander tras una pausa.
—Totalmente.
Smirnoff partió hacia el campamento alemán. No había vuelto al cabo de media hora, y tampoco al cabo de una hora. Después de hora y media, cuando ya había oscurecido y era imposible ver nada entre los árboles, Alexander lo dio por perdido. Era obvio que ese estúpido también había muerto y su baja había alertado a los alemanes. «Y ahora está caído en terreno enemigo, esperando a que vaya a buscarlo», pensó.
—Voy para allá, teniente —dijo Alexander—. Si me pasa algo, queda usted al mando de esta unidad.
—No vaya, teniente.
—Voy a ir, y no pienso volver hasta que su jefe o yo estemos muertos. ¡Ese cabrón de Smirnoff, dejar al pobre Yermenko abandonado en el bosque! —maldijo Alexander—. Al menos ahora hay dos cadáveres señalando por dónde se puede pasar. Ojalá tuviera un puto tanque. No estaría en esta situación.
—Ya lo tenía. Y aún lo tendría si no hubiera insistido en atravesar el río sin refuerzos.
—Cierre el pico —protestó Alexander.
Cogió la metralleta, se metió una pistola y cinco granadas dentro de la camisa y se ajustó el casco.
—Lo acompañaré, señor —se ofreció Ouspenski, incorporándose.
—Claro, para que lo oigan resollar desde Cracovia —se burló Alexander—. Quédese aquí y espere a que le crezca un pulmón nuevo. Estaré de vuelta en una hora.
—Eso espero, capitán.
Con el sigilo de un tigre siberiano, Alexander avanzó entre los árboles hasta llegar al claro donde parpadeaban las luces del campamento alemán. Sostenía una delgada linterna entre los dientes y apuntaba a la maleza en busca de un cuerpo, un trozo de tierra removida, cualquier señal… Tenía un dedo en el gatillo de la pistola y con la otra a mano empuñaba el cuchillo de combate.
Se topó con Smirnoff, que se había topado con una mina. A un metro de distancia vio a Yermenko. Con la punta de la pistola dibujó la señal de la cruz sobre los cuerpos de los dos soldados.
Apagó la linterna y entrecerró los ojos hasta distinguir la tienda del comandante a menos de cinco metros, en el claro. También vio las minas que la rodeaban. Con las prisas, ni se habían molestado en cubrirlas de tierra. Ojalá sus hombres hubieran ido con menos prisas y no hubieran tropezado con ellas.
Vio el destello de una linterna y una sombra delante de la tienda. Un soldado carraspeó y dijo:
—¿Está usted despierto, capitán?
Alexander oyó a alguien que decía algo en alemán y después en ruso. En ruso, el capitán pidió al soldado que le trajera algo de beber y le dijo que no se alejara ni un metro de la tienda.
—Ya han muerto dos al tropezar con una mina. Y vendrán más, Borov. Estoy bien escondido, pero no podemos arriesgarnos.
Alexander pensó que el dato era interesante, sujetó el cuchillo entre los dientes y sacó la granada. Tenía que apuntar bien para que cayera sobre la tienda.
El soldado salió e hizo el saludo reglamentario antes de cerrar los faldones de la tienda. Alexander estaba a punto de arrancar la espoleta.
—Ahora vuelvo, capitán Metanov… —dijo el soldado.
Alexander se sentó en el suelo sin hacer ruido. Soltó la granada mientras el soldado se alejaba.
¿Había dicho «Metanov»?
Era obvio que su mente torturada le estaba gastando una broma. Recogió la granada con manos temblorosas, pero no fue capaz de lanzarla.
Estaba tan cerca… Podría haber matado al capitán y a su asistente sin ninguna dificultad. ¿Y ahora qué?
Si eran el cansancio y la impaciencia los que le habían hecho imaginar el nombre, peor para él. Un poco más de olvido y un poco menos de vacilación, y no estaría a tres pasos del jefe de los alemanes, imaginándose que había oído decir «Metanov».
Alexander dio tres pasos cautelosos en dirección a la tienda. Pensó que el capitán no colocaría una mina tan cerca del sitio donde dormía, y acertó. Extendió la mano hasta rozar la lona con los dedos. Vio la luz de una linterna en el interior y oyó el roce de unos papeles. No podía oír su propia respiración. No porque respirara en silencio sino porque había dejado de respirar.
Sigilosamente, deshizo el nudo que amarraba la tienda a una de las estacas. Gateó hasta el otro lado y deshizo otro nudo, y otro y el último. Respiró hondo, desenfundó la pistola sin amartillarla para no hacer ruido, empuñó el cuchillo, contó hasta tres y saltó sobre la tienda, inmovilizando al capitán por debajo de la lona. El hombre no pudo reaccionar. Alexander se había dejado caer con todo su peso sobre él y le había apoyado en la cabeza el cañón de la Tokarev, ahora ya amartillada.
—¡Quieto! —susurró Alexander en ruso.
Palpó la lona en busca de sus manos y se las inmovilizó con las rodillas. Hurgó bajo la lona en busca de la pistola. Encontró la pistola y el cuchillo de combate en el suelo, entre lo que debían de ser el camastro y la manta. Notó que el hombre atrapado tensaba los músculos.
—¡Quieto! —repitió Alexander—. ¿Me entiendes o tengo que hablarte en alemán? ¡Shhh!
Por si acaso, le dio un puñetazo que lo dejó sin sentido. Apartó la lona y le enfocó la cara con la linterna. Era joven y seguramente tenía el pelo negro, aunque llevaba la cabeza rapada. Una profunda cicatriz le cruzaba la cara desde el ojo hasta la mandíbula. Tenía sangre en la cabeza y en el cuello y varias heridas mal curadas, era flaco y su piel se veía pálida a la luz de la linterna; estaba inconsciente; era ruso o alemán. No era nada y lo era todo. Alexander no encontraba respuestas en el rostro del joven.
Lo sacó a rastras de la tienda, se lo cargó a la espalda y antes de que el asistente tuviera tiempo de volver con el vaso de agua, se lo llevó hacia el campamento soviético.
Ouspenski casi dejó de respirar con su único pulmón cuando vio que Alexander llevaba a la espalda al jefe del grupo enemigo. Había estado esperando nerviosamente junto a la tienda y estaba preocupado. Se levantó de un salto, pero antes de que pudiera decir nada, Alexander lo interrumpió con un gesto.
—No diga nada. Tráigame una cuerda. Alexander y Ouspenski ataron al joven a un árbol, detrás de la tienda.
Esa noche, Alexander esperó largas y angustiosas horas junto al militar capturado, hasta que lo vio abrir los ojos y lanzarle una mirada furiosa e inquisitiva… Alexander se le acercó y le quitó el pañuelo con el que lo había amordazado.
—Sólo tenías que dispararme, ¡cabrón! —Fueron las primeras palabras en ruso que oyó Alexander—. Pero no: ¡tenías que apartarme de mis hombres en medio de la batalla!
Alexander no dijo nada.
—¿Qué coño miras? —preguntó en voz baja el jefe enemigo—. ¿Estás imaginando cómo me gustaría morir? ¡Busca una forma lenta y dolorosa! ¡Me importa una mierda!
Alexander abrió la boca. Pero antes de decir nada, acercó un termo con café a la boca del joven y le dejó beber unos sorbos.
—¿Cómo te llamas? —dijo.
—Kolonchak —respondió el joven.
—¿Cuál es tu nombre verdadero?
—Éste es mi nombre verdadero.
—¿Y el apellido?
—Soy Andrei Kolonchak.
—Si ése es tu nombre verdadero, tendré que matarte para que no te conviertas en un héroe o en un mártir —le advirtió cogiendo el fusil.
—¿Qué crees, que me da miedo la muerte? —dijo el joven, riendo—. Dispara, camarada. Estoy preparado.
—¿Y los soldados que has dejado atrás, están preparados para que tú mueras?
—Claro. Lo estamos todos.
El joven apoyó la espalda en el tronco del roble y miró a Alexander sin pestañear.
—Dime quién eres.
—¿Que te diga qué? ¿Y quién coño eres tú? ¿Mi hermano de armas? No voy a decirte nada. Mátame ya si no quieres que llame a gritos a mis hombres. Ellos morirán, pero tú te quedarás sin el patético grupito que te queda. No pienso decirte ni una palabra.
—Estás en mi campamento, a un kilómetro y medio de tus soldados. Grita cuanto quieras, chilla como una niña, nadie te oirá. ¿Cómo te llamas?
—Andrei Kolonchak, ya te lo he dicho.
—Tu apellido es una combinación del de Alexander Kolchak, el dirigente del Ejército Blanco en la guerra civil rusa, y el de la camarada Kolontai.
—Así es.
—¿Y por qué te llamó «capitán Metanov» tu ayuda de campo?
El joven pestañeó. Durante un instante, desvió la mirada. Fue un instante muy breve, pero Alexander lo acusó directamente en el corazón.
—¿Capitán Pavel Metanov? —preguntó, incapaz de mirarlo a los ojos.
El hombre atado al árbol no dijo nada. Alexander no dijo nada. Miró el fusil, miró sus manos, miró el musgo, sus botas, las piedras… Tomó aliento y emitió un hondo y doloroso suspiro.
—¿Pasha Metanov? —precisó.
Alzó los ojos y vio que el joven lo escrutaba con una expresión perpleja y conmovida, con la expresión del viajero que de repente oye hablar en inglés en plena China, la expresión de quien acaba de recorrer dos mil kilómetros y de repente se cruza con un rostro al que conoce. Como si una cámara hubiera tomado un retrato en blanco y negro de un niño sonriente y un militar herido y atado a un árbol, todo a la vez.
—No entiendo nada —dijo el joven, con voz desmayada—. ¿Quién eres tú?
—Soy… —empezó Alexander, pero se le quebró la voz y no pudo continuar.
«Soy el que clama a un cielo indiferente».
«Pero el cielo no es indiferente. Mira quién está aquí delante». Alexander contempló al hombre atado al árbol con una mezcla de tristeza, confusión e incredulidad.
—Soy Alexander Belov —consiguió articular por fin—, y en el 42 me casé con una mujer llamada Tatiana Metanova.
Fue grande el dolor que sintió Alexander al pronunciar en voz alta el nombre de Tatiana, pero aún mayor debió de ser el que sintió el hombre atado al árbol. Hizo una mueca de dolor, ahogó un gemido, se enroscó sobre sí mismo y agachó la cara temblorosa.
—No puede ser. Coge el arma y dispárame —dijo.
Alexander dejó la Shpagin en el suelo y caminó lentamente hacia él.
—Por Dios, Pasha, ¿cómo se te ocurrió? ¿Qué has hecho?
—No hablemos de mí —dijo el hombre llamado Pasha Metanov—. ¿Estás casado con Tania? ¿O sea que ella se encuentra bien?
—No está aquí —dijo Alexander.
—¿Está muerta? —balbuceó Pasha.
—No creo. —Alexander bajó la voz—. No está en la Unión Soviética.
—¿Qué quieres decir? ¿Adónde ha ido?
—Pasha…
—Tenemos tiempo. Es lo único que tenemos. Cuéntame.
—Huyó a través de Finlandia, embarazada y sola —explicó Alexander en un susurro—. No sé si logró llegar a algún sitio, si está a salvo, si es libre. No sé nada. A mí me arrestaron y me pusieron al mando de este batallón disciplinario.
—¿Y qué sabes de…? —La voz de Pasha flaqueó—. ¿De mi familia?
Alexander meneó la cabeza.
—¿Se ha salvado alguien?
—Nadie —suspiró Alexander.
El soldado tuvo que pelear consigo mismo para hacer la siguiente pregunta:
—¿Y mi madre?
—Tu madre, tu padre, tus abuelos, tu hermana Dasha, Marina y su familia… Leningrado se los llevó a todos. La única que sobrevivió fue Tania, y ya no está aquí.
Pasha fue incapaz de decir nada durante un angustioso momento, y de pronto se echó a llorar.
Alexander había agachado tanto la cara que la barbilla le rozaba el pecho. No quería verlo ni oírlo.
—¿Por qué? —preguntó Pasha, desconsolado—. Podrías haberme matado y me habría ahorrado saberlo. Pensaba que los habían evacuado y estaban a salvo en Molotov. Me consolaba pensar que estaban vivos. ¿Por qué me has salvado? ¿No ves que no quiero vivir? ¿Me habría pasado al otro bando si hubiera pensado por un momento que valía la pena salvar la vida? ¿Quién te ha pedido que me salvaras?
—Nadie —dijo Alexander—. Yo tampoco te pedí que aparecieras. Estaba a punto de lanzar una granada contra tu tienda. Ahora estarías muerto y mañana por la mañana tus tropas habrían sido aniquiladas. Pero oí que alguien te llamaba por tu verdadero nombre. ¿Por qué tuve que oírlo? Hazte esa pregunta —hizo una pausa y añadió—: ¿Puedo desatarte?
—Sí —dijo Pasha—. Desátame y te arrancaré el corazón con mis propias manos.
—Ojalá tuviera corazón —declaró Alexander.
Se incorporó y volvió a amordazar a Pasha con un gesto firme.
Llegó el alba y con el alba llegó la rabia. Alexander no sabía a que se debía la osca y sombría mirada de Pasha, que seguía amarrado al árbol. No había tenido tiempo de ocuparse de él. Ademas, se había puesto a llover. Habían subido a los montes de Santa Cruz a morir, y para colmo, iban a morir empapados.
Alexander le ofreció algo de comer, pero Pasha no aceptó. Le ofreció un cigarrillo y tampoco aceptó.
—¿Y una bala?
Pasha ni siquiera lo miró.
Esa mañana, el enemigo guardaba silencio. Alexander sabía por qué, y Pasha también. Su jefe había desparecido.
—¿Se puede saber que coño te pasa? —preguntó Alexander, quitándole la mordaza.
—¿Por qué tuviste que hablarme de mi familia? —preguntó Pasha con una voz átona.
—Tú me preguntaste.
—Podrías haberme mentido. Podrías haberme dicho que estaban todos bien.
—¿Habrías preferido que te dijera eso?
—Sí, y mil veces sí. Un pequeño consuelo para un soldado que agoniza bajo la lluvia, eso habría preferido.
Alexander le secó la cara con la manga.
Ordenó a sus tropas que se reagruparan y retomaran sus posiciones entre los árboles. Después de fumarse el cigarrillo matinal, sus hombres abrieron fuego tímidamente, pero no recibieron respuesta. En el bosque, el sonido de la batalla siempre estaba cerca. Daba igual que los disparos se originaran a un metro o a un kilómetro porque las copas de los árboles, el denso sotobosque y la humedad del aire los hacían resonar en una opresiva cercanía. Era mejor el campo abierto, el terreno minado, los tanques. No había nada peor que el bosque.
Sólo quedaban diecinueve soldados vivos. Diecinueve soldados y un rehén al que los dos bandos querían muerto.
Dejaron de disparar y se sentaron bajos los árboles. Alexander se sentó en silencio al lado de Pasha. Había intentado ponerse en contacto con Groning, pero el teléfono se cortaba sin darles tiempo a hablar. Sus hombres se estaban quedando sin municiones.
Ouspenski se les acercó y susurró que mataran al capitán enemigo para seguir avanzando por el bosque. Alexander dijo que esperaría.
Y durante todo ese tiempo no paró de llover.
Pasaron horas antes de que Pasha se decidiera a menear la cabeza y hacer un gesto a Alexander, que le quitó la mordaza.
—Ahora sí que fumaría… —dijo Pasha.
Alexander le dio un cigarrillo. Pasha fumó un larga calada.
—¿Cómo la conociste? —preguntó.
—Nos unió el destino —dijo Alexander. El primer día de la guerra, cuando hacía la ronda por la ciudad la vi sentada en un banco comiéndose un helado.
—Muy propio de ella —dijo Pasha—. Cuando le ordenan algo dice que sí, pero hace lo que le da la gana. Le habían dicho que fuera a comprar víveres y que no se entretuviera —miró a Alexander—. Ése fue el último día en que la vi, el último día en que vi a mi familia.
—Lo sé —respondió Alexander. Con el corazón lleno de dolor, añadió—: ¿Qué voy a hacer contigo Pasha Metanov, hermano de mi esposa?
Pasha se encogió de hombros.
—Eso es problema tuyo. Yo voy a hablarte de mis hombres. Hay cincuenta en el bosque. Cinco tenientes y cinco sargentos. ¿Qué crees que harán? No esperes que se rindan. Se retirarán unos metros y se incorporarán a las divisiones motorizadas de la Wehrmacht que controlan la ladera occidental. ¿Sabes cuántos soldados os están esperando al pie de la montaña? Medio millón. ¿Cuándo crees que avanzarán tus diecinueve hombres? Sé cómo funcionan los batallones disciplinarios. No te enviarán refuerzos si los necesitan ellos. ¿Qué vas a hacer?
—Mi teniente opina que debería matarte.
—Tiene razón. Estoy al mando del último vestigio del frente de Vlasov. Cuando yo muera, ya no quedará ningún vlasovista.
—¿Cómo lo sabes? —preguntó Alexander—. He oído decir que hay comandos incontrolados violando mujeres en Rumanía.
—¿Y eso qué tiene que ver conmigo? Yo estoy en Polonia.
Alexander, sentado con las manos en los muslos, lo miró con expresión derrotada.
—¿Qué te pasó? A tu familia le habría gustado saberlo.
—No me hables más de mi familia —dijo Pasha, con un nudo en la garganta—. ¿No me has dicho ya bastante?
—Tus padres se quedaron destrozados cuando desapareciste.
—Mamá, siempre tan sentimental —dijo Pasha, y se echó a llorar—. Pensé que sería mejor para ellos que no lo supieran, que sospechasen lo peor. Porque de todos modos, esto es una muerte lenta.
Alexander no sabía si eso era lo mejor.
—Tania fue a buscarte al campamento de Dohotino.
—Está loca —dijo Pasha, con la voz cargada de tristeza y cariño.
Alexander se le acercó.
—Llegó al campamento abandonado y decidió ir a Luga, unos días antes de que cayera en manos de los alemanes. Quería ir a buscarte a Novgorod, porque le habían dicho que allí habían enviado a los chavales de Dohotino.
—Nos enviaron… —Pasha meneó la cabeza y rio sombríamente—. Dios siempre ha tenido una forma misteriosa de proteger a Tania. Si hubiera ido ahora estaría muerta, y yo ni siquiera estuve en Novgorod. Lo más cerca que llegué fue cuando cruzaba el lago Ilmen en un tren que bombardearon los alemanes.
—¿El lago Ilmen?
Ninguno de los dos fue capaz de sostener la mirada del otro.
—¿Te habló Tatiana del lago?
—Sí, me habló del lago —dijo Alexander.
—Pasamos la infancia en sus orillas —explicó Pasha, sonriendo—. Ella era la reina del Ilmen. ¿Así que fue en mi busca? Era increíble, mi hermana. Si alguien podía encontrarme, tenía que ser ella.
—Sí, pero resulta que he sido yo el que te ha encontrado.
—¡Sí, en la puta Polonia! No llegué a Novgorod. Los nazis bombardearon el tren y luego formaron un montón con los cadáveres y le pegaron fuego. Mi amigo Volodia y yo fuimos los únicos supervivientes. Salimos arrastrándonos de la pila de cuerpos e intentamos unirnos a nuestras tropas, pero toda la zona estaba ya en manos alemanas. Volodia se había roto la pierna en el campamento y no podíamos llegar muy lejos. Al cabo de unas horas nos hicieron prisioneros.
—Como Volodia no les servía de nada, lo ejecutaron. —Pasha meneó la cabeza—. Me alegro de que su madre no llegara a saberlo. ¿Conociste a Nina Iglenko, la madre de Volodia?
—Sí. Pedía comida a Tania para los dos hijos que le quedaban.
—¿Qué fue de ellos?
—Leningrado se los llevó a todos.
Alexander bajó la cabeza aún más. Su barbilla no tardaría en rozar el suelo embarrado.
Alexander quería hablarle de los vlasovistas pero no encontraba las palabras, no sabía cómo decir que era la primera vez en la historia que un millón de soldados abandonaban un ejército para pasarse a las odiadas filas enemigas y combatir contra su propio pueblo. Siempre había habido espías, agentes dobles, traidores aislados… Pero ¿un millón?
—¿Cómo se te ocurrió, Pasha? —Fue lo único que llegó a decir.
—¿Cómo se me ocurrió qué? ¿No sabes que Stalin, en Ucrania, abandonó a su pueblo en manos de los alemanes?
—Sí, he oído hablar de eso —dijo Alexander, cansado—. Llevo en el Ejército Rojo desde el 37 y estoy enterado de todo. De cada decreto, cada ley, cada edicto…
—¿Y no sabes que nuestro jefe supremo dictaminó que caer prisionero sería considerado un crimen contra la patria?
—Claro que lo sé. Y sé que no hay pan para las familias de los prisioneros de guerra.
—Exacto. Pues ahora oye esto: el mismísimo hijo de Stalin fue hecho prisionero por los nazis.
—Lo sé.
—¿Y sabes qué hizo Stalin cuando se dio cuenta de que la situación podía girarse en su contra?
—Dicen que repudió a su hijo —contestó Alexander, ajustándose las correas del casco.
—Y así es. Lo sé porque oí a unos miembros de las SS explicando que al hijo de Stalin lo habían ejecutado en el campo de concentración de Sachsenhausen, cerca de Berlín.
—Ajá.
—¡Tratar así a un hijo! ¿Qué esperanza podía haber para mí?
—No la hay ni para ti ni para mí —observó Alexander—. Nuestra única salvación está quizás en que Stalin no sabe quiénes somos.
—Stalin sí sabe quién soy yo.
Alexander sospechaba que también podía saber quién era él. Un espía extranjero en el rango de oficiales.
—Pero todo esto, sumado a los muertos chinos de 1937 —dijo clavando los ojos en Pasha—, no compensa el hecho de pasarse al bando enemigo y combatir contra tu propio pueblo. El ejército lo llama «alta traición». ¿Qué crees que te harán cuando te encuentren, Pasha?
Pasha quiso protestar pero no podía mover las manos. Forcejeó con las cuerdas y giró la cara a un lado y otro.
—Lo mismo que me harían si volviera como prisionero de guerra —dijo al final—. Y no tienes por qué quedarte ahí sentado juzgándome cuando no sabes nada de mi vida.
—Háblame de tu vida —dijo Alexander.
Estaban los dos junto al árbol, dando la espalda a la silenciosa línea de combate.
—El primer año, en el invierno del 41 al 42, los alemanes me metieron en el campo de Minsk. Había sesenta mil prisioneros de guerra, y ni podían ni querían darnos de comer. No nos daban ropa de abrigo ni mantas ni medicinas. Y nuestros políticos se aseguraron de que no nos llegara la ayuda de la Cruz Roja. No podíamos recibir lotes de comida, ni cartas, ni mantas… nada. Hitler había exigido reciprocidad para los prisioneros alemanes, pero Stalin había respondido que era imposible que hubiera prisioneros soviéticos porque su patriotismo les impedía rendirse y había dicho que no pensaba conceder unos derechos unilaterales que sólo beneficiarían a los alemanes. Y Hitler dijo que muy bien, que por él no había problema. Éramos sesenta mil prisioneros, como te he dicho, y al final del verano éramos once mil. Mucho más fácil de administrar, ¿verdad?
Alexander asintió en silencio.
—En primavera me fugué y bajé de río en río hasta Ucrania, pero los alemanes volvieron a pillarme y esta vez me metieron directamente en un campo de trabajo. Yo creía que no estaba permitido obligar a trabajar a los prisioneros, pero al parecer se puede hacer cualquier cosa con los militares y refugiados soviéticos. El campo estaba lleno de judíos ucranianos y me di cuenta de que desaparecían en masa. No creo que escaparan para unirse a los partisanos… La prueba la tuve en el verano del 42, cuando a los que no éramos judíos nos obligaron a excavar grandes fosas donde enterraron a millares de cadáveres. Comprendí que allí no duraría mucho. Los alemanes no nos tenían mucho cariño a los rusos; odiaban por encima de todo a los judíos, nosotros veníamos poco después en la lista, y los soldados del Ejército Rojo parecíamos suscitar en ellos una hostilidad especial Querían destruirnos, matarnos a golpes o de hambre, deshacernos los huesos y el ánimo y después prendernos fuego. En el verano del 42 me fugué, y cuando intentaba llegar a Grecia me crucé con un grupo de seguidores de Voronov, que combatía para el Ejército de Liberación Ruso de Andrei Vlasov. Supe que aquél era mi destino y me uní a ellos.
—¡Ay, Pasha!
—Nada de «ay, Pasha…».
Alexander se levantó del suelo.
—¿Qué habría preferido mi hermana, que muriese a manos de Hitler o a manos del camarada Stalin? —Siguió Pasha—. Me alisté con Vlasov porque me prometía la vida. Stalin me prometía la muerte, al igual que Hitler, ese hombre que trata mejor a los perros que a los prisioneros de guerra soviéticos…
—Hitler adora a los perros. Los prefiere a los niños.
—Hitler, Stalin… los dos me ofrecían lo mismo. El general Vlasov era el único que luchaba por mi vida, y por eso se la entregué.
—¿Y dónde está ese Vlasov cuando lo necesitas? —preguntó Alexander mientras encajaba un cargador en la ametralladora—. Pensó que ayudaba a los nazis, pero no tuvo en cuenta que fascistas, comunistas y estadounidenses parecen tener una sola cosa en común: el desprecio a los traidores.
Alexander sacó el cuchillo que llevaba en la bota y se inclinó hacia Pasha, que dio un respingo. Alexander lo miró sorprendido, se encogió de hombros y cortó las cuerdas que le sujetaban las manos.
—Los alemanes capturaron a Andrei Vlasov —siguió explicando Alexander—, lo encarcelaron y al final lo entregaron a los soviéticos. Has estado luchando para alguien que lleva varios años sin tener ningún papel en esta guerra. Los días de gloria de Vlasov terminaron hace tiempo.
Pasha se puso de pie y emitió un gemido de dolor después de estar tantas horas en la misma posición.
—Mis días de gloria también han pasado —dijo.
Los dos intercambiaron una mirada. Pasha era mucho más bajito que Alexander. Se parecía a Georgi Vasilievich Metanov, el padre de Tatiana.
—¡Vaya par! —exclamó Pasha—. Yo estoy al mando del último vestigio del ejército de Vlasov, un batallón que se acerca el primero a la línea de combate porque los alemanes prefieren que sean nuestros propios compatriotas los que acaben con nosotros. Y a ti te envían a matarme a mí, al frente de un batallón disciplinario lleno de prisioneros que no saben luchar ni disparar y que no tienen armas. —Sonrió—. ¿Qué le dirás a mi hermana cuando os encontréis en el cielo? ¿Que mataste a su hermano en el fragor de la batalla?
—No sé para qué he venido a este mundo, pero estoy bastante seguro de que no ha sido para matarte a ti, Pasha Metanov —declaró Alexander. Haciéndole un gesto, añadió—: Acércate, acabemos de una vez con esto. Ve a hablar con tus hombres y pídeles que abandonen las armas.
—¿No has oído lo que te he dicho? Mis hombres nunca se entregarán al NKGB. Además, ¿no sabes qué te espera si sigues avanzando?
—Sí: la derrota de los alemanes. Puede que no lo consigamos en esta montaña de mierda, pero sí en otro lugar. ¿Has oído hablar del segundo frente? ¿Has oído hablar de Patton? Tenemos que encontrarnos con los norteamericanos en el Óder, cerca de Berlín. Eso es lo que me espera. Si Hitler tuviera un poco de sentido común, se rendiría para salvar a Alemania de la humillación por segunda vez en este siglo, y de paso quizá salvaría unos cuantos millones de vidas.
—¿Te parece que Hitler es un hombre capaz de rendirse incondicionalmente o de preocuparse por salvar una vida o un millón de vidas? Si tiene que hundirse, se hundirá y arrastrará al mundo con él.
—Eso está claro —dijo Alexander.
Intentó llamar a Ouspenski con un silbido, pero Pasha lo detuvo poniéndole una mano en el hombro.
—Espera. Meditémoslo un poco, ¿de acuerdo?
Se sentaron sobre un tronco y encendieron un cigarrillo cada uno.
—Perdonarme la vida ha sido un error, Alexander —dijo Pasha.
—Ah, ¿sí? —Alexander siguió fumando—. De todos modos, tenemos que encontrar una solución. Si no, ni a ti ni a mí nos quedara ningún soldado al que mandar.
Pasha guardó silencio un momento.
—En ese caso, ¿sólo quedaríamos tú y yo en el bosque? —preguntó al final.
Alexander lo miró sorprendido. ¿De qué estaba hablando?
—Convenceré a mis hombres para que presenten la rendición si tú me garantizas que no los entregarás a la NKGB.
Alexander soltó una carcajada.
—¿Y qué propones que haga con ellos?
—Incorporarlos a tu unidad. Tenemos armas, proyectiles, granadas, morteros, carabinas…
—Igualmente pensaba quedarme con ellas, Pasha. Eso es lo que hacen los vencidos: rendirse y entregar las armas. Pero ¿y tus hombres? ¿Cambiarán de bando otra vez?
—Lo harán si yo se lo digo.
—¿Cómo van a hacer eso?
—¿Qué propones? ¿Que nos dispersemos?
—¿Una desbandada? ¿Sabes cómo se llama eso? Deserción.
Pasha lo miró en silencio.
—No tienes ninguna esperanza, Alexander —concluyó al cabo de un momento—. Al pie de la montaña te están esperando quinientos mil hombres.
—Sí, y por el otro lado se acercan trece millones más dispuestos a matarlos.
—Lo sé, pero ¿qué será de ti y de mí?
—Necesito las armas de tu unidad.
—Las tendrás. Pero sólo te quedan diecinueve soldados. ¿Qué demonios piensas hacer?
—No te preocupes por lo que pienso hacer… —dijo Alexander bajando la voz—. Sólo…
—¿Sólo qué?
—Quiero entrar en Alemania, y tengo que sobrevivir hasta conseguirlo.
—¿Por qué?
«Porque cuando lleguen a Berlín, los estadounidenses liberarán los campos de prisioneros de guerra y me liberarán a mí», pensó Alexander; pero no lo dijo.
—¡Madre de Dios! —exclamó Pasha—. ¿Has perdido la cabeza?
—Sí.
Pasha lo contempló largamente, de pie entre las ramas goteantes de los árboles, con el cigarrillo consumiéndose entre los dedos crispados.
—¿No sabes cómo son los alemanes, Alexander? ¿No te has enterado de nada? ¿Cómo puedes ser tan ingenuo?
—No soy ingenuo, al contrario. Y estoy enterado de todo, pero tengo esperanzas. Más que nunca. —Lanzó una mirada a Pasha—. ¿Por qué crees que te encontré?
—Para poder torturar a un moribundo.
—No, Pasha. Quiero ayudarte. Pero para eso tenemos que salir de aquí, los dos. ¿Tenéis material sanitario?
—Sí, nos quedan un montón de vendas, sulfamidas y morfina incluso un poco de penicilina.
—Perfecto, lo necesitaremos todo. ¿Y víveres?
—Tenemos latas de todo tipo. Hasta leche en polvo y huevos deshidratados. Y sardinas, jamón, pan…
—¿Pan enlatado?
Alexander estuvo a punto de sonreír.
—¿Qué habéis estado comiendo vosotros?
—La carne de mis soldados —contestó Alexander—. ¿Son rusos tus hombres?
—Casi todos, pero hay diez alemanes. ¿Qué quieres hacer con ellos? No querrán pasarse a nuestras filas para combatir contra su propio ejército.
—Claro que no. Sería algo inimaginable, ¿verdad?
Pasha desvió la mirada.
—Los haremos prisioneros —concluyó Alexander.
—Pensaba que un batallón disciplinario no estaba autorizado a hacer prisioneros.
—Aquí se hace lo que digo yo —replicó Alexander—, puesto que los que debían enviarme refuerzos me han abandonado. Dime, ¿vas a ayudarnos o no?
Pasha fumó una última calada, apagó el cigarrillo y se pasó la mano por la cara para secarse las gotas de lluvia (en un gesto inútil, pensó Alexander).
—Os ayudaré. Pero tu teniente no estará de acuerdo. Él quiere matarme.
—Ya me ocupo yo de él —dijo Alexander.
Ouspenski no fue fácil de convencer.
—¿Se ha vuelto loco? —susurró enojado cuando Alexander le describió sucintamente el plan de incorporación de la unidad de Pasha.
—¿Tiene una idea mejor?
—Pensaba que tenía que venir Gronin con refuerzos.
—Le mentí. Encárguese de reunir a las tropas.
—Le dije que lo ejecutara y que esperásemos a que llegaran los refuerzos.
—No pienso ejecutarlo, y no pienso quedarme aquí esperando nada. No van a venir.
—Capitán, no está cumpliendo el reglamento de guerra. No estamos autorizados a hacer prisioneros, y estamos obligados a matar al comandante enemigo.
—Encárguese de reunir a mis hombres y no diga más tonterías, teniente.
—Capitán…
—¡Obedezca, teniente!
Ouspenski se volvió receloso hacia Pasha e intercambió con él una mirada gélida.
—¿Lo ha desatado, capitán? —preguntó Ouspenski en voz baja, mirando a Alexander.
—Ocúpese de sus cosas y déjeme que yo me ocupe de lo demás…
Alexander, Ouspenski y Telikov tenían catorce soldados y dos cabos bajo su mando. Con la incorporación del batallón de Pasha tendrían a más de sesenta hombres, sin contar los prisioneros de guerra alemanes. Alexander llamó a Pasha con un gesto.
—Tienen que saber que soy yo el que los convoco —dijo Pasha.
—Muy bien —repuso Alexander—. Me quedaré a tu lado y les hablarás tú para que sepan que son órdenes tuyas.
Cuando se iban, Ouspenski se interpuso en su camino.
—Con el debido respeto, señor, no le dejaré acercarse a la línea de fuego.
—Sí que me dejará, teniente —insistió Alexander, empujando a Ouspenski con la punta de la ametralladora.
—¿Ha jugado alguna vez al ajedrez, capitán? —preguntó Ouspenski—. ¿Sabe que a veces un jugador tiene que sacrificar a la reina para acabar con la reina rival? Sus hombres acabarán con él y con usted.
—Es cierto —asintió Alexander—, pero yo no soy la reina, Ouspenski. No les servirá de nada matarme.
—Lo matarán para ganar la partida. Por mí, este imbécil puede acercarse a ellos y parar las balas con los dientes si quiere. Pero si a usted le pasa algo, no nos quedará nadie.
—Se equivoca, teniente. Quedará usted. Ahora ya sé por qué nos ordenaron abrir camino en esta parte del bosque. —Bajó la voz—. Fue porque aquí estaban los vlasovistas. Stalin quiere que una parte de la escoria (ellos) acabe con el resto de la escoria (nosotros). —Para que Pasha no lo oyera, Alexander se apartó unos pasos con Ouspenski—: Nuestra única orden es seguir adelante, y nuestra única responsabilidad es salvar a nuestros soldados. No queda casi ninguno vivo. Estará de acuerdo en perdonarle la vida a Metanov para salvar a los soldados que nos quedan, ¿no?
—No —respondió Nikolai—. Al hijo de puta ese voy a matarlo yo mismo.
—Si lo toca, es hombre muerto, Nikolai —lo amenazó Alexander en voz baja—. Controle su fervor patriótico, porque si a Pasha Metanov le pasa algo, iré a por usted.
—Señor…
—¿Lo ha entendido?
—No, no lo entiendo. Es un hombre sin importancia…
—Este hombre es el hermano de mi esposa —le explicó Alexander.
El rostro de Ouspenski registró un cambio apenas perceptible y a sus ojos asomó una expresión difícil de precisar: la confirmación de algo, un atisbo de comprensión… como si el teniente hubiera estado esperando una respuesta como ésa.
—No lo sabía —dijo al final Ouspenski.
—¿Y por qué iba a saberlo?
A media tarde, Alexander y Pasha pusieron en marcha el plan. Lo único que se oía era el roce de las gotas de lluvia contra las hojas de los árboles. En el bosque reinaba un silencio inexplicable y preocupante. Una rama en llamas cayó al suelo y terminó de arder con reticencia, empapada por la lluvia de noviembre. A diez metros de Alexander, Pasha Metanov comenzó a gritar:
—¿Me oís? ¡Soy el comandante Kolonchak! ¡Quiero hablar con el teniente Borov!
Entre los árboles no hubo ningún sonido.
—No disparéis. ¡Quiero hablar con Borov! —siguió gritando Pasha.
Una bala estuvo a punto de derribarlo.
«No puedo colocar a Pasha frente al pelotón de ejecución y que darme mirando sin hacer nada», pensó Alexander. Le ordenó que lo dejara y dijo que lo intentarían más tarde, defendidos por uno de sus cabos. Cuando se acercaron otra vez a parlamentar, no hubo disparos.
—¿Comandante Kolonchak? —gritó una voz.
—¡Estoy aquí, Borov! —respondió Pasha.
—¿Santo y seña?
Pasha miró a Alexander.
—Si te lo preguntaran a ti, ¿sabrías qué decir?
—No.
—¿Quieres intentarlo?
—Déjate de historias. Estamos intentando salvar la vida de tus hombres.
—No, estamos tratando de salvar la de los tuyos.
—Dales el santo y seña, Pasha.
—¡La reina del lago Ilmen! —gritó Pasha Metanov, agitando un pañuelo blanco.
—A tu hermana le encantará saber que han invocado su nombre en plena batalla… —observó Alexander después de un doloroso silencio.
Borov apareció entre los troncos grises de los árboles, a menos de treinta metros. Ésa era toda la distancia que separaba a los dos batallones enemigos. Si hubieran tardado un poco más, la situación habría desembocado en una lucha cuerpo a cuerpo. Alexander sabía cómo era la guerra en los bosques, las montañas, los cenagales y los pantanos, cuando uno disparaba contra fantasmas, sombras, ramas que caían. Agachó la cabeza y se alegró de que al menos aquella parte del enfrentamiento hubiera llegado al final. Oyó a Pasha discutiendo con Borov, que lo escuchaba con recelo.
—Solicito permiso para no rendirnos, señor.
—Permiso denegado —dijo Pasha—. ¿Ve alguna otra salida?
—Una muerte honrosa —respondió Borov.
—Diga a sus hombres que vengan aquí y entreguen las armas —exigió Alexander, acercándose a ellos.
—Ya me encargo yo, capitán —lo interrumpió Pasha. Se volvió hacia Borov y añadió—: Los alemanes serán hechos prisioneros.
—¿Los vamos a entregar? —preguntó Borov, riendo—. Pues sí que estarán contentos.
—Harán lo que tengan que hacer.
—¿Y los demás?
—Combatiremos para el Ejército Rojo.
Borov dio un paso atrás y lo miró con desconfianza.
—¿Qué está pasando, capitán? No entiendo nada.
—Pasa que me han hecho prisionero, Borov. Por eso no tiene otra opción. Se lo pido para salvar mi vida.
Borov bajó la cabeza, como si realmente no tuviera otra opción.
—Borov me será siempre leal —explicó Pasha más tarde—. Es como Ouspenski para ti.
—Ouspenski no es nada mío —protestó Alexander.
—No lo dirás en serio. —Pasha hizo una pausa. Caminaban hacia el campamento soviético, detrás de los vlasovistas y de los diez alemanes con las manos atadas a la espalda—. ¿Te fías de él, Alexander?
—¿De quién?
—De Ouspenski.
—Tanto como de cualquier otra persona.
—¿Y eso qué quiere decir?
—¿Adónde quieres ir a parar?
Pasha carraspeó.
—¿Te fías de él en cuestiones personales?
—En cuestiones personales no me fío de nadie —respondió Alexander, mirando al frente.
—Eso está bien. —Pasha calló un momento y añadió—: Creo que no es de fiar.
—Me ha dado pruebas de lealtad a lo largo de los años y sé que sí lo es. Aun así, no me fío.
—Eso está bien —concluyó Pasha.
Alexander tenía razón en muchas cosas. Los refuerzos no llegaron, y no había uniformes del Ejército Imperial para Pasha y sus combatientes rusos. El batallón de Alexander había sufrido bastante más de cuarenta y dos bajas, pero habían enterrado a los muertos con sus espléndidos uniformes de terciopelo empapados de lluvia y manchados de sangre, y ahora había cuarenta y dos soldados ataviados con el uniforme enemigo y con el pelo cortado al estilo nazi. Alexander ordenó que se raparan, pero tendrían que ir vestidos de alemanes.
Pasha también tenía razón en muchas cosas. Los alemanes enviaron refuerzos al pie de la montaña, pero en lugar de encontrarse con los vlasovistas se encontraron con un batallón soviético. Los alemanes los superaban en armamento, pero Alexander, por primera vez en su carrera, tenía la ventaja de ocupar una posición elevada. Con gran esfuerzo logró repeler a una unidad de artillería, y después, con algo menos de esfuerzo, a una de infantería, y consiguió llegar al pie de la montaña con sólo cinco bajas. Alexander se propuso no entrar nunca más en combate si no estaba en alto.
Pasha dijo que por esta vez los alemanes habían enviado a pocos hombres, pero que la próxima vez enviarían a un millar, y la siguiente a diez millares.
Pasha tenía razón en muchas cosas.
Al otro lado de los montes de Santa Cruz los esperaban más bosques y más combates, y a cada día que pasaba se encontraban con más artillería, más ametralladoras, más granadas, más proyectiles, más incendios y menos lluvia.
El batallón de Alexander sufrió otras cinco bajas. Al siguiente día llegaron más alemanes, y el batallón soviético quedó reducido a tres pelotones. Las vendas y las sulfamidas se estaban agotando, y los hombres de Alexander no tenían tiempo de levantar parapetos ni de excavar trincheras. Podían protegerse detrás de los árboles, pero las granadas y los proyectiles de mortero eran capaces de derribar árboles y soldados. Y nadie podía coserles las piernas y los brazos arrancados de cuajo.
Al cabo de cuatro días, quedaban solamente dos pelotones. Veinte hombres. Alexander, Pasha, Ouspenski, Borov y dieciséis soldados rasos.
A uno de los soldados le mordió algo en el bosque y al día siguiente estaba muerto. Volvían a ser diecinueve, como antes de encontrar a Pasha. La diferencia era que ahora podían canjear a ocho rehenes para salvar la vida.
El ejército alemán no avanzaba ni se retiraba, pero tampoco esperaba sin hacer nada. Su único propósito parecía ser el de acabar con el batallón de Alexander.
Alexander consiguió resistir un quinto día, pero se quedó sin bombas y sin proyectiles y casi terminó de vaciar los cargadores de las ametralladoras. Borov cayó. Pasha lloró al sepultarlo en la tierra fangosa, bajo las copas de los árboles.
El sargento Telikov también cayó. Ouspenski lloró mientras lo enterraba.
Se agotaron los víveres y las vendas. Recogían agua de lluvia en hojas de árbol y la vertían en las cantimploras. La morfina y el enfermero habían desaparecido. Alexander en persona se ocupaba de curar a sus soldados.
—¿Y ahora qué? —preguntó Pasha.
—No se me ocurre nada —dijo Alexander.
La única opción era la retirada. Ouspenski sugirió volver sobre sus pasos.
—No podemos retirarnos —declaró Alexander.
—Ya sabe que la retirada se castiga con la muerte, teniente —añadió Pasha.
—¡Bah, cállate! —protestó Ouspenski—. Yo sí que te castigaría a ti con la muerte.
—Y te preguntabas por qué opté por los alemanes en lugar de la muerte —dijo Pasha, mirando a Alexander.
—No —dijo Ouspenski—. Optaste por los alemanes en lugar de tus compatriotas, cabrón.
—¡Ya ve cómo trata su ejército a mis compatriotas! —exclamó Pasha—. Los han abandonado aquí, condenados a una muerte segura, y para colmo han decretado que la rendición es un delito contra la patria. ¿Puede decirme algún otro país, algún otro ejército, alguna otra época en que haya sucedido eso? —Pasha emitió un gruñido desdeñoso—. ¡Y se preguntan por qué!
—No te lo tomes como algo personal, Pasha —opinó Alexander—. ¿A quién va a importarle nuestra muerte?
Pasha le lanzó una mirada silenciosa, y Alexander no dijo nada más. Se levantó, se envolvió en la guerrera mojada, se apoyó contra el tronco de un árbol y comenzó a tallar una estaca con el cuchillo. Ouspenski, apoyado en otro árbol, dijo que era una tarea inútil. Alexander respondió que con la estaca pescaría un pez para él y para Pasha y que a Ouspenski lo dejaría morir de hambre. Pasha se acordó de que Borov solía pescar para el batallón y les explicó que en los últimos tres años había sido su asistente y su mejor amigo. Ouspenski se burló de él y Alexander los mandó callar a los dos. Y llegó la noche.
Alexander y Tatiana están jugando al escondite bélico. Alexander aguarda en silencio entre los árboles, con el oído atento, pero lo único que oye son las moscas y las abejas. Muchos insectos y ninguna Tatiana. Alza los ojos hacia las ramas y tampoco ve nada. Se pone en marcha, caminando lentamente.
—¿Dónde estás, mi pequeña Tania? —pregunta en voz alta—. Más vale que te hayas escondido bien, porque me parece que necesito encontrarte.
Cree que la hará reír con sus palabras. Calla y escucha, pero no oye nada. A veces, cuando ella se acerca, Alexander la oye manipular el seguro de la pistola que le regaló. Pero esta vez no se oye ningún sonido.
—¡Tania!
Alexander sigue andando por el bosque, volviéndose cada pocos segundos a mirar a su espalda. El juego termina cuando Tatiana se coloca detrás de él y le apoya el cañón de la pistola en los riñones.
—Tatia, se me ha olvidado decirte una cosa muy importante, ¿me oyes?
Alexander escucha. No se oye ni un sonido. Sonríe.
Un pedazo de musgo aterriza sobre su cabeza. Tatiana ha vuelto a conseguirlo. ¿De dónde venía el musgo? Alexander alza la vista y no la ve. Mira en derredor y tampoco la ve. Tatiana se ha puesto la camiseta de camuflaje de él y es prácticamente invisible. Alexander se echa a reír.
—Tatiasha, si me tiras musgo te voy a encontrar.
Oye un ruido, alza los ojos y le cae encima un cubo de agua. Alexander, empapado, suelta una palabrota. Ve el cubo colgado de una rama, pero no ve a Tatiana. La cuerda que sujeta el cubo desaparece detrás de un tronco, a la derecha.
—¡Perfecto, ya te tengo! Empieza el combate. Ya verás la que te espera, Tania —anuncia Alexander, quitándose la camiseta mojada.
Camina hacia el tronco, oye un rumor y al momento siguiente tiene la cara y el pelo cubiertos de un polvillo blanco. Es harina y empieza a formar un engrudo sobre el pelo mojado. Alexander piensa en el tiempo que habrá dedicado Tatiana a organizar la estratagema: obligarlo a avanzar entre los árboles, atraerlo hasta el lugar preciso donde tiene previsto arrojarle el cubo de agua y luego la harina. Admira el talento de su rival.
—Muy bien, Tania —dice—. Te esperaba una buena, pero ya verás ahora… Ni yo mismo sé qué…
Sigue caminando hacia el tronco pero oye unos pasos detrás de él. Sin volverse, extiende la mano y agarra a Tatiana. En realidad, agarra la pistola. Tatiana se escabulle, dejando el arma en mano de Alexander, y echa a correr entre los árboles. Él la persigue. Esta parte del bosque está bastante descuidada, no es como el pinar que se extiende entre Molotov y Lazarevo o como los árboles que rodean la cabaña donde viven; aquí crece mucha maleza entre los robles y los álamos y el suelo está cubierto de ortigas y de musgo. Las ramas bajas y los troncos caídos dificultan la carrera de Alexander. En cambio, nada dificulta la carrera de Tatiana, que salta por encima de unas ramas y pasa por debajo de otras, se escabulle y zigzaguea. Y sin dejar de correr, es capaz de arrancar un puñado de musgo y unas cuantas hojas, volverse y arrojarlo todo hacia él.
Alexander se harta, grita: «¡Atención!» y corre hacia Tatiana. Haciendo caso omiso de la maleza, da un salto sobre tres troncos caídos y se planta delante de ella, jadeando y apuntándola con la pistola. Tiene el torso cubierto de sudor y de harina. Tatiana da un respingo y se vuelve para escapar pero no tiene tiempo de echar a correr porque Alexander se abalanza sobre ella y la tumba en el suelo cubierto de musgo. «¿Adónde crees que vas?», grita con la voz entrecortada, sujetándola mientras ella intenta escabullirse. «¿Y ahora qué? ¡Eres muy lista pero no escaparás!». Alexander frota su mejilla manchada de harina contra la cara limpia de Tatiana.
—Para —protesta Tatiana, entre jadeos—. Me vas a ensuciar.
—No es lo único que haré.
Ella se agita valerosamente debajo de él y le hace cosquillas en las costillas sin demasiado éxito. Él le agarra las manos y se las coloca por encima de la cabeza.
—Ya verás la que te espera, nazi. ¿Cuánto tiempo has estado planeando lo de la harina?
—Cinco segundos. Eres fácil de engañar…
Tatiana se echa a reír, pero no deja de forcejear.
Alexander sigue sujetándole los brazos por encima de la cabeza. Agarrándole las muñecas con una sola mano, le sube la camiseta de camuflaje hasta el cuello, dejando a la vista el abdomen, las costillas y los senos.
—Deja de forcejear —le ordena—. ¿Te rindes?
—¡Jamás! —grita Tatiana—. Prefiero morir de pie…
Alexander acerca la cara a las costillas de Tatiana y empieza a hacerle cosquillas con la barba.
—No me tortures más —dice Tatiana con una risita—. Llévame a la cárcel de los besos.
—La cárcel de los besos es demasiado buena para una criminal como tú. Necesitas un castigo más duro. ¿Te rindes? —vuelve a preguntar Alexander.
—¡Jamás!
Él se vuelve a hacerle cosquillas con la boca y la barba. Tiene que ir con cuidado. Una vez estuvo demasiado tiempo y ella terminó desmayándose. Pero ahora Tatiana se ríe descontroladamente y da patadas en el aire. Alexander la inmoviliza con una pierna sin dejar de sujetarle las manos, mientras le pasa la lengua arriba y abajo del torso.
—¿Te… rin… des? —vuelve a preguntarle, jadeando.
—¡Jamás! —chilla Tatiana.
Alexander alza la cara, atrapa un pezón con la boca y lo chupa hasta que la voz de Tatiana se vuelve más aguda.
Alexander para un momento e insiste:
—Te lo vuelvo a preguntar, ¿te rindes?
—No —dice Tatiana con un gemido. Tras una pausa, añade—: Tendrás que matarme, soldado. —Otra pausa—. Emplea todas tus armas.
Alexander, sujetándole las manos por encima de la cabeza, le hace el amor sobre el musgo, con brusquedad, decidido a no parar hasta que ella se rinda. No se interrumpe tras la primera oleada de placer de Tatiana y le pregunta jadeando:
—¿Qué me dices ahora, prisionera?
—Por favor, señor, dame más… —contesta Tatiana con una voz que es apenas un murmullo.
Cuando consigue dejar de reír, Alexander le da lo que le pide.
—¿Te rindes?
La voz de Tatiana es apenas audible.
—Por favor, señor, un poco más…
Alexander le da más.
—Suéltame las manos, marido —susurra Tatiana junto a la boca de Alexander—. Quiero tocarte.
—¿Te rindes?
—Sí, me rindo, me rindo.
Alexander la suelta y Tatiana lo acaricia.
Y ya no le queda nada para darle. Cuando Alexander termina, Tatiana tiene la cara y los pechos y el abdomen cubiertos de harina. De harina y de musgo y de él.
—Anda, levántate —susurra Alexander.
—No puedo moverme —contesta Tatiana con otro susurro. Alexander la lleva en brazos hasta la orilla del Kama y los dos se lavan entre los peces del río, en la parte donde el agua es poco profunda…
—¿Cuántas formas hay de matarte? —murmura Alexander, haciéndola sentarse en su regazo y besándola.
—Una sola —contesta Tatiana, mientras frota la cara mojada y enrojecida contra el cuello mojado de Alexander.
En los gélidos bosques de Polonia, Alexander, Pasha, Ouspenski y Danko, el único cabo superviviente, esperaban escondidos entre la vegetación, rodeados de enemigos, sin munición, sucios, heridos y empapados.
Alexander y Pasha esperaban la llegada de la inspiración o de la muerte.
Los alemanes habían vertido queroseno entre los árboles y le habían prendido fuego, y ahora ardían las llamas delante de Alexander y sus compañeros, y también a su izquierda y a su derecha.
—Alexander…
—Ya lo sé, Pasha.
Estaban sentados en el suelo, a pocos metros el uno del otro, con la espalda apoyada en los gruesos troncos de los robles. Alexander sentía el calor del incendio en la cara.
—Estamos atrapados.
—Sí.
—No nos quedan balas.
—No.
Alexander tallaba un trozo de madera.
—Es el final, ¿no? Ya no hay salida.
—No piensas en el final hasta que llega, de repente. No habíamos pensado una salida.
—Y cuando la pensemos, ya estaremos muertos —dice Pasha.
—En ese caso será mejor pensar deprisa.
Alexander miró al hermano de Tatiana. Tenía que sacarlo como fuera de aquel bosque. Tenía que salvarlo por ella, aunque en los momentos más negros había creído que Pasha no tenía salvación.
—No podemos rendirnos.
—¿No?
—No. ¿Sabes cómo nos tratarán los alemanes? Hemos matado a cientos de sus compatriotas. ¿Piensas que serán clementes?
—Estamos en guerra, tienen que entenderlo. Y no hables tan alto.
Alexander no quería que Ouspenski los oyera, y Ouspenski siempre lo oía todo.
Pasha bajó la voz.
—Y tú sabes perfectamente bien que yo no puedo volver.
—Lo sé.
Se quedaron un momento callados, mientras Alexander tallaba una rama en forma de espada para controlar los nervios. Pasha estaba limpiando la ametralladora y soltó un bufido.
—¿En qué piensas, Pasha?
—Pensaba en lo curioso que resulta terminar aquí.
—¿Por qué?
—Mi padre estuvo aquí hace años, antes de la guerra, por trabajo. Nos impresionó mucho que lo mandaran a Polonia. Estuvo precisamente en esta zona y nos trajo cosas. A mí me regaló una corbata que usé hasta que se cayó a pedazos. Dasha decidió que el chocolate polaco era el mejor del mundo, y Tania, a pesar de tener un brazo roto, se puso enseguida el vestido que le había comprado mi padre.
Alexander dejó de tallar la madera.
—¿Qué vestido?
—No sé, uno blanco. Tania era demasiado joven y delgada para usarlo y además tenía el brazo escayolado, pero se lo puso igualmente. Estaba orgullosísima.
—¿Era…? —A Alexander se le quebró la voz—. ¿Era un vestido con unas flores bordadas?
—Sí, con unas rosas rojas.
Alexander emitió un gemido.
—¿Dónde lo compró tu padre?
—Creo que en un pueblo llamado Swietokrzyskie. Sí, eso es: Tania decía que era el vestido de Santa Cruz y se lo ponía todos los domingos.
Alexander cerró los ojos y notó que no podía mover las manos.
—¿Qué piensas que haría mi hermana? —Oyó decir a Pasha.
Alexander pestañeó para alejar de su mente torturada la imagen de Tatiana sentada en un banco y comiéndose un helado con aquel vestido, caminando descalza por el Campo de Marte con aquel vestido, posando para el fotógrafo en la puerta de la iglesia de Molotov con aquel vestido.
—¿Crees que decidiría retirarse? —preguntó Pasha.
—No, no lo haría.
Alexander sintió una opresión en el pecho. Tatiana no se retiraría aunque lo deseara; no lo haría aunque él se lo pidiera.
Alexander recogió la ametralladora, se acercó a Pasha y, antes de que Ouspenski se les acercara, susurró:
—Pasha, tu hermana huyó de Rusia sola, cuando estaba embarazada. Aunque llevaba armas, nunca las habría utilizado. Era contraria al uso de las armas. Sin disparar ni una bala, sin matar a nadie y con el niño en la barriga, fue capaz de dejar atrás los pantanos y llegar a Helsinki. Y si llegó a Finlandia, habrá que pensar que consiguió llegar más lejos. Haberte encontrado es una señal de que debo tener fe. Nos quedan cuatro hombres, ocho si contamos a los rehenes alemanes. Tenemos cuchillos, bayonetas y cerillas, podemos fabricar armas y, a diferencia de ella, podemos usarlas. No tenemos por qué quedarnos aquí sentados, como si no hubiera otra solución. No será fácil, pero tenemos que intentar ser más fuertes que Tatiana. ¿De acuerdo?
Alexander tenía la cara y el pelo cubiertos de barro y seguía apoyado contra el tronco del roble. Se persignó y besó el casco.
—Tenemos que atravesar el incendio para llegar al otro lado del bosque, cerca de donde están los alemanes. No hay otro remedio, Pasha.
—Es imposible, pero de acuerdo.
Les costó un poco convencer a Ouspenski y a los rehenes.
—¿Qué le preocupa, Ouspenski? —preguntó Alexander—. Su capacidad respiratoria es la mitad de la normal. Eso es una ventaja en un incendio.
—Moriré abrasado antes de inhalar el humo —declaró Ouspenski.
Finalmente, todos se prepararon para atravesar las llamas. Alexander les ordenó que se cubrieran la cabeza.
—¿Listos? —preguntó Pasha, con la ametralladora descargada en el hombro.
—Estoy listo —contestó Alexander—. Ten mucho cuidado, Pasha. Tápate la boca en todo momento.
—Si me tapo la boca no podré correr. Da igual, ya he estado otra vez en un incendio. Recuerda que los putos alemanes volaron el tren en el que viajaba. Respiraré a través de la gorra, pero prométeme que no me dejarás aquí abandonado.
—No te abandonaré —le aseguró Alexander.
Se colgó al hombro el mortero descargado y se tapó la boca con una toalla mojada y sucia de sangre.
Corrieron hacia las llamas.
Mientras corrían, Alexander respiraba a través de la toalla mojada. Ouspenski resistía todo el tiempo que podía sin tomar aire y trataba de respirar a través del cuello de la guerrera mojado por la lluvia. Pero Pasha atravesó el incendio sin taparse la boca. «¡Qué valiente!» pensó Alexander. Valiente e insensato. Al final llegaron al otro lado de las llamas. Por una vez la ropa mojada les fue de utilidad porque la humedad repelía el fuego. Además, no se les podía quemar el pelo porque iban rapados. Uno de los prisioneros alemanes no tuvo suerte; le cayó una rama encima y perdió el conocimiento. Uno de sus compatriotas se lo cargó a la espalda.
Cuando dejaron atrás las llamas, Alexander miró a Pasha y comprendió que la insensatez había sido superior a la valentía. Pasha estaba muy pálido y caminaba muy lentamente, hasta que tuvo que pararse. Todavía estaban rodeados de humo.
—¿Qué pasa? —preguntó Alexander, dejando de correr. Se quitó la toalla de la boca para hablar pero enseguida notó que se asfixiaba.
—No lo sé —balbuceó Pasha, llevándose una mano a la garganta.
—Abre la boca.
Pasha abrió la boca pero no sirvió de nada. Se desplomó en el suelo como un árbol cortado, emitiendo los sonidos de la persona que se ahoga después de engullir un pedazo de comida o de recibir un balazo en el cuello. Los sonidos de alguien incapaz de respirar.
Alexander le puso la toalla sobre la nariz y la boca, pero Pasha seguía sin respirar y él mismo empezaba a ahogarse. Había resultado más fácil atravesar las llamas que estar parados y rodeados de humo. Ouspenski le tiró del brazo. Los alemanes estaban a unos metros, retenidos por la ametralladora de Danko, el último de los soviéticos supervivientes. Les faltaba muy poco para ponerse a salvo, pero Alexander no quería dejar solo a Pasha. No podía avanzar ni podía retroceder.
Tenía que hacer algo. Pasha tenía convulsiones y se ahogaba.
Alexander se lo cargó a la espalda, se tapó la boca con la toalla y echó a correr con Ouspenski a su lado.
¿Cuánto tiempo perdió cargándose a Pasha a la espalda? No supo si se había demorado treinta segundos o un minuto. Pero a juzgar por la dificultad de Pasha para respirar sin asfixiarse, había sido mucho tiempo. Pronto sería demasiado tarde.
—¿Dónde está el enfermero? —preguntó Alexander cuando empezó a despejarse el humo que flotaba en el aire.
—Murió, ¿no se acuerda? —respondió Ouspenski—. Nos quedamos con su casco.
Alexander no se acordaba.
—¿No tenía un ayudante?
—El ayudante murió hace siete días.
Alexander se descargó a Pasha de la espalda y se sentó en el suelo.
—¿Qué le pasa? —preguntó Ouspenski.
—No lo sé. No le han disparado ni ha tragado nada.
Pasha estaba en el suelo, con la cabeza apoyada en el regazo de Alexander. Alexander le metió los dedos en la boca para ver qué le obstruía la respiración, pero no encontró nada. Bajó hasta el esófago, y no encontró el orificio de la tráquea. Notó la garganta inflamada y pulposa. Se arrodilló rápidamente al lado de Pasha, le tapó la nariz y le respiró en la boca varias veces seguidas. Nada. Volvió a introducirle aire más pausadamente, y nada. Volvió a palparle el interior de la boca, pero siguió sin encontrar el orificio de la tráquea.
—¿Qué coño está pasando? —murmuró, asustado—. ¿Qué tiene?
—En Siniavino vi morir a varios soldados después de inhalar humo —explicó Ouspenski—. La garganta se les cerró completamente. Cuando les bajó la inflamación, ya estaban muertos. —Tomó aire a través del cuello mojado de la guerrera y añadió—: No se salvara, no puede respirar. No podemos hacer nada por él.
Alexander habría jurado que en la voz de Ouspenski había un deje de satisfacción, pero no tenía tiempo de protestar. Colocó a Pasha tumbado boca arriba en el suelo y le colocó la toalla enrollada debajo del cuello para que la cabeza quedara un poco inclinada para atrás. Hurgó en la mochila en busca de su estilográfica, que afortunadamente estaba rota y no tenía tinta en la plumilla. Alexander agradeció silenciosamente la calidad de la fabricación soviética. Sacó el cartucho de la estilográfica y buscó su cuchillo.
—¿Qué va a hacer, capitán? —preguntó Ouspenski, señalando el cuchillo—. ¿Quiere cortarle la garganta?
—Exacto —repuso Alexander—. Y cállese, no quiero oírlo hablar.
—Lo decía en broma —dijo Ouspenski, arrodillándose a su lado.
—Ilumínele el cuello, con la linterna bien quieta. Y coja este tubito de plástico y este cordel. Cuando le avise, páseme el tubito. ¿Entendido?
Se prepararon. Alexander respiró hondo. No había tiempo que perder. Se miró las manos para comprobar que no le temblaban los dedos.
Palpó la garganta de Pasha hasta encontrar la nuez, y bajó los dedos un poco más hasta llegar al trozo de piel que se extendía sobre la cavidad traqueal. Sabía que esta membrana era lo único que protegía el lumen de la tráquea. Con mucho cuidado, podía abrir un pequeño orificio e introducir el tubito para dejar pasar el aire; pero tenía que ser una incisión minúscula. Alexander nunca había practicado una intervención como aquélla. Sus manos no estaban hechas para las tareas delicadas, como las de Tatiana.
—Allá voy —susurró.
Contuvo el aliento y fue bajando el cuchillo hasta rozar la garganta de Pasha. A juzgar por las sacudidas de la linterna, Ouspenski era incapaz de contener el temblor de sus manos.
—¡Joder, teniente! ¡Estése quieto! —protestó Alexander.
Ouspenski intentó serenarse.
—¿Ha hecho esto alguna vez, capitán? —preguntó.
—No. Pero he visto hacerlo.
—¿Funcionó?
—No muy bien —contestó Alexander.
Había visto hacerlo dos veces en el frente, y ninguno de los dos soldados había sobrevivido. En un caso, el enfermero había usado un cuchillo demasiado pesado y había partido la tráquea por la mitad. El otro soldado ya no había vuelto a abrir los ojos. Había conseguido respirar, pero no había abierto los ojos.
Con movimientos muy lentos, Alexander abrió una incisión de dos centímetros en la garganta de Pasha. La piel se resistía al avance del cuchillo. Además empezó a brotar sangre y resultaba difícil ver dónde iba cortando. Habría necesitado un bisturí pero sólo tenía su cuchillo de combate, el mismo que usaba para afeitarse y para matar. Alexander amplió un poco más la incisión, se colocó el cuchillo entre los dientes y terminó de abrir la piel con los dedos dejando expuesto un trozo de cartílago a uno y otro lado. Manteniendo separada la abertura, practicó una pequeña incisión en la membrana situada bajo la nuez, y de pronto se oyó un sonido, cuando la garganta de Pasha absorbió el aire del exterior. Alexander mantuvo la garganta abierta con los dedos hasta que los pulmones de Pasha terminaron de llenarse y después forzó la expulsión del aire. No era como respirar a través de la nariz y la boca, pero funcionaba.
—La estilográfica, teniente.
Ouspenski le pasó la estilográfica.
Alexander hundió medio tubito en el agujero, procurando no rozar el fondo de la tráquea. Tomó aliento y continuó.
—Ya está, Pasha —dijo—. El cordel, Ouspenski.
Ató un extremo del cordel al tubito y pasó el otro extremo por el cuello de Pasha para que el cartucho no se saliera.
—¿Cuánto tarda en bajar la inflamación? —preguntó Alexander.
—¿Cómo voy a saberlo? —replicó Ouspenski—. Los soldados que vi en Siniavino murieron antes de que les bajara.
Pasha respiraba de forma irregular y esporádica a través del tubito de plástico, y Alexander contemplaba su rostro congestionado y sucio de barro y pensaba que toda la guerra mundial había quedado reducida a esperar que la vida se introdujera en unos pulmones a través del cartucho vacío de una estilográfica de fabricación soviética.
Le había llegado la hora a Grinkov, a Marazov, al miope Verenkov, a Telikov, a Yermenko; le había llegado la hora a Dasha; en cualquier momento llegaría la hora de Alexander. Ahora estaba vivo y un instante después estaba desangrándose sobre la superficie helada del Ladoga, envuelto en la guerrera helada como en un sudario. Ahora estaba vivo, y un instante después estaba tumbado boca abajo sobre el hielo, envuelto en la guerrera blanca, en un charco de sangre.
Sin embargo, durante un breve momento, Alexander había sido amado. Durante el tiempo de una respiración o del parpadeo de unos ojos afligidos, había sido profundamente amado.
—¿Me oyes, Pasha? —preguntó—. Parpadea si me oyes.
Pasha parpadeó.
Alexander, con la respiración acelerada y un nudo en la garganta, recordó un poema titulado «Fantasía de un caballero caído en una noche fría y amarga».
En otro tiempo hallé el éxtasis en artificios de violines y en el rumor de tacones dorados sobre el duro pavimento.
Ahora veo que la calidez es la autentica sustancia de la poesía.
Dios mío, empequeñece el viejo firmamento tachonado de estrellas para que pueda envolverme en él y encontrar el consuelo.