Capítulo 24

Barrington, agosto de 1944

—¿Adónde vamos? ¿Y por qué? —Quiso saber Vikki—. No quiero ir a Massachusetts, está muy lejos. ¿Qué te pasa con los trenes? Acabas de volver de Arizona, ¿aún no estás contenta? Está lloviendo, hace un día horrible, ayer hice dos turnos seguidos y el lunes me tocará lo mismo. ¿No me podría quedar en casa tranquilamente? La abuela va a preparar lasaña. Tengo que arreglarme las uñas y alisarme el pelo, y además, quería rasurarme las piernas y las axilas porque ahora está de moda. Me lo han dicho en Lady Be Beautiful, adonde me prometiste acompañarme un día, por cierto. ¿Por qué tenemos que irnos de viaje? ¿No podría quedarme en casa y darme un baño bien caliente?

—No. Tenemos que ir —declaró Tatiana, empujando el cochecito de Anthony y empujando a Vikki.

—¿Y por qué tengo que ir yo?

—Porque no quiero ir sola. Porque no hablo bien inglés. Porque eres amiga.

Vikki suspiró.

Estuvo suspirando durante las cinco horas que tardaron en llegar a Boston.

—Vikki, he estado haciendo cuentas. Has suspirado dos veces por kilómetro y hemos recorrido cuatrocientos kilómetros. Eso son ochocientos suspiros.

—No suspiraba, respiraba —respondió Vikki, ofendida.

—Respirabas con impaciencia, sí. —Tatiana se acordó de su hermano. Pasha habría aguantado estoicamente a su lado, sin pronunciar ni una sola palabra de protesta. Su hermana, en cambio, habría estado todo el tiempo quejándose, igual que Vikki—. Tendría que haberle pedido el favor a Edward —murmuró, arropando a Anthony con la mantita. En Boston también llovía.

—¿Y por qué no lo has hecho?

—¿Es preciso demostrar en todo momento lo que sientes? No necesito saber que te molesta tener que hacerme favor. Ayúdame si quieres, pero no te quejes.

Vikki dejó de suspirar.

No había tren de cercanías entre Boston y Barrington, y las dos jóvenes tomaron un taxi.

—Está lejos, serán veinte dólares —les advirtió el taxista.

Vikki ahogó una exclamación, y soltó un respingo cuando Tatiana le pellizcó el muslo.

—Muy bien —dijo Tatiana.

—¿Veinte dólares? ¿Te has vuelto loca?

Las dos se acomodaron en el asiento posterior, Tatiana se colocó al niño en el regazo y el taxi se puso en marcha.

—Es la mitad de mi paga semanal. ¿Cuánto cobras tú?

—Menos. ¿Cómo querías llegar al pueblo sin taxi?

—No sé… ¿En autobús?

—Había que andar demasiado para coger el autobús.

—Pero la vuelta serán otros veinte dólares.

—Ajá.

—¿Ya puedes contarme qué vamos a hacer?

—Vamos a visitar a uno de los parientes de Anthony.

A pesar de los consejos de Sam, Tatiana no había podido contenerse. No sabía por qué, pero tenía la impresión de que todo iría bien. Además, sospechaba que no tardaría en necesitar algún favor de la familia de Anthony.

—¿Tenéis familia en Estados Unidos?

—Yo no, pero el niño sí. Te necesito a mi lado para que me apoyes. Si necesito tu ayuda, te pellizcaré el brazo con fuerza: así.

—¡Ay!

—Eso es. Si no te pellizco, sólo sonríe y no digas nada.

Una hora después estaban en Barrington.

—¿A qué dirección van? —preguntó el taxista.

—Déjenos aquí —dijo Tatiana, señalando una elegante mansión en la calle principal.

Pagaron la carrera y bajaron del taxi. Barrington era un pueblo pequeño y acogedor, de calles limpias y flanqueadas de robles, iglesias de esbeltos campanarios y casas de fachadas blancas y postigos negros. En la calle principal había algunos comercios abiertos, entre ellos una ferretería, una cafetería y un anticuario. Ninguno de los transeúntes empujaba un cochecito, y el único bebé que se veía era el hijo de Tatiana.

—¿Este viaje te ha costado la paga de dos semanas? —preguntó Vikki. Sacó un cepillo del bolso y comenzó a peinarse.

—¿Sabes cuánto me costó el viaje desde Inglaterra? Quinientos dólares. ¿Ha valido la pena?

—Por supuesto. Pero ¡venir a este pueblo!

—Tú empuja el cochecito y calla.

—Un momento… —Vikki siguió cepillándose el pelo. Tatiana la miró enfadada—. De acuerdo, ya paro.

—Vamos a preguntar dónde está la calle Maple.

En el quiosco les dijeron que estaba a unas pocas manzanas, y las dos echaron a andar bajo la lluvia.

—Acabo de darme cuenta de que este pueblo tiene tu mismo nombre: Barrington —observó Vikki—. ¿Es casualidad?

—¿No te habías dado cuenta hasta ahora? Para, es aquí.

Se detuvieron frente a una mansión de estilo colonial rodeada de un jardín en el que crecían vetustos arces. Recorrieron la vereda que llevaba a la casa, subieron los tres escalones de la entrada y se pararon frente a la campanilla de la puerta.

—¿Qué hacemos? —Tatiana no se atrevía a llamar—. Quizá deberíamos irnos —dijo.

—¿Estás de broma? ¿Hacer todo este viaje para marcharnos ahora?

Vikki tiró de la campanilla. Tatiana había dejado el cochecito al pie de los escalones y llevaba al niño en brazos.

Les abrió la puerta una mujer mayor de expresión adusta, elegantemente vestida e impecablemente peinada.

—¿Sí? —preguntó en tono brusco—. ¿Vienen a pedir? Esperen, voy a buscar el monedero.

—No venimos a pedir —respondió de inmediato Tatiana—. Venimos… Quiero hablar con Esther Barrington.

—Soy yo —dijo Esther—. ¿Quiénes son ustedes?

—Pues… —Tatiana vaciló un momento y señaló al niño—. Éste es Anthony Alexander Barrington, el hijo de Alexander.

A Esther se le cayó al suelo el manojo de llaves.

—Pero ¿usted quién es?

—La mujer de Alexander —explicó Tatiana.

—¿Y él dónde está?

—No lo sé.

—Caramba, no me sorprende —dijo Esther, sonrojada—. ¡Y ha tenido el descaro de venir hasta mi casa! ¿Quién se cree que es?

—Soy la mujer de Alexander…

—¡Me da igual! No me refriegue al niño por la cara como si de repente tuviera que ocuparme de él. Lo siento por usted… —Su voz era tan severa como su mirada—. Lo siento mucho, pero su vida no es asunto mío.

—Tiene razón, disculpe —dijo Tatiana, apartándose un paso—. Sólo quería que…

—¡Está claro lo que quería! ¡Enseñarme a su hijo ilegítimo! ¿Y qué? ¿Acaso eso va a mejorar las cosas?

—¿Qué tiene que mejorar? —dijo Vikki.

Sin hacerle caso, Esther continuó gritando:

—¿Sabe qué me dijo el padre de Alexander cuando salió de mi casa por última vez hace catorce años? «No me des más el coñazo: mi hijo no es asunto tuyo». ¡Eso fue lo que me dijo! Mi sobrino carnal, mi querido Alexander, no era asunto mío. Yo sólo quería ayudarlos, me ofrecí a cuidar al niño mientras mi hermano y su mujer se iban a arruinar su vida en la Unión Soviética, y él se burló de mi ofrecimiento y me dijo que no quería saber nada de mí ni de nuestra familia. Nunca ha escrito, nunca ha enviado un telegrama… No he vuelto a saber nada de él. —Esther se interrumpió, respiró entrecortadamente y al cabo de un momento añadió—: Por cierto, ¿cómo le va a ese cabrón?

—Falleció —dijo Tatiana con una voz muy débil.

Esther ni siquiera pudo emitir un «¡ah!». Dio un paso tambaleante hacia el interior de la casa, aferrada al pomo de la puerta.

—Mire, me da igual quién sea usted, no la conozco de nada y no tiene derecho a presentarse aquí con un bebé al que tampoco había visto nunca para pedirme que me ocupe de él.

Esther empujó la puerta con un gesto tembloroso y dio un gran portazo, dejando a Vikki y a Tatiana en el porche.

—Vaya… —dijo Vikki—. ¿Cómo te habías imaginado que iría?

Tatiana, luchando por contener las lágrimas, dio media vuelta y bajó los escalones de la entrada.

—Mejor, supongo.

¿Qué se había imaginado? Ignoraba que la tía y el padre de Alexander se llevaran tan mal antes de que el matrimonio Barrington se fuera de Estados Unidos, pero por la reacción de Esther le había quedado clara una cosa: la mujer no había tenido ninguna noticia de la familia después de su traslado a la Unión Soviética. Y el único motivo del viaje de Tatiana era averiguar cualquier dato que pudiera proporcionarle Esther. Se sintió exhausta. La esperanza de un remoto vínculo familiar había quedado reducida a una entelequia intangible justo cuando su única obsesión era averiguar qué le había sucedido a Alexander.

Colocó a Anthony en el cochecito y atravesó el jardín con Vikki.

—¡Catorce años! —exclamó Vikki—. Debería haberlo superado. Hay gente que tiene mucha memoria.

—Sí, para el rencor —dijo Tatiana.

Una vez en la calle, tomaron lentamente el camino de vuelta.

—Oye, ¿qué palabra dice que usó el padre de Alexander antes de marcharse? —preguntó Tatiana.

—Olvídalo, las señoras no usan ese vocabulario. Esa tal Esther es un poco malhablada. Un día de estos te enseñaré palabrotas en inglés…

—Ya sé palabrotas en inglés —explicó Tatiana. Y en voz baja, añadió—: Pero ésta no la conocía.

—Ah, ¿y cómo es que sabes palabrotas? —le preguntó Vikki—. No salen en las guías de conversación ni en los diccionarios. Al menos, no en los que yo he visto.

—En otro tiempo tuve buen maestro —explicó Tatiana.

Cuando ya estaban en la calle principal, se les acercó un coche y se detuvo junto a la acera. Esther, con los ojos enrojecidos, los párpados manchados de rímel y la melena despeinada, bajó y se plantó frente a Tatiana.

—Lo siento, me ha desconcertado mucho su visita —se disculpó—. Mi hermano no ha vuelto a ponerse en contacto conmigo desde que se marcharon y yo no tenía ni idea de qué había sido de ellos. En el Departamento de Estado no nos informan de nada.

De nuevo en la casa, Esther les preparó bocadillos de jamón y consomé, les sirvió café y dejó que Anthony durmiera un rato en una cama del piso superior, parapetado entre dos almohadas.

Para ser una mujer que había albergado rencor a Harold desde hacía más de una década, Esther lloró como la viuda de un ahorcado cuando Tatiana le contó qué había sido de su hermano y de su familia.

Esther insistió en que se quedaran en Barrington hasta el domingo, y Tatiana y Vikki aceptaron. Tatiana pensó que la tía de Alexander era una buena mujer. No tenía hijos, y a sus sesenta y un años era la única superviviente de los Barrington. Su marido había fallecido cinco años atrás y ahora Esther vivía con Rosa, su ama de llaves desde hacía cuarenta años.

—¿Alexander vivía en esta casa?

Tatiana clavó los ojos en Esther. No se atrevía a mirar en derredor por si encontraba algún vestigio de la infancia de su marido.

Esther meneó la cabeza.

—Su casa está a un kilómetro del pueblo —le explicó—. No tengo relación con los actuales inquilinos porque son unos estirados, pero si quieren puedo acercarlas con el coche.

—¿Había un bosque detrás de la casa?

—Ya no existe —explicó Esther—. Ahora han construido más viviendas. Era un bosque muy bonito. Los amigos de Alexander…

—¿Teddy, Belinda…?

—¿Hay algo de su vida que desconozca?

—Sí —dijo Tatiana—. Su presente.

—Teddy murió en el 42, en la batalla de Midway, y Belinda es enfermera y ahora mismo está destacada en el norte de África. O en Italia, o donde sea que estén ahora nuestras tropas. ¡Pobre Alexander, pobre Teddy, pobre Harold…! —se lamentó Esther, meneando la cabeza—. Ese estúpido de Harold, echar a perder así la vida de su familia, la vida de ese muchacho increíble y espléndido… ¿Tiene alguna foto?

Tatiana negó con la cabeza.

—Seguía siendo como usted lo conoció, Esther. ¿Ha dado él alguna vez señales de vida?

—No, qué va.

—¿Se ha puesto en contacto con usted alguien que supiera de él?

—Nadie me ha dicho ni una palabra. ¿Por qué lo pregunta? No creo que me informaran de su muerte.

Tatiana se puso de pie.

—Tenemos que irnos —explicó.

—Quiero enseñarle una cosa —dijo Esther, poniéndose de pie también.

Le dio una bolsita de tela cerrada con un cordón. Dentro había una pulsera de cuero a medio trenzar, tres clavos oxidados, dos conchas melladas y una foto de Alexander a los ocho años, de pie junto al mar, al lado de un niño corpulento (¿Teddy?). Una gran sonrisa le llenaba media cara.

—Y mire, una foto de cuando tenía dos años.

Esther sacó una foto en la que Alexander aparecía con una carita morena y redonda, riendo, como la imagen especular de su hijo Anthony. Tatiana no pudo cogerla porque empezaron a temblarle las manos. Vikki desvió la mirada. Esther volvió a guardar la foto en la bolsa de tela y palmeó compasivamente el hombro de Tatiana.

—De verdad que tenemos que irnos —dijo Tatiana en un susurro.

En el tren, de camino a Nueva York, Vikki se puso a mirar por la ventanilla con expresión pensativa.

—¿Qué te pasa, Vik?

—Nada —dijo Vikki—. Estaba pensando que cuando te conocí pensé que, de no ser por la cicatriz medio borrada de la cara, parecías la persona menos complicada del mundo.

Tatiana miró a su hijo.

—No soy complicada —dijo, dándole una palmadita en la pierna—, pero necesito saber qué ha sido de mi marido.

—A Edward y a mí nos dijiste que había muerto.

—¿Y si me precipité? —dijo Tatiana, contemplando el verde paisaje de Massachusetts que el tren atravesaba a toda velocidad.

«¿Me estuviste buscando?», le había preguntado Tatiana una vez, y él había contestado: «Toda la vida».

Tatiana no dijo nada más, reclinó la cabeza contra el respaldo, acarició la cabecita de Anthony y cerró los ojos hasta que el tren llegó a la estación Grand Central.