El puente de Santa Cruz, julio de 1944
Cuando pararon a descansar en Lublin, las tropas de Alexander tomaron la decisión unilateral de quedarse unos días en la ciudad. A diferencia de las poblaciones arrasadas y saqueadas que habían atravesado en Bielorrusia, Lublin estaba prácticamente intacta. Salvo algunas casas que habían sucumbido a los incendios o los bombardeos, todos los edificios estaban limpios y recién pintados y había mucha actividad en las calles estrechas y en las plazas de fachadas amarillas donde los domingos se instalaban tenderetes donde se podía comprar ¡de todo! Fruta, jamón, queso o nata agria… y hasta repollos (aunque los soldados no querían saber nada de repollos). En Bielorrusia habían visto como mucho media docena de animales de granja; en Lublin, en cambio, podían comprar suculenta carne de cerdo ahumada por unos pocos eslotis. Y el hecho de que hubiera leche fresca, queso y mantequilla quería decir que la gente ordeñaba las vacas en lugar de comérselas. Además, vendían gallinas y huevos.
—Si esto es la ocupación alemana, cualquier día me paso al bando de Hitler —susurró Ouspenski—. En mi pueblo, mi mujer no puede ni arrancar una puta cebolla sin dársela al koljós. Y lo único que cultiva la pobre son cebollas.
—Tendría que haberle dicho que cultivara patatas: mire éstas —observó Alexander.
En el mercadillo también se vendían navajas, relojes de pulsera y vestidos de mujer. Alexander quiso comprar tres navajas, pero nadie aceptaba rublos. Los polacos detestaban a los alemanes, pero no sentían mucho más afecto por los rusos. Eran capaces de bajarse los pantalones ante quien hiciera falta para expulsar a los nazis del país, pero habrían preferido no tener que bajárselos ante los rusos. Al fin y al cabo, los soviéticos se habían repartido Polonia con los alemanes en 1939 y no parecía que tuvieran la intención de devolver su parte. Por eso les lanzaban miradas hostiles y escépticas. Si querían adquirir algún artículo, los soldados de Alexander no tenían más remedio que recurrir al trueque porque nadie estaba dispuesto a aceptar la devaluada divisa rusa. El gobierno de Moscú tendría que dejar de imprimir papel sin valor… Al final, Alexander convenció a una anciana para que le vendiera por doscientos rublos tres navajas y unas gafas para el sargento Verenkov, que estaba casi ciego.
Después de una cena compuesta de huevos, patatas, cebolla y jamón y regada con gran cantidad de vodka, Ouspenski se acercó a hablar con Alexander y le susurró emocionado que habían localizado «la taberna de las putas» y que todos se iban para allá. Alexander no quiso apuntarse.
—Anímese, señor. Después de lo que vimos en Majdanek, tenemos que celebrar la vida. Venga a echar un casquete con las chicas.
—No.
—¿Qué va a hacer, entonces?
—Dormir. Dentro de unos días tenemos que estar instalando una cabeza de puente en el Vístula y necesitamos ahorrar fuerzas.
—No sabía que íbamos al Vístula.
—¡No me joda!
—A ver si lo entiendo… ¿No piensa echar ninguna cana al aire hoy porque en un futuro incierto tiene que estar en la orilla de un río?
—No. Hoy pienso irme a dormir porque lo necesito.
—Con el debido respeto, capitán. Como su asistente, estoy a su lado en todos los momentos del día y sé muy bien qué le hace falta. Necesita una almeja tan desesperadamente como cualquiera de los demás. Vamos, véngase conmigo. Las chicas esperan ávidas su dinero.
—Claro, como hoy ha tenido tanta suerte para deshacerse de los rublos… —observó Alexander con una sonrisa—. Ouspenski, no hemos podido comprar ni un puto reloj con dinero ruso. ¿Cree que le valdrá para comprar a una mujer? La chica escupirá sobre los billetes.
Alexander siguió afilando las tres navajas delante de la tienda de campaña.
—Vamos, venga con nosotros.
—No. Vaya usted, y a la vuelta me cuenta cómo le ha ido.
—Sabe que es para mí como un hermano, capitán, pero no estoy dispuesto a que disfrute indirectamente de mis experiencias. Vamos, hombre. Me han dicho que cinco polacas muy guapas están dispuestas a hacérselo con todos y cada uno de nosotros por treinta eslotis.
Alexander se echó a reír.
—Ustedes no tienen treinta eslotis.
—Pero usted sí, tiene sesenta. Vamos, anímese.
—No. Mañana quizás. Hoy estoy agotado.
Nada se animaba en el interior de Alexander cuando se quedaba solo. Al menos, cuando estaba en plena batalla, dirigiendo el tanque o esperando para atacar o matar a otros seres humanos, conseguía olvidar.
Mojó una toalla en un cubo de agua y se tumbó en el catre, cubriéndose la cabeza y la cara con la tela empapada. Allí, allí. El agua fría le goteaba por el cuello, las mejillas y el cráneo rasurado. Tenía los ojos cerrados. Allí, allí.
—Shura, túmbate aquí, en la manta.
Alexander obedece de buena gana. Es una tarde de verano, soleada y tranquila. Ha estado leyendo y cortando leña. Le apetece ir a nadar. Los días son mejores que las noches. Los días son aún el presente. Las noches sólo traen un día más. Un día menos.
—¿Tanto cortar leña te ha dejado agotado?
—No, estoy bien.
—¿No estás un poco cansado?
No sabe qué respuesta espera Tatiana.
—Pues sí… Estoy un poco cansado.
Sonriendo, Tatiana se agacha sobre él y le sujeta los brazos por encima de la cabeza.
—Bien —dice Alexander.
El olor de Tatiana se adentra en el interior de Alexander, que reprime el impulso de besarle la clavícula.
—¿Y ahora qué?
—Ahora intenta apartarme —responde Tatiana.
—¿Hasta dónde debo llegar? —pregunta Alexander.
La tumba sobre la manta y se pone de pie.
—No estaba lista —protesta Tatiana, meneando la cabeza—. Vuelve aquí.
Intenta reprimir una sonrisa, pero no puede. Él obedece de buena gana. Ella intenta inmovilizarle los brazos (aunque no es capaz de rodearle las muñecas con los dedos) por encima de la cabeza. Su aroma despierta los sentidos de Alexander. Lo excita el juego de Tatiana, verla saltar sobre su espalda para tumbarlo en el suelo, sus intentos de forcejear con él, sus rápidos movimientos en el agua… su tímido erotismo de ninfa es un eterno afrodisíaco.
—¿Ya estás lista? —pregunta, mirando el rostro decidido de Tatiana mientras ella barrunta la mejor manera de inmovilizarlo.
Tatiana junta las muñecas de Alexander y se las coloca por encima de la cabeza.
—Buena jugada —opina Alexander—. ¿Y ahora qué?
—Estoy pensando.
Alexander cierra los ojos.
Los muslos de Tatiana le aprietan las costillas.
—¿Estás lista? —pregunta Alexander.
Tatiana respira hondo.
—Estoy lista —contesta.
Sin darle tiempo a terminar la frase, Alexander se la sacude de encima. Esta vez no se pone de pie.
—¿Qué he hecho mal? —pregunta Tatiana en tono implorante, sentada sobre la manta—. ¿Por qué no puedo inmovilizarte?
Alexander la obliga a tumbarse sobre la manta.
—¿No será porque mides un metro y medio y pesas cuarenta y cinco kilos y yo mido un metro noventa y peso noventa kilos?
Acaricia con su denso pelo negro la garganta de alabastro de Tatiana.
Tatiana se aparta.
—No —contesta, testaruda—. En primer lugar, mido un metro cincuenta y siete. Y en segundo lugar, según las leyes de la física, tendría que poder inmovilizarte haciendo presión sobre el punto adecuado.
—Bueno, ahora déjame probar a mí —dice Alexander, esforzándose por mantenerse serio. Se sienta a horcajadas sobre ella y le sujeta las muñecas por encima de la cabeza. Y sonríe—. ¿Puedo darte besos mientras dura el combate?
—Por supuesto que no —declara Tatiana.
—Mmm… —responde Alexander, mirándola.
Se muere de ganas de besarla. Inclina la cara y…
—Shura, esto no está admitido.
—Me da igual —asegura él, besándola—. Un beso en la boca es perfecto en este momento. Las reglas van cambiando a medida que transcurre el juego.
—Como en el póquer, ¿no?
—No empieces con lo del póquer.
—¿Estás listo? —pregunta Tatiana, esforzándose por contener la risa.
—Estoy listo —dice Alexander, mirándola.
Tatiana intenta sacudírselo de encima pero no puede. Sus costillas están entre las rodillas de él. Sus piernas se agitan y golpean la espalda de Alexander. La cabeza de Tatiana se balancea a un lado y a otro mientras intenta elevar el torso y liberar las muñecas.
—Espera… —dice con la respiración entrecortada—. Me parece que ya te tengo.
—Te propongo una cosa —anuncia Alexander—: voy a sujetarte las muñecas con una sola mano. ¿Te será más fácil así?
Con la mano derecha le aprieta las dos muñecas y se las sujeta por encima de la cabeza.
—¿Preparado?
—Sí, cariño —contesta Alexander, riendo.
Intenta captar su atención, pero ella desvía los ojos. Alexander sabe que cuando sus miradas se crucen, esta parte del juego habrá terminado. Tatiana lo conoce muy bien y en cuanto ve aquella expresión en sus ojos empieza a gemir aunque aún esté forcejeando para soltarse. Especialmente si está forcejeando.
Las piernas de Tatiana no dejan de agitarse. No puede mover las muñecas. Alexander le acaricia el muslo con la mano libre, por debajo de la falda.
—Esto no está permitido —jadea Tatiana.
—Ah, ¿no?
La mano de Alexander se vuelve más insistente.
—No. Yo no lo permito.
—Muy bien, renacuaja, sigamos —dice Alexander, y le besa los labios, las pecas, los ojos—. A ver si puedes.
Tatiana aparta la cara.
—Ya sé qué estoy haciendo mal —asegura—. Otro intento.
—Adelante —dice Alexander.
Su mano se tensa en torno a las muñecas de Tatiana. Tatiana emite un gemido apenas audible, pero Alexander lo oye.
—Tienes que soltarme —susurra Tatiana.
—Pensaba que ya sabías qué estabas haciendo mal.
—Y lo sé. Pero tienes que soltarme y tumbarte sobre la manta.
Alexander, con reticencia esta vez, obedece.
Tatiana se arrodilla entre sus piernas. En vez de inmovilizarle las manos, le baja los pantalones y se sienta a horcajadas sobre él mientras se sube la falda.
—Ahora… —murmura. Le inmoviliza las muñecas por encima de la cabeza y acerca la boca a su cara—. Adelante, soldado.
Alexander permanece inmóvil. Tatiana, en cambio, se mueve arriba y abajo.
—Adelante —murmura otra vez—. «A ver si puedes soltarte», eso decías…
Alexander emite un leve gemido. Tania lo besa.
—Marido mío… —dice con voz cantarina, siguiendo el ritmo de su corazón y de sus movimientos—. ¿Qué has dicho…?
—Nada.
—Y ahora dime, ¿quién manda?
Alexander cierra los ojos. Tatiana se rinde para recordarle que su sumisión (la fuente de todo el poder de Alexander) es un privilegio que le concede y no un derecho. Envuelto en ella, Alexander acepta su rendición como el elixir que necesita para seguir viviendo.
Después, Tatiana sigue sujetándole las muñecas y él sigue sin mover nada que no sea el corazón, que late a 160 pulsaciones por minuto para bombear el elixir de Tatiana a través de su cuerpo.
—Ya sé qué es lo que hacía mal —asegura Tatiana, sonriéndole y lamiéndole la mejilla—. Sabía que tenía que haber un modo de ganarte.
—Sólo tenías que preguntármelo. Yo te habría dicho cómo podías.
—¿Y por qué iba a preguntártelo? Tenía que descubrirlo sola.
—Buen trabajo, Tatiana —murmura Alexander—. ¿Y hasta ahora no lo habías descubierto?
En medio de la noche, Alexander, todavía con la toalla sobre la frente, se despertó bruscamente al oír la voz borracha y susurrante de Ouspenski, que lo zarandeaba y le agarraba una mano para depositarla sobre algo cálido y suave. Alexander tardó un momento en reconocer la calidez y suavidad de un pecho, un pecho grande que estaba unido a un cuerpo de mujer, una mujer no del todo sobria y que arrodillada junto al catre le echaba a la cara un aliento alcoholizado y le decía unas palabras en polaco que sonaban así:
—Despierta, vaquero, has llegado al paraíso.
—Mañana le espera un castigo, teniente —dijo Alexander en ruso.
—Mañana me adorará como si fuera su dios. Ya está pagada. Que lo pasen bien.
Ouspenski cerró los faldones de la tienda y desapareció.
Al sentarse y encender la lámpara de queroseno, Alexander se encontró frente a un juvenil, embriagado y no exento de atractivo rostro polaco. Estuvieron un minuto mirándose, él con incredulidad y ella con ebria afabilidad.
—Hablo ruso —dijo la chica, en ruso—. ¿Voy a tener problemas por haber venido?
—Sí —dijo Alexander—. Más vale que te marches.
—Pero tu amigo…
—No es mi amigo, es mi enemigo. Te ha traído para envenenarte. Tienes que marcharte cuanto antes.
La ayudó a incorporarse y vio sus pechos bamboleantes por la abertura del vestido. Alexander sólo llevaba puestos los calzoncillos. Captó la mirada de interés de la muchacha.
—Pero tú no tienes aspecto de veneno, soldado —dijo la chica. Tendió una mano hacia Alexander y añadió—: Ni tacto de veneno. Tranquilo, soldado —concluyó tras una pausa.
Alexander se apartó un poco, sólo un poco, y comenzó a ponerse los pantalones. Ella lo acarició para detenerlo. Alexander suspiró y le apartó la mano con delicadeza (¿o fue con reticencia?).
—¿Cómo te llamas?
—Como tú quieras. ¿Tienes alguna novia por ahí? Se nota que la echas de menos. He visto a muchos soldados como tú.
—No me cabe duda.
—Después de estar conmigo siempre se sienten mejor. Así que no tengas miedo y acércate. ¿Qué es lo peor que puede ocurrir? ¿Que te lo pases bien?
—Si —aceptó Alexander—. Eso es lo peor que puede ocurrir.
La chica extendió una mano y le enseñó un condón.
—Ven, no hay nada que temer.
—No tengo miedo —dijo Alexander.
—Vamos…
Alexander terminó de abrocharse el cinturón.
—Vamos, te acompañaré a tu casa.
—¿Tienes un poco de chocolate? —dijo la chica con una sonrisa—. Te la chupo si me das chocolate.
Alexander meneó la cabeza, demorando la contemplación de sus pechos desnudos.
—Sí, tengo chocolate —dijo mientras le temblaba todo el cuerpo sobre todo el corazón—. Te lo puedes quedar todo. —Hizo una pausa—. Y no hace falta que me la chupes.
Por un instante, los ojos de la chica se volvieron más claros.
—¿De verdad?
—De verdad.
Alexander hurgó en su mochila y sacó unas chocolatinas envueltas en papel de aluminio.
La chica se metió las chocolatinas enteras en la boca y las engulló con voracidad. Alexander enarcó las cejas.
—Mejor el chocolate que yo —dijo en voz baja.
La chica se echó a reír.
—¿De verdad quieres acompañarme a casa? —dijo—. ¿Piensas que las calles no son seguras para una chica como yo?
Alexander cogió la ametralladora.
—Exacto. Vamos.
Caminaron por las calles conquistadas de Lublin. A lo lejos se oían las risotadas, el sonido de unos vasos rotos, el rumor de la diversión. La chica agarró a Alexander del brazo. Era alta, pero el roce de sus blandas carnes femeninas desencadenó una cascada de sensaciones agridulces en Alexander.
Sintió una punzada en el abdomen, una pulsación acelerada en el corazón, una pulsación en otras partes del cuerpo. Oprimió el brazo de la chica, cerró los ojos un segundo y se imaginó aliviado y tranquilo. Abrió los ojos, se encogió de hombros y suspiró.
—Os dirigís al Vístula, ¿verdad? ¿Vais a Pulawy? —preguntó la chica.
Alexander no respondió.
—Sé que vais para allá. ¿Sabes una cosa? Dos divisiones soviéticas, una acorazada y la otra de infantería, mil hombres en total, lo intentaron y no volvió ninguno.
—No tenían que volver.
—No me escuchas. Tampoco avanzaron más. Todos terminaron en el río.
Alexander le dirigió una mirada pensativa.
—Tus compatriotas me importan una mierda —siguió la chica—, igual que los alemanes. Pero tú me has tratado con un poco de respeto y por eso voy a explicarte una ruta mejor.
Esta vez, Alexander la escuchó con atención.
—El recorrido que tenéis previsto os llevará directamente a la línea defendida por los alemanes. Son cientos de miles y os están esperando al otro lado del Vístula. Si os topáis con ellos moriréis todos, incluido tú. Acuérdate de lo poco que les costó entrar en Bielorrusia, que no les importaba una mierda.
Alexander quiso decirle que no les había sido tan fácil, pero se calló.
—El Vístula es el río más ancho de Polonia después del Óder, que forma frontera con Alemania y fluye prácticamente hasta Berlín. Si cruzáis el Vístula por el norte, cerca de Varsovia, ya no podréis seguir por muchos tanques y aviones que tengáis.
—Es que ni siquiera tenemos aviones —le explicó Alexander—. Y sólo un tanque.
—Tenéis que trasladaros cincuenta kilómetros más al sur y cruzar el río por el punto más estrecho. Donde te digo hay un puente, aunque estoy segura de que lo han minado…
—¿Cómo lo sabes?
La chica sonrió.
—En primer lugar, antes vivía en Tarnovia, que no está lejos de ese puente. Y en segundo lugar, cuando los putos alemanes dejaron la ciudad hace un mes, se pusieron a hablar en su idioma delante de mí como si yo no fuera capaz de entenderlos. Se creen que todos somos tontos. No toméis el puente blanco y azul, porque me consta que está minado. Ahora bien, esa parte del río es poco profunda. Podéis poner pontones para atravesar el tramo más hondo, aunque me imagino que todos sabéis nadar. Incluso podéis atravesarlo con el tanque. El monte no está muy cubierto, porque es abrupto y el bosque es muy denso. No digo que no esté cubierto, sólo digo que no hay muchos. Son sobre todo grupos de partisanos, compuestos por alemanes y soviéticos. Si conseguís llegar a la otra orilla, cuando salgáis del bosque estaréis prácticamente en Alemania. Si lo hacéis así, tendréis una oportunidad. En cambio, si atravesáis el Vístula a la altura de Pulawy o de Dolny, terminaréis todos muertos. —La chica se interrumpió un momento y añadió—: Ya hemos llegado. —Señaló una casita en la que las luces estaban encendidas y sonrió—. La luz encendida toda la noche es la señal de que aquí viven pecadoras.
Alexander le devolvió la sonrisa.
—Gracias —dijo la chica—. Me alegro de no haber tenido que echar uno más esta noche. Estoy agotada. —Le acarició el torso—. Aunque no me habría molestado echar el último contigo.
Alexander le acomodó el vestido.
—Gracias a ti —le dijo—. ¿Cómo te llamas?
—Vera —contestó la chica, sonriendo—. Significa «Fe» en ruso ¿no? ¿Cómo te llamas tú?
—Me llamo Alexander. ¿Tiene nombre el puente azul y blanco de Tarnovia?
Vera le rozó la boca con los labios.
—Most do Swietokrzyskie. El puente de Santa Cruz.
A la mañana siguiente, Alexander mandó a cinco hombres al Vístula a la altura de Pulawy, en una misión de reconocimiento. No regresaron. Envió a cinco más a Dolny, y tampoco volvieron.
Estaban a principios de agosto y las noticias que llegaban de Varsovia eran poco halagüeñas. A pesar de los intentos de enviar a los alemanes al otro lado del Vístula, estos seguían sin moverse de donde estaban, las bajas soviéticas alcanzaban unas cifras descomunales y los polacos, animados por las falsas promesas de ayuda de los rusos, se habían alzado contra el ocupante nazi y estaban siendo víctimas de una matanza.
Alexander esperó unos días más pero, al no recibir noticias, llamó a Ouspenski para que lo acompañara hasta el Vístula. Allá se escondieron entre los árboles y observaron la vegetación silenciosa de la orilla opuesta. Estaban prácticamente solos, al menos si miraban al frente. Detrás tenían a dos milicianos del NKGB con el fusil al hombro. Los mandos de un batallón disciplinario no podían desplazarse a solas por Polonia si no era en misión de reconocimiento. Los milicianos de NKGB eran omnipresentes, pero no se encargaban de luchar contra los alemanes sino de vigilar a los presidiarios del Gulag. Durante el último año, Alexander no había dejado de verlos ni un solo día.
—Cómo odio a esos hijos de puta —rezongó Ouspenski.
—Yo ni pienso en ellos —contestó Alexander, apretando los dientes con decisión.
—Pues debería. Están a la espera de que le pase algo malo.
—No me lo tomo como algo personal.
—Pues debería.
Fumaban. La mañana era clara y soleada. Alexander miró el río y recordó… Terminó un cigarrillo y encendió otro y luego otro más… quería envenenar los recuerdos con nicotina.
—Necesito que me dé un consejo, Ouspenski.
—Será un honor para mí, señor.
—Tengo orden de instalar una cabeza de puente en Dolny mañana al amanecer —dijo Alexander.
—Parece una zona tranquila —observó Ouspenski.
—Sí, lo parece, pero ¿es así? ¿Y si…? —Alexander respiró hondo y terminó—: ¿Y si le digo que mañana puede morir?
—Capitán, está describiendo lo que ha sido mi vida en los últimos tres años.
—¿Y si le digo que podemos seguir río abajo —continuó Alexander—, hasta una zona menos cubierta por los alemanes, y salvar la vida? No sé por cuánto tiempo y no sé si vale la pena, pero parece que el viento del destino sopla a nuestro favor esta mañana de verano… «Vida o muerte», nos susurra.
—Capitán, ¿puedo preguntarle de qué coño me está hablando?
—Le estoy hablando de qué camino tomar, Ouspenski. Una dirección conduce a lo que le queda de vida, y la otra también, pero en ese caso lo que le queda de vida es muy poco.
—¿Y qué le hace pensar que si nos desplazamos río abajo nos irá mejor?
Alexander se encogió de hombros. No quería hablarle de una mujer de carnes blandas llamada Fe.
—Sé que la tranquilidad de Dolny es engañosa.
—Capitán, ¿no tiene usted un jefe? Esta mañana lo he oído hablar por radio. Era obvio que el general Konev le estaba dando órdenes de conquistar Dolny.
—Si —reconoció Alexander, con un gesto de asentimiento—. Pero su orden nos manda directos a la muerte. En Dolny, el río es demasiado ancho y profundo y el puente está demasiado expuesto. Estoy seguro de que los alemanes ni siquiera se han molestado en minarlo porque lo único que necesitan es bombardearnos desde la orilla opuesta.
—No creo que tenga elección, capitán —dijo Ouspenski, caminando otra vez hacia el bosque—. Tiene que cumplir las órdenes del general Konev, igual que él tiene que cumplir las órdenes del camarada Stalin.
Alexander se quedó pensativo, sin moverse de la orilla.
—Mire este puente y mire el río. Sus aguas transportan los cadáveres de miles de soviéticos. —Hizo una pausa y añadió—: Y mañana transportarán el de usted y el mío.
—Yo no veo cadáveres ahora —dijo Ouspenski en tono indiferente, entrecerrando los ojos—. Y alguien debió de cruzarlo.
Esta vez el tono fue menos indiferente.
—No, nadie —aseguró Alexander, meneando la cabeza—. Todos murieron. Igual que moriremos nosotros mañana. —Sonrió—. Mire bien el Vístula, teniente, porque cuando salga el sol se convertirá en su tumba. Disfrute de su último día en la Tierra. Dios ha hecho que sea especialmente hermoso.
—Entonces se alegrará de haberlo disfrutado con esa chica, ¿no? —preguntó Ouspenski, con una risita.
Alexander se puso en pie para volver a Lublin.
—Avisaré al general Konev de que alteramos la misión —dijo cuando llevaban diez kilómetros caminando—. Pero necesito su apoyo total, teniente.
—Estaré a su lado hasta el último de sus días, señor, para mi gran pesar.
Alexander logró convencer a Konev de que le permitiera cruzar el Vístula cincuenta kilómetros más al sur. No le costó tanto como había pensado. Konev conocía perfectamente la situación de Dolny y sabía que las principales divisiones del Frente de Ucrania no habían llegado aún al Vístula, por lo que no le pareció mal probar un nuevo emplazamiento.
Cuando se preparaban para partir hacia el bosque, Ouspenski se pasó todo el tiempo quejándose mientras desmontaba la tienda de Alexander y reunía el material. Se quejó en el momento de subir al tanque y decirle a Telikov que subiera. Se quejó cuando vio que Alexander no subía sino que echaba a andar detrás del vehículo.
Alexander avanzó a pie detrás del tanque por el estrecho camino que atravesaba los campos y bordeaba la orilla del Vístula a lo largo de cincuenta kilómetros. Cuando se dio la vuelta vio que un grupo de milicianos del NKGB armados hasta los dientes avanzaban obstinadamente detrás de él.
Levantaron el campamento tres veces, pescaron y devoraron las zanahorias y las patatas que habían traído de Lublin junto con los recuerdos de comida caliente y de polacas aún más calientes, cantaron canciones y se rasuraron hasta que no les quedó ni un solo pelo en el cuerpo, y se comportaron más como un grupo de Boy Scouts que como un grupo de presidiarios que avanzaban hacia un destino sin esperanza. Alexander cantaba más fuerte que nadie y estaba más contento que nadie y caminaba más deprisa que ninguno de sus hombres, con el viento a su favor.
Ouspenski, por su parte, no dejó de refunfuñar en ningún momento del trayecto. Una tarde bajó del tanque y caminó un trecho al lado de Alexander.
—Le dejo andar a mi lado si no oigo ni un suspiro de queja.
—Quejarme es mi privilegio de soldado —respondió Ouspenski en tono desabrido.
—Sí, pero ¿hay que insistir tanto? —Alexander estaba pensando en el río y no muy atento a las palabras de Ouspenski—. Camine más deprisa, me da igual que sólo tenga un pulmón.
—Señor, ¿por qué no aceptó los favores de la chica de Lublin?
Alexander no contestó.
—Había tenido que pagarle de todos modos. Podía habérsela beneficiado por cortesía hacia mí, maldita sea.
—La próxima vez procuraré ser más considerado.
—Eso espero. —Ouspenski se acercó un poco más—. ¿Qué le pasa, capitán? ¿No vio qué tetas tenía? Pues el resto del cuerpo era igual de suculento.
—Ya.
—¿No le gustó…?
—No era mi tipo.
—¿Y cuál es su tipo, señor, si me permite la pregunta? En la taberna había todo tipo de…
—Me gustan las que nunca han estado en una taberna.
—¡Por Dios! Estamos en guerra.
—Hay muchas cosas que me mantienen la mente ocupada, teniente.
—¿Quiere que le cuente cómo me fue con la chica polaca? Ouspenski carraspeó.
—Cuénteme, teniente —respondió Alexander, sonriendo y mirando al frente—. Y no se deje ni un detalle. Es una orden.
Ouspenski habló durante cinco minutos. Cuando terminó, Alexander esperó un momento sin decir nada, asimilando lo que acaba de oír.
—¿Eso es lo mejor que sabe hacer? —preguntó al final.
—Se tarda más en hacerlo que en contarlo —se justificó Ouspenski—. No soy Cicerón.
—No, y ni siquiera es bueno contando chistes. El sexo no puede ser tan aburrido, ¿o es que ya se me ha olvidado?
—¡Ah! ¿Se le ha olvidado?
—No lo creo.
—Entonces cuénteme usted algo.
Alexander negó con la cabeza.
—Las historias que podría contarle ya no las recuerdo, y las que recuerdo no se las puedo contar —se justificó. Sintió los ojos de Nikolai clavados en su cara y apretó el paso—. ¿Qué pasa? ¡Adelante, soldados! —ordenó a su formación—. No quiero veros caer muertos. ¡Más deprisa! ¡Uno dos, uno dos! Faltan veinte kilómetros para llegar a nuestro destino. No os rezaguéis. —Miró a Ouspenski, que seguía con la mirada clavada en su cara, y le preguntó—: ¿Qué pasa?
—¿A quién ha dejado atrás, capitán?
—No se trata de a quién he dejado atrás —contestó Alexander, apretando el paso y sujetando con fuerza la ametralladora—. Se trata de quien me dejó atrás a mí.
Llegaron al puente tres días después, al caer la noche. El técnico de comunicaciones partió en busca de una división del Frente de Ucrania para instalar un cable telefónico entre el alto mando y Alexander. Al alba, Alexander ya estaba levantado. Se sentó a la orilla del río, que no medía más de sesenta metros de ancho, y observó un puentecito anodino, un viejo puente de madera que en otro tiempo había sido blanco.
«Most do Swietokrzyskie», susurró Alexander. Era muy temprano y no había nadie, pero a lo lejos, en la otra orilla, se veían los campanarios del pueblo de Swietokrzyskie, y más allá los densos robledales de los montes de Santa Cruz.
Alexander tenía orden de esperar a una división del grupo de ejércitos de Ucrania, pero cambió de idea y adelantó el momento de cruzar el río.
La zona estaba muy tranquila. Costaba creer que al cabo de un solo día a la mañana siguiente, el cielo, la tierra y el agua se teñirían con la sangre de sus hombres. «A lo mejor al otro lado no hay ningún alemán y podemos escondernos entre los árboles —pensó Alexander—. Los norteamericanos llegaron hace dos meses a Europa y en cualquier momento entrarán en Alemania. Lo único que tengo que hacer es resistir vivo el tiempo suficiente para ponerme en sus manos…».
En otro momento, un pintor se sentaría en uno de esos puentes y pintaría a las familias paseando en bote por el río, a las mujeres con sus pamelas blancas, a los hombres empuñando las pértigas, a los niños con sus trajecitos de domingo. En el cuadro, la mujer tal vez lleva un sombrero azul. El niño tiene alrededor de un año. La madre lo sostiene en brazos y sonríe, y el padre sonríe y rema más deprisa, y la estela del bote se ensancha, los nardos resplandecen y el pintor no se pierde ni un detalle.
Aquella mañana, Alexander hubiera querido volver a la infancia. Se sentía como un octogenario. ¿Cuándo había corrido por última vez hacia alguien con una sonrisa en la cara? ¿Cuándo había corrido por última vez hacia alguien sin llevar un arma en la mano? ¿Cuándo había cruzado por última vez la calle a grandes zancadas?
No quería saber la respuesta, no antes de cruzar el puente de Swietokrzyskie.
—¡¡Abran fuego!! ¡¡Abran fuego!!
Al día siguiente, en el río, estaban muriendo bajo el opresivo estruendo del fuego enemigo, y la muerte no era lenta. Los soldados de a pie habían entrado en el agua antes que los demás, pero necesitaban ayuda.
El tanque de Alexander se había encallado en las rocas del fondo y el agua llegaba hasta las cadenas. Verenkov colocó un proyectil de cien milímetros en el cañón y disparó. Por la explosión y los gritos, Alexander supo que el proyectil había alcanzado el objetivo, Verenkov colocó otro proyectil más pequeño, pero no tenían tiempo de abrir fuego.
El tanque era un objetivo demasiado visible, y Alexander sabía que no tardaría en saltar en pedazos. No quería perder el vehículo ni las armas, pero sus hombres le eran aún más necesarios.
—¡Saltad! —gritó—. ¡Se acerca uno!
Bajaron todos de un salto, o más bien salieron disparados cuando el proyectil impactó en el morro del vehículo y lo hizo pedazos. Furioso por la pérdida de su única pieza de artillería motorizada, Alexander intentó vadear el río sosteniendo la ametralladora por encima de la cabeza y disparando ráfagas hacia la playita que se abría frente a él. Ouspenski disparaba hacia los lados para protegerlo, Alexander lo oía gritar «¡atrás!» o «¡retroceda!» o «¡apártese!» o «¡cúbrase!» mientras le hacía gestos y profería maldiciones, pero era incapaz de hacer nada que no fuera seguir avanzando sin hacerle caso. Telikov y Verenkov intentaban nadar, aferrados el uno al otro. Alexander era el único con estatura suficiente para vadear el río con el agua por el cuello. Estaba en mejor disposición que sus soldados, ya que nadar y disparar al mismo tiempo no era demasiado efectivo.
A su alrededor todo eran ráfagas de ametralladora. Era imposible saber de dónde venían. Cada vez que oía un disparo, pensaba que le daría en el casco.
Los cuerpos de varios de sus hombres flotaban en el agua, reventados por las balas.
El Vístula empezó a teñirse de rojo. Alexander tenía que llegar a la otra orilla. En tierra firme, todo era posible. «¿Y esta ruta era mejor que la de Dolny o de Pulawy? —pensó—. ¿Ésta es la parte donde no había alemanes?».
En el agua, nada parecía posible.
Ouspenski siguió gritando, como siempre. Pero ahora no se refería a Alexander.
—¡Mírelos, chillando como mujercitas! ¿Contra quién combatimos? ¿Contra hombres o contra niñas?
Alexander vio a uno de sus hombres abrazado a un cadáver. Era Yermenko.
—¿Se puede saber dónde está su compañero de batalla?, cabo, —chilló Alexander.
—¡Aquí, señor! —respondió Yermenko, señalando el cadáver.
Alexander vio que Yermenko agitaba las piernas debajo del agua. Nadó hacia él y le pegó un grito, pero su soldado no dejó de agitarse. Estaba usando el cuerpo como flotador.
—¿Qué coño le pasa? —chilló Alexander—. Suelte ya al soldado y nade.
—¡No sé nadar, señor!
—¡No me joda!
Alexander llamó a Ouspenski, Telikov y Verenkov para que ayudaran a Yermenko a cruzar el río. Cuando estaban a diez metros de la orilla, saltaron tres alemanes de entre los arbustos. Alexander no lo dudó ni un segundo: disparó y los tres alemanes volaron por los aires.
Después aparecieron tres más, y luego otros tres. Alexander disparó las dos veces. Cuatro alemanes más entraron en el agua y avanzaron hacia él. Yermenko se colocó rápidamente delante, apuntó con su fusil a los alemanes y los derribó. Ouspenski, Telikov y Verenkov formaron una muralla para proteger a Alexander. Ouspenski chilló «¡Atrás, capitán!», disparó sosteniendo la ametralladora por encima del agua y falló.
Alexander alzó la Shpagin sobre la cabeza de Ouspenski, disparó sosteniendo la ametralladora por encima del agua y no falló.
—Si falla, vuelva a disparar, teniente —chilló.
Esta vez eran cinco los alemanes que estaban a pocos metros, metidos hasta la cintura en el río. Alexander siguió disparando mientras intentaba llegar a la orilla. Sus hombres golpeaban a los soldados enemigos con la culata de los fusiles y con las bayonetas y también trataban de llegar a la orilla, pero no tenían suerte. En el agua estaban demasiado expuestos y cada vez aparecían más alemanes.
Alexander sabía que en el combate se agudizaban tres de sus cinco sentidos. Veía el peligro como el búho en la oscuridad, olía la sangre como la hiena, captaba los sonidos como el lobo. No se permitía distracciones ni equivocaciones, no vacilaba y era capaz de verlo todo, olerlo todo y oírlo todo. Lo que no podía era saborear su propia sangre o palpar su propio miedo.
Vio una ráfaga de luz a su lado y tuvo el tiempo justo de apartarse, esquivando la bala por medio metro. El soldado alemán, furioso por haber errado el blanco, lo golpeó con la bayoneta. Quiso darle en el cuello pero Alexander era demasiado alto y la punta de la bayoneta se clavó en su hombro izquierdo. Alexander golpeó al alemán con el fusil y casi lo decapitó. El alemán se desplomó, pero en ese momento se acercaron cinco más, y Alexander, con el brazo ensangrentado, los atacó con la bayoneta y con el cuchillo de combate hasta que los derribó y Ouspenski les arrebató las armas. Empuñaron cada uno dos fusiles y se convirtieron en una muralla de balas que avanzaba hacia la orilla y a la que nada podía detener.
De pronto dejaron de salir alemanes de entre la vegetación y el tiroteo se acalló. Todo estaba en silencio, excepto por los jadeos de los que aún respiraban, los estertores de los que aún agonizaban y el gorgoteo del río que se llevaba a los muertos.
Los supervivientes del batallón salieron arrastrándose del agua y se dejaron caer en la arena.
Alexander tenía ganas de fumar, pero el tabaco estaba empapado. Vio que los milicianos del NKGB atravesaban dificultosamente el río, sujetando los fusiles y los morteros por encima de sus cabezas.
—¡Vaya panda de nenazas! —se burló Ouspenski en un susurro cuando Alexander se sentó con él y con Yermenko.
Alexander no dijo nada, pero cuando los milicianos del NKGB llegaron a la playa se levantó y se encaró con ellos sin hacer el saludo reglamentario.
—¡Tendrían que haber ido por el puente, como civiles que son! —les gritó.
—Diríjase a mí como corresponde —dijo con una mirada gélida uno de los milicianos del NKGB, que no tenía ni un rasguño en el cuerpo.
—Tendrían que haber ido por el puto puente, camarada —rectificó Alexander, cubierto de sangre de la cabeza a los pies y empuñando la ametralladora.
—¡Soy el teniente Sennev, del Ejército Rojo! —gritó el miliciano—. Baje el arma, soldado.
—¡Y yo soy el capitán Belov! —gritó Alexander, sujetando el arma con la mano buena.
Una palabra más, y comprobaría cuántos cartuchos le quedaban a la Shpagin.
El miliciano dejó de discutir y, maldiciendo entre dientes, hizo una seña a sus hombres para que se adentraran con él en el bosque.
Los hombres de Alexander esperaron en la playa. El enfermero, un ucraniano que respondía al nombre de Kremler, se acercó a Alexander antes de darle tiempo a calcular los daños sufridos por su batallón, que había quedado reducido a una sección como mucho. Le limpió con ácido fénico la herida del brazo y la desinfecto con polvos de sulfamida.
—Es profunda —fue lo único que dijo.
—¿Puede ponerme puntos?
—Queda poco hilo y hay muchos heridos.
—Póngame tres; sólo para que no se abra.
Kremler le cosió el corte del brazo, le limpió la herida de la cabeza, le dio un trago de vodka y le inyectó morfina en el estómago. Poco después apareció Ouspenski.
—¿Podemos hablar un momento, capitán? —dijo, plantándose delante de Alexander.
Alexander estaba sentado en la arena, fumando un cigarro. La morfina empezaba a darle sueño.
—Yo también quiero hablar con usted —dijo, alzando los ojos—. ¿Cuántos han caído?
—Casi todos. Sólo quedan treinta y dos soldados, tres cabos y dos sargentos, un solo teniente (ése debo de ser yo) y un solo capitán (ése debe de ser usted).
Ouspenski pronunció con tristeza las últimas palabras.
—¿Sigue vivo Yermenko?
—Sí.
—¿Y Verenkov?
—Tiene una herida en el cuello, un proyectil le ha rozado el estómago y ha perdido las dichosas gafas, pero está vivo.
—¿Y Telikov?
—Se ha roto un pie, pero está vivo.
—¿Cómo coño se ha roto el pie?
—Tropezó.
Ouspenski no sonreía.
—¿Qué le pasa? ¿Se encuentra usted bien?
—Ahora sí. Me ha estado sangrando la cabeza durante dos horas y pensaba que me iba a quedar sin cerebro.
—Ah, pero ¿tenía usted cerebro, teniente?
Ouspenski se agachó frente a Alexander.
—Señor, no soy dado a criticar las decisiones de mis superiores, pero me atrevo a decir que lo que ha sucedido aquí hoy, es decir, lo que usted ha permitido que sucediera, ha sido una locura.
—Sí que me está criticando, teniente.
—Señor…
—¡Teniente! —Alexander se puso de pie. La sangre le había empapado la venda—. No teníamos ningún otro sitio al que ir. —Hizo una pausa—. Y hemos cruzado el río, ¿no?
—Ésa no es la cuestión, señor. Mañana tenía que llegar Konev con la División Acorazada 29. Y en lugar de esperarlos, nos hemos zambullido en el río y hemos avanzado directos hacia la línea de fuego sin retroceder y sin alejar a los alemanes de su posición. Nos hemos acercado sin más, sin atender a razones. Y lo que es más importante: usted no atendía a razones. Usted, el único que puede interponerse entre nosotros y la muerte, nos ha obligado a avanzar hacia las fauces del enemigo corriendo el riesgo de perder a la práctica totalidad del batallón, y ahora está aquí sentado, medio muerto, fingiendo que no sabe por qué estoy tan cabreado.
—Cabréese cuanto quiera, teniente —dijo Alexander, apretando la venda con la mano—, pero no en mi presencia. No pensaba quedarme esperando sentado a Konev. Habría tardado días en llegar, el elemento sorpresa se habría perdido, los alemanes habrían tenido tiempo de buscar refuerzos y de todos modos el general nos habría obligado a avanzar los primeros, con la diferencia de que los alemanes habrían tenido tiempo de ponerse a la defensiva. Ahora tenemos que reorganizarnos, pero al menos hemos llegado al bosque y hemos abierto camino para nuestros ejércitos. Nos lo agradecerán, aunque sea de mala gana. —Sonrió—. Puede estar seguro de que somos los primeros soviéticos que han atravesado el Vístula.
Ouspenski lo miró con incredulidad.
—No lo hemos hecho tan mal, aunque tampoco ha sido un éxito clamoroso… No es la primera vez que perdemos hombres, teniente. ¿No se acuerda del pasado abril, en Minsk? Murieron treinta hombres en la operación de limpieza de un solo campo minado, y en Polonia no pudimos cruzar ni un puto río.
—Señor, nos ha hecho avanzar hacia el enemigo cuando apenas teníamos balas.
—Le dije que sostuviera el arma en alto mientras cruzaba el río.
—¡Sólo nos quedan cuarenta hombres!
—¿Ha contando a los veinte del NKGB?
—¡Cuarenta hombres y veinte nenazas!
—Sí, pero hemos expulsado a los alemanes de la ribera. Y cuando entremos en el bosque, habrán llegado los refuerzos.
Ouspenski meneó la cabeza.
—No podemos combatir en el bosque —dijo—. Yo no lo haré, al, menos. En el bosque no se ve nada y el estilo de lucha es completamente distinto.
—Y lo sé. Siento no hacerle la guerra más cómoda.
—Hemos perdido el tanque. La única protección con la que usted podía contar.
—¿Yo?
—¡Por el amor de Dios! —Ouspenski no pudo contenerse—. Se comporta como si fuera inmortal, ¡y no lo es, joder!
—¡No me levante la voz, Ouspenski! —protestó Alexander—. Le consiento muchas cosas, pero ésta no se la voy a consentir. ¿Queda claro?
—Sí, señor —dijo Ouspenski en un tono más bajo—. Pero sepa que no es inmortal. Y es obvio que sus hombres no lo son, aunque ellos me importan una mierda. Pero usted no es sustituible, y mi cometido es protegerlo. ¿Cómo se le ocurre enzarzarse en una lucha cuerpo a cuerpo dentro del río en lugar de mantenerse en la retaguardia? ¿Se cree que está hecho de hierro, capitán? Hasta este momento en que estoy viendo que su sangre es como la de todos los demás, yo tampoco sabía bien si era usted humano.
—No es mi sangre —dijo Alexander.
—¿Qué?
Alexander se limitó a menear la cabeza sin decir nada.
—¿Qué será de nosotros en el bosque?
—Vamos a entrar en los montes de Santa Cruz. Los alemanes nos llevan ventaja y tenemos muchas posibilidades de quedarnos sin municiones. Konev nos dará orden de luchar hasta la muerte, porque en eso consiste estar en un batallón disciplinario y ser un oficial soviético.
Ouspenski le dirigió una mirada severa.
—¿Era aquí a donde lo arrastraba el maldito viento del destino?
—Sí. Porque sólo hay una cosa que se le ha pasado por alto al Ejército Rojo, teniente.
—¿Y cuál es, señor?
—Que yo no tengo ninguna intención de morir —respondió Alexander.