Capítulo 22

Majdanek, julio de 1944

El batallón de Alexander había acampado en un bosque del este de Polonia, para reponer fuerzas y preparar las armas.

—¿Por qué siempre hablamos de Dios y de los alemanes y de los norteamericanos y de la guerra y del camarada Stalin? —protestó Ouspenski.

—Es usted el único que saca esos temas —dijo Telikov—. ¿Sabe de qué estábamos hablando el camarada Belov y yo hace un momento?

—¿De qué? —masculló Ouspenski.

—Estábamos hablando de si las percas se limpian bien y de qué pescado es mejor para hacer sopa. En mi opinión, con la perca sale una sopa buenísima.

—Eso es que no ha probado la sopa de mero. Cuidado, se le está cayendo la munición… —advirtió Alexander—. Pero ¿qué clase de soldado es usted?

—Un soldado que necesita acostarse con una mujer, señor. O hacer algo de pie con una mujer. Básicamente, hacer algo con una mujer —contestó Telikov, agachándose a recoger los cargadores.

—Nos ha quedado claro, Telikov. El servicio de abastecimiento no se encarga de enviar mujeres al frente.

—Ya nos hemos dado cuenta. Pero me he enterado de que hay tres enfermeras acompañando al Batallón 84, que está a sólo unos kilómetros de aquí. ¿Por qué nosotros sólo tenemos personal sanitario masculino?

—Ustedes son una panda de delincuentes. ¿Quién va a enviarles una enfermera? Hay doscientos soldados en nuestro batallón. La pobre no aguantaría ni una hora viva.

—Estamos tan desesperados que creo que nos daría lo mismo, señor.

—Precisamente por eso no verán a ninguna enfermera por aquí —insistió Alexander.

—¿Es usted el que ha dicho que no la envíen? —Quiso saber Telikov, mirándolo con asombro.

—Capitán —intervino Ouspenski—, no me parece justo que nosotros tengamos que sufrir porque a usted se le hayan congelado las pelotas. Los demás somos de carne y hueso.

—Como vuelva a nombrar mis pelotas no le quedará ni un hueso entero teniente. Ocúpese de preparar a sus hombres para mandarlos a la línea de tiro.

Alexander se puso en marcha con los doscientos soldados y llegó a Majdanek con ochenta.

A finales de julio de 1944, tres días después de que los soviéticos lo liberasen, Alexander y sus tropas entraron en el campo de concentración de Majdanek. El campo estaba en medio de un prado y los barracones estaban pintados de verde, como si quisieran camuflarlos. Alexander percibió el acre olor a carne quemada que flotaba en el aire; no dijo nada, pero por el silencio que se instaló en el tanque y en las filas de soldados que lo rodeaban, se dio cuenta de que sus tropas también lo habían notado.

—¿Por qué nos han mandado aquí? —preguntó Telikov, mirando la ciudad de Lublin a través de la alambrada.

Lublin estaba al otro lado del prado, al pie de una pendiente.

—El alto mando quiere que sepamos con qué nos vamos a encontrar cuando nos adentremos en Alemania, para que no nos apiademos del enemigo —explicó Alexander.

Ouspenski preguntó si el olor llegaría hasta Lublin, y Alexander le respondió que lo más probable era que los habitantes de la ciudad llevaran meses notándolo.

El campo de concentración no era muy grande y parecía tranquilo, como si todo lo humano hubiera desaparecido, dejando solamente fantasmas…

Y cenizas…

Y huesos…

Y restos azules del gas Ziclón-B en las paredes de hormigón. Fémures y clavículas…

Mirillas en las puertas de acero.

Unas «duchas» en uno de los laterales.

Y unos hornos con una alta chimenea en el lateral opuesto.

Un camino que unía un lado del campo con el otro barracones que se extendían a uno y otro lado.

Una vivienda para el personal del campo.

Un cuartel para los miembros de las SS.

Y nada más.

Los soldados lo atravesaron en silencio y con la cabeza gacha y cuando llegaron al fondo se pararon y se quitaron las gorras.

—No pueden hacerlo pasar por un campo de trabajo, ¿verdad? —preguntó Ouspenski a Alexander.

—No, no pueden.

Y eso no era todo… Detrás de los hornos repletos de blancos huesos humanos, había varios montones de cenizas. No eran como hormigueros sino como dunas o pirámides, pilas de ceniza de dos pisos de altura, y alrededor había cenizas blancas esparcidas, y entre ellas habían brotado unas calabazas gigantescas. Alexander, junto con el teniente, los sargentos, los cabos y los soldados, miró con incredulidad aquellas calabazas enormes como mutantes, y de pronto alguien dijo que nunca había visto unas calabazas tan grandes y que si arrancaban una, podrían cenar los ochenta componentes del batallón.

Alexander no les permitió arrancar ninguna calabaza. En un almacén repleto de sandalias y zapatos de todas las tallas, les dejó coger un par de botas forradas a cada uno porque sabía cuánto tardaba el Ejército Rojo en enviar recambios, sobre todo a los batallones disciplinarios. Los zapatos estaban apilados desde el suelo hasta el techo, protegidos tras una malla metálica de tres metros de altura.

—¿Cuántos zapatos puede haber aquí dentro? —preguntó Ouspenski.

—¿Acaso soy matemático? —soltó Alexander—. Yo diría que cientos de miles.

Abandonaron el campo en silencio y cuando llegaron a la alambrada no se detuvieron a admirar los campanarios de la católica Lublin, a sólo un par de kilómetros de distancia.

—¿Quiénes había aquí, capitán? ¿Polacos?

—Pues… polacos, sí —respondió Alexander—. Supongo que sobre todo judíos polacos. Pero el alto mando dirá otra cosa para que los soldados soviéticos no dejen de sentirse ultrajados.

—¿Cuánto tiempo estuvieron aquí? —preguntó Ouspenski.

—Majdanek empezó a funcionar hace ocho meses. Doscientos cuarenta días. En poco menos de lo que tarda una mujer en traer una nueva vida al mundo, extinguieron un millón y medio de vidas.

Nadie dijo nada hasta que estuvieron a varios kilómetros de distancia.

—Un sitio así es la prueba de que los comunistas tienen razón cuando niegan la existencia de Dios —opinó Ouspenski más tarde.

—A mí esto no me parece obra de Dios, Ouspenski —respondió Alexander.

—¿Y cómo puede permitir Dios que exista algo así? —exclamó Ouspenski.

—Del mismo modo que permite las erupciones volcánicas o las violaciones colectivas. La violencia es algo terrible.

—Dios no existe —repitió Ouspenski, testarudo—. Majdanek, los comunistas y la ciencia demuestran su inexistencia.

—No puedo hablar por los comunistas. Pero lo único que demuestra Majdanek es lo cruel que puede ser el hombre con sus semejantes, lo que es capaz de hacer con el libre albedrío que le otorgó Dios. Si Dios nos hubiera hecho buenos a todos, no hablaríamos de libre albedrío, ¿verdad? Y no es cometido de la ciencia demostrar si más allá del universo hay o no hay un Dios.

—Sí, sí lo es. ¿Para qué está la ciencia si no?

—Para hacer experimentos.

—Ah, ¿sí?

—Experimentos como éste: tal día dormí tantas horas y después me sentí de tal manera… o: tal día consumí X cantidad de alimentos o trabajé X tiempo… o: a los cuarenta años, el momento en que teóricamente empieza la madurez, constaté que empezaban a salirme arrugas… La ciencia, a pesar de sus cálculos, sus observaciones y sus recopilaciones de datos, no puede decirnos qué hay más allá del sueño, por ejemplo… —Alexander se echó a reír—. Piénselo, Ouspenski: la ciencia es capaz de determinar cuánto tiempo llevo durmiendo, pero ¿puede decirme qué he soñado? Puede observar mis reacciones, saber si he tenido un sueño agitado, si me he reído o he llorado, pero ¿puede decir qué me ha pasado por la cabeza?

—¿Por qué iba a hacer eso?

—La ciencia sólo es capaz de describir lo visible, lo tangible. No puede entrar en mi cabeza ni en la suya. ¿Cómo puede demostrar la existencia o inexistencia de Dios cuando no es capaz de decir que está usted pensando ahora mismo, y eso que es usted transparente como el cristal?

—Ah, ¿sí, capitán? Le sorprenderá saber que ahora mismo estoy pensando en…

—¿… en dónde puede estar el burdel más próximo?

—¿Cómo lo ha sabido?

—Es transparente como el cristal, teniente.

Siguieron avanzando con el tanque.

—¿Y usted en qué está pensando, capitán? —preguntó Ouspenski al cabo de un rato.

—Yo trato de no pensar, teniente.

—¿Y cuando no puede evitarlo?

—Entonces pienso en si los Red Sox de Boston tendrán buenos resultados este año —explicó Alexander.

—¿En quiénes?

—No me haga caso…

—¡Por Dios!

—Ya está invocándolo otra vez. ¿No ha dicho que no existía…?

—¿Y usted no ha dicho que intentaba no pensar?

Alexander se echó a reír.

—Ouspenski, voy a demostrarle que para la ciencia es absolutamente imposible desmentir la existencia de Dios.

Se dio la vuelta y observó la columna de soldados que caminaban esforzadamente detrás del tanque.

—Mire: ese de ahí es el cabo Valeri Yermenko. Le diré qué sabe de él el ejército: tiene dieciocho años y hasta ahora había vivido con su madre; después de salir de la granja familiar, pasó directamente a Stalingrado; participó en la defensa de la ciudad y se entregó a los alemanes; un mes después, cuando los alemanes se rindieron, tu «liberado» fue enviado a un campo de trabajo forzado junto al Volga. Y ahora le pregunto: ¿cómo ha llegado aquí? ¿Cómo es este muchacho que camina a nuestro lado por el este de Polonia, en un batallón disciplinario compuesto por la chusma que no han querido aceptar en los campos de castigo de Siberia? Ésta es mi pregunta: ¿cómo ha venido a parar aquí?

Ouspenski clavó los ojos en Yermenko y luego en Alexander.

—¿Me está diciendo que Dios existe porque un cabrón llamado Yermenko ha luchado con uñas y dientes para terminar en este batallón disciplinario?

—Sí.

—¿Y puedo saber por qué?

—No puede. Pero si habla dos minutos con él, entenderá que el universo no surgió de la nada sino que fue creado por Dios.

—¿Tenemos tiempo para eso?

—¿Tiene algún otro sitio adónde ir?

Estaban muy cerca de Lublin y avanzaban lentamente, en varias filas a través de un campo lleno de minas. El jefe de zapadores logró desactivarlas todas excepto la última. Lo enterraron en el agujero abierto por la explosión.

—Muy bien —dijo Alexander—. ¿Quién quiere ser el próximo jefe de zapadores?

Nadie dijo nada.

—Si no sale un voluntario, lo nombraré yo. ¿Quién será el próximo jefe?

Un soldado que estaba al final de la fila levantó la mano. Era delgado y bajito y podría pasar por una chica, pensó Alexander. Por una chica bajita. El soldado Estevich temblaba cuando dio un paso al frente.

—Tardaremos un tiempo en entrar en otro campo minado, ¿verdad, señor? —preguntó.

—Vamos a entrar en una población que ha estado cuatro años ocupada por los alemanes; antes de retirarse, el enemigo lo minó todo para recibirnos adecuadamente. Si quiere dormir esta noche, antes tendrá que limpiar de minas el lugar donde nos instalemos, soldado.

Estevich no dejó de temblar.

Cuando volvieron a ponerse en marcha, de nuevo en el tanque, Ouspenski preguntó:

—¿No me va a contar el final de su fascinante teoría? Ardo en deseos de escucharlo.

—Tendrá que seguir ardiendo un rato más, teniente. Se lo contaré esta noche, si llegamos vivos a Lublin.

Estevich trabajó bien. Encontró cinco minas en una casa pequeña e intacta. Los alemanes habían dejado un solo sitio en la ciudad en condiciones de ser ocupado por los soldados soviéticos y antes de irse lo habían minado. Ochenta hombres instalaron los catres de campaña en el edificio medio derruido.

—Ouspenski —preguntó Alexander cuando estaban en el patio, reunidos en torno a una hoguera—, ¿nunca le da por pensar en todas las cosas que no sabe?

—Me gusta el comienzo… —dijo Ouspenski, riendo.

—Piense en cuántas cosas hay que le hacen pensar: «¿Cómo voy a saberlo?».

—Nunca me digo eso, señor —respondió Ouspenski—. Me digo «¿Cómo coño voy a saberlo?».

—Ni siquiera sabe cómo un insignificante cabo de la primera brigada ha llegado a estar bajo mi mando cuando es obvio que no debería estar aquí, y sin embargo es capaz de sentarse a mi lado y decirme que está convencido de que Dios no existe.

—En realidad, empiezo a odiar a ese Yermenko —respondió Ouspenski, después de meditar un momento—. Me entran ganas de ponerle una mina…

—Vamos a llamarlo.

—¡No, no…!

—Antes de hablar con él, le recuerdo que en las últimas cuatro horas ha estado usted haciendo un experimento científico con Yermenko. Ha observado la forma en que camina, la forma en que sostiene el rifle y la forma en que yergue la cabeza. ¿Lo ha visto perder el paso? ¿Ha mostrado señales de cansancio? ¿Tiene hambre? ¿Echa de menos a su madre? ¿Se ha acostado alguna vez con una mujer? —Alexander sonrió—. ¿Cuántas de estas preguntas es capaz de responder?

—Unas cuantas, señor —contestó Ouspenski, enojado—. Sí, tiene hambre. Sí, está cansado. Sí, le gustaría estar en otro sitio. Sí, echa de menos a su madre. Sí, se ha acostado con una mujer. En Minsk, sólo necesitaba la paga de medio mes.

—¿Y cómo ha sabido todo eso?

—Porque encaja con mi descripción —contestó Ouspenski.

—Perfecto. De modo que puede responder a estas sencillas preguntas porque se conoce a sí mismo.

—¿Qué?

—Conoce las respuestas porque se ha observado a sí mismo y sabe que, aunque sostenga el rifle bien alto y siga a su compañero sin perder el paso, está usted cansado, tiene hambre y quiere acostarse con una mujer.

—Eso es…

—Así pues, lo que me está diciendo es que existe otra cosa detrás de lo que vemos, y puede decírmelo porque sabe que existe otra cosa detrás de usted mismo. Hay algo en su interior que lo incita a decir una cosa y hacer otra distinta, que lo incita a seguir avanzando aunque lo invada la añoranza, a ir en busca de una puta aunque ame a su mujer a disparar contra un alemán inocente aunque sea incapaz de hacer daño al ratón que se escabulle entre las minas.

—No hay ningún alemán inocente.

—Lo que lo incita a usted a mentir y sentir remordimientos —continuó Alexander—, lo que lo incita a traicionar a su esposa y sentirse culpable, o a robar a los aldeanos sabiendo que está haciendo algo malo, es algo que está también en el interior de Yermenko, y es algo que la ciencia es incapaz de medir. Vaya a hablar con él, y le demostraré lo lejos que está aún de la verdad.

Alexander envió a Ouspenski a hablar con Yermenko. Los invitó a los dos a un cigarrillo y a un vaso de vodka y echó otro tronco al fuego. Yermenko se mostró suspicaz al principio, pero al cabo de poco se animó y bebió con ellos. Era joven y muy reservado. Era incapaz de mirar a Ouspenski a la cara, desviaba continuamente la mirada y decía «sí señor», «no señor», a todo lo que le preguntaban. Les habló de su madre, que vivía en Jarkov; de su hermana, que había muerto de escarlatina al principio de la guerra, y de su vida en la granja. Cuando le preguntaron qué pensaba de la guerra, Yermenko se encogió de hombros y dijo que no leía los periódicos ni oía la radio. No tenía muy claro de qué iba el conflicto y se limitaba a hacer lo que le ordenaban. Contó un chiste a costa de los alemanes, se tomó otro trago de vodka y tímidamente pidió otro cigarrillo antes de irse a dormir. Alexander lo dejó marcharse.

—Muy bien… —comenzó Ouspenski, enarcando las cejas—. Veo que es un hombre sin interés. Un soldado corriente, como Telikov o como el zapador que ha muerto hace poco… Es igual que yo.

Alexander estaba liando cigarrillos.

—No quiere saber nada de los alemanes y se limita a disparar cuando usted se lo ordena —siguió Ouspenski—. Es un buen soldado, el tipo de soldado que se necesita en un batallón. Tiene cierta experiencia en el combate, acata las órdenes y no se queja. ¿Y qué?

—Bueno, ha estado usted observándolo y ha hablado con él. Hemos charlado tranquilamente, nos hemos reído, hemos contado chistes, sabemos algo más de esta persona… la ciencia ha llegado a su conclusión, ¿no es así?

—Eso es.

—Igual que la ciencia observa la Tierra y la rotación de la Luna y del Sol y el movimiento de las estrellas en las galaxias. Del mismo modo que el telescopio permitió descubrir la Vía Láctea y los nueve planetas, o el microscopio ayudó a Fleming a descubrir la penicilina y a Lister a descubrir el ácido fénico. ¿No es así? Hemos observado a Yermenko con un telescopio mientras caminaba y mientras conversaba con nosotros. Lo hemos observado del mismo modo en que la ciencia observa el universo, del único modo en que la ciencia puede observar el universo. Quizá durante menos tiempo, pero aplicando los mismos principios que aplican los científicos para decirnos de qué está compuesto el universo y qué son los átomos, los electrones o las células… ¿Podríamos averiguar cuál es el grupo sanguíneo de Yermenko? ¿Podríamos calcular cuál es su estatura? ¿Cuántos abdominales es capaz de hacer? ¿Cree usted que estos datos nos ayudarían a entender qué hay detrás de este hombre que avanza por el campo a nuestro lado?

—Sí —contestó Ouspenski—. Creo que nos ayudarían.

Alexander encendió un cigarrillo y ofreció otro a Nikolai.

—Teniente Ouspenski: Valeri Yermenko tiene sólo dieciséis años. Cuando tenía doce mató a su padre. Dijeron que había sido en represalia por las palizas que el padre pegaba continuamente a la madre. Yermenko, harto, le dio garrotazos hasta matarlo. ¿Sabe lo difícil que es matar a golpes a un hombre adulto, especialmente si quien lo intenta es un niño? Para evitar el castigo huyó de la aldea y se alistó en el ejército. Mintió sobre su edad (dijo que tenía catorce) y lo aceptaron. En el período de instrucción discutió constantemente con su sargento, hasta que una tarde lo abordó y lo estranguló por humillarlo en un ejercicio. En Stalingrado se destacó por matar a más de trescientos alemanes con el cuchillo de combate (el ejército no se había atrevido a darle un fusil). El edificio que ocupó estuvo bajo dominio soviético desde el principio hasta el final del asedio. Los soviéticos entregaron a Yermenko a los alemanes porque no querían saber nada de él. Cuando los alemanes se rindieron, Yermenko quedó bajo la custodia del Ejército Rojo. Lo enviaron al Gulag y acuchillo al carcelero, le quitó el uniforme y el fusil, escapó del presidio y recorrió mil kilómetros a pie hasta llegar a la orilla del Ladoga. ¿Sabe adónde se dirigía? Quería llegar a la base de Murmansk y embarcar en uno de los buques cedidos por los norteamericanos. Al parecer leía la prensa lo suficiente para saber cuántos barcos enviaba Estados Unidos a los soviéticos dentro del plan de Préstamo y Arriendo. Lo arrestaron en Voljov, y el general Meretskov, que no sabía qué hacer con él, decidió incorporarlo a mi batallón.

Ouspenski no había dado ni una sola chupada al cigarrillo encendido.

—No eche a perder mis valiosos cigarrillos, teniente —le advirtió Alexander—. Fúmeselos o devuélvamelos.

Ouspenski tiró la colilla al suelo.

—Todo eso es mentira —respondió sin dejar de mirar a Alexander.

—¿No me cree porque se lo estoy diciendo yo?

—Me está mintiendo.

—Es obvio que no quiere creerme.

Alexander sonrió.

—A ver si lo entiendo…

—Detrás de lo que vemos de Yermenko está el verdadero Yermenko, y sólo él sabe quién es. Sólo Yermenko sabe cómo funciona su alma. Sólo usted sabe por qué camina siempre unos pasos por delante de mí aunque yo sea su jefe, y sólo yo sé por qué coño se lo permito. Y eso es lo que quería demostrarle. Detrás de nuestra fachada vulgar están nuestras almas, la de Yermenko, la de usted, la mía y la de cualquier otra persona. Y aunque la ciencia fuera capaz de observar nuestro interior, no conseguiría saber qué hay en realidad. ¡Cuánto más debe de ser lo que se oculta al otro lado del vasto y desconocido universo!

Ouspenski lo miró pensativo.

—¿Y por qué ese cabrón de Yermenko es tan leal con usted, capitán?

—Porque Meretskov me mandó que lo ejecutara y yo no lo hice. Por eso me será leal hasta la muerte.

—¿Y por culpa del cabrón de Yermenko está usted tan convencido de que Dios existe? —preguntó Ouspenski junto a la hoguera.

—No. Es porque a Dios lo he visto con mis propios ojos —contestó Alexander.