Sam Gulotta, Washington, julio de 1944
Tatiana no podía olvidarse de la medalla ni de Orbeli. Se tomó un inesperado día libre, se fue con Anthony a la estación de tren, compró un billete y se trasladó a Washington, donde localizó el Departamento de Justicia en la avenida de Pennsylvania. Cuando llevaba cuatro horas yendo y viniendo entre el Servicio de Acogida de Inmigrantes, el Servicio de Regularización, el Departamento Central y la Oficina de la Interpol, un funcionario le explicó que estaba en el edificio y el organismo equivocados y que en realidad tenía que ir al Departamento de Estado, en la calle C. Tatiana entró con Anthony en una cafetería y pidió una sopa y unos sándwiches de beicon que pagó con los vales de racionamiento. Seguía pareciéndole un milagro la posibilidad de consumir aquellos deliciosos productos en un país en guerra.
En el Departamento de Estado, Tatiana se entretuvo entre el Servicio de Asuntos Europeos y el de Población, Refugiados e Inmigración, hasta que llegó a la Oficina de Asuntos Consulares, donde, con las piernas agotadas y el niño agotado, no se movió del mostrador de recepción hasta que consiguió que la pusieran en contacto con una persona que podía informarle de los requisitos necesarios para que un expatriado saliera de Estados Unidos. Y así fue cómo conoció a Sam Gulotta.
Sam era un hombre de unos treinta años, de pelo castaño y rizado y cuerpo atlético. Tatiana pensó que tenía más aspecto de profesor de educación física que de secretario consular y casi acertó, pues Sam le explicó que por las tardes y en las vacaciones de verano entrenaba al equipo de béisbol infantil donde jugaba su hijo. Sam se inclinó sobre la mesa cubierta de papeles, hizo tamborilear los dedos sobre el gastado tablero de madera y le dijo:
—A ver, cuénteme qué quiere saber.
Tatiana tomó aliento y estrechó al niño contra su pecho.
—¿Aquí? —preguntó.
—¿Dónde va a ser? ¿Cenando? Sí, aquí.
En realidad lo había dicho sonriendo. No quería ser brusco, pero eran las cinco de la tarde de un jueves laborable.
—Pues mire, señor Gulotta. Cuando vivía en la Unión Soviética, me casé con un hombre que se había trasladado a Moscú con su familia, de pequeño. Creo que aún tenía la nacionalidad estadounidense.
—Ah, ¿sí? —contestó Gulotta—. ¿Y qué hace usted en Estados Unidos? ¿Cuál es su nombre actual?
—Me llamo Jane Barrington —explicó Tatiana, enseñándole la tarjeta de residente—. Me han concedido la residencia definitiva y pronto me darán la nacionalidad. Pero mi marido… ¿cómo se lo explico?
Tomó aliento y se lo contó todo, empezando por Alexander y terminando por el certificado de defunción firmado por el doctor Sayers y la fuga de la Unión Soviética.
Gulotta la escuchó en silencio.
—Me ha contado demasiadas cosas, señora Barrington —dijo al final.
—Ya lo sé, pero necesito su ayuda para averiguar qué le ha pasado a mi marido —contestó Tatiana con voz desmayada.
—Ya sabe lo que le sucedió. Tiene un certificado de defunción.
Tatiana no podía hablarle de la medalla porque Gulotta no la entendería. ¿Quién iba a entenderla? ¿Y cómo podía explicar lo de Orbeli?
—Es posible que no esté muerto.
—Señora Barrington, sobre este punto, usted tiene más información que yo.
¿Cómo podía explicar a un estadounidense qué era un batallón disciplinario? Lo intentó de todos modos.
—Perdone que la interrumpa, señora Barrington —intervino Gulotta—. ¿Por qué me habla de batallones disciplinarios y de oficiales castigados? Tiene un certificado de defunción. Su marido, fuera quien fuera, no fue arrestado. Se ahogó en un lago. Está fuera de mis competencias.
—Señor Gulotta, creo que es posible que no se ahogara. Creo que el certificado podría ser falso y que mi marido podría haber sido arrestado y estar ahora en un batallón disciplinario.
—¿Por qué piensa eso?
Tatiana no podía explicárselo. No podía ni siquiera intentarlo.
—Por circunstancias impresentidas…
—¿«Impresentidas»?
Gulotta no pudo contener una sonrisita.
—Pues…
—¿Quiere decir «imprevistas»?
—Sí. —Tatiana se sonrojó—. Aún estoy aprendiendo inglés…
—Lo habla muy bien. Continúe, por favor…
En un rincón de la sala, tras el mostrador iluminado por los fluorescentes del techo, una mujer rolliza de mediana edad dedicó a Tatiana una ceñuda mirada de desdén.
—Señor Gulotta —continuó Tatiana—. ¿Es usted realmente la persona con la que debo hablar? ¿Hay alguien más a quien pueda consultárselo?
—No sé si soy la persona con la que debe hablar —Gulotta lanzó otra mirada ceñuda a su compañera de oficina— porque para empezar no sé por qué está usted aquí. Pero mi jefe ya se ha marchado, así que dígame qué es lo que quiere.
—Quiero que averigüen qué le ha sucedido a mi marido.
—¿Eso es todo? —inquirió irónicamente Gulotta.
—Sí, eso es todo —respondió Tatiana sin ironía.
—Veré qué puedo hacer. ¿Es muy tarde si le digo algo la semana que viene?
Esta vez, Tatiana captó la ironía.
—Señor Gulotta…
—Escúcheme —la interrumpió Gulotta, dando una palmada sobre la mesa—. En realidad, creo que no soy yo la persona con la que debe hablar. No creo que haya nadie en este departamento, mejor dicho, en toda la Administración, capaz de ayudarla. ¿Puede repetirme el nombre de su marido?
—Alexander Barrington.
—No me suena de nada.
—¿Trabajaba usted en el Departamento de Estado en 1930? Fue entonces cuando mi marido y su familia se marcharon del país.
—No, en 1930 aún estaba estudiando en la universidad. Pero ésa no es la cuestión.
—Ya le he explicado que…
—Ah, sí, las circunstancias «impresentidas».
Tatiana se dio la vuelta para marcharse, y ya en la puerta sintió que le apoyaban una mano en el hombro. Sam Gulotta había dejado la mesa y la había seguido.
—No se vaya. Ya es hora de cerrar, pero puede venir a verme mañana por la mañana.
—Señor Gulotta, he salido de Nueva York en el tren de las cinco de la mañana. Sólo me he tomado dos días libres, el jueves y el viernes. Me he pasado el día de departamento en departamento, y usted ha sido la única persona que ha aceptado hablar conmigo. Estaba a punto de dirigirme a la Casa Blanca.
—Creo que nuestro presidente está ocupado con una invasión en Normandía o algo así. Creo que hay una guerra en marcha…
—Sí —dijo Tatiana—. He atendido como enfermera a los heridos de esa guerra, y sigo atendiéndolos. ¿No pueden ayudarlo los soviéticos? Son aliados nuestros. Lo único que necesita es un poco de información.
Tatiana se aferró con manos crispadas al cochecito del niño.
Sam Gulotta la miró.
Tatiana estaba a punto de rendirse, pero Sam tenía unos ojos bondadosos. Unos ojos capaces de oír, percibir, sentir…
—Busque su expediente —continuó Tatiana—. Seguro que abrieron expediente a los norteamericanos que se trasladaron a la Unión Soviética. ¿Cuántos podían ser? Búsquelo, tal vez encuentre algo. Vera que no era más que un niño cuando se marchó de Estados Unidos.
Sam emitió un leve sonido de incredulidad, algo que estaba entre una risita y un gruñido.
—De acuerdo, buscaré su expediente y comprobaré que, en efecto, él era menor de edad cuando salió de Estados Unidos. ¿Y qué? Eso usted ya lo sabe.
—Es posible que encuentre algo más. La Unión Soviética y Estados Unidos están en contacto, ¿no? Es posible que averigüe qué sucedió, algún dato concluyente.
—¿Qué puede haber más concluyente que un certificado de defunción? —rezongó Gulotta en voz baja, y alzando la voz añadió—: Muy bien, y si por milagro descubro que su marido aún vive, ¿qué quiere que haga?
—Entonces deje que me preocupe yo… —dijo Tatiana.
Sam suspiró.
—Vuelva mañana a las diez. Intentaré localizar el expediente de su marido ¿En qué año dice que dejó Estados Unidos su familia?
—En diciembre de 1930 —precisó Tatiana, sonriendo por fin.
Durmió con el niño en un hotelito de la calle C, cerca del Departamento de Estado. Le gustó ocupar una habitación de hotel. Sin nervios, sin negativas, sin peticiones de documentos… Se dirigió al mostrador, sacó tres dólares del monedero y recibió la llave de una bonita habitación con cuarto de baño. Así de fácil. Nadie la miró con suspicacia al oír su acento ruso.
A la mañana siguiente se presentó en la Oficina de Asuntos Consulares antes de las nueve y estuvo una hora en una butaca del vestíbulo con el niño en el regazo, leyendo con él un libro ilustrado. Gulotta salió de su despacho a las nueve cuarenta y cinco y le indicó con una seña que pasara.
—Siéntese, señora Barrington —dijo.
Sobre la mesa había una carpeta de veinticinco centímetros de grosor.
Durante un momento, un minuto quizá, Sam mantuvo los ojos clavados en el expediente, sin decir nada. Al final emitió un hondo suspiro.
—¿Qué relación dijo que tenía con Alexander Barrington?
—Soy su esposa —dijo Tatiana en voz muy baja.
—¿Se llama usted Jane Barrington?
—Sí.
—Jane Barrington era el nombre de la madre de Alexander.
—Ya lo sé. Por eso lo elegí. No soy la madre de Alexander —dijo Tatiana, dirigiendo una mirada suspicaz a Gulotta, que también la miró con suspicacia—. Adopté su nombre para salir de la Unión Soviética. —No sabía por qué estaba tan preocupado Gulotta—. ¿Cuál es el problema? ¿Que pueda ser comunista?
—¿Cuál es su verdadero nombre?
—Tatiana.
—¿Tatiana qué más? ¿Cuál era su apellido soviético?
—Tatiana Metanova.
Sam Gulotta la miró durante lo que le parecieron horas sin apartar sus manos crispadas del expediente, ni siquiera cuando añadió:
—¿Puedo tutearte?
—Claro.
—¿Dices que saliste de la Unión Soviética como enfermera de la Cruz Roja?
—Sí.
—Vaya, vaya. Pues tuviste mucha suerte —aseguró Gulotta.
—Sí.
Tatiana bajó la vista hacia sus manos.
—Ya no hay Cruz Roja en la Unión Soviética. Verboten: prohibida. Hace unos meses el Departamento de Estado norteamericano exigió que la Cruz Roja inspeccionara los hospitales y los campos de detención de la Unión Soviética, pero el ministro de Asuntos Exteriores, Molotov, no lo autorizó. Es impresionante que hayas conseguido huir.
Gulotta la miró con renovado asombro y Tatiana deseó apartar la vista otra vez.
—Te cuento qué he averiguado de Alexander Barrington y de sus padres —continuó Gulotta—. Alexander salió de Estados Unidos con su familia en 1930. Harold y Jane Barrington, comunistas acérrimos, solicitaron asilo en la Unión Soviética a pesar de que las autoridades estadounidenses les dijeron que no podrían garantizar su seguridad. Harold Barrington había llevado a cabo actividades subversivas en Estados Unidos, pero seguía siendo ciudadano de este país y el gobierno estaba obligado a protegerlos a él y a su familia. ¿Sabes cuántas veces lo detuvieron? Treinta y dos. Y según nuestros datos, a Alexander lo detuvieron tres veces cuando acompañaba a su padre. Pasó dos veranos en un reformatorio de menores porque sus padres estaban en la cárcel y preferían que el niño pasara las vacaciones entre rejas antes que con sus familiares…
—¿Qué familiares? —preguntó Tatiana.
—Harold tenía una hermana llamada Esther Barrington.
Alexander sólo había mencionado a su tía una vez, de pasada. A Tatiana le preocupaba que Gulotta hablase en voz baja, como si midiera sus palabras para que no dejaran traslucir la terrible realidad.
—¿Puedes decirme qué pasa realmente? —le preguntó—. ¿De qué estás hablando?
—Déjame terminar. Alexander no renunció a su nacionalidad, pero sus padres devolvieron los pasaportes en 1933 aunque la embajada norteamericana en Moscú intentó disuadirlos. Mas en 1936, la madre solicitó asilo para su hijo en la embajada.
—Ya lo sé. La visita que hizo a la embajada en 1936 terminó costándoles la vida a ella y a su marido, y Alexander se habría encontrado en el mismo caso si no se hubiera fugado cuando lo llevaban al presidio.
—Sí, es cierto —dijo Gulotta—. Pero aquí terminan nuestras competencias. En el momento en que escapó, Alexander ya era ciudadano soviético.
—No quería serlo, pero ingresó en el ejército.
—¿Ingresó voluntariamente?
—Entró voluntariamente en el Cuerpo de Oficiales, pero los chicos estaban obligados a alistarse al cumplir dieciséis años y él tuvo que hacer lo mismo.
Sam se quedó un momento pensativo.
—El hecho es que en cuanto ingresó se convirtió en ciudadano soviético —concluyó.
—Ajá.
—En 1936, las autoridades soviéticas solicitaron nuestra ayuda para localizar a Alexander Barrington. Dijeron que no podíamos darle asilo porque era prófugo de la justicia, y de hecho hay un convenio internacional que nos obligaba a devolverlo a la Unión Soviética en caso de que se pusiera en contacto con nosotros. —Gulotta hizo una pausa—. Dijeron que si aparecía Alexander Barrington debíamos notificárselo de inmediato porque era un ciudadano soviético condenado por delitos políticos.
Tatiana se levantó de la silla.
—Está en manos de los soviéticos —resumió Gulotta—. No podemos ayudarte.
—Gracias por tu tiempo —dijo Tatiana con voz temblorosa, aferrándose al cochecito de su hijo—. Siento haberte molestado.
Gulotta también se incorporó.
—La relación con la Unión Soviética se mantiene en pie porque estamos luchando en el mismo bando, pero existe una desconfianza mutua. ¿Qué pasará cuando acabe la guerra?
—No lo sé —contestó Tatiana—. ¿Qué pasa cuando acaba una guerra?
—Espera —dijo Gulotta.
Salió de detrás de la mesa y se paró frente a la puerta antes de darle tiempo a abrirla.
—Me voy ya, tengo que tomar el tren de vuelta —se excusó Tatiana con una voz apenas audible.
—Espera —repitió Sam, extendiendo la mano—. Siéntate un momento.
—No quiero sentarme.
—Escúchame —insistió Gulotta, indicándole con una seña que se sentara. Tatiana se desplomó en la butaca—. Hay una cosa más… —Sam se sentó en la butaca contigua. Anthony se le abrazó a una pierna y Gulotta sonrió—. ¿Te has vuelto a casar?
—Por supuesto que no —respondió Tatiana con voz cansada.
Gulotta contempló al niño.
—Es su hijo —explicó Tatiana.
Gulotta no dijo nada durante un momento.
—No hables con nadie de Alexander Barrington —dijo al final—. No hables con el Departamento de Justicia o con el Servicio de Inmigración, ni en Nueva York ni en Boston. No preguntes por sus familiares.
—¿Por qué?
—No lo hagas hoy, ni mañana, ni el año próximo. No te fíes de ellos. El camino del infierno está empedrado de buenas intenciones. No te conviene que empiecen a hacer indagaciones para intentar localizarlo. Si pregunto por un tal Alexander Barrington, es muy posible que los soviéticos estén menos dispuestos a colaborar. Y si pido información sobre un tal Alexander Belov que en realidad es Alexander Barrington y que podría estar vivo, puede que lo único que consiga sea poner a las autoridades soviéticas sobre su pista.
—Entiendo la situación incluso mejor que tú —aseguró Tatiana, volviéndose hacia su niño para no ver los ojos de Gulotta.
—¿Dices que ya tienes la residencia?
Tatiana asintió.
—Procura que te den la nacionalidad lo antes posible. Tu hijo, ¿es estadounidense o…?
—Es estadounidense.
—Perfecto, perfecto. —Sam carraspeó—. Una cosa más…
Tatiana no dijo nada.
—Según el expediente de Alexander, en marzo del año pasado, las autoridades soviéticas preguntaron al Departamento de Estado Norteamericano por una tal Tatiana Metanova, en busca y captura por espionaje, deserción y traición y de la que se sospechaba que había huido a Occidente. Mandaron un cable preguntando si Tatiana Metanova había solicitado asilo en Estados Unidos o había preguntado por su marido, que respondía al nombre de Alexander Belov pero que presuntamente era Alexander Barrington. Al parecer, Tatiana Metanova no había renunciado a la ciudadanía soviética. El año pasado contestamos que no se había puesto en contacto con nosotros. Nos dijeron que los mantuviésemos informados en caso de que Tatiana Metanova diera señales de vida y que no le concediéramos el estatuto de refugiada.
Tatiana y Sam guardaron silencio durante un largo momento.
—¿Ha solicitado Tatiana Metanova información sobre Alexander Barrington? —preguntó finalmente Sam.
—No —respondió Tatiana.
Fue apenas un suspiro.
Sam asintió.
—Eso pensé. No voy a consignar nada más en el expediente.
—Ajá —dijo Tatiana.
Notó las palmaditas compasivas de Sam en su espalda.
—Si me das tu dirección, te escribiré en caso de averiguar algo. Pero comprende que…
—Lo comprendo todo —susurró Tatiana.
—Puede que esta maldita guerra acabe algún día, y que acabe también lo que está pasando en la Unión Soviética. Cuando las cosas se calmen podré hacer más averiguaciones. Será más fácil después de la guerra.
—¿Después de qué guerra? —preguntó Tatiana, sin alzar los ojos—. Ya te escribiré yo, así no tienes que apuntar mi dirección. Si hace falta, me encontrarás en el hospital de la isla de Ellis. No tengo domicilio definitivo, no vivo en…
Tatiana no pudo continuar. Apretó los dientes para no llorar y no fue capaz de tender la mano para despedirse de Sam Gulotta. Quería hacerlo pero no pudo.
—Si pudiera te ayudaría. Yo no soy el enemigo —dijo Sam en voz baja.
—No, no lo eres —aceptó ella, cuando se disponía a salir del despacho—. Pero parece que yo sí lo soy.
Tatiana dijo que necesitaba vacaciones y se tomó dos semanas libres.
Quiso marcharse con Vikki, pero su amiga estaba muy entretenida con dos médicos en prácticas y un músico ciego y no pudo acompañarla.
—No pienso apuntarme a un viaje misterioso. ¿Adónde quieres ir?
—Anthony quiere ver el Gran Cañón.
—¡No le eches la culpa a él! Lo que quiere Anthony es que su madre encuentre casa y marido, no necesariamente en este orden.
—No. Sólo quiere ver el Gran Cañón.
—Dijiste que buscaríamos un piso.
—Ven con nosotros y a la vuelta buscaremos piso.
—Qué mentirosa eres.
—Vikki, estoy muy bien en Ellis —contestó Tatiana, riendo.
—Ahí está el problema. No estás bien en Ellis. Estás sola, compartes una habitación con tu niño y tienes que compartir el cuarto de baño. ¡Vives en Estados Unidos, por Dios! Búscate un piso de alquiler. Así hacemos las cosas en este país.
—Pero tú no estás en un piso de alquiler.
—¡Jesús, María y José! Yo tengo casa.
—Y yo también.
—Tú no quieres tener un piso propio porque así evitas tener que buscarte novio.
—No necesito evitar eso.
—¿Cuándo empezarás a hacer la vida de una chica joven? ¿Crees que él te sería fiel si estuviera vivo? Te aseguro que no iba a estar esperándote. Seguro que ahora mismo estaría divirtiéndose por ahí.
—¿Por qué estás tan segura de todo cuando en realidad no sabes nada, Vikki?
—Porque conozco a los hombres y todos son iguales. Y no me digas que el tuyo es distinto. Es un soldado, y los soldados son peores que los músicos.
—¿Que los músicos…?
—No me hagas caso.
—Esto es absurdo, no pienso seguir hablando contigo. Tengo pacientes que atender y luego tengo que ir a la Cruz Roja. ¿Te he dicho que me han contratado a media jornada? Podrías enviar tu currículo, necesitan gente.
—Te lo repito: él estaría divirtiéndose por ahí. Y lo mismo deberías hacer tú.
«¿Tania?», lo oye susurrar detrás de ella. Está oscuro y Tatiana no puede ver nada, tiene la impresión de estar durmiendo.
—¿Duermes, Tania?
—Ya no —responde ella, y se vuelve hacia él.
Tatiana siente su aliento, en el que se mezclan el vodka y los cigarrillos y el té y el agua de Seltz y el bicarbonato y el peróxido, y también percibe su olor masculino, olor a jabón y a Alexander. Tatiana extiende la mano hacia sus labios.
—¿Qué te pasa, Shura, cariño? ¿No puedes dormir? Normalmente duermes enseguida.
—¿Oyes la tormenta? Si mañana no llueve, me levantaré temprano y saldré a pescar.
—Perfecto. Despiértame a mí también, soldadito mío. Te acompañaré.
Alexander tantea en la oscuridad en busca de su cara y deposita un beso en la frente de Tatiana. Ella se acurruca contra su torso y cierra los ojos, ¿o ya los había cerrado?
—Hoy ha sido un día muy agradable, ¿verdad, Tatia?
—Claro que sí, cariño. Como todos los días de nuestra luna de miel.
Sonríe en la oscuridad.
Él la estrecha contra su cuerpo.
—¿Me perdonarás si muero, Tania?
—Sí.
—¿Me perdonarás si voy a la cárcel?
—Sí.
—¿Me perdonarás si…?
—Te lo perdonaré todo.
Se aprietan el uno contra el otro en la oscuridad.
—Ha sido un día perfecto —susurra Alexander—. Pero al final llega el dolor.
—No —dice Tania, y le rodea el cuerpo con los brazos—. No es el dolor, es el amor, Shura.