Bielorrusia, junio de 1944
Alexander llamó a Nikolai Ouspenski a la tienda. Llevaban dos días acampados en el oeste de Lituania, esperando nuevas instrucciones.
—¿Qué le pasa al sargento Verenkov, teniente?
—No sé a qué se refiere, capitán.
—Esta mañana ha venido a verme muy contento y me ha dicho que el tanque ya estaba reparado.
Ouspenski sonrió de oreja a oreja.
—Y así es, capitán.
—Me sorprende saberlo, teniente.
—¿Por qué, señor?
—Por un motivo muy sencillo —respondió Alexander con paciencia—: porque no sabía que el tanque necesitase reparación.
—No funcionaba, señor. Había que regular los pistones del motor diesel.
—Muy bien, teniente —asintió Alexander—. Pero esto nos lleva a la segunda cosa que me ha sorprendido.
—¿Y cuál es, señor?
—¡Que en este puto batallón no tenemos ningún tanque!
—No es así, señor —contestó Ouspenski, sonriente—. Tenemos uno. Venga conmigo.
Cuando salieron de la tienda, Alexander vio que entre los árboles había un vehículo ligero de color verde, con el emblema de la Estrella Roja y el lema «¡Por Stalin!» pintados en uno de los lados. Era como los carros de combate que Tania fabricaba en la Kirov, pero un poco más pequeño: un T-34. Alexander dio unos pasos alrededor del tanque. Estaba algo castigado por la guerra, pero básicamente en buen estado. Las cadenas estaban intactas. Le gustó el número: 623. La torreta era grande, y el cañón más grande aún.
—¡Cien milímetros! —exclamó Ouspenski.
—¿Por qué coño está tan orgulloso? —le preguntó Alexander—. ¿Lo ha construido usted?
—No. Pero lo he robado yo.
Alexander no pudo reprimir una carcajada.
—¿De dónde? —preguntó.
—Lo he rescatado de esa charca.
—¿Estaba dentro del agua? ¿Se ha mojado la munición?
—No, no. Dentro del agua sólo estaban las ruedas y las cadenas. Se encalló y ya no pudieron ponerlo en marcha.
—¿Y cómo consiguió ponerlo en marcha usted?
—Yo no lo puse en marcha. Lo saqué del agua con la ayuda de treinta hombres, y luego Verenkov lo reparó. Ahora va como la seda.
—¿De quién era?
—¿Qué más da? ¿Del batallón anterior al nuestro?
—Aquí no ha habido ningún batallón antes del nuestro. ¿Aún no se ha dado cuenta de que somos los primeros en llegar a la línea de fuego?
—No sé, puede que estuvieran en el bosque y se retirasen. Había un cadáver flotando en la charca, quizás era el artillero.
—Un artillero no demasiado bueno —comentó Alexander.
—¿No es fantástico?
—Sí, es estupendo. Pero nos lo quitarán. ¿Lleva mucha munición?
—Hasta los topes. Supongo que por eso encalló. En teoría sólo puede llevar 3000 cartuchos de 7,62 milímetros y llevaba 6000.
—¿Alguno de cien milímetros?
—Sí, treinta. —Ouspenski sonrió—. Y quinientos de 11,63 milímetros para los morteros. También hay quince cohetes, y mire, una ametralladora pesada. Estamos bien servidos, capitán.
—Nos lo quitarán todo.
—Antes tendrán que enfrentarse a usted: será nuestro comandante de tanque —concluyó Ouspenski, llevándose la mano a la gorra.
—Es un placer que el teniente asigne tareas al capitán —observó Alexander.
Con Ouspenski de conductor, Telikov de artillero y Verenkov de cargador, Alexander defendió a sus hombres en las escaramuzas que se sucedieron a partir del verano de 1944 en los trescientos kilómetros que separaban Bielorrusia del este de Polonia. La lucha era encarnizada. Los alemanes no querían irse, cosa que a Alexander le parecía muy comprensible. Se calaba el casco y hacía avanzar al batallón a través del paisaje bielorruso sin dejarse detener por los lagos, los bosques, las muertes, las aldeas, las mujeres o el sueño. Alexander siguió avanzando hasta que las cadenas del tanque empezaban a soltarse, con un único objetivo en la cabeza: Alemania…
Dejaron atrás campo tras campo y bosque tras bosque, sin miedo del barro, los pantanos, las minas o las tormentas. Plantaban las tiendas a la orilla de los ríos, encendían una hoguera y cocinaban lo que podían pescar en las escudillas de latón que compartían de dos en dos (Ouspenski se repartía la comida con Alexander), intentaban dormir y al día siguiente seguían avanzando hacia las balas enemigas. En el territorio ruso había tres frentes soviéticos combatiendo a los alemanes: el frente de Ucrania, al sur; el frente del centro, y el frente del norte, del que formaba parte Alexander y que estaba a las órdenes del general Rokossovski. Pero los soviéticos no sólo querían expulsar a los alemanes, sino también apoderarse de una parte de su territorio en represalia por los estragos que habían causado en Rusia en los últimos dos años y medio. Por eso había millones de soviéticos marchando dificultosamente a través de Lituania, Letonia, Bielorrusia y Polonia. Stalin quería entrar en Berlín antes del otoño. Alexander no lo veía posible, pero no sería porque él no se esforzara. Atravesaba un terreno minado tras otro, dejando los antiguos campos de patatas cubiertos por los cadáveres de sus hombres. Los supervivientes empuñaban el fusil y seguían avanzando. Su batallón contaba con un equipo de doce zapadores que se encargaban de localizar y desactivar las minas. Pero también fueron cayendo uno tras otro y Alexander tuvo que pedir que le enviaran más. Al final decidió enseñar a sus soldados a localizar las minas y desactivar las espoletas. Y cuando terminaban de atravesar un campo minado, entraban en un bosque y se encontraban con los alemanes esperándolos entre los árboles. Cinco batallones disciplinarios tenían que adentrarse los primeros en los bosques y cruzar los primeros los ríos y los marjales, abriendo el camino a las divisiones regulares. Y después venían otros bosques y otros campos.
Por suerte aún no había llegado el invierno, pero las noches eran frías y húmedas. Los soldados del batallón se salvaron del tifus porque podían lavarse en los ríos, que aún no se habían congelado.
El tifus significaba la muerte frente al pelotón de ejecución, ya que el ejército no podía permitirse una epidemia. Los soldados de los batallones disciplinarios eran los primeros en caer y también los primeros en ser sustituidos, dada la abundancia de presos políticos que podían morir por la Madre Rusia. Para levantar la moral de los batallones de castigo, Stalin decidió introducir un toque de distinción proporcionándoles uniformes nuevos… o no tan nuevos. En 1943 ordenó que todos los soldados de estos batallones, mandos incluidos usaran el uniforme del Ejército Imperial del zar, de tela gris con hombreras rojas y galones dorados, con el que morir en el fango, pues se revestía de dignidad, y tropezar con una mina se convertía en un gran honor. Hasta Ouspenski parecía respirar mejor con su único pulmón si iba vestido con el mismo uniforme que habría llevado puesto para dar su vida por el emperador.
Alexander había ordenado a sus soldados que se rasurasen para controlar los piojos. No tenían pelo en la cabeza ni en las axilas ni en ninguna parte de sus cuerpos. Después de combatir varios días seguidos, estaban un día entero afeitándose en el río.
A Alexander le costaba distinguirlos. Unos eran un poco más altos que la media, otros más bajos, los había con marcas de nacimiento y los había totalmente lisos, y algunos tenían la piel morena aunque la mayoría eran de piel clara y enrojecida por el sol. Muy pocos eran pecosos. Algunos tenían los ojos verdes, y otros, castaños, y uno, el cabo Yermenko, tenía un ojo verde y el otro castaño.
En la vida civil, lo que distinguía a unos hombres de otros era el pelo, tanto el de la cabeza como el del cuerpo. En la guerra, en cambio, el rasgo más distintivo de los soldados eran sus cicatrices de batalla. Cicatrices producidas por cortes de bayoneta, por impactos de bala, por fracturas abiertas, por el roce de un proyectil, por las quemaduras de la pólvora. Cicatrices en los brazos, en los hombros, a veces en las pantorrillas. Eran muy pocos los que sobrevivían con una cicatriz en el pecho, el abdomen o el cráneo.
Alexander reconocía al teniente Ouspenski por su respiración sibilante y por la cicatriz a la altura del pulmón derecho, y al sargento Telikov por su cuerpo largo y flaco y de piel muy blanca, y al sargento Verenkov por su cuerpo rechoncho que en otro tiempo estaba casi completamente cubierto de vello negro y ahora estaba casi completamente cubierto de una pelusilla oscura.
Alexander los prefería cuando tenían menos rasgos distintivos, porque la pérdida era más fácil de superar. Y cada pérdida iba seguida de una sustitución, por la llegada de otro soldado rasurado y con cicatrices.
Su batallón dejó atrás el norte de Rusia y empezó a bajar hacia Lituania y Letonia. Cuando llegaron a Bielorrusia, les ordenaron dejar el frente del norte, al mando de Rokossovski, y trasladarse al del centro al mando de Zhukov. El Ejército Rojo derrotó clamorosamente a los alemanes de las llanuras de Bielorrusia, pero para lograrlo tuvo que perder a más de 125.000 hombres y a veinticinco divisiones y el batallón de Alexander tuvo que desplazarse al sur y sumarse al grupo de Ucrania, al mando de Konev.
En junio de 1944, cuando se supo que los estadounidenses y los británicos habían desembarcado en Normandía, el batallón de Alexander avanzó cien kilómetros en diez días y obligó a retroceder a cuatro compañías alemanas compuestas por quinientos hombres cada una. En la retaguardia los esperaban los camiones que transportaban los víveres y el material, además de otros soldados para sustituir a los caídos. Nada podía parar a Alexander. Como el camarada Stalin, necesitaba entrar en Alemania. Stalin quería conseguirlo para castigar a los alemanes, y Alexander porque estaba convencido de que allí encontraría su liberación.
El corcel negro del Apocalipsis, 1941
Alexander, harto de los Metanov, se ofreció voluntario para combatir a los finlandeses en Carelia.
Para convencer a Dimitri de que fuera con él le habló de medallas y de ascensos, aunque en realidad esperaba tiroteos y muertes.
Dimitri no quiso acompañarlo y le tocó combatir en el matadero de Tijvin, donde los alemanes superaban claramente en armamento y en número de tropas a los rusos.
A Alexander lo pusieron al mando de mil soldados y lo enviaron a defender la ruta que abastecía la ciudad de Leningrado. Durante varias semanas fue ganando territorio metro a metro, en una lucha encarnizada y sangrienta. Un frío atardecer de septiembre se encontró solo en medio de un campo, contemplando los estragos de una batalla en la que habían caído trescientos soldados del Ejército Rojo, rodeado de cadáveres soviéticos y con cadáveres finlandeses frente a sus ojos. La línea de fuego estaba en silencio y los milicianos del NKVD se encontraban a medio kilómetro, escondidos entre la vegetación. Ardían algunas llamas, se oía el crujir de ramas que se rompían y algunos gemidos aislados, los charcos de sangre ennegrecían la nieve y en el aire flotaba un olor acre a carne quemada, y Alexander estaba solo.
Todo estaba tranquilo, excepto su corazón. Alexander giró la cara y no vio ningún movimiento detrás de él. Tenía la ametralladora en la mano. Dio un paso, y otro, y otro más. Tenía la Shpagin, el fusil, la pistola y el uniforme. Ya estaba entre los cadáveres de los finlandeses, cerca de la linde del bosque. En dos minutos llevaría puesto el uniforme de un oficial muerto y sostendría una ametralladora finlandesa.
Oscuridad y silencio. Alexander giró otra vez la cara. Los milicianos del NKVD no se habían movido de donde estaban.
Había estado con ella unos meses solamente. Las semanas transcurridas hasta entonces, los momentos robados, la noche de Luga, los ratos en el hospital, el dulce trayecto en autobús, el vestido blanco, los ojos verdes, la sonrisa… todo aquello no era más que una pequeña mota de color en el vasto paisaje de su vida, una manchita roja en la esquina del tapiz. Alexander dio un paso más. No podía ayudarla, como tampoco podía ayudar a Dasha o a Dimitri. Leningrado se los llevaría, y él estaría perdido si se quedaba. Dio un paso más. Moriría en las calles en ruinas y hambrientas de la ciudad cercada.
En el terreno llano no había nada que se moviera, ni camiones ni soldados, sólo trincheras y cadáveres y Alexander… Un paso más en la dirección correcta, y otro más, y otro más. Lo único que lo rodeaban ahora eran finlandeses muertos. Agacharse, buscar un cadáver de su estatura, arrebatarle el uniforme y la ametralladora, dejar el arma soviética, dejar una vida que detestaba, dar un paso más y seguir avanzando. Avanza, Alexander. No puedes salvarla. Avanza.
Estuvo varios minutos rodeado de enemigos muertos.
En la vida que detestaba estaba lo único que no podía dejar atrás.
Si entonces…
Giró en redondo y volvió lentamente sobre sus pasos, iluminado por las linternas encendidas y las llamas vacilantes… Se volvió una única vez hacia los bosques de lo que era Finlandia.
Si entonces, en aquella fría noche de septiembre, hubiera sido capaz de huir de Rusia, ahora no le pesaría tanto el corazón. Sentiría un vacío, pero no el miedo y la pesadumbre que lo invadían.
Stalin, que se había implicado a muerte en la defensa de Moscú, regaló Leningrado a los alemanes. Por su parte, Hitler decidió matar de hambre a la ciudad, sin malgastar ni una bala en ella. Al cabo de meses las calles de Leningrado estaban cubiertas de cadáveres, el frío impedía que se corrompieran los cuerpos que yacían sobre la nieve cubiertos por sábanas blancas. Los enflaquecidos supervivientes los llamaban «muñecos».
Cuanto más les faltaba a Tatiana y a su familia, cuanto más escaseaba la harina de trigo y de avena en su despensa, más volvían las caras hacia Alexander para suplicarle que les trajera más comida más raciones, más, más, más… Tatiana se quedaba mirándolos desde la puerta, sin decir ni una palabra. Y cuanto más delgada la veía Alexander, más cariño le tomaba. En la guerra, en el fragor de la batalla, entre cadáveres sin enterrar, entre el frío y la humedad y el hambre, sus sentimientos por ella crecieron como una planta bien regada.
No tenían suficiente con el pan repleto de virutas de cartón que les proporcionaba el gobierno, ni con las habas de soja o el aceite de linaza que Alexander robaba para ellos. De todos modos, Alexander se sentía reconfortado cuando compartía con ellos el pan negro con serrín y semillas de algodón.
Tatiana tenía que salir de la ciudad. Tenía que salir a toda costa.
Noviembre terminó y dio paso a diciembre. En las calles nevadas y bombardeadas de Leningrado siguieron apareciendo cadáveres que nadie retiraba ni llevaba al cementerio, porque quienes deberían encargarse de enterrarlos también habían muerto. Las centrales eléctricas no funcionaban. No había agua corriente. No había queroseno para los hornos donde se cocía el pan, pero daba igual porque tampoco había harina.
—Alexander, dime: ¿cuánto hace que estás enamorado de mi hermana?
»Dime: ¿cuánto hace que estás enamorado de mi hermana?
»¿Cuánto hace que estás enamorado de mi hermana?
Alexander podría haber contestado: «Dasha, si me hubieras visto embobado en la acera aquel domingo, viendo cómo aquella renacuaja cantaba “Un día nos encontraremos en Lvov, mi amor y yo”, tendrías la respuesta».
Lazarevo, 1942
Lazarevo, un nombre de reminiscencias míticas, legendarias de revelación. Lázaro, el hermano de Marta y María, el hombre al que Jesús resucitó cuando llevaba cuatro días muerto. Un milagro que pretendía reforzar la fe del hombre en Dios y que en cambio incitó a sus enemigos a acabar con lo divino y con lo humano.
Lazarevo, la aldea de pescadores en la ribera del Kama el río que desde hacía diez millones de años recorría 1600 kilómetros para desembocar en el mar más extenso del mundo. Todos los ríos desembocaban en el mar y el mar nunca terminaba de llenarse.
La fe condujo a Alexander hasta Lazarevo.
No sabía nada de ella desde hacía seis meses. Lo único que tenía que hacer para olvidarla era decirse: «No puede haber sobrevivido, he visto con mis propios ojos cómo sucumbían miles de hombres y mujeres más fuertes y más sanos que ella. Ellos enfermaron, y ella enfermó. Ellos se quedaron sin comida y pasaron hambre, y ella pasó hambre. Ellos se quedaron sin defensas, y ella también. Ellos no tenían a nadie, y ella tampoco. Era pequeña y débil y no sobrevivió».
Habría podido decirse eso, llegar a la conclusión de que tenía que ser así. ¡Era tan fácil!
Sin embargo, Alexander sabía que no hay nada fácil en la vida, no hay días fáciles ni elecciones fáciles ni salidas fáciles.
Sólo tenía una vida, era lo único que tenía. Y en junio de 1942, Alexander partió hacia Lazarevo, sosteniendo su vida en las manos.
La encontró en la ribera del Kama, preciosa y recuperada, no sólo con el fulgor de antaño sino con otro fulgor aún más claro y poderoso. Mirara hacia donde mirara, Tatiana siempre reflejaba la luz.
No tardaron en descender hasta la orilla del poderoso río Kama. Ella bajó con él, sin mirar atrás.
Tatiana nunca sabría lo que había significado su inocencia para él, el pecador impenitente que había visto y hecho tantas cosas poco santas. Pero Alexander lo sabía, lo sentía a través de ella, y sabía que si Tatiana había decidido entregarse a él en la tienda plantada en la orilla del Kama era porque él era el único hombre al que había deseado, el único al que había amado jamás.
Llevaba demasiado tiempo soñando con verla desnuda, hermosa y desnuda, preparada para aceptarlo.
La abrazó. Tenía miedo de hacerle daño. Hasta entonces nunca había estado con una muchacha virgen, ni siquiera sabía si debía hacer algo especial. Tatiana iba a bautizarlo con su cuerpo. Alexander dejaba de existir: el hombre que había sido hasta entonces iba a morir y a renacer en el interior de un corazón perfecto, de un alma perfecta que estaba dispuesta a entregarse como un regalo de Dios. Entregarse a él, por él.
Pensó que Tatiana no tenía a nadie en el mundo. A nadie, sólo a él. Igual que él.
Antes del ejército, Alexander tenía a sus padres, pero ya no podía contar con ellos.
Antes de la Unión Soviética tenía a sus abuelos y a una tía, pero tampoco podía contar con ellos.
Antes de la Unión Soviética tenía a Estados Unidos, pero tampoco podía contar ya con Estados Unidos.
En los últimos cinco años de su vida había estado con mujeres de las que ya no recordaba los nombres ni las caras, mujeres que para él no significaban más que un rato agradable en una noche de sábado. Con ellas establecía vínculos fugaces, que desaparecían en cuanto el momento terminaba. No había nada perdurable en el Ejército Rojo, ni en la Unión Soviética, ni en el interior de Alexander.
En los últimos cinco años de su vida había vivido rodeado de mujeres jóvenes que podían morir en cualquier momento, delante de él, mientras las protegía, mientras las salvaba, mientras las llevaba de vuelta a la base. Los vínculos que establecía con ellas eran reales pero transitorios. Alexander conocía mejor que nadie la fragilidad de la vida en la guerra soviética.
Sin embargo, Tatiana había perdurado más allá del hambre, se había abierto camino sobre la nieve del Volga y había conseguido llegar hasta su tienda para enseñarle que en la vida había una sola cosa permanente. En el tapiz de la existencia de Alexander había un único hilo que no podría romperse con la muerte, el dolor, la distancia, el tiempo, la guerra o el comunismo. «No hay nada capaz de romperlo —susurró Tatiana. Y con su aliento, su cuerpo y sus labios, añadió—; Mientras yo esté en el mundo, mientras respire, tú perdurarás, soldado».
Y él tuvo fe. Y quedaron unidos ante Dios.
Alexander estaba sentado sobre la manta, con la espalda apoyada en el tronco de un abedul, y ella se había sentado a horcajadas sobre él y lo besaba con tanta pasión que no le dejaba tomar aliento.
—Para un momento, Tania —susurró Alexander.
Era su tercera mañana como marido y mujer. Se levantaron, se lavaron, bebieron y se acomodaron bajo las ramas del abedul.
—Shura, cariño, me parece increíble que seas mi marido. ¿A quién puedo llamar «mi marido»?
—A mí, por ejemplo.
—Shura, mi marido para toda la vida.
—Mmm…
Sus manos acariciaban los muslos de Tatiana.
—¿Sabes qué significa eso? Has jurado que durante el resto de tu vida sólo harás el amor conmigo.
—Me gusta la perspectiva.
—¿Sabes? He leído que en algunas culturas africanas podría quedarme con tu hígado en señal de amor.
Tatiana ahogó una risita.
—Quédate con mi hígado, Tatia, pero ya no te serviré de mucho. Tal vez deberías hacerme el amor primero.
—Espera, Shura.
—No. Quítate el vestido. Quítatelo todo.
Ella obedeció.
—Y ahora, siéntate encima de mí.
—Pero tú estás vestido.
—Ya lo sé. Siéntate encima de mí.
Alexander la miró con auténtica avidez. Tatiana tenía un cuerpo bello, y Alexander podía verlo entero. Tania, compacta, menuda, suave, dulce desde la clavícula hasta las plantas de los pies, estaba hecha a la medida de su deseo. Su joven esposa tenía todo lo que le gustaba del cuerpo femenino. Tenía una cintura estrecha y unas caderas finamente redondeadas, unos muslos delgados y unos senos turgentes de pezones perpetuamente erectos. Todo su cuerpo, desde el cabello suave y dorado hasta las plantas de los pies, tenía el don de la sedosidad. Alexander empezó a respirar entrecortadamente.
—Ven conmigo —dijo, abriendo los brazos.
Tatiana se sentó a horcajadas sobre él.
—¿Así?
—Fantástico —respondió Alexander, acariciando el espléndido cuerpo de Tatiana.
Gimió al sentir el tacto de su piel. Tatiana se irguió un poco más para que él pudiera besarle los pechos. Alexander le puso las manos en las caderas y cerró los ojos.
—Tania, ¿sabías que en Etiopía las recién casadas que quieren estar más guapas para sus maridos se hacen cortes en el pecho y les echan ceniza para que se formen cicatrices?
Tatiana volvió a sentarse, lo miró a los ojos y contestó:
—¿A ti eso te parecería atractivo?
—No especialmente. —Alexander sonrió—. Lo que encuentro interesante es la idea del sacrificio.
—Quieres sacrificio… Yo te diré qué es sacrificio. Creo que es también en Etiopía —añadió— donde las mujeres se rasuran todo el cuerpo.
—Mmm…
—¿Eso te parece interesante?
Alexander la había estrechado contra su cuerpo y había empezado a lamerle los labios.
—No puedo decir que no me gustaría…
—¡Shura!
—¿Qué pasa? ¿No sabes que en algunas culturas africanas, las mujeres no pueden hablar con sus maridos si ellos no les dirigen antes la palabra?
—Sí. Y en otras, el marido y su primo pueden compartir el lecho nupcial con la mujer si ella así lo desea. ¿Qué te parece eso? —Sin esperar respuesta, añadió—: Y en otras, yo tendría que ir completamente cubierta por una… ¿cómo se llama eso?
—Una caja negra —respondió Alexander con una sonrisa.
—No, el nombre verdadero.
—Un burka.
—¡Ah, sí! Un burka. Tendría que pasarme la vida cubierta con un burka de la cabeza a los pies, pero el día de nuestra boda tendríamos que descubrir mi cara entre los dos y el que colocara antes la mano sobre la tela sería quien mandaría en el matrimonio. —Tatiana se echó a reír con una risa contagiosa—. ¿Qué tradición prefieres, marido mío?
Alexander le rodeó el trasero con las manos. Se quedó un momento sin poder hablar, mientras ella seguía besándolo implacablemente.
—En primer lugar —dijo al final Alexander, con voz ronca de deseo—, la hermana de mi padre no tuvo hijos, así que la tradición del primo queda descartada. Y sí, me gustaría que llevaras una caja negra para que nadie más pudiera mirarte. Y en cuanto a la tercera tradición, me cuesta imaginar que una renacuaja como tú pueda mandar en nada.
—No imagines tanto, soldado —dijo Tatiana con resolución.
Sus labios lo devoraron.
Alexander tenía que quitarse la ropa, pero no podía moverse Tatiana le sujetaba las costillas con las rodillas y la cara con las manos y le estaba comiendo la boca.
Alexander soltó un gemido.
—Barrington no era África, pero ¿sabes qué hacíamos? Nos cortábamos y juntábamos las palmas de las manos y eso quería decir que seríamos amigos para siempre.
—Si quieres nos cortamos las manos, pero en Rusia, cuando queremos consumar el matrimonio, lo que hacemos es tener un hijo.
Le dio un mordisquito en el cuello.
—Te diré qué podemos hacer —propuso Alexander—. Apártate un momento y vamos a ver cómo consumamos el matrimonio. —En lugar de apartarse, Tatiana lo sujetó con más fuerza—. Tania… —insistió Alexander.
Lo único que tenía de ella eran sus labios. Se sentía flaquear por momentos.
—Hace un momento era una renacuaja —susurró Tatiana—, y de pronto eres incapaz de apartarme.
Alexander no sólo la apartó sino que la levantó en el aire con una sola mano y se puso de pie sin dejar de sostenerla.
—Cariño, pesas menos que el equipo de combate y el mortero que cargo conmigo —aseguró.
Con la mano libre, se desabrochó la bragueta.
—¿Y dónde está ese mortero que cargas contigo? —dijo Tatiana con voz gutural, sin apartar los labios de su cuello.
El tiempo el tiempo el tiempo.
Parar parar parar.
Parar el tiempo parar el tiempo parar el tiempo.