Capítulo 19

Nueva York, junio de 1944

La habitación es totalmente blanca. Los visillos blancos apenas se mueven. La ventana está cerrada y no hay corriente. No entra el aire rosado y luminoso del exterior.

Estoy sentada en el suelo de mi habitación blanca. La puerta marrón claro está cerrada. La aldaba metálica está en su sitio. Las bisagras están oxidadas y crujen al girar.

Abrir y cerrar.

Sostengo frente a mí la mochila negra, y dentro de la mochila, él está vivo. Su gorra beige, su fotografía en blanco y negro, con sus dientes tan blancos y sus ojos de color caramelo.

Estoy sentada en el suelo de baldosas grises, y fuera, a menos de una hora de aquí, está el monte Bear. Y los árboles de la montaña se tiñen de bermellón y sepia a la luz cobriza del atardecer. Como sus ojos del color del cobre y sus labios del color del ocaso. En Central Park puedo jugar al béisbol con mi bate marrón. Como él cuando era niño… cuando era un Boy Scout.

Puedo hacer un nudo corredizo como él me enseñó.

Puedo subirme a un árbol.

Puedo balancearme a la luz de la luna.

Hundirme en el agua, bajo el cielo carmesí.

A través de la ventana, justo detrás del blanco, amarillo y rojo de la bandera norteamericana, más allá de la puerta dorada y los pabellones neogóticos de Ellis, resplandece la bahía de aguas turquesa que conduce al mar salobre y agitado, al océano rugiente y sollozante.

Mis colores van de la luna al sol, del óxido al cielo. Los océanos nos separan cuando nos sumergimos en la tormenta blanca de la que fue y será mi vida. La tormenta de cielo y de hielo y de niebla y de bruma. El hielo resquebrajado se cubre de sangre. Bajo el hielo estás tú, y también estoy yo. Estoy sentada sobre las baldosas grises, pasó los dedos por la tela negra de la mochila, por el cañón metálico de la pistola, por las hojas amarillentas de tu libro salvador, por los billetes de dólar nuevecitos y verdes, de los que aún quedan tantos.

Toco la fotografía en la que estamos tú y yo recién casados, volando el uno hacia el otro tras despegar las alas rojas del fuego prometeico.

Fuera ululan las sirenas, la pelota choca con el bate, llora el niño, sangra el hielo grisáceo. Y yo sigo sentada sobre las baldosas, y delante tengo la mochila negra que contiene nuestra súbita esperanza. Eternamente sobre el suelo, la mochila del color de mi tristeza.

—¿Qué te pasa, Tania?

Vikki estaba de pie en el umbral de la habitación. Anthony jugaba sentado en el suelo. Tatiana se había tumbado en el suelo y había reclinado la cabeza en las baldosas.

—Nada.

—¿No trabajas hoy?

—Ya me levanto…

—Pero ¿qué te pasa? —insistió Vikki, perpleja.

—Nada… —contestó Tatiana.

Pensó que había hablado en un susurro. Tenía los ojos tan hinchados que no los podía abrir. Casi no veía.

—¡Son las ocho! ¿Has estado llorando? Acaba de empezar el día…

—Ahora me visto. Tengo turno.

—¿Quieres que hablemos?

—No. Estoy bien. Hoy cumplo veinte años.

—¡Felicidades! ¿Por qué no me lo habías dicho? Saldremos a celebrarlo… ¿Qué te pasa? ¿Por qué te entristece tanto un cumpleaños?

—Me parece increíble que nos hayamos casado el día de mi cumpleaños —dice Tatiana.

—Así nunca me olvidarás.

—¿Cómo podría olvidarte, Alexander? —pregunta Tatiana, tendiendo una mano hacia él.

Tatiana no celebró su cumpleaños. Trabajó durante todo el día y por la tarde jugó con el niño. Por la noche, con las cortinas descorridas y las ventanas abiertas para que la brisa del mar circulara a sus anchas por la habitación, se arrodilló al lado de la cama y oprimió con la mano las alianzas que pendían de su cuello. Hacía casi un año que estaba en Estados Unidos. En la noche de su vigésimo aniversario, en su habitación de Ellis, Tatiana se sentó en el suelo después de dar de mamar a Anthony y por primera vez desde que había salido de la Unión Soviética vació la mochila negra y fue sacando todo lo que había en el interior: la pistola alemana, el ejemplar de «El jinete de bronce», el diccionario ruso-inglés, la foto de Alexander, su foto de bodas, la gorra de oficial y todo lo que había en los bolsillos.

Fue entonces cuando descubrió la medalla de Héroe de la Unión Soviética que en otro tiempo había pertenecido a Alexander.

Se quedó mirándola desconcertada durante lo que le parecieron varias horas, e incluso salió a echarle un vistazo a la luz del día por si se había equivocado.

El sol llegó a la cúspide y empezó a bajar. Hacía calor. Las aguas de la bahía centelleaban. Y Tatiana seguía contemplando atónita la medalla. ¿Era un error?

Tatiana, con la misma claridad con que veía los veleros en el agua, veía la medalla colgada del respaldo de una silla la última vez que había ido a visitar a Alexander con el doctor Sayers. Alexander había dicho: «Mañana por la tarde me tendréis aquí otra vez, ascendido a teniente coronel», y Tatiana había sonreído feliz y había con templado la medalla en el respaldo de una silla, junto a la cama que ocupaba su marido en el hospital.

¿Cómo había ido a parar a la mochila? Tatiana no se la había quitado a su marido.

«¿Qué significa esto?», susurró. Cada vez lo entendía menos. Cuanto más se esforzaba en pensar con claridad, más infranqueable se volvía la barrera de hormigón erigida por su mente.

Sabía que el doctor Sayers le había dado la mochila poco después de que ella se desplomara en el suelo del despacho al saber que el camión de Alexander había sufrido un accidente y se había hundido en el Ladoga, y antes de que el doctor y ella se subieran al jeep de la Cruz Roja que los llevó a Finlandia.

Y Tatiana seguía desplomada en el suelo mañana y noche, entre los heridos y las compras, entre la comida y la cena, entre Vikki y Edward, entre Ellis y Anthony. Subía al transbordador pero seguía tumbada sobre las baldosas, y delante de ella estaba la mochila, y en la mochila estaba la medalla que pertenecía a Alexander.

¿Se la habría dado él mismo? ¿Podría haber olvidado una cosa así? El doctor Sayers le había entregado la gorra de oficial justo después de contarle lo que le había sucedido a Alexander. ¿Le había dado la medalla, además? Tatiana lo dudaba. ¿Había sido el coronel Stepanov? También lo dudaba. Tatiana se incorporó y se puso la medalla al cuello, al lado de las alianzas.

Pasó un día, pasó otro, pasó un día más…

—¿De dónde ha sacado eso? —le preguntó en un rudimentario inglés uno de los soldados heridos—. Es una medalla que se otorga únicamente a los militares más destacados. ¿De dónde la ha sacado?

Cada vez que Tatiana daba de mamar a su hijo, cada vez que contemplaba su carita cuando lo tenía en brazos, no podía evitar pensar que si Alexander hubiera llevado puesta la medalla el día en que se lo llevaron, las cosas habrían sido diferentes. Sabía que un militar al que se llevaban para concederle un supuesto ascenso podía intentar defenderse hablando de su coraje, de sus hazañas militares, de su patriotismo.

«El doctor me dio la gorra, pero es imposible que le quitara la medalla a Alexander. Y de haberlo hecho, habría dicho claramente: “Toma, Tania, ésta es la gorra de tu marido y ésta es su medalla; quédatelo todo tú”».

No. La medalla estaba escondida en un bolsillo secreto del compartimiento más pequeño de la mochila. Y no había nada más en el bolsillo, y Tatiana no la habría encontrado si no hubiera vaciado la mochila y palpado la tela para ver si quedaba algo dentro.

¿Por qué la había escondido el doctor Sayers?

¿Por qué no se la había dado junto con la gorra?

Porque temía que suscitara demasiadas preguntas.

Tatiana pensó que tal vez se había vuelto demasiado suspicaz. ¿De qué sospechaba?

Por muchas vueltas que daba al asunto, no conseguía imaginar qué había sucedido. Siguió haciendo su vida, trabajando y dando de mamar al niño, hasta que una tarde de finales de junio abrió los ojos y ahogó una exclamación.

Por fin sabía qué había sucedido.

Si el doctor Sayers le hubiera enseñado la medalla, Tatiana habría aceptado de otro modo la noticia. Se habría puesto a elucubrar y se habría hecho demasiadas preguntas. Habría empezado a sospechar de detalles concretos.

Ahora bien, el doctor Sayers no sabía que Tatiana podía reaccionar así.

La única persona que podía saberlo era el hombre moreno y de brazos envolventes. Él sí que podía saberlo.

Alexander quería dejar su condecoración más preciada en manos de Tatiana, pero debía ocultársela al principio para evitar sospechas. Por eso, cuando estaba caído sobre el hielo, o en el hospital, o donde fuera, habló con el doctor Sayers y le pidió que esperase.

Lo cual quería decir que todo era un montaje en el que había colaborado el doctor Sayers.

¿También formaba parte del plan la muerte de Alexander?

¿O la muerte de Dimitri?

Tatiasha… Acuérdate de Orbeli.

Éstas eran las últimas palabras que Alexander había dicho a Tatiana. «Acuérdate de Orbeli». ¿La estaba animando a recordar en ese momento algo que conocían los dos o le estaba pidiendo que más adelante pensara en Orbeli?

Tatiana no durmió en toda la noche.