Capítulo 18

Alexander y los alemanes, 1943

Los soviéticos seguían muriendo en Siniavino, y los alemanes seguían apostados en las colinas.

Alexander seguía enviando soldados a reparar las vías, y los soldados seguían cayendo. El teniente coronel Muraviev, al mando de varios batallones regulares y disciplinarios, no se mostró muy dispuesto a escuchar sus protestas.

—Es un batallón de castigo —le dijo—. ¿Sabe qué quiere decir eso, capitán?

—Lo sé —respondió Alexander—. Pero déjeme que le haga una pregunta. Sólo estudié matemáticas hasta la secundaria, pero… si el ritmo de bajas es de treinta al día, ¿cuánto durarán mis doscientos hombres?

—Ésta me la sé —exclamó Muraviev—: ¡seis días!

—Exacto. Ni una semana. Los alemanes tienen a trescientos soldados apostados en las montañas, y a nosotros no nos queda prácticamente ninguno.

—No se preocupe. Le proporcionaremos más soldados para que los envíe a la línea férrea. Como siempre.

—¿Es ése el objetivo? ¿Que los alemanes hagan prácticas de puntería con nuestros hombres?

—Ya me avisaron de que era usted conflictivo —declaró Muraviev, lanzándole una mirada torva—. No olvide que está al mando de un batallón disciplinario. La seguridad de sus hombres no es asunto mío. Ocúpese de arreglar las vías y cierre el pico.

Alexander salió de la tienda sin hacer el saludo reglamentario.

Estaba claro que tendría que tomar cartas en el asunto. No esperaba a Stepanov, pero se habría conformado con un superior que tuviera sólo el 10% de su talento. ¿Por qué iba a preocuparse Muraviev por los soldados del batallón de Alexander? Todos eran reos de la justicia. Entre sus delitos estaba haber tenido una madre perteneciente a una orquesta que mantenía correspondencia con músicos franceses, aunque la mujer ya estuviera muerta y la orquesta se hubiera disuelto muchos años atrás. A otros los habían visto entrar en una iglesia, antes de que Stalin declarase al Pravda que él también creía en «cierto tipo de Dios». Otros habían estrechado casualmente la mano de un ciudadano a punto de ser detenido. Algunos habían sido vecinos de una persona acusada de algún delito.

—Yo soy uno de ésos: tuve la mala suerte de ocupar la cama contigua a la suya, capitán —manifestó Ouspenski.

Alexander sonrió. Se dirigían al cobertizo que se empleaba como arsenal. Alexander había pedido a Ouspenski que lo acompañara porque quería solicitar un mortero de 160 milímetros.

El día anterior, al amanecer, había subido a una colina cercana a las vías para observar cómo caían sus hombres. Oculto entre los arbustos y usando unos prismáticos de campaña, localizó el punto de partida de las tres bombas que arrojaron los alemanes. Estaban a dos kilómetros por lo menos. Por eso necesitaba un mortero de 160 milímetros, el único capaz de hacer blanco a esa distancia.

Por supuesto, el responsable del arsenal se negó a darle el mortero. El sargento que atendía el mostrador le dijo que un batallón disciplinario no estaba autorizado a emplear morteros y que la solicitud tenía que estar firmada por su mando inmediato. Pero Muraviev se rio de Alexander y se negó a ayudarlo.

—He perdido a ciento noventa y dos hombres en siete días. ¿Habrá reos suficientes para reparar la línea?

—¡Órdenes son órdenes, Belov! El mortero es para la compañía que tiene que atacar a los alemanes en Siniavino la semana próxima.

—¿Sus hombres pretenden subir hasta la cima de una montaña pertrechados con un arma tan pesada, coronel?

Muraviev le ordenó que saliera de la tienda.

Alexander terminó hartándose y convocó al sargento Melkov. Aquella noche, Melkov, el que mejor aguantaba el vodka de todo el batallón, invitó a beber al vigilante del cobertizo hasta que éste se quedó dormido en la silla y no pudo oír los crujidos de la desvencijada puerta de madera cuando Alexander y Ouspenski entraron a por el mortero. Tuvieron que hacerlo rodar a lo largo de un kilómetro, en plena noche. Entretanto, Melkov, que se había tomado el encargo en serio, los esperó junto al vigilante, echándole tragos de vodka por el gaznate cada quince minutos.

Poco antes de las cinco de la mañana, siete de los hombres de Alexander bajaron a las vías como cebo.

A través de los prismáticos, Alexander vio cómo la primera bomba dibujaba una curva sibilante desde el punto de origen hasta la línea férrea. Sus hombres lograron escapar indemnes. Alexander y Ouspenski tuvieron que aunar sus fuerzas para introducir la bomba explosiva dentro de la recámara.

—No lo olvide, Nikolai —dijo Alexander mientras dirigía el cañón hacia las montañas—. Sólo tenemos dos proyectiles: dos únicas oportunidades de acabar con los putos alemanes. Y este trasto tiene que estar en el arsenal dentro de veinte minutos, antes del cambio de guardia de las seis.

—¿No se darán cuenta de que faltan las dos bombas mayores?

Alexander dirigió los prismáticos hacia la montaña bañada en la luz azul del amanecer.

—Me da igual que se enteren, mientras consigamos aplastar a esos alemanes de mierda. De todos modos, no creo que se fijen. ¿Cree que alguien lleva algún tipo de inventario? ¿El vigilante borracho, tal vez? De ése ya se encarga Melkov, que además aprovechará para sacar treinta ametralladoras.

Ouspenski soltó una carcajada.

—No se ría, desequilibrará el mortero —dijo Alexander—. ¿Está listo?

Encendió la mecha.

La mecha ardió durante dos segundos, el retroceso retumbó como un terremoto y el primer proyectil salió silbando del cañón y dibujó un arco de un kilómetro y medio. Alexander lo vio caer y estallar entre los árboles. En el momento en que la primera bomba alcanzo su objetivo, la segunda ya estaba en camino. Alexander no se fijó dónde caía el segundo proyectil porque ya había empezado a desmontar el mortero. Dejando a Ouspenski a cargo de los soldados, devolvió la pesada pieza de artillería al arsenal y tuvo tiempo de cerrar la puerta y arrojar el manojo de llaves en el regazo del vigilante inconsciente cuando faltaban dos minutos para las seis.

—Buen trabajo —dijo cuando Melkov y él se apresuraban a volver a sus respectivas tiendas para la inspección matinal.

—Gracias, señor —respondió Melkov—. Ha sido un placer.

—Ya lo veo —contestó Alexander, sonriente—. Que no lo pille en otro momento bebiendo así, o irá directo al calabozo.

El vigilante estuvo cuatro horas inconsciente y fue relevado de sus funciones por negligencia grave.

—¡Tiene suerte de que no falte nada, cabo! —lo reprendió Muraviev.

Como castigo, el vigilante tuvo que trabajar una semana en el comando encargado de reparar las vías.

—Tiene suerte de que los alemanes lleven dos días tranquilos cabo. De no ser así, ya estaría usted muerto —le aseguró Alexander.

Sus hombres pudieron reparar las vías mientras los alemanes se reorganizaban, y cinco trenes cargados de alimentos y medicinas consiguieron llegar a Leningrado.

Los alemanes retomaron más tarde los bombardeos, pero no por mucho tiempo porque Muraviev terminó cediendo el mortero a Alexander. Después de localizar la posición de los alemanes en Siniavino y dispararles unos cuantos proyectiles, un batallón del Ejército 67 subió hasta la cima del monte mientras los hombres de Alexander los defendían desde el valle con la artillería.

El batallón no regresó, pero los alemanes ya no volvieron a bombardear el ferrocarril.

En el otoño de 1943, el Ejército 67 ordenó al batallón disciplinario de Alexander (reducido a sólo dos compañías, con 144 soldados en total) que cruzara el Neva al sur de Pulkovo para atacar los últimos bastiones del cerco de Leningrado. Esta vez le proporcionaron algunas piezas de artillería (ametralladoras pesadas, morteros, bombas antitanque y una caja de granadas). Cada uno de sus hombres disponía de una ametralladora ligera y de abundante munición. Durante doce días del mes de septiembre de 1943, el séptimo batallón, junto con dos batallones más y una compañía motorizada, bombardearon a los alemanes en Pulkovo. Contaron con el apoyo aéreo de dos Shtukarevich, pero no les sirvió de nada.

Los árboles se quedaron sin hojas, el sargento Melkov murió, llegó el frío, el decimocuarto invierno desde que la familia Barrington se había trasladado a la Unión Soviética, el segundo desde el que se había llevado a todos los familiares de Tatiana, y Alexander no cejó en su sangriento avance hacia la cima de la montaña. Recibió cientos de soldados más. En diciembre de 1943 logró expulsar a los alemanes de la ladera oriental de la montaña.

Desde lo alto del Pulkovo, mirando al norte, Alexander podía ver las escasas luces que aún brillaban en Leningrado. A menor distancia en un día claro, veía las columnas de humo de la Kirov, que seguía produciendo armas para la defensa de la ciudad. Con los prismáticos alcanzaba a ver el muro exterior, y podía verse a sí mismo con la gorra en la mano, esperando día tras día, semana tras semana, a que saliera Tatiana por las puertas de la fábrica.

Pero para eso no necesitaba subir a la cima del Pulkovo.

Alexander celebró la Nochevieja de 1943 sentado frente a una hoguera acompañado de sus tres tenientes, sus tres subtenientes y sus tres sargentos. Bebió vodka con Ouspenski. Todos veían con optimismo el futuro y pensaban que los alemanes no tardarían en irse de Rusia. Después de los acontecimientos del verano, de los hechos de Siniavino y de la batalla de Kursk, de la liberación de Kiev en noviembre y la de Crimea hacía tan sólo unas semanas, Alexander estaba convencido de que 1944 sería el último año con alemanes en suelo soviético. Su misión era avanzar hacia el oeste con el batallón disciplinario y enviar a los alemanes de vuelta a su tierra.

Ésta fue su decisión de Año Nuevo: avanzar hacia el oeste, donde estaba su única esperanza.

Se animó a beber otro vaso. Alguien que ya estaba borracho contó un chiste malo sobre Stalin. Otro lloró por su mujer. Alexander estaba casi seguro de que no había sido él. Intentaba mantener una fachada de dureza. Ouspenski brindó con él y se terminó la botella de vodka.

—¿Por qué no nos dan permiso como a los demás soldados? —se quejó Ouspenski, bebido, deprimido y sentimental—. ¿Por qué no podemos pasar el Año Nuevo en casa?

—No sé si se ha dado cuenta, teniente, pero estamos en guerra. Mañana dormiremos hasta que se nos pase la resaca, y el martes volveremos a la batalla. Antes de un mes habremos roto el cerco de Leningrado. Habremos echado a los nazis y la ciudad se habrá salvado gracias a nuestros esfuerzos.

—Me importan una mierda los nazis. Lo que quiero es ver a mi mujer —exclamó Ouspenski—. Usted no tiene a dónde ir… por eso piensa en expulsar a los alemanes.

—Sí tengo a dónde ir —respondió pausadamente Alexander.

—¿Tiene familia? —le preguntó Ouspenski, mirándolo con suspicacia.

—Por aquí no.

Por algún motivo, su respuesta sólo sirvió para poner aún más melancólico a Ouspenski.

—Mírelo por el lado bueno, Nikolai —dijo Alexander, animándose a llamarlo por el nombre de pila—. Ahora mismo no estamos rodeados por el enemigo, ¿no?

Ouspenski no dijo nada.

—Nos hemos acabado una botella de vodka en un par de horas —continuó Alexander—. Hemos podido comer jamón, arenque ahumado, encurtidos y hasta pan negro recién hecho. Hemos contado chistes, nos hemos reído, hemos fumado… Piense que podría ser mucho peor.

Alexander no quería que su mente se adentrase en sus propias cámaras de tortura.

—No sé usted, capitán, pero yo tengo una mujer y dos niños y no los veo desde hace diez meses. La última vez fue justo antes de caer herido. Mi mujer cree que estoy muerto. Estoy seguro de que no le llegan mis cartas, porque no me contesta.

Ouspenski hizo una pausa y se echó a temblar como una hoja.

Alexander no respondió.

«Yo tengo una mujer y un hijo y tampoco puedo verlos. ¿Qué ha sido de ella, qué ha sido del niño? ¿Habrán llegado a algún sitio? ¿Estarán a salvo? ¿Cómo puedo continuar viviendo sin saber si Tatiana está bien?

»No puedo.

»No puedo seguir viviendo sin saber si ella está bien».

No temerás los terrores de la noche… ni la flecha que vuela de día…

Ouspenski abrió otra botella de vodka y tomó directamente un trago.

—¡A la mierda todo! —exclamó—. La vida es muy dura.

Alexander le arrebató la botella de las manos y bebió un trago él también.

—¿Comparada con qué? —preguntó.

Dio una calada al cigarrillo, dejando que el humo acre pasara a través del nudo que le oprimía la garganta.

—Vamos a emborracharnos, Tania.

—¿Por qué?

—Para fumar, para beber, para celebrar tu cumpleaños y nuestra boda, para divertirnos —contesta Alexander, encogiéndose de hombros.

—Tonto… Mi cumpleaños fue hace una semana y ya lo celebramos. —Tatiana sonríe—. Hiciste helado, ¿no te acuerdas?

Alexander la levanta hasta que sus pies no tocan el suelo.

Ella lo rodea con sus brazos.

—De acuerdo, tomaré un poquito de vodka.

—Un poquito no. Una cantidad inconmensurable. ¡Alcemos los vasos…!

En el claro del bosque, junto al fuego, Alexander sirve dos vasos de vodka. Ella está arrodillada sobre la manta, mirándolo expectante. Él se arrodilla delante de ella.

—… y brindemos por nuestra maravillosa vida.

Tatiana alza el vaso.

—De acuerdo, Alexander. Brindemos por nuestra maravillosa vida.