Navidad en Nueva York, 1943
Vikki invitó a Tatiana y al niño a pasar la Nochebuena en casa de sus abuelos.
Cuando llegaron, Tatiana vio que también estaba Edward.
—¿Por qué lo has invitado? —susurró a Vikki en la cocina.
—Él también celebra la Navidad, Tania.
Un rato después, Tatiana estaba sentada al lado de Edward en el sofá, tomando sorbitos de un brebaje que recibía el nombre de «ponche» y sosteniendo en el regazo a su bebé de seis meses, que también quería probar el ponche. Edward le contó que cuatro días antes lo habían echado de casa. Al parecer su mujer estaba harta de que trabajara tanto y pasara tan poco tiempo con ella.
—A ver si lo entiendo —dijo Tatiana—. ¿Te ha echado porque no pasabas suficiente tiempo con ella?
—Exacto.
—¿Y eso no significa que aún pasarás menos tiempo con ella? —insistió Tatiana.
Edward se echó a reír.
—Me parece que mi mujer no me apreciaba mucho, Tania —concluyó.
—Es triste que una esposa sienta eso por su marido —comentó Tatiana.
Vikki se les acercó con una bandeja de galletitas con miel. Su expresión orgullosa hizo que Tatiana la definiera silenciosamente como «problemática».
Habían puesto un disco de música navideña, la casa olía a jengibre, a tarta de manzana y al ajo de la salsa para los espaguetis, incluso los colores rojizos del apartamento resultaban muy adecuados para la celebración y Vikki llevaba un vestido de terciopelo marrón que combinaba muy bien con el castaño aterciopelado de su pelo y de sus ojos. Isabella y Travis les dieron de comer como si el país no estuviera en guerra. La conversación fluía ligera como el vino.
Después de la cena, Tatiana se retiró un momento para dar de mamar a su hijo. El rumor de las conversaciones navideñas inundaba el resto del piso, pero el dormitorio donde ella acunaba a su hijo con los ojos cerrados estaba oscuro, caldeado y silencioso.
Aquella Nochebuena, la joven Tatiana no encontró consuelo en las oraciones de la misa del Gallo, ni en la cena familiar, ni en la compañía de Vikki, ni en su habitación de la isla de Ellis. Mientras daba de mamar a su hijo, una única palabra le golpeaba el alma a cada segundo y retumbaba en las lágrimas que le resbalaban por las mejillas, en la leche que fluía de sus pechos y en los latidos de su corazón: Alexander.
En Navidad, Ellis era un lugar triste. A Tatiana, sin embargo, la reconfortaba sentirse necesitada por alguien que no era su hijo. Daba de comer a los heridos cubiertos por las sábanas blancas y les decía que pensaran en sus hermanos de armas, que no tenían una cama donde descansar ni a nadie que los consolara.
—Eso es porque no está usted cuidándolos —comentó con un acento muy marcado un piloto que se llamaba Paul Schmidt.
Era un militar alemán que había combatido en North Channel, bombardeando los buques que transportaban alimentos y armas hacia el mar del Norte. Los norteamericanos lo habían rescatado cuando su avión había caído al agua. En el barco que lo llevaba a Estados Unidos le habían amputado las piernas, y ahora que estaba a punto de terminar la convalecencia iban a repatriarlo. Paul explicó que no quería regresar a su país.
—Si no estuviera tullido, me obligarían a trabajar como han hecho con los demás prisioneros alemanes, ¿no?
—Puede que lo envíen a trabajar a algún lado —observó Tatiana—. Podría ordeñar vacas en una granja, por ejemplo.
—Lo que me gustaría —explicó el piloto con una sonrisa— es que una americanita guapa se casara conmigo para no tener que volver.
—Pídaselo a otra enfermera —dijo Tatiana, con otra sonrisa—. Yo no soy norteamericana.
—No me importa —contestó el piloto, sin que el interés de su mirada se desvaneciera.
—¿Y cree que la esposa que lo espera en su país estaría contenta si usted se volviera a casar?
—No hay por qué decírselo —contestó el soldado, risueño.
Tatiana le contó algunas cosas de su pasado. Le resultaba más fácil charlar con los soldados italianos y alemanes que con Vikki y con Edward, a los que no se atrevía a describir su vida anterior a Estados Unidos, entre las nieves de Leningrado y las lluvias de Lazarevo. En cambio, aquellos soldados moribundos y desarraigados la entendían muy bien, se identificaban con ella.
—Me alegro de no estar en el Frente Oriental —manifestó Paul Schmidt.
«Yo no —quiso decir Tatiana—, porque allí, mi vida tenía sentido».
—Pero no fue allá donde cayó herido —observó.
Se inclinó para seguir dándole de comer, sin apartar la mirada de la cuchara metálica y el plato de esmalte. Trató de pensar únicamente en el aroma del caldo, la textura de la sábana almidonada y de las mantas de lana y el frescor de la sala. Quería alejar las imágenes del Frente Oriental. Dando de comer a su marido… acercándole la cuchara a los labios… durmiendo en la butaca contigua a su cama… apartándose unos pasos y dándole la espalda…
No. ¡No!
—No se puede imaginar cómo nos están tratando los soviéticos —insistió el piloto.
—Me hago una idea, Paul —aseguró Tatiana—. El año pasado era enfermera en Leningrado. Y poco antes, vi lo que sus compatriotas hacían con nuestros soldados.
El piloto meneó la cabeza con tanta vehemencia que el caldo se le salió de la boca. Tatiana le limpió la barbilla con la servilleta y le acercó otra cucharada.
—Los soviéticos ganarán la guerra —dijo él, y bajó la voz—. ¿Y sabe por qué?
—¿Por qué?
—Porque no valoran la vida de sus hombres.
—¿Y Hitler valora la de los suyos? —preguntó Tatiana tras un momento de silencio.
—Más que Stalin. Hitler se esfuerza en curarnos para que podamos volver al frente, pero Stalin deja morir a sus hombres y luego manda al frente a chavales de trece o catorce años que también terminan muriendo.
—Pronto no quedara nadie a quien enviar —reflexionó Tatiana.
—Antes de llegar a ese punto, Stalin habrá ganado la guerra.
Tatiana tuvo que dejar a Paul para atender a otros heridos, pero más tarde volvió con él y le llevó un té con leche y unas pastitas navideñas.
—Por cierto, se equivoca respecto a mí —aseguró Paul—. Caí herido en Rusia, en Ucrania. Derribaron el bombardero que pilotaba y estuve a punto de perder el estómago en la caída. —Hizo una pausa como si recordara algo—. De perderlo literalmente.
—Lo entiendo —dijo Tatiana.
—Cuando me curé me enviaron a North Channel porque era menos peligroso. Qué paradoja, ¿no? Mi capitán decidió que ya no era tan buen piloto. Pero ¿sabe?, los partisanos soviéticos que me recogieron el año pasado en Ucrania no me mataron. No sé por qué se apiadaron de mí, quizá porque era Navidad.
—No creo que se apiadaran porque fuera Navidad —contestó amablemente Tatiana—. Los soviéticos no la celebran.
El piloto alemán la miró muy serio.
—¿Por eso está usted aquí? ¿Porque para usted no es fiesta?
Tatiana negó con la cabeza. Quiso persignarse para darle ánimos, pero se contuvo. Sintió ganas de llorar, pero se contuvo. Quería exhibir una fachada inexpugnable y dura como una roca, ser como Alexander… Pero no podía.
—Estoy aquí para que los heridos sepan que no están solos aunque estén lejos de su tierra —explicó con voz temblorosa—. Estoy aquí porque tengo la esperanza de que si los trato bien, si les doy un poco de consuelo, entonces quizás, en otro lugar, alguien tratará bien a…
Le resbaló una lágrima por la mejilla.
—¿Cree que las cosas funcionan así? —preguntó Paul, mirándola sorprendido.
—No sé cómo funcionan las cosas —respondió Tatiana.
—¿Él está en el Frente Oriental?
—No sé dónde está —dijo Tatiana.
Seguía sin dar crédito al certificado que guardaba en su habitación, en el interior de la mochila negra.
—Pues rece para que no esté en el Frente Oriental. No duraría ni una semana.
—¿No?
El rostro de Tatiana reflejó seguramente su desánimo, porque Paul le dio una palmadita en la mano y añadió:
—No piense en eso, enfermera… ¿Sabe qué es lo que él más desea, esté donde esté?
—¿Qué? —susurró Tatiana.
—Que usted esté a salvo —contestó Paul.
Navidad en Nueva York.
Navidad en el Nueva York de los tiempos de guerra. El año anterior Tatiana había celebrado la Nochevieja en el hospital Gresheski, con el doctor Matthew Sayers y las demás enfermeras. Bebieron vodka y brindaron con los pocos pacientes que no dormían y tenían fuerzas suficientes para alzar el vaso. Tatiana sólo pensaba en ir al frente para encontrarse con Alexander. Tenían previsto marcharse al cabo de cinco días. Alexander aún no lo sabía, pero Tatiana encontraría el modo de salir con él de la Unión Soviética. No había luces de Navidad en Leningrado. La ciudad estaba cubierta de escombros. En Nochevieja los alemanes lanzaron proyectiles desde Pulkovo, y el primer día del año los bombardearon desde el aire. Cuatro días después, Tatiana salía de Leningrado en un jeep de la Cruz Roja conducido por el doctor Sayers y pensaba: «¿Volveré a ver Leningrado alguna vez?».
Y ahora tenía la impresión de que nunca volvería a verlo.
Lo que veía ahora no era Leningrado sino Nueva York en Navidad. Veía las calles de Little Italy adornadas con lucecitas verdes y rojas, y la calle Cincuenta y siete adornada con bombillas blancas, y el remate del Empire State iluminado en rojo y verde, y el árbol del Rockefeller Center. Por ser Navidad, el gobierno permitió encender las luces de los rascacielos durante una hora, pero después tuvieron que apagarlas por la guerra.
Tatiana empujaba el cochecito de Anthony bajo la nieve, rodeada de una multitud bulliciosa y cargada con bolsas de regalos. Ella no llevaba nada porque sólo había salido a pasear por las calles nevadas y alegres del Nueva York de los tiempos de guerra, pensando que Alexander, en Boston, había vivido diez diciembres como ése. Diez diciembres con canciones navideñas, con bolsas y paquetes bajo los brazos, con el constante tintineo de los cascabeles, con árboles cubiertos de guirnaldas luminosas, con cafeterías que proclamaban en el escaparate: «JESÚS ES EL MOTIVO DE LA CELEBRACIÓN».
Alexander había vivido todo eso, y sus padres le habían hecho regalos, y Santa Claus había visitado su casa en Navidad. Tatiana entró en una juguetería y compró un trenecito para Anthony. El niño era demasiado pequeño para jugar con él, pero ya crecería.
En el escaparate de Bergdoff, en la esquina de la calle Cincuenta y ocho y la Quinta Avenida, Tatiana vio unas mantas con dibujos navideños y, como hacía frío y estaba pensando en Alexander, entró en la tienda y preguntó cuánto costaban. Eran de cachemira pura y valían la escandalosa cantidad de cien dólares cada una. La dependienta le dijo el precio y le dio la espalda como si diera por terminada la conversación. Acto seguido se giró como si acabara de recordar algo, le arrebató la manta de las manos y volvió a darle la espalda.
—Me llevaré tres —dijo Tatiana, sacando el dinero del monedero—. ¿En qué colores las tienen?
Aquella noche, en la isla, madre e hijo durmieron en la cama de Tatiana, abrigados con dos mantas de cachemira. La tercera estaba reservada para el padre de Anthony.
Nueva York en Navidad. Había jamón, y había queso, y había leche y chocolate y cien gramos de carne para cada uno, y había la alegría de las madres que buscaban juguetes para sus hijos y esperaban a los soldados que volvían a casa a pasar las fiestas.
No era el caso de Vikki, que ya se había divorciado de su marido. Y tampoco el de Tatiana, que había perdido al suyo. Pero sí el de otras mujeres.
Los árboles de la ciudad resplandecían bajo las guirnaldas de luces blancas. En Ellis, las enfermeras decoraron un abeto para los soldados alemanes e italianos; el problema era que ninguna quería trabajar en Navidad, aunque les duplicaran o triplicaran el sueldo o les dieran una semana de vacaciones. Tatiana trabajó por el triple del sueldo y por una semana de vacaciones.
Nueva York en Navidad.
Mientras empujaba el carrito de Anthony por la calle Mulberry, camino de la casa de Vikki en Little Italy, Tatiana entonaba en voz baja El largo sendero, una canción que había oído en la radio del hospital:
Un largo sendero se adentra,
en la tierra de mis sueños,
donde cantan las alondras
y brilla la luna blanca.
Me espera una larga noche
hasta que mis sueños se cumplan,
hasta el día en que recorra
este largo sendero contigo.