La línea férrea de Siniavino, 1943
Alexander quiso que Ouspenski fuera a verlo a su tienda.
—¿Qué le pasa al sargento Verenkov, teniente? —le preguntó.
—No sé a qué se refiere, señor.
—Esta mañana me ha traído su ración de café y una parte de la ración de gachas. No toda entera, afortunadamente…
—Así es, capitán.
—Dígame, teniente: ¿por qué me trae gachas Verenkov? ¿Por qué me ofrece condones el sargento Telikov? ¿Para qué quiero yo los profilácticos del sargento? ¿Qué está pasando aquí?
—Es usted nuestro mando, señor.
—Pero yo no les mando que me traigan condones o gachas…
—Verenkov quiere mostrarse amable.
—¿Por qué?
—No lo sé, señor.
—Terminará diciéndome la verdad, teniente.
La base quedaba a un kilómetro del Ladoga y todas las mañanas Alexander andaba hasta la orilla para asearse. En los días plácidos y cálidos del comienzo del verano, el lago olía a aquello en lo que se había convertido: la sepultura de miles de soldados soviéticos.
Una mañana, cuando volvía del lago y pasaba junto al comedor de campaña, Alexander oyó la voz de Ouspenski al otro lado de la lona. En circunstancias normales habría seguido caminando, pero oyó mencionar su nombre en tono conspiratorio y redujo el paso. Ouspenski hablaba con el sargento Verenkov, un joven preso político que hasta entonces nunca había estado en el ejército, y con el sargento Telikov, militar de carrera desde hacía diez años.
—Manténganse alejados de nuestro superior, sargentos —dijo Ouspenski—. No hablen con él y no lo miren a los ojos. Si tienen que pedirle algo, pídanmelo a mí. Y avisen a todos sus hombres. Yo haré de intercesor.
Alexander sonrió.
—¿Es que necesitamos intercesores?
El que había hablado era Telikov. Era un hombre prudente.
—Los necesitan, se lo aseguro —respondió Ouspenski—. El capitán Belov parece un hombre razonable, pero si no llevan cuidado es capaz de estrangularlos con sus propias manos.
—Cállese, no dice más que tonterías —protestó Verenkov, escéptico.
—¿No sabían que le arrancó el brazo a un tal Dimitri Chernenko, del servicio de suministros? —añadió Ouspenski, sin inmutarse pero bajando el tono—. Le retorció el brazo hasta dejarle un muñón ensangrentado. Y lo peor es que por poco lo mata de un puñetazo en la cara. ¡De un puñetazo, Verenkov! Piénsenlo.
Alexander se rio en silencio. Ojalá fuera verdad.
—Y como no lo había matado, desde el hospital donde convalecía ordenó que ejecutaran a Chernenko en la frontera finlandesa.
—¡No hablará en serio!
—Ya les digo que no le teme a nada. Ni a los compañeros del servicio de suministros, ni a los alemanes, ni a la muerte, ni siquiera al NKGB. Escuchen bien lo que les voy a decir y no se lo cuenten a nadie… —Ouspenski bajó la voz y siguió hablando en un susurro—: Cuando lo encerraron en el calabozo de Morozovo, fue a interrogarlo un agente…
—¿Por qué estaba arrestado?
—Por espionaje.
—¡Anda ya!
—Es verdad.
—¿Para quién espiaba?
—Creo que para los japoneses… en fin, no importa. Como les digo, fue a interrogarlo un agente. Nuestro superior iba desarmado, pero ¿saben qué pasó?
—¿Lo mató?
—¡Exacto! ¡Se lo cargó!
—¿Cómo?
—Nadie lo sabe.
—¿Le dio un puñetazo?
—No tenía marcas.
—¿Lo estranguló?
—No tenía marcas, se lo acabo de decir.
—¿Cómo, pues? ¿Con veneno?
—¡Con nada! —respondió Ouspenski muy exaltado—. ¡Ahí está la cuestión! Nadie lo sabe. Pero no olviden que es capaz de matar a un hombre en una celda minúscula sólo con la fuerza de la voluntad. Manténganse alejados de él, si no quieren que a unos alfeñiques como ustedes se los coma con patatas.
—¡Teniente! —exclamó Alexander, irrumpiendo en la tienda.
Ouspenski, Verenkov y Telikov se levantaron de un salto.
—Sí, señor…
—Teniente, no me asuste a los sargentos. Y no me gusta que vaya difundiendo mentiras. Para su información: no soy espía de los japoneses. ¿Queda claro?
—Sí, señor —dijeron tras una pausa tres voces temblorosas.
—Y ahora vuelvan a sus ocupaciones. ¡Todos!
—Sí, señor.
Sus subordinados salieron apresuradamente de la tienda, desviando la mirada. Alexander apenas podía disimular la sonrisa que pugnaba por asomarle a los labios.
Al cabo de unas semanas, era obvio que se repetía siempre la misma situación: Alexander enviaba a la línea férrea a dos o tres pelotones, a una o dos secciones, a cincuenta hombres, y no volvían. Y no había suficientes vendas, antibióticos, sangre ni morfina para los pocos que sí lo hacían. Los alemanes se habían apostado entre los árboles de los altos de Siniavino y desde su posición gozaban de una excelente perspectiva sobre el tramo averiado de la línea férrea. Sin embargo, había que hacer llegar provisiones a Leningrado fuera como fuera, de modo que Alexander tenía que seguir enviando soldados a las vías. Aunque el tramo averiado no llegaba a cinco kilómetros, sus hombres no conseguían reparar ni cien metros sin que les cayera una lluvia de proyectiles desde las colinas. Era junio y no hacía demasiado frío. Todas las tardes, Alexander mandaba retirar los cadáveres. Los llevaban al campo que se extendía detrás de los álamos y los echaban en una fosa común sin molestarse en cubrirlos de tierra. Habían aprovechado los cráteres abiertos por las minas unas semanas antes y los cuerpos amontonados no llegaban aún al borde. Todo el campo olía a tierra removida, a barro y a muerte. A guerra.
Llegó el 22 de junio de 1943, el día en que se cumplían dos años del comienzo de la guerra. Dos años del comienzo de todo.
Orbeli y su arte, 1941
A Alexander lo despertaron a las cuatro de la madrugada, cuando llevaba apenas una hora durmiendo. Su único consuelo fue comprobar que todos sus compañeros habían recibido la orden de salir al patio.
Era el domingo 22 de junio, solsticio de verano, el día más largo del año 1941. El patio estaba bañado en la luz rosada del amanecer. El coronel Mijail Stepanov se dirigió a sus tropas:
—Hace una hora, Hitler ha destruido la flota soviética destacada en el mar Negro. Ha acabado con nuestros aviones, nuestros barcos y nuestros hombres y sus soldados han entrado en territorio soviético. Además, han atravesado la frontera por el norte de Ucrania, desde Prusia. El ministro de Defensa, Molotov, hará una proclama oficial este mediodía.
Un clamor recorrió las filas de soldados medio dormidos. Alexander se mantuvo en silencio. La noticia no le había sorprendido porque los oficiales del Ejército Rojo venían hablando de la guerra desde hacía algún tiempo y el invierno anterior habían empezado a circular rumores sobre las fortificaciones que Hitler estaba instalando en la frontera. Lo primero que pensó fue: «¡La guerra! Otra oportunidad para escapar…».
Alexander aguantó a base de café y cigarrillos las cuatro horas de reunión sobre los nuevos planes defensivos. Después lo mandaron a hacer la ronda por la ciudad hasta las seis de la tarde, momento en que debía volver al cuartel para el turno de guardia. A las once de la mañana se alegró de poder salir a la calle.
Cruzó animadamente la plaza del Heno y bajó por la avenida Nevski, donde tuvo que interceder en una pelea entre una mujer y un hombre bastante más corpulento que ella, al que la mujer estaba arreando bolsazos e insultando a gritos. Alexander tardó unos minutos en comprender que estaba tan enfadada porque el otro había intentado colarse.
—¿El camarada no sabe que ha estallado la guerra? ¿Qué cree que estamos haciendo aquí? Ya pueden mandarme el Ejército Rojo al completo, que no pienso dejarlo pasar.
—Ya la ha oído —dijo Alexander, enarcando las cejas—. No piensa dejarlo pasar.
Frente a la tienda de comestibles Elisei había ocho mujeres enfrascadas en una trifulca. A una se le había caído una salchicha, otra se había apresurado a quedársela y, mientras las dos primeras discutían una tercera había aprovechado para birlarle un paquete de harina a otra clienta. Alexander no se sentía con ánimos para ejercer de rey Salomón con ocho mujeres airadas y no se quedó mucho tiempo tratando de apaciguarlas, pero nada más irse tuvo que apaciguar otra pelea entre los pasajeros que esperaban un autobús.
Al final optó por alejarse de la Nevski, que le parecía peor que la guerra; al menos, en la guerra uno podía disparar contra el enemigo. Se encaminó hacia San Isaac, donde reinaba un ambiente mucho más tranquilo, y se paró a fumar delante de la estatua del Jinete de Bronce. Hacía semanas que no había ido a la biblioteca a comprobar si el libro seguía allí. Pensó que ahora que había empezado la guerra sería más prudente recuperarlo, porque las bibliotecas y los museos tratarían de poner a buen recaudo sus fondos más valiosos. Parado frente a la estatua, Alexander rememoró su poema preferido: «Y por la luna pálida alumbrado, con el brazo tendido hacia la altura, el jinete de bronce lo persigue montado en su caballo retumbante». Sonrió al ver que aún recordaba unos versos que llevaba años sin leer, encendió otro cigarrillo y echó a andar por la orilla del río, dejando atrás los jardines del Almirantazgo y el puente del Palacio. Al llegar a la altura del Hermitage vio a un caballero alto y bien vestido que contemplaba el río desde el parapeto. Con el rostro serio, el hombre saco un cigarrillo y le hizo un gesto. Alexander contestó con otro gesto y redujo el paso.
—¿Tiene fuego? —le preguntó el hombre.
Alexander se paró y sacó el mechero.
—Gracias, me he dejado las cerillas en el museo —explicó rápidamente el hombre.
—No hay de qué —respondió Alexander.
El hombre le tendió la mano.
—Me llamo Josif Abgarovitch Orbeli —se presentó, sacudiéndose una mota de ceniza de la barba canosa y descuidada.
—Soy el teniente Alexander Belov —respondió Alexander, estrechándole la mano.
—Ajá —dijo Orbeli, y se volvió otra vez hacia el río—. Dígame teniente: ¿es verdad que ha estallado la guerra?
—Es verdad, ciudadano. ¿Dónde lo ha oído?
Orbeli, sin mirarlo, señaló el Hermitage.
—En el trabajo. Soy el conservador del museo. Dígame, ¿usted qué opina? ¿Cree que los alemanes llegarán hasta Leningrado?
—¿Por qué no? —respondió Alexander—. Han entrado en Checoslovaquia, Austria, Francia, Bélgica, Holanda, Dinamarca, Noruega y Polonia. Toda Europa está en manos de Hitler. ¿Qué más le falta por conquistar? No puede ir a Inglaterra porque le asusta el agua; por eso ha venido hacia aquí. Ése era su plan desde el principio. Y sí, llegará hasta Leningrado.
«Con la ayuda de los finlandeses», quiso añadir, pero no lo dijo para no preocupar aún más al conservador.
—Bozhe moil Koshmar! —exclamó Orbeli—. ¿Qué va a pasar? ¿Qué será de mi Hermitage? Lo bombardearán tal como han hecho con Londres. No quedará ninguna iglesia y ningún monumento en nuestra ciudad… Destruirán todo nuestro arte —dijo con voz desfalleciente.
—La catedral de San Pablo sigue en pie —le recordó Alexander para animarlo—. Y la abadía de Westminster, y el Big Ben, y el puente de Londres… Los alemanes no se atrevieron a tocar los monumentos británicos. Aunque es cierto que murieron cuarenta mil londinenses…
—Sí, sí —reconoció Orbeli, con un gesto de impaciencia—. En las guerras siempre muere gente. Pero ¿qué será de mis obras de arte?
—Bueno, no podemos sacar de Leningrado la catedral de San Isaac o la estatua del Jinete de Bronce, pero sí que podemos evacuar a sus habitantes. Y también podremos evacuar sus obras de arte… —dijo Alexander, haciendo ademán de marcharse.
—¿Y adónde las mandaremos? —exclamó Orbeli, elevando la voz—. ¿Quién cuidará de ellas? ¿Dónde estarán a salvo?
—El arte tendrá que cuidarse solo —respondió Alexander—. Da igual adónde envíe las obras del museo, en cualquier sitio estarán más seguras que en Leningrado.
—¿Mis tamerlane? ¿Mis renoir? ¿Mis rembrandt? ¿Mis fabergé? ¿Tendré que dejar solos a mis valiosos tesoros?
—Estarán más seguros en otro sitio, y un día u otro se acabará la guerra. Que tenga un buen día, ciudadano.
Alexander se descubrió para despedirse.
—El día de hoy no tiene nada de bueno —rezongó Orbeli, y se dio la vuelta para regresar al museo.
Con una sonrisa, Alexander siguió caminando junto al Neva hasta dejar atrás el Palacio de Invierno y el canal Moika. Aquella tarde de domingo la orilla del río estaba muy poco concurrida, no como la Nevski, donde las filas de compradores llegaban hasta la calle y todo el mundo se insultaba a gritos. Alexander prefería caminar por la orilla del río, donde había mucho menos bullicio. Con el fusil al hombro, dejó atrás el Jardín de Verano y siguió andando en dirección al monasterio de Smolni.
Se paró un momento al llegar a la esquina de la calle Ulitsa Saltykov-Schedrin. A su derecha, a dos manzanas de distancia, comenzaba la apacible extensión del parque de Táuride, donde tanto le gustaba pasear en verano. Pero en los alrededores de Smolni podía haber alguna trifulca que reclamara su intervención. ¿Qué camino debía tomar? ¿Continuar hacia Smolni y bordear después el parque de Táuride, o acercarse a la entrada del parque y seguir después hacia el monasterio?
Encendió un cigarrillo y se detuvo un momento a mirar el reloj.
Tenía tiempo. ¿Qué necesidad había de correr? Si se había formado algún altercado en Smolni, daba lo mismo que tardara quince minutos o media hora en llegar. Iba solo y no podía estar en todos los sitios a la vez. De manera que dobló a la derecha y entró en Ulitsa Saltykov-Schedrin.
La calle estaba desierta y la brisa agitaba las ramas de los árboles. Alexander pensó en los bosques de Barrington; recordó cuando Teddy y él se tumbaban en el suelo y escuchaban el rumor de las hojas sobre sus cabezas. Era un sonido agradable.
Pero esta vez el sonido era diferente. Era la voz de alguien que cantaba.
La voz era apenas audible. Alexander miró hacia el final de la calle pero no vio a nadie.
Luego se volvió hacia la acera opuesta y vio a una muchacha sentada en un banco.
Lo primero en lo que se fijó fue en la melena larga y rubia que le ocultaba la cara, y después en su vestido blanco bordado con rosas rojas. Sentada bajo el dosel de hojas verdes, con su pelo muy claro, su vestido blanco y sus rosas color sangre, la muchacha era como un soplo de aire fresco. Se estaba comiendo un helado y canturreaba en voz baja. Alexander reconoció la melodía de «Algún día nos encontraremos en Lvov, mi amor y yo…», una canción de moda. La chica se las arreglaba para cantar, lamer el cucurucho, balancear una pierna desnuda y un pie ataviado con una sandalia roja y apartarse el pelo de la cara, todo al mismo tiempo. Estaba totalmente ensimismada, ajena no sólo a la presencia de Alexander, que la miraba embobado desde el otro lado de la calle, sino también a la guerra al mundo, a todas las cosas que regían la actividad de aquella tarde de domingo en Leningrado. Estaba inmersa en un instante donde sólo existían ella, su resplandeciente cabellera, su magnífico vestido, su helado y su melodiosa voz. Se encontraba en un lugar que Alexander no había visto nunca hasta entonces, sumergida en el mar lunar de la tranquilidad. Alexander era incapaz de apartarse del punto donde se había detenido a contemplarla.
Y ahora, años después, seguía viéndola por primera vez, sin poder alejarse del punto al que lo había llevado aquel domingo. Alexander sabía muy bien que si ese día hubiera seguido andando en línea recta en lugar de doblar a la derecha, su vida presente sería muy distinta. O si hubiera seguido caminando y no se hubiera detenido al verla. Podría haber sido precavido y no cruzar la calle. Podría haberla mirado embobado un momento para retomar enseguida su camino… ¿o no?
Sin embargo, aquella luminosa tarde de domingo, Alexander no sabía nada, no pensaba en nada, no imaginaba nada. Se olvidó de Dimitri y de la guerra y de la Unión Soviética y de sus planes de fuga, se olvidó incluso de Estados Unidos, y cruzó la calle para encontrarse con Tatiana Metanova.
Más tarde observó cómo movía ella las manos al hablar. Sus dedos eran finos y bien formados y las uñas estaban muy cuidadas. Le preguntó por qué tenía aquellas manos tan impecables y ella le dijo que una vez había conocido a una chica que llevaba las uñas sucias y era bastante problemática, y siempre lo había tenido en cuenta.
—¿Piensas que era problemática porque llevaba las uñas sucias?
—Estoy bastante convencida.
Alexander deseó que las impecables manos de la muchacha lo acariciaran.
—¿Dónde vives, Tania?
—En la calle del Quinto Soviet. ¿Sabes dónde está?
Alexander hacía la ronda por esa zona.
—Cerca de la avenida Gresheski. No muy lejos hay una iglesia.
—Sí, justo enfrente —explicó Tatiana.
—Aunque me parece que llamarla «iglesia» no es del todo correcto. Es un archivo de documentos.
Ella se echó a reír.
—Sí —contestó, divertida—. Es una iglesia soviética.
Los momentos que Alexander compartió con Tatiana aquel domingo le parecieron muy breves.
Todos los momentos que pasó con ella le parecieron breves, acorralados como estaban por la guerra, por los padres de Tatiana, por la falsa identidad de Alexander, por la ascendencia que Dimitri había adquirido sobre él, por la actitud de Dasha… ¡pobre Dasha! Y ahora estaba acorralado por Slonko y por Nikolai Ouspenski, perseguido por la Unión Soviética en todas sus facetas. Alexander tenía que encontrar la manera de sobrellevar todo aquello, dejar de recordar, apagar el eco de los cien minutos que había pasado con Tatiana a solas, aquel eco que resonaba sin cesar dentro de su cabeza. Un viaje en autobús con Tatiana sentada a su lado, toda para él, un paseo con ella por el Campo de Marte, la intuición de lo que podría haber sido, una súbita emoción en un corazón inflamado y ¿cuál era el resultado? La eternidad en la Rusia Soviética.
¿Dónde podrían esconderse? ¿Adónde irían si querían desaparecer?
El domingo llegó y se fue.
El Campo de Marte, el mes de junio, la muerte, la vida, las noches blancas, Dasha, Dimitri… todos llegaron y se fueron.
Pero Alexander seguía allí, de pie en la acera soleada, mirando a Tatiana sentada bajo los olmos, contemplando aquel soplo de aire fresco que había frente a él, con su vestido blanco de rosas rojas, cantando y saboreando un helado con una boca muy roja. Tatiana, que había sido suya y sólo suya durante cien minutos fugaces como un parpadeo. Había sido suya pero el momento ya había pasado, arrastrado por una tormenta de nieve que no había dejado más que luz y vacío. El momento había llegado a su inexorable final y él seguía plantado en la acera, sin poder moverse, recomponiendo una y mil veces su corazón afligido.
La pérdida de Pasha, 1941
Pasha, el hermano mellizo de Tatiana, había desaparecido. Al principio sólo se había marchado una temporada a un campamento juvenil, pero los aviones de la Luftwaffe bombardearon el campamento, el Ejército Rojo mandó a los muchachos a enfrentarse contra los panzer y Pasha se esfumó. Tatiana, que no estaba dispuesta a aceptarlo, se fue a buscarlo a Luga, con los nazis al otro lado del río. Cometió aquella locura para recuperar a su hermano, que también la quería con locura.
Otro instante fugaz en que Tatiana casi había sido de Alexander. Se acostaron juntos en la tienda de campaña y los dos sabían que aquél era el único lugar en el que querían estar. A pesar de la presencia de los soldados de Hitler a unos cientos de metros, a pesar de las costillas rotas de Tatiana, de su pierna rota y de su corazón destrozado, a pesar de la pérdida de Pasha.
Alexander la oyó sollozar.
—Tenemos que encontrarlo, Shura —exclamó Tatiana.
—Tania…
—Tenemos que encontrarlo. No puedo volver a casa sin encontrarlo. No puedo fracasar. No conoces a mi familia. No me conoces.
—Sí que te conozco, Tania. Tendrás… tendréis que aprender a vivir con lo que os queda.
—No digas eso. No puedo vivir sin Pasha.
—Lo siento, Tania —contestó Alexander, que apenas podía articular las palabras.
—No puedo, sencillamente. Es mi hermano, ¿no lo entiendes? ¿Y si está esperándome en algún sitio y yo no voy en su busca? ¿Quién lo rescatará del enemigo si no es su familia? ¿Y si se está preguntando por qué tardo tanto en ir a salvarlo, Alexander?
—¿Y por qué iba a estar esperándote?
—Porque sabe lo que soy para él y sabe que no puedo abandonarlo.
Alexander no dijo nada. Pasha era afortunado de contar con una persona como Tatiana.
—No hay ni rastro de él, Tania. Os separan dos millones de soldados alemanes. No puedes caminar, no puedes doblar la cintura. Estás herida y él está desaparecido. Déjalo en paz con Dios.
A la mañana siguiente, cuando estaban solos en el bosque y empezaron a caer bombas y él se tumbó encima de ella para protegerla con su cuerpo, no pudo contenerse más y la besó. Podrían haber muerto allí mismo, entre los árboles. Alexander casi deseó morir cuando pensó fugazmente en lo que les esperaba: la desesperación, las decepciones, Dasha, Dimitri, Hitler, Stalin, guerra por todas partes. Deseó ser eternamente joven, vivir para siempre en aquel mismo instante, bajo los árboles en llamas.
Pero Alexander sobrevivió y llevó a Tatiana de vuelta con sus afligidos familiares.
Pasha no apareció. Unas semanas después les dijeron que había muerto en el incendio de un tren. El padre no se recuperó de la impresión y se dio a la bebida, hasta que tampoco quedó nada de él. Pasha era su único hijo varón. Alexander, que también era el único hijo de sus padres, se alegró de haber podido confortar a Harold en la cárcel. ¿Cómo era tener un padre, una madre que por la noche se acercaba a la cabecera de tu cama a darte un lloroso beso de buenas noches?
Era incapaz de recordarlo.
Empezó a ver a Tatiana como una posibilidad desperdiciada, un momento que había pasado hacía tiempo. No podía negar sus sentimientos, pero decidió que a ella le correspondía otra vida, otro tiempo, otro hombre.
Sin embargo, Tatiana quería más.
El problema era que Alexander no podía darle nada más. No tenía nada.