Aparición de Ouspenski, 1943
En la retaguardia, Alexander recuperó su equipo, se vistió y subió al camión que lo llevó al lugar donde se alojaba un batallón disciplinario compuesto por cientos de soldados exhaustos, todos ellos presos comunes o políticos que se habían salvado de la ejecución. Los encontró sentados en el suelo embarrado, descansando, fumando y jugando a las cartas. Tres de ellos estaban enfrascados en una discusión cuando apareció Alexander. Uno de ellos era Nikolai Ouspenski.
—¡Oh, no! ¡Es usted! —exclamó Ouspenski al verlo.
—¿Qué demonios está haciendo aquí, soldado? —preguntó Alexander mientras le estrechaba la mano—. Sólo tiene un pulmón.
—¿Y qué está haciendo usted? Creía que lo habían ejecutado —respondió jovialmente Ouspenski—. Después del interrogatorio al que me sometieron, no creí que fueran a dejarlo vivo.
—¿Cuál es su categoría en este batallón? ¿Es usted cabo? —preguntó Alexander, ofreciéndole un cigarrillo.
—No —respondió Ouspenski con indignación. Luego, en voz más tranquila, añadió—: Me rebajaron de teniente a subteniente.
—Muy bien. Pues va a estar a mi mando. Elija a veinte hombres y llévelos a poner nuevas vías. Y no proteste por el cambio de categoría: si le oyen, pierde autoridad.
—Gracias por el consejo.
—Elija a sus hombres. ¿Quién era su mando antes de mi llegada?
—No hablará en serio… Nadie. En las dos últimas semanas han muerto tres capitanes. Después empezaron a enviar comandantes, y murieron dos. Esos idiotas no comprenden que si los alemanes pueden bombardear la línea desde sus posiciones, también pueden ver a los soldados que intentan repararla. Esta mañana hemos perdido a cinco hombres sin llegar a trazar ni un solo milímetro de vía.
—Veremos qué se puede hacer durante la noche.
De noche no les fue mucho mejor. Ouspenski partió con veinte hombres y volvieron trece, contándolo a él. Tres estaban gravemente heridos, dos habían recibido daños menores y uno se había quedado ciego.
El ciego se fugó por la noche, llegó hasta la orilla del Ladoga y murió allí mismo, acribillado por el NKGB.
La base militar instalada entre Siniavino y el Ladoga ocupaba una estrecha franja de tierra donde había varias tiendas de campaña y unos cuantos barracones de madera para los coroneles y los generales de brigada. En la base se alojaban dos batallones, compuestos por seis compañías, dieciocho secciones y 54 pelotones: 432 hombres en total. Dada la escasez de oficiales, Alexander tenía a su cargo un batallón entero: 216 hombres a los que enviar a la muerte.
Stepanov no era uno de ellos. Alexander no había vuelto a verlo después del consejo de guerra. Seguramente había regresado a la guarnición de Leningrado, que había sido su casa durante varios años. Al menos, Alexander así lo esperaba.
Aparición de Dasha Metanova, 1941
Alexander estaba acodado en la barra del local de Sadko, como de costumbre. En realidad hubiera preferido ir al club de oficiales, porque no le gustaba compartir los momentos de ocio con los soldados rasos. En aquellos momentos, la brecha que los separaba era demasiado grande.
Era un sábado de junio y Alexander charlaba con Dimitri cuando se les acercaron dos chicas. Alexander les dirigió una ojeada fugaz. La segunda vez que las miró, vio que una de ellas lo escrutaba con franco interés. Alexander le sonrió cortésmente. Dimitri se volvió, las miró de arriba abajo, alzó los ojos hacia su compañero y cambió de lugar en la barra para ponerse de cara a ellas.
—¿Queréis una cerveza, chicas? —les preguntó.
—Claro —dijo la morena, que era la más alta.
Era la que había mirado a Alexander con interés.
Dimitri comenzó a charlar con la más bajita y menos atractiva. Como en el local había mucho ruido, Alexander preguntó a la morena si quería dar un paseo.
—Claro —respondió ella, sonriendo.
Salieron a la noche cálida y clara. Era poco después de medianoche y aún había luz. La chica se puso a canturrear una canción y luego tomó la mano de Alexander y se rio.
—¿Me dirás cómo te llamas o voy a tener que adivinarlo? —preguntó.
—Alexander —respondió él, sin preguntarle a ella el suyo porque le costaba acordarse de los nombres.
—¿No me vas a preguntar cómo me llamo?
—¿Seguro que quieres que lo sepa? —dijo Alexander, sonriente.
—¿Que si quiero que lo sepas? —Ella lo miró con sorpresa—. ¿Tan groseros os habéis vuelto los soldados, que ya no preguntáis a las chicas cómo se llaman?
—No sé si los demás soldados son groseros o no —dijo Alexander, dándole una palmadita en el brazo—, sólo sé que yo tiendo a olvidarme de los nombres.
—Bueno, a lo mejor después de esta noche ya no te olvidas del mío.
La joven sonrió sugestivamente.
Alexander meneó la cabeza con poca convicción. Quería decirle que necesitaría hacer algo extraordinario para que él no se olvidara de su nombre, pero sólo dijo:
—De acuerdo. ¿Cómo te llamas?
—Daria —dijo la chica—. Pero todo el mundo me llama Dasha.
—Muy bien, Daria-Dasha. ¿Tienes algún sitio adónde ir? ¿Hay alguien en tu casa?
—¿Que si hay alguien? Pero ¿tú dónde vives? No estoy sola ni un segundo. Todos están en mi casa: mi madre, mi padre, mi babushka mi dedushka, mi hermano… Y mi hermanita, que comparte la cama conmigo. —Alzó las cejas y se rio—. Creo que incluso un oficial tendría problemas con dos hermanas a la vez.
—Depende —contestó Alexander, y la rodeó con el brazo—. ¿Qué aspecto tiene tu hermana?
—Parece una niña de doce años —contestó Dasha—. Y tú, ¿tienes algún sitio adónde llevarme?
Alexander la llevó al cuartel. Esa noche le tocaba a él.
Dasha le preguntó si quería que se desnudara.
—No quiero que nos sorprendan —dijo.
—Pues ya ves, esto es un cuartel, no el Hotel Europeo —repuso Alexander—. Si quieres desnúdate, Dasha. Tú misma.
—¿Y tú te vas a desnudar?
—A mí ya me han visto todos —comentó Alexander.
Dasha se desnudó y Alexander también.
Con Dasha disfrutó lo mismo que con tantas otras. Tenía el cuerpo voluptuoso de las rusas, con caderas anchas y pechos grandes ese tipo de cuerpo que volvía loco a hombres como Grinkov, el compañero de cuartel de Alexander. Pero lo que a Alexander más le gustaba de Dasha era una cualidad que le resultaba vagamente familiar: el hecho de que lo tratara con la actitud afable y relajada que normalmente sólo se adopta con las personas a las que uno conoce mucho. Además, la reacción de Dasha también había sido especial.
—Dios mío, Alexander, ¿de dónde has salido? —le dijo.
—¿De dónde he salido?
Alexander se incorporó para mirarla.
—Sí —añadió ella—. Me gusta cómo te mueves.
—Gracias —respondió Alexander.
Estuvieron juntos una hora, hasta que apareció Grinkov con una chica y con cara de no estar dispuesto a aceptar un «hoy no te toca a ti» como respuesta.
Después de vestirse, Alexander acompañó a Dasha hasta la salida del cuartel.
—Dime —le dijo Dasha—, cuando vuelva al local la próxima semana, ¿recordarás mi nombre?
—Claro… Dasha, ¿no?
Alexander sonrió.
A la semana siguiente, Dasha volvió al bar con la misma amiga. Por desgracia, Dimitri se había marchado con otra chica y Dasha no quería dejar sola a su amiga. Terminaron paseando los tres por la avenida Nevski. Al final, la amiga tomó el autobús de vuelta a su casa y Alexander se fue con Dasha al cuartel. Aquella noche no era su turno y ya había mucha gente en la habitación.
—Tienes dos opciones —propuso Alexander—. O te vas a tu casa, o entras conmigo y haces como si no hubiera nadie más.
Dasha lo miró con una expresión que él no supo interpretar.
—Bueno, ¿por qué no? —concluyó—. Mis padres hacen como si nosotros no estuviéramos y sus hijos nos hacemos los dormidos. ¿Tus compañeros estarán durmiendo?
—¡Ni mucho menos! —contestó Alexander.
—Ah. Me resultará un poco raro.
Alexander asintió.
—¿Quieres que te acompañe a tu casa?
—No, no pasa nada. Lo pasé muy bien la otra semana —dijo Dasha, acercándose.
—Y yo también —contestó Alexander después de una pausa—. Vamos a los jardines del Almirantazgo.
Al tercer sábado volvió a quedar con ella y se fueron a un rincón tranquilo bajo el parapeto del Moika, junto a los barcos atracados. Quedaba bastante retirado y Dasha estuvo muy silenciosa, y Alexander tenía ya práctica en controlar los gemidos. No había sitio para que Dasha se tumbara en el suelo, pero sí para que Alexander se sentara.
—Alex… ¿Te molesta si te llamo Alex? —preguntó Dasha.
—No —respondió él.
—Cuéntame algo de ti, Alex. —Dasha le sonrió—. Eres muy interesante.
Ya habían terminado y él tenía ganas de volver al cuartel para dormir. Los domingos tenía que levantarse a las siete, por mucho que trasnochara.
—¿Por qué no me cuentas tú algo de ti?
—¿Qué quieres saber?
—¿Muchos soldados antes que yo?
—No muchos. —Dasha sonrió—. Alexander, no creo que quieras hablar de eso. Porque de ser así, yo también tengo algo que preguntarte.
—Pregunta.
—¿Muchas mujeres antes que yo?
—No muchas.
Alexander sonrió.
Dasha se echó a reír, y Alexander también.
—¿Sabes una cosa, Alex? Cuando te conocí hace tres semanas, no podía dejar de pensar en ti.
—Ah, ¿sí?
—Sí. Y no he estado con ningún hombre desde entonces. —Dasha hizo una pausa—. ¿Tú puedes decir lo mismo?
—Claro. Yo tampoco he estado con ningún hombre desde entonces.
—Calla… —dijo Dasha, dándole una palmadita en el brazo—. ¿Tienes tiempo de echar otro?
—No. —Alexander no quería decirle que ya no le quedaban condones—. Ven a verme la semana próxima. Tendré más tiempo.
—Anda, te prometo que acabaré rápido —insistió Dasha, metiéndole mano.
—No, Dasha. La semana que viene.
De vuelta al cuartel, Alexander se cruzó en el corredor con una chica que había salido con él en mayo, una chica simpática, borracha y atractiva y que no estaba dispuesta a dejarlo tranquilo hasta que se desabrochara la bragueta de los pantalones. Alexander se desabrochó la bragueta.
Y la semana fue larga, y durante la semana Alexander tuvo turno de guardia, y cuando tenía turno aparecieron dos chicas que Dimitri había traído para los dos. Cuando llegó la noche del sábado, Alexander volvió al local de Sadko con un interés marginal en conocer a alguna chica, sólo porque era sábado y había ocasión. Coincidió con una a la que llevaba tiempo sin ver y, después de tomarse un par de copas y de invitarla a ella a otro par, se la llevó al callejón de atrás y lo hicieron contra la pared, y cuando la chica le preguntó «¿No escupes el cigarrillo?», él se dio cuenta con sorpresa de que aún llevaba el pitillo en la boca. Mandó a la chica a casa y volvió a entrar en el bar de Sadko.
Allá, alguien se le acercó desde atrás, le tapó los ojos con las manos y dijo: «Adivina quién soy».
Al darse la vuelta, Alexander vio a Dasha y le sonrió. Esta vez, Dasha no iba acompañada.
Alexander ya había dado por terminada la noche, pero como para Dasha estaba empezando, se sintió obligado a invitarla a unas cervezas y a darle conversación. Se fumaron unos cigarrillos, se rieron un rato, y luego ella lo sacó del bar.
—Es tarde, Dasha —protestó Alexander—. Mañana tengo que levantarme a las siete.
—Ya lo sé —contestó ella, y le acarició el brazo—. Siempre parece que vas huyendo de algo. ¿Por qué tanta prisa, Alex?
Alexander suspiró.
—¿Qué propones? —preguntó, dedicándole una mirada divertida y fatigada a la vez.
—No lo sé. —Dasha sonrió—. ¿Lo mismo que la semana pasada?
Alexander intentó recordar, pero el fin de semana anterior se le había borrado de la memoria. Tenía que responder algo si no quería que Dasha se molestara. Pero entre el fin de semana anterior y el actual había habido… Trató de concentrarse. Había habido muchos rumores sobre la inminencia de la guerra.
—¿No te acuerdas? Estuvimos bajo el parapeto del Moika.
Ahora lo recordaba. Había bajado con ella a la orilla del canal.
—¿Quieres que vayamos allá otra vez?
—No deseo otra cosa.
—Vamos.
Cuando terminaron, era casi la una.
—Alexander —dijo Dasha con voz jadeante, sentada sobre él—. Tienes tanta energía que me dejas extenuada… y no es algo que me suceda a menudo.
—Gracias.
—¿Lo estás pasando bien?
—Mucho.
—No eres muy hablador, ¿verdad?
—¿De qué quieres que hablemos?
—¿Crees que ya hemos hablado de todo? —dijo Dasha, riendo.
—Hemos hablado de todo lo que necesito saber.
—¿Quieres que nos veamos la semana que viene?
—Claro.
—¿Tienes algún día libre? ¿Quieres venir a cenar a casa? Vivo cerca de aquí, en la calle del Quinto Soviet. Te presentaría a mi familia.
—No tengo muchos días libres.
—¿Qué te parece el lunes o el martes?
—¿Quieres decir el lunes o el martes de la semana próxima?
—Sí.
—Ya veremos. No, espera… tengo que… Oye, será mejor que lo dejemos para otra semana.
—No podemos continuar encontrándonos así.
—Ah, ¿no?
—Bueno, sí que podemos —contestó Dasha con una gran sonrisa—. Pero también podríamos ir a algún sitio, ¿no?
—¿Adónde te gustaría ir?
—No lo sé. A algún sitio bonito. A Tsarskoie Selo o a Peterhof…
—Ya veremos… —respondió Alexander sin comprometerse. La apartó, se incorporó y se desperezó—. Es tarde, Dasha. Tengo que volver.
Regresó al cuartel y se sentó con el sargento Iván Petrenko, que estaba de centinela, para charlar un momento, fumarse un pitillo y compartir un vaso de vodka antes de volver a su habitación.
—¿Cree que los rumores son ciertos, teniente? ¿Vamos a entrar en guerra contra Hitler?
—Creo que es inevitable, sargento.
—Pero ¿cómo puede ser? Es como si Inglaterra declarara la guerra a Francia. Alemania y la Unión Soviética son aliadas desde hace casi dos años. Firmamos un pacto de no agresión.
—Y nos repartimos Polonia como dos buenos amigos. —Alexander sonrió—. Petrenko, ¿se fía usted de Hitler?
—No lo sé. No creo que cometa la estupidez de invadirnos.
—Ojalá tenga razón —concluyó Alexander, y apagó la colilla—. Buenas noches.
Lo único que quería era dormir. ¿Era pedir mucho? Pero Marazov y Grinkov estaban con mujeres, tapados hasta la cabeza con las sábanas. Alexander captó una mirada de Grinkov cuando subía a la litera, antes de taparse la cara con una almohada y cerrar los ojos.
—Eres un cabrón, Alexander —declaró una estridente voz femenina.
Alexander soltó un suspiro, apartó la almohada y abrió los ojos. La chica que un momento antes estaba con Grinkov, ahora estaba de pie frente a su litera. Alexander oyó la risita ahogada de Grinkov detrás de él.
—¿Qué he hecho? —preguntó Alexander con voz fatigada.
Reconoció la cara un poco abotargada y muy ebria de la chica.
—¿No te acuerdas? La semana pasada me dijiste que viniera a verte hoy al cuartel. ¡Te he estado esperando tres horas en la puta puerta! Al final me he hartado, he ido al bar de Sadko y he visto que te lo estabas montando con una mujer que no era yo.
Alexander no tenía ganas de levantarse, pero pensó que de un momento a otro iba a recibir una bofetada y no quería que le pegaran mientras estaba tumbado.
—Lo siento mucho —se disculpó. Se sentó y dejó las piernas colgando fuera de la litera. Recordaba vagamente a la chica—. No quería molestarte.
—Ah, ¿no? —exclamó ella, en voz muy alta.
Grinkov se había tapado la cara con la almohada y se estaba riendo. Marazov y su amiga seguían en lo suyo, aparentemente ajenos a lo que pasaba. Como Alexander.
No recordaba el nombre de la chica. Quería decirle que se fuera, pero no quería avergonzarla más aún delante de los demás soldados. Bajó de la litera de un salto, y ella apretó el puño para pegarle. Alexander le sujetó la muñeca.
—No estoy de humor para escenas —anunció.
—Todos sois iguales —protestó la chica—. Unos misóginos y unos puteros, y ninguna de nosotras os importa una mierda.
—No somos misóginos —opinó Alexander, sorprendido—. Al menos yo no. Pero… —(Por Dios, ¿cómo se llamaba esa mujer?)— si somos puteros, ¿en qué te convierte a ti eso?
La chica soltó un gritito de protesta.
—Estoy muy cansado… —añadió Alexander—. ¿Qué quieres de mí?
—Un poco de respeto, Alexander. Nada más. Sólo un poco de consideración.
Alexander se frotó los ojos. Era una conversación absurda.
—Oye, lo siento… —empezó.
—Ni siquiera recuerdas mi nombre, ¿verdad? —lo interrumpió la chica.
Volvió a apretar el puño. Esta vez, a Alexander le costó parar el golpe.
Pero lo paró. Odiaba que le pegaran. Se le erizó todo el vello del cuerpo.
—¡Qué pena me dará la que se enamore de ti, cabrón! ¡Porque le vas a arruinar la vida, cerdo asqueroso! —gritó la chica.
Y giró en redondo para dirigirse hacia el pasillo y la escalera, mientras Alexander soltaba un suspiro.
—Ya me acuerdo… —gritó Alexander a sus espaldas—. ¡Eres Elena!
—Vete a la mierda —contestó Elena, y desapareció pasillo abajo.
«Si esto no es una despedida oficial, no sé qué es», pensó Alexander, y volvió a su litera. Lo único que le apetecía era fumarse un cigarrillo tras otro entre aquellas paredes carcelarias, y tener un momento de silencio y tranquilidad en la habitación para reponer su orgullo herido y pensar en sí mismo y en el punto al que había llegado, tan lejos de Krasnodar y de la joven Larisa, que le había regalado un poco de su dulzura antes de morir; tan lejos de la camarada Svetlana Viselskaia, la amiga de su madre, que le había dicho: «Alexander, tienes unas capacidades excepcionales; no las malgastes». Pensó que cualquiera de las chicas a las que había dejado sin pensarlo dos veces aparecería de un momento a otro por el cuartel dispuesta a volarle la cabeza de un tiro, y en su epitafio pondría: «Aquí yace Alexander, incapaz de recordar el nombre de ninguna de las mujeres a las que se tiró».
Sintiendo un poco de desprecio por sí mismo, intentó dormir. Eran las tres de la madrugada del 22 de Junio de 1941.