La cárcel de Voljov, 1943
Slonko había muerto, pero el destino de Alexander aún no estaba claro. Lo enviaron a Voljov, donde tuvo que vérselas con otro idiota de una variedad aún más nociva. Cuando supo que Tatiana había escapado de las garras de la Unión Soviética su estado de ánimo mejoró, pero el alivio se mezclaba con la melancolía. Ahora que la partida de Tatiana era irremediable, Alexander no sabía contra quién despotricar antes, si contra su interrogador o contra el carcelero que lo apuntaba con el fusil. En realidad, a quien detestaba por encima de todo mientras recorría a grandes pasos la celda algo más espaciosa que le habían adjudicado en Voljov era a sí mismo.
Tatiana se había ido, y su marcha se había debido a Alexander. Tatiana se había marchado mientras llevaba en el vientre al hijo de los dos. ¿A qué mes estaban? ¿No salía de cuentas ya?
En Voljov, al igual que en Leningrado y a diferencia de Morozovo, había dos cárceles: una para los presos comunes y otra para los políticos. La distinción no era demasiado precisa, y Alexander terminó en la cárcel común, donde las celdas parecían ser más confortables. Recordó los días que había pasado en Kresti en 1936, antes de que lo metieran en el tren que debía llevarlo a Vladivostok. En Kresti, las celdas eran pequeñas y malolientes. En Voljov eran más espaciosas y tenían dos literas, un lavamanos y un retrete. Y había una puerta metálica con un ventanuco enrejado que se abría fugazmente para dejar pasar la bandeja de comida.
Le daban pan, gachas y a veces un pedazo de carne de origen desconocido. Le daban agua y ocasionalmente té, y también un vale que podía cambiar por tabaco o por vodka.
Alexander se guardó los dos o tres vales que le daban cada día, sin cambiarlos ni por tabaco ni por vodka. No quería saber nada del vodka, pero el tabaco era otra historia: se moría por fumar. Su boca y su garganta ansiaban el cálido contacto del humo y sus pulmones anhelaban la nicotina. Sin embargo, se propuso no fumar, ya que el ansia de nicotina mitigaba en parte el ansia de volver a ver a Tatiana y el lacerante vacío producido por su ausencia. Hacía cinco meses que se había abierto la espalda durante la batalla de Leningrado y, aunque la herida se había curado, las terminaciones nerviosas que rodeaban la prominente cicatriz eran muy sensibles al dolor.
Alexander pasaba el tiempo coleccionando los vales de tabaco y dando grandes pasos por la celda. Conservaba el uniforme y las botas, pero se había quedado sin sulfamidas hacía mucho, y toda la morfina había ido a parar a Slonko. La mochila negra ya no estaba. Alexander no había vuelto a ver a Stepanov desde la noche en que había muerto Slonko, y no había podido preguntarle adónde había ido a parar su mochila, que además de varias cosas inútiles o prescindibles, contenía lo único que para él no sería nunca inútil ni prescindible: el vestido de novia de Tatiana. De todos modos, no habría sido capaz de mirarlo sin desmoronarse. Ni siquiera era capaz de pensar en él. En cualquier caso, no era eso lo que lo atormentaba mientras andaba a grandes zancadas por la celda. Seis pasos desde una pared hasta la pared opuesta, diez desde la puerta hasta la ventana del fondo. Durante todo el día, mientras el sol estaba en el cielo, Alexander daba pasos por la celda y los contaba para no pensar. Una tarde dio 4572 pasos; otra, 6207. Cuando no estaba desayunando o comiendo o cenando, Alexander contaba los pasos que separaban las paredes de la cárcel, los contaba para olvidarse de Tatiana y soportar la oscuridad. No pensaba en el futuro ni en el pasado. No podía prever ni siquiera lo que le aguardaba a corto plazo. Ignoraba lo que iba a sucederle en los próximos años, y quizá, de haberlo sabido, se habría dado muerte en los días grises que pasó en aquella celda. Pero como lo ignoraba, eligió la vida.
Por fin convocaron un consejo de guerra. Después de un mes dando pasos por la celda y recopilando noventa vales de tabaco, Alexander compareció ante tres generales, dos coroneles y un único Stepanov. Se plantó ante el tribunal, vestido con el uniforme y un gorro de visera porque su hermosa gorra de oficial estaba en manos de su esposa.
—Alexander Belov: nos hemos reunido para decidir qué vamos hacer con usted —anunció el general Mejlis, un hombre delgado y nervioso que parecía una cruz de madera castigada por la intemperie.
—Estoy preparado —dijo Alexander.
Ya era hora. Se había pasado un mes en la celda. ¿Por qué le había parecido que pasaba más lentamente que el mes de luna de miel con Tatiana en Lazarevo?
—Se lo acusa de varios delitos.
—Sé de qué se me acusa, señor.
—Se lo acusa de ser un ciudadano estadounidense, un extranjero que se hizo pasar por oficial del Ejército Rojo para llevar a cabo actos subversivos contra el Estado soviético durante la peor crisis experimentada por nuestro país en toda la historia. En estos momentos corremos el riesgo de perecer a manos de los alemanes. ¿Entiende que no podemos permitir que un espía extranjero se infiltre en nuestras filas?
—Lo entiendo, pero puedo alegar algo en mi defensa.
—Adelante.
—Lo que acaba de mencionar son mentiras sin fundamento que alguien ha propagado con la única intención de perjudicar mi buen nombre. La carrera que he desarrollado en el Ejército Rojo desde 1937 habla por sí sola. Soy un soldado leal que ha obedecido siempre a sus mandos. Nunca he eludido la batalla, y he servido orgullosamente a mi país contra Finlandia y contra Alemania. Durante la Gran Guerra Patria participé en cuatro tentativas de romper el cerco de Leningrado. He resultado herido dos veces; la segunda, de gravedad. El hombre que me acusó de ser un subversivo extranjero murió acribillado por nuestras propias tropas cuanto intentaba fugarse de la Unión Soviética. Les recuerdo que ese hombre era un soldado raso que trabajaba en la retaguardia, transportando provisiones para los soldados destacados en el frente de la frontera. Su intento de fuga fue un acto de traición. ¿Va a conceder más crédito a la palabra de un desertor que a la de un oficial del Ejército Rojo condecorado con varias medallas?
—No me diga cuál debe ser mi opinión, comandante Belov —protestó el general Mejlis.
—No es ésa mi intención, señor. Sólo he hecho una pregunta.
Mientras esperaba que los miembros del consejo terminasen de deliberar, Alexander se asomó a la ventana. Contempló el aire libre, al otro lado del cristal, y respiró hondo. Llevaba mucho tiempo sin salir al exterior.
—Comandante Belov, ¿es usted en realidad Alexander Barrington, hijo de Jane y de Harold Barrington, ejecutados por traición en 1936 y 1937?
Alexander parpadeó. Fue su única reacción.
—No, señor —respondió.
—¿Es usted el Alexander Barrington que saltó del tren que lo conducía a un campo de trabajo en 1936 y fue dado por muerto?
—No, señor.
—¿Ha oído hablar alguna vez de Alexander Barrington?
—Sólo al escuchar sus acusaciones.
—¿Sabe usted que su esposa, Tatiana Metanova, se encuentra en paradero desconocido, presuntamente tras escapar con el doctor Sayers y el soldado Chernenko?
—No. Sé que el doctor Sayers no escapaba, y sé que el soldado Chernenko murió en un tiroteo. Sé que mi esposa está en paradero desconocido. —Alexander carraspeó un momento para añadir énfasis a sus palabras y añadió—: Pero el camarada Slonko, antes de morir, me aseguró que mi esposa se encontraba bajo la custodia del NKVD (es decir, del NKGB). Y también dijo que mi esposa había firmado una confesión que me identificaba como el hombre al que el camarada Slonko perseguía desde 1936.
Los miembros del tribunal se miraron con sorpresa.
—Su esposa no se encuentra bajo nuestra custodia —respondió pausadamente Mejlis—. Y ni el camarada Slonko ni Chernenko están aquí para defenderse.
—Es cierto. Pero yo sí que estoy aquí para defenderme.
—Comandante Belov, ¿cómo explica el comportamiento de su esposa? ¿No le parece raro que lo dejara aquí mientras ella se fugaba…?
—Permítame que lo interrumpa, general. Mi esposa no se fugaba. Se trasladó a Morozovo a petición del doctor Sayers y con el permiso del gerente del hospital Gresheski. Estaba bajo su supervisión.
—Creo que, aunque estuviera bajo su supervisión, su esposa no estaba autorizada a salir de la Unión Soviética —observó Mejlis.
—No sé con seguridad si lo estaba o no. He oído informaciones dispares.
—¿Se ha puesto su esposa en contacto con usted?
—No, señor.
—¿Y no está preocupado?
—No, señor.
—Su esposa embarazada está en paradero desconocido, no se ha puesto en contacto con usted, ¿y no está preocupado?
—No, señor.
—Los soldados de los puestos fronterizos afirman que la enfermera no llevaba documentación soviética. No recuerdan su nombre pero aseguran que llevaba papeles emitidos por la Cruz Roja estadounidense. Este dato no les favorece ni a usted ni a su esposa.
Alexander quiso señalar que a su esposa sí la favorecía, pero no dijo nada.
—No es mi esposa la que está siendo juzgada, ¿no es así? —preguntó.
—Lo sería si estuviera aquí.
—Pero ahora mismo no está siendo juzgada —repitió Alexander—. Me han preguntado si soy el ciudadano estadounidense llamado Alexander Barrington y yo les he dicho que no lo soy. No sé qué tienen que ver las andanzas de mi esposa con los cargos de los que me acusan.
—¿Dónde está su esposa?
—No lo sé.
—¿Cuánto tiempo llevan casados?
—En junio hará un año.
—Comandante, espero que se le dé mejor controlar el paradero de sus soldados que el de su esposa.
Todos los miembros del consejo volvieron la mirada hacia Alexander. Stepanov lo escrutó con expresión inquisitiva.
—Comandante —intervino Mejlis—, permítame que le haga una pregunta: ¿por qué iba a acusarlo nadie de ser estadounidense si no fuera verdad? La información que nos proporcionó el soldado Chernenko era demasiado detallada para haberla inventado.
—No estoy diciendo que la inventara. Digo que me confundió con otra persona.
—¿Con quién?
—No lo sé.
—Pero ¿por qué lo señaló a usted, comandante?
—No lo sé, señor. La relación que mantuvimos Dimitri Chernenko y yo a lo largo de los años fue complicada. A veces creo que estaba celoso y que me guardaba rencor porque yo había ascendido más que él en el Ejército Rojo. Quizá deseaba perjudicarme, sabotear mi carrera. Además, es posible que albergara sentimientos no correspondidos hacia mi esposa; de hecho, es bastante posible. Nuestra amistad se había enfriado considerablemente en los años anteriores a su muerte.
—Comandante, está usted acabando con la paciencia de los mandos del Ejército 67.
—Lo siento. Pero mis únicas posesiones son mis méritos profesionales y mi buen nombre. No quiero que mi honor se vea mancillado por las declaraciones de un cobarde muerto.
—Comandante, ¿qué cree que le sucederá si nos dice la verdad? Si es usted Alexander Barrington, lo confiaremos a las autoridades de Estados Unidos y organizaremos el traslado a su país.
Alexander soltó una risita.
—Con el debido respeto, señor. Estoy acusado de traición y sabotaje. Lo único que organizarán será mi traslado al otro mundo.
—Se equivoca, comandante. Somos gente razonable.
—Claro, si todo lo que necesitara hacer para que me enviasen al país de mi elección fuera decir que soy originario de Estados Unidos o de Inglaterra o de Francia, ¿qué nos impediría a todos hacer lo mismo?
—¡Nuestra Madre Rusia! —exclamó Mejlis—. ¡La lealtad a su país!
—Es esa lealtad, señor, la que me impide decir que soy estadounidense.
—Acérquese al estrado, comandante Belov —declaró Mejlis, quitándose un momento los anteojos y escrutando a Alexander—. Quiero verlo bien.
Alexander se acercó al borde de la tarima. Con su estatura, no le hizo falta erguirse para mirar sin inmutarse a los ojos de Mejlis, que le devolvió la mirada en silencio.
—Comandante —dijo finalmente Mejlis—, voy a hacerle una última pregunta, pero antes de que vuelva a decir lo mismo que ha estado diciendo hasta ahora, le concedo treinta minutos para que medite su contestación. Saldrá de la sala, y cuando vuelva a entrar se lo preguntaré por última vez. Lo que quiero saber es lo siguiente: ¿Es usted Alexander Barrington, hijo de los estadounidenses Jane y Harold Barrington? ¿Fue usted detenido por actividades antipatrióticas en 1936 y se fugó del tren que lo trasladaba a Vladivostok? ¿Se infiltró con la identidad falsa de Alexander Belov en el escalafón de mando del Ejército Rojo en 1937, después de terminar la secundaria? ¿Intentó desertar y huir a través de Carelia en 1940, durante la guerra con Finlandia, pero fue disuadido por Dimitri Chernenko? ¿Fue espía durante los siete años en que perteneció al Ejército Rojo? No, no me conteste ahora. Tiene treinta minutos.
Alexander salió de la sala, y por fin, ¡por fin!, lo dejaron salir al exterior. Se sentó en un banco entre los dos guardianes, sintiendo la cálida brisa de mayo a su alrededor. Recordó que al cabo de unos días cumplía veinticuatro años. Permaneció sentado mientras disfrutaba de la luz del sol y del azul del cielo y del olor a lilas y a flores de jazmín y a agua fresca.
Llega la guerra, 1939
Como parte de la guarnición de Leningrado, que ocupaba el cuartel de Pavlov (antes de la Guardia Imperial del zar), Alexander se encargaba de hacer la ronda por las calles de la ciudad, vigilar las orillas del Neva y trabajar en la fortificación de la frontera fino-soviética. En marzo de 1918, Vladimir Lenin había vendido media Rusia (Carelia, Ucrania, Polonia, Besarabia, Letonia, Estonia y Lituania) para consolidar el tambaleante Estado comunista, y el istmo de Carelia había pasado a manos de Finlandia.
En septiembre de 1939, cuando los alemanes y los rusos se repartieron Polonia, Hitler declaró que, si Stalin iniciaba una «campaña» para reconquistar las tierras en disputa con Finlandia, Alemania no interpretaría el gesto como una agresión. En noviembre de 1939, Stalin intentó apoderarse de nuevo del istmo de Carelia. Pese a la insistencia de sus superiores, Alexander se negó a calificar de «campaña» la guerra contra Finlandia. Para él, una «campaña» era cuando dos políticos recorrían un país estrechando las manos de los electores antes de enfrentarse en unas elecciones. En el momento en que se movilizaban tanques, fusiles, morteros y soldados para conquistar un territorio, ya no se podía hablar de campaña sino de guerra.
Alexander combatió por primera vez en los húmedos bosques de Carelia. Por desgracia, Komkov tenía razón respecto a Dimitri. En el campo de batalla, Dimitri demostró ser un miserable cobarde sin sangre en las venas, como le dijo a gritos el propio Komkov antes de atarlo a un árbol para impedir su deserción. Alexander tuvo que intervenir para evitar que Komkov acabara con Dimitri de un disparo, y más adelante se arrepintió muchas veces de su intervención.
Con Dimitri o sin Dimitri, los soviéticos consiguieron vencer a los indómitos finlandeses. Alexander contó las bajas al final de la batalla. Los veinte finlandeses que los habían atacado en el bosque estaban muertos; el dato se podría considerar un éxito, si no fuera porque Alexander había tenido que sacrificar a 155 soldados del Ejército Rojo para conseguirlo. Solamente veinticuatro combatientes soviéticos regresaron a Lisii Nos. Veinticuatro y Dimitri. Komkov ya no volvió.
En 1940, otro grupo de finlandeses se adentró en el sur de Carelia y se apoderó de los treinta metros de bosque que habían conquistado los soviéticos, junto con otros veinte kilómetros y la vida de varios miles de soldados soviéticos. Alexander quedó al mando de tres secciones compuestas por hombres con los que nunca había trabajado, con la orden de expulsar a los finlandeses del istmo. Al Ejército Rojo le convenía que Viborg volviese a manos soviéticas… y a Alexander también, porque le permitía atravesar la frontera de Finlandia a no mucha distancia de Helsinki. Atravesarla con Dimitri. Porque pese a todo estaba dispuesto cumplir la promesa hecha a su antiguo amigo. Alexander decidió que había llegado la oportunidad de escapar.
En marzo de 1940, en los últimos días de la llamada «campaña» contra Finlandia, Alexander estuvo a las órdenes del comandante Mijail Stepanov, un militar austero y de mirada impenetrable. Con la ayuda de un mortero y de treinta soldados, uno de los cuales era Yuri, el hijo de Stepanov, Alexander intentó conquistar las tierras pantanosas de los alrededores de Viborg. Pero treinta fusiles y tres morteros no podían hacer nada frente al mucho mejor pertrechado ejército finlandés. La sección de Alexander no logró adentrarse entre las filas enemigas, como tampoco lo lograron las otras cinco secciones que avanzaron hacia el interior desde el golfo de Finlandia.
A su regreso a Lisii Nos, sólo le quedaban cuatro soldados. Cuando el comandante Stepanov le preguntó por su hijo, Alexander sólo pudo responder que no sabía qué había sido de Yuri. Lo único que sabía era que su compañero de armas había caído en el combate. Alexander se ofreció a volver a los pantanos en busca del joven. El comandante aceptó, pero le ordenó que fuera acompañado de otro soldado.
Alexander eligió a Dimitri, y antes de marcharse cogió los dos mil dólares. Dimitri y él, llevando solamente los dólares, unos fusiles y unas granadas, se adentraron en los humedales del golfo sin ninguna intención de regresar a la Unión Soviética.
Encontraron a Yuri Stepanov.
—¡Menos mal que está vivo, Dima! —exclamó Alexander mientras daba la vuelta al cuerpo. El muchacho apenas respiraba. Alexander le introdujo los dedos en la boca y le bajó la lengua para ayudarlo a inhalar—. Está vivo —repitió, mirando a Dimitri.
—Sí, apenas… —Dimitri lanzó una mirada en derredor—. Vámonos ya, no hay tiempo. Pongámonos en marcha.
Alexander desgarró la camisa de Yuri y vio el torso cubierto de sangre marrón y viscosa. No se podía saber cuánta había perdido pero debía de ser mucha, a juzgar por la palidez del muchacho.
Yuri Stepanov abrió los ojos, tendió la mano hacia Alexander y balbuceó algo imposible de entender.
—¡Vámonos, Alexander! —gritó Dimitri.
—¡Calla, Dimitri! —protestó Alexander, sin mirarlo—. Déjame pensar un momento. Sólo un momento, ¿de acuerdo?
Siguió agachado en el barro, oyendo la respiración entrecortada de Stepanov y mirando su cara cetrina. A treinta metros había un tramo de frontera sin vigilar. A treinta metros estaban las orillas del golfo. A treinta metros estaba Finlandia, un país que no era la Unión Soviética. Y en aquel país estaba el mar que podría conducir a Alexander hasta Estocolmo, y en Estocolmo estaba el edificio en el que Alexander podría encontrar la libertad. Y después… Alexander casi vio las casas blancas de Barrington entre los troncos rojizos de los arces. Casi sintió el olor de Barrington. Respiró tan hondo, que le dolieron los pulmones. Se salvaría y salvaría a Dimitri, el hombre que lo había ayudado a encontrar a su padre. Volvería a respirar el aire de su tierra natal.
Había imaginado que la lucha sería dura, que tendría que pasar frío y privaciones, avanzar con dificultad por los pantanos y disparar contra todos los soldados que se interpusieran en su camino. Pero no se había imaginado aquello: un muchacho herido y un padre expectante.
Suspiró otra vez. Barrington se había esfumado y sólo quedaba el olor orgánico y algo rancio de la sangre seca, el olor metálico de los fusiles el olor sulfuroso de la pólvora. Y lo único que se escuchaba era la laboriosa agitación de los pulmones de Stepanov cada vez que el joven tomaba aliento.
Huyendo, Alexander abandonaría a un joven agonizante, a un hijo agonizante. Pagaría su libertad con la muerte del chico. «Dios ha decidido ponerme a prueba para hacerme saber de qué pasta estoy hecho», pensó, persignándose.
Alexander levantó al muchacho del suelo y se lo cargó a la espalda.
—Tenemos que llevarlo a la base, Dima.
—¿Qué? —preguntó Dimitri, pálido de repente.
—Ya me has oído.
—¿Te has vuelto loco? No puedes volver. No vamos a volver.
—Yo sí.
En la tranquilidad del bosque se agitó el grito silencioso de Dimitri. Ya no se oía el canto de los pájaros ni el de los grillos, sólo gotas, crujidos y la rabia muda de Dimitri.
—¿Qué estás diciendo? —preguntó con voz furiosa—. No hemos venido aquí por él, era un ardid. Vinimos para seguir adelante con nuestro plan.
—Ya lo sé —dijo Alexander—. Pero yo no puedo. ¿Tú sí?
—¡Por supuesto! —exclamó Dimitri—. Es la guerra, Alexander. ¿Qué te pasa? ¿De repente te vas a preocupar por los mil soldados a los que dejaste morir cuando estaban a tus órdenes?
—Yo no los dejé morir —protestó Alexander.
—Seguiremos adelante —declaró Dimitri con firmeza.
—Muy bien —aceptó Alexander—. Si te vas, te doy la mitad del dinero. Arréglatelas para llegar a Estocolmo, desde allí podrás trasladarte a Estados Unidos.
—¿Qué me estás diciendo? ¿Quieres que me vaya solo? Vamos a irnos los dos.
—No, Dimitri. Ya te lo he dicho, yo me vuelvo a la base con Yuri. Pero tú quédate, no hay motivo para que vuelvas conmigo.
—No pienso irme sin ti —respondió Dimitri, con una voz muy aguda que se abrió paso entre los árboles.
—Muy bien —concluyó Alexander—. Entonces, pongámonos en marcha ahora que aún vive.
Dimitri no se movió.
—Si te marchas —dijo entre dientes—, lo último que harás como militar será llevar a Stepanov de vuelta a Lisii Nos.
Alexander, sin soltar a Stepanov, se colocó muy cerca de Dimitri y le habló también entre dientes:
—¿Me estás amenazando?
—Sí —dijo Dimitri.
Alexander se apartó un paso y miró a Dimitri con resignación.
—Muy bien, pues escúchame tú ahora: haz lo que quieras. Adelante, delátame. En ese caso, es aún más importante que lo último que haga en esta vida sea salvar a una persona.
—¡Vete a la mierda!
—¡Habrá más ocasiones de escapar! Piensa en lo que hemos visto en el bosque. Podemos volver e intentarlo. Ésta era nuestra primera oportunidad, pero no la última. Si me delatas al NKVD, ya no podrás salir de la Unión Soviética. Yo estaré muerto, pero tú tendrás que pudrirte en este país toda tu vida. —Alexander hizo una pausa y añadió—: Óyeme bien: Europa está a punto de entrar en guerra con Hitler. Tendremos más oportunidades de escapar, pero sólo si estoy vivo. ¿Qué vas a hacer? Acabas de decir que no te atreves a irte solo. Si quieres mi ayuda para huir, tendrás que mantener la boca cerrada. —Hizo otra pausa y concluyó—: Déjate de tonterías y llevemos a este muchacho con su padre.
—¡No! —dijo Dimitri.
—¡Haz lo que te dé la gana, joder!
Alexander ya estaba harto de hablar. Sin esperar a Dimitri, dio media vuelta y comenzó a andar. Al cabo de un momento, oyó los pasos de su compañero detrás de él. Dimitri era un cobarde, y por lo tanto capaz de matar a otra persona por la espalda, pero no si esa persona le había prometido cubrirle algún día las espaldas.
Después de andar en silencio por el lúgubre marjal durante varias horas, llegaron a la base. Aunque era casi de noche, Mijail Stepanov estaba esperándolos en la linde del bosque, junto a uno de los agentes de frontera del NKVD. Stepanov se acercó con pasos temblorosos.
—¿Está vivo? —preguntó a Alexander, sin apenas fuerza para articular las palabras.
—Sí —contestó Alexander—. Pero necesita un médico.
Mijail Stepanov cogió a su hijo en brazos y lo llevó hasta el hospital de campaña. Lo tendió en una camilla y se sentó en silencio al lado de su hijo, mientras los enfermeros le hacían una transfusión de sangre, le ponían una inyección de morfina y le daban sulfamidas.
Stepanov y Alexander lo lavaron, y el médico le cosió las tres heridas del torso. Yuri había estado demasiado tiempo a la intemperie y las heridas de bala se le habían infectado.
Alexander salió de la tienda a fumar un cigarrillo. Fue en busca de algo que comer y volvió a sentarse al lado de Stepanov. Yuri parecía algo recuperado.
—¿Me voy a poner bien, papochka? —preguntó con voz desmayada.
—Sí, hijo —contestó Stepanov, sin soltarle la mano.
—He tenido suerte. Podría haber sido mucho peor. —Yuri lanzó una mirada a Alexander—. ¿No es así, teniente?
—Así es, soldado —contestó Alexander.
—Mamá estará orgullosa de mí —dijo Yuri—. ¿Tengo que volver al frente, teniente? ¿O me dará permiso para ir a verla?
—Puedes tomarte el tiempo que quieras —respondió Alexander. Calló al ver la cara demudada de Stepanov, y al cabo de un momento preguntó—: ¿Dónde está su madre?
—Murió en 1930 —contestó Stepanov.
—¿Papá?
—¿Sí?
—¿Tú también estás orgulloso de mí?
—Mucho, hijo.
Durante varias horas esperaron al lado de Yuri, sumidos en sus pensamientos, escuchando la laboriosa respiración del joven y contemplando el lento parpadeo de sus ojos.
Al final la respiración dejó de ser laboriosa y los ojos dejaron de parpadear y el comandante Stepanov agachó la cabeza y lloró, y Alexander, incapaz de contener la emoción, salió de la tienda.
Stepanov, al salir, encontró a Alexander fumando, apoyado en un camión de abastecimiento.
—Lo lamento, señor —dijo Alexander.
Stepanov le dio la mano.
—Es usted un buen soldado, teniente Belov —respondió, conmovido—. Llevo desde 1921 en el Ejército Rojo y puedo decirle que es usted un militar excepcional. ¿De dónde ha sacado ese valor que le impide abandonar a sus soldados? No diga que lo lamenta, diga que hizo lo que pudo. Y ha sido suficiente, porque gracias a usted he podido despedirme de mi único hijo y voy a poder enterrarlo. Él descansará, y yo también.
Stepanov le oprimió la mano.
—No tiene importancia, señor —dijo Alexander, y agachó la cabeza.
La guerra de Invierno terminó unos días después, el 13 de marzo de 1940.
Los soviéticos no recuperaron Viborg.
Frente a Mejlis, 1943
Le habían preguntado quién era, y el plazo para contestar se estaba terminando. Alexander se puso de pie y recordó otra estrofa del poema de Kipling, como si la oyera en la voz de su padre:
«Si todas tus ganancias pones en un montón, y osas arriesgarlas en un golpe de azar, y las pierdes, y luego, con bravo corazón, sin hablar de tus pérdidas vuelves a comenzar…».
Cuando volvió a presentarse ante el tribunal, estaba casi contento.
—¿Ha reflexionado, comandante?
—Sí, señor.
—¿Cuál es su respuesta?
—Mi respuesta es que soy Alexander Belov, nativo de Krasnodar y comandante del Ejército Rojo.
—¿Es usted el expatriado estadounidense Alexander Barrington?
—No, señor.
Los miembros del consejo guardaron silencio. Alexander tenía ganas de salir otra vez al exterior y disfrutar del fresco día de mayo. Los rostros que lo contemplaban tenían una expresión sombría y no parpadeaban. Él también adoptó una expresión sombría y dejo de parpadear. Uno de los miembros del consejo daba golpecitos con el lápiz en la mesa. Stepanov miraba a Alexander con ojos escrutadores. Cuando se cruzaron sus miradas, Stepanov inclinó discretamente la cabeza.
Finalmente, intervino el general Mejlis:
—Me temía que ésa sería su respuesta, comandante. Si hubiera dicho que sí, ya estaríamos hablando con el Departamento de Estado norteamericano, pero ahora debemos plantearnos qué hacer con usted. Me han concedido plenas competencias para decidir sobre su futuro. Mis colegas y yo hemos estado deliberando mientras usted aguardaba fuera de la sala. La decisión que se nos pide es difícil. Aunque nos esté diciendo la verdad, sobre sus hombros engalonados siguen pesando las mismas acusaciones, y estas acusaciones lo acompañarán a cualquier destino que le corresponda en el Ejército Rojo. Habrá un torrente de rumores, suspicacias y críticas, lo cual dificultará en gran medida su cometido como oficial, y dificultará nuestra obligación de defenderlo en el futuro, cuando alguno de los soldados bajo su mando lo acuse falsamente para que no lo envíe a combatir.
—Estoy acostumbrado a las dificultades, señor.
—Sí, pero nosotros preferimos ahorrárnoslas. —Mejlis alzó una mano—. Y no me interrumpa, comandante. Si nos ha mentido, la situación será la misma, con la única salvedad de que, en ese caso, los miembros de este tribunal sufriremos la humillación de haber cometido un error terrible. ¿Comprende que, tanto si nos está mintiendo como si nos está diciendo la verdad, la decisión que debemos tomar es complicada?
—Si me lo permite, general —intervino Stepanov—: le recuerdo que nuestro país está inmerso en una guerra salvaje donde los soldados mueren antes de que haya tiempo de reclutar otros nuevos, las armas desaparecen antes de que haya tiempo de fabricar más y los oficiales caen antes de que haya tiempo de sustituirlos. El comandante Belov es un soldado ejemplar y estoy seguro de que se le podrá adjudicar algún cometido en el Ejército Rojo… —Como nadie lo contradijo, Stepanov continuó—: Podemos enviarlo a fabricar tanques y cañones a Sverdlovsk o a extraer hierro en una mina de Vladivostok, o mandarlo a Kolima o al Perm 35. En cualquiera de estos lugares seguirá siendo un miembro productivo de la sociedad soviética.
—Ya hay muchos para trabajar en las minas de hierro —protestó Mejlis—. ¿Y por qué malgastar a un comandante del Ejército Rojo en una fábrica de cañones?
Alexander, divertido, hizo un gesto casi imperceptible con la cabeza. «Buena jugada, coronel Stepanov —pensó—. Hace un minuto pensaban ejecutarme y ahora están a punto de suplicarme que me quede en el ejército».
—Ya no es comandante —continuó Stepanov—. Fue degradado cuando lo arrestaron. No veo inconveniente en mandarlo a Kolima.
—¿Y por qué seguimos llamándolo «comandante»? —protestó Mejlis.
—Porque aunque le hayan quitado los galones, sigue siendo lo que es. Ocupó puestos de mando durante siete años. Fue oficial en la guerra de Invierno, luchó contra los alemanes en el Neva, abasteció el «Camino de la Vida» y el verano pasado participó junto a sus hombres en cuatro intentos por romper el cerco de Leningrado.
—Ya hemos tenido varias ocasiones de escuchar estas hazañas coronel Stepanov —dijo Mejlis, frotándose las sienes con gesto cansado—. Ahora hay que decidir qué vamos a hacer con el acusado.
—Sugiero que lo enviemos a Sverdlovsk —propuso Stepanov.
—No podemos.
—Entonces, devuélvanle su empleo.
—Tampoco podemos.
Mejlis permaneció unos momentos en silencio, reflexionando.
—Comandante Belov —añadió después de emitir un hondo suspiro—, cerca de Voljov, en el valle que se abre entre el lago Ladoga y los montes de Siniavino, hay una línea férrea que los alemanes bombardean todos los días desde sus posiciones en la montaña. ¿Sabe de qué le hablo?
—Sí, señor. Mi esposa ayudó a construir esa línea cuando rompimos el cerco.
—Por favor, comandante: no mencione a su esposa, es un punto doloroso. En cualquier caso, es una línea vital para enviar víveres y combustible a la ciudad de Leningrado. He decidido asignarlo a un batallón disciplinario encargado de reconstruir un tramo de diez kilómetros de vía entre los montes de Siniavino y el Ladoga. ¿Sabe que es un batallón disciplinario?
Alexander permaneció en silencio. Sabía qué era. En el ejército había miles de presos enviados a atacar puentes, cruzar ríos o construir líneas férreas bajo el fuego enemigo sin protección; eran los primeros en entrar en combate sin el apoyo de la artillería y sin armamento suficiente. Los soldados de los batallones disciplinarios tenían que alternarse los fusiles. Cuando uno caía, el de al lado se quedaba con su arma, si no había caído él mismo antes. Los batallones disciplinarios eran murallas humanas enviadas contra los piquetes de ejecución de Hitler.
—¿Tiene algo que añadir, comandante? —preguntó Mejlis tras un silencio—. Ah, algo más: queda usted oficialmente relevado de su categoría.
—Perfecto. Me piden que me integre en un batallón disciplinario pero no quieren que mande a los soldados, ¿es eso?
—No es correcto. Se le ordena que mande a los soldados de ese batallón.
—En ese caso, tendré que conservar mi categoría.
—No, no puede conservarla.
—Con el debido respeto, señor. Si el Ejército Rojo no me concede una categoría de mando, no podré dirigir a nadie: ni a una ardilla ni a los asustados soldados de un batallón disciplinario, que viven bajo la amenaza constante de la muerte. Si quieren que esté al mando del batallón tendrán que darme las herramientas necesarias. De no ser así, no seré de ninguna utilidad para el Ejército Rojo ni podré contribuir al esfuerzo bélico. Los soldados no obedecerán ni una sola de mis órdenes, la vía férrea seguirá sin funcionar y morirán tanto los soldados como los encargados del servicio de abastecimiento. No pueden pedirme que siga en el ejército…
—No se lo pido, se lo ordeno.
—Señor, sin mi categoría dejo de ser oficial, y ejercer de oficial es lo único que sé hacer. Pónganme en un batallón disciplinario, pero no me pidan que lo dirija. Pueden darme algún empleo de suboficial, sargento o cabo, lo que ustedes gusten. Ahora bien, si quieren que sea útil para el ejército, déjenme conservar mis galones —Alexander no pestañeaba cuando añadió—: Sé que usted, como general, puede entenderlo mejor que nadie. ¿Se acuerda de Meretskov? Cuando esperaba su ejecución en las mazmorras de Moscú, las autoridades decidieron conmutarle la pena y lo mandaron dirigir el frente del Voljov. Lo pusieron al mando de un ejército entero, no sólo de una división, y lo ascendieron a general. ¿Cómo si no, siendo un campesino como era, habría podido mandar sobre un ejército? ¿Cuántos hombres habría podido enviar a la muerte si hubiera sido un simple cabo? ¿Quiere expulsar a los alemanes de Siniavino? Puedo ayudarlo, pero necesito mantener mi categoría.
—Me agota usted, comandante Belov —dijo Mejlis, mirándolo con resignación—. Muy bien. Dentro de una hora saldrá hacia Siniavino. El guardián lo acompañará a su celda para que recoja sus pertenencias. Voy a degradarlo, pero le permitiré seguir siendo capitán, nada más. ¿Dónde están sus medallas?
Alexander, aliviado, quiso sonreír pero no pudo.
—Me las quitaron antes de interrogarme. No sé dónde está mi insignia de Héroe de la Unión Soviética.
—Lástima —se lamentó Mejlis.
—Sí, es una lástima. También necesitaré calzoncillos nuevos y más armas, un cuchillo y una tienda de campaña. Necesito un nuevo equipo, señor. El que tenía ha desaparecido.
—Debería controlar mejor sus pertenencias, comandante Belov.
—Lo tendré en cuenta —dijo Alexander, haciendo el saludo militar—. Y soy el capitán Belov, señor.