La cena con los Sabatella, 1943
Finalmente, un domingo de octubre, Tatiana se animó a ir a cenar a casa de Vikki. Los Sabatella vivían en Little Italy, en la esquina de Mulberry y Grand.
Al cruzar la puerta, Tatiana oyó un chillido estridente y una voz de contralto que gritaba: «¡¡Gelsomiiiiiiiiina!!». Una mujer de cuerpo regordete y baja estatura, morena de pelo y de piel, salió de la cocina.
—Dijiste que vendrías hace tres horas.
—Lo siento, abuela. Tania no había terminado con… Ni siquiera sé qué hace en el hospital. Te presento a mi abuela Isabella, Tania. Mira, abuela: éste es Anthony, el bebé de Tania.
La abuela estrechó a Tatiana con sus brazos manchados de harina y enseguida se apoderó del cuerpecito de tres meses y medio del bebé y se lo llevó a la cocina para depositarlo sobre la encimera, y Tatiana pensó que tenía que entrar a rescatar a su hijo antes de que Isabella preparase con él un zeppole[9].
—¿«Gelsomina»? —preguntó en voz baja, cuando tomaba un vaso de vino con Vikki en la cocina.
—No preguntes. Significa «jazmín». Tiene algo que ver con mi difunta madre.
—¡Tu madre no está muerta! —gritó Isabella con rabia, jugando con el bebé—. Está en California.
—En California —repitió Vikki—. En italiano llaman así al Purgatorio.
—No digas eso. Ya sabes lo enferma que está tu madre.
—¿Tu madre está enferma? —susurró Tatiana.
—Sí, de la cabeza —respondió Vikki en un susurro.
—No seas mala —protestó Isabella, sin dejar de mirar muy sonriente a Anthony.
—Les he dicho que no te pregunten en ningún momento por el padre del niño —susurró Vikki—. ¿Te parece bien?
—Está bien, Vikki —respondió Tatiana con otro susurro. A Tatiana le gustó la casa, que era grande y acogedora, con ventanales altos y muebles macizos y estanterías llenas de libros, pero le inquietó un poco la decoración: todo el piso, desde los suelos enmoquetados hasta las paredes, pasando por el remate de los cortinajes de terciopelo, tenía el mismo color del vino tinto que le dieron de beber. En el comedor revestido de maderas oscuras y telas de color borgoña, conoció a Travis, el bajito, delgado y discreto marido de Isabella.
—Cuando conocí a mi Travis, el abuelo de Vikki… —comenzó a explicar Isabella durante la cena, sujetando a Anthony con una mano y sirviendo lasaña con la otra—. Vikki, no te quedes ahí parada, pásale el pan y la ensalada a Tania, y sírvele un poco más de vino, por el amor de Dios… ¿Por dónde iba? Ah, sí. Cuando conocí a Travis…
—Eso ya lo has dicho, mujer —intervino en voz baja Travis, lanzando una mirada a Tatiana y rascándose la calva como si se disculpara.
—No me interrumpas, prego. Cuando te conocí, estabas a punto de casarte con mi tía Sofía.
—¡Yo ya lo sé, no me lo cuentes a mí! Cuéntaselo a ella.
—Ajá… —dijo Tatiana.
Si cogía un poco más de pan, tendría la boca ocupada. Ella masticaría y ellos hablarían y todo iría bien.
—Era la hermana menor de mi madre —precisó Isabella—. Travis y yo nos conocimos en un pueblecito cercano a Florencia. ¿Sabes dónde está Florencia?
—Sí —dijo Tatiana—. La madre de mi marido era italiana.
—Mi madre me pidió que fuera a buscar a Travis a la estación porque él no sabía cómo llegar al pueblo. Vivíamos en el valle, entre montañas. Yo tenía que ir a buscarlo para llevarlo a casa de mi tía Sofía, que lo estaba esperando.
—Y gracias a tu ayuda nunca encontró el camino, abuela… —dijo Vikki.
—Calla, niña. La estación estaba a diez kilómetros. A los dos kilómetros supe que ya no podría vivir ni un solo día sin él. Entramos a tomar un vasito de vino en una taberna. Yo no bebía nunca. Era demasiado joven, tenía dieciséis años, pero Travis me invitó. Bebimos del mismo cáliz… La abuela dejó de servir la comida y se volvió sonriente hacia Travis, que masticaba la lasaña y fingía que no le prestaba atención.
—No sabíamos qué hacer —continuó Isabella—. Mi tía tenía veintisiete años, igual que Travis. Iban a casarse, no había forma de impedirlo. Estábamos sentados en aquella taberna de las cercanías de Florencia, sin saber qué hacer. ¿Y sabes qué? —Isabella dio una palmadita a Travis, que soltó el tenedor—. Al final no fuimos al pueblo. Nos dijimos: «Vámonos a Roma, ya escribiremos una carta a la familia». Pero en lugar de ir a Roma cogimos el tren de Nápoles y allí tomamos el barco que nos trajo a la isla de Ellis. Llegamos a este país en 1902. No teníamos nada, sólo nos teníamos el uno al otro.
Tatiana había dejado de comer y miraba boquiabierta a Isabella y a Travis.
—¿La perdonó su tía?
—Nadie me perdonó —dijo Isabella.
—Su madre no le ha escrito desde entonces —explicó Travis, con la boca llena.
—Bueno, Travis, mi madre ya murió, ahora es difícil que me escriba.
—¿Cuánto hace que estás enamorado de mi hermana, Alexander? —pregunta Dasha, agonizante.
—Nunca he estado enamorado de ella —contesta Alexander—. Estoy enamorado de ti. Tú sabes lo que hay entre nosotros.
—Dijiste que en el verano, cuando estuvieras de permiso, vendrías a buscarme a Lazarevo y te casarías conmigo —dice Dasha entre estertores.
—Sí. Cuando esté de permiso, vendré a buscarte a Lazarevo y me casaré contigo —promete Alexander a Dasha, la hermana de Tatiana.
Tatiana agachó la cabeza y se pellizcó las manos crispadas.
—En Estados Unidos tuvimos dos hijas —continuó Isabella—. Travis quería un varoncito, pero Dios no quiso dárnoslo. —Suspiró—. Fuimos en busca de un niño, pero tuve tres abortos.
Isabella miró a Anthony con tanta añoranza que Tatiana quiso arrebatárselo de las manos, como si el deseo fuera una forma de posesión.
—En 1923, Annabella, nuestra hija mayor, tuvo a Gelsomina.
—Y me puso de nombre Viktoria —precisó Vikki.
—¿Y tú qué sabes? —contestó Isabella con desdén—. ¿Acaso Viktoria es un nombre italiano?… Nuestra hija menor, Francesca, vive en Darien, en Connecticut. Viene a vernos una vez al mes. Está casada con un buen hombre y de momento no tienen hijos.
—Abuela, la tía Francesca tiene treinta y siete años. Nadie tiene hijos con treinta y siete años —declaró Vikki.
—Nosotros estábamos hechos para tener un niño… —repuso Isabella con tristeza.
—No es verdad —dijo Travis—. De ser así, lo habríamos tenido. Y ahora devuelve este bebé a su legítima madre y come algo, mujer.
—Tania, ¿quién te cuida al niño cuando estás trabajando? —preguntó Isabella, mientras devolvía de mala gana el niño a su madre, que lo tomó agradecida y lo estrechó contra su pecho antes de seguir comiendo.
—Me lo llevo, o lo dejo durmiendo en la habitación, o me lo cuida algún refugiado o un soldado herido.
—Pues eso no está bien —opinó Isabella—. Si quieres, podría cuidarlo yo.
—Gracias —contestó Tatiana—. No será necesario…
—Podría ir a buscarlo a Ellis y llevártelo de vuelta.
—¡Isabella! —exclamó Travis—. Por mucho que quieras, el niño no será tu hijo. Come, por amor de Dios.
—Muy bien, lo pensaré —respondió Tatiana, mirando sonriente a Isabella—. Y ustedes dos son muy afortunados de tenerse el uno al otro. Es una historia preciosa.
—Tú eres afortunada de tener a tu niño —opinó Isabella.
—Es verdad —reconoció Tatiana.
—Cuéntanos. ¿Dónde está tu familia?
Tatiana no dijo nada.
—¿Tienes madre, chiquilla?
—Ya no —dijo al final Tatiana.
—¿Y padre?
—También murió.
—¿Y hermanas o hermanos?
—También. Todos han muerto.
—¿Y abuelos?
Tatiana negó con la cabeza.
—Todos se han ido.
Isabella y Travis dejaron de masticar. Vikki siguió comiendo pero miró a Tatiana sin pestañear.
—Hace dos años, los alemanes cercaron Leningrado. No había comida —explicó Tatiana, y dejó de hablar.
Es el 23 de junio de 1940. Tatiana y Pasha cumplen dieciséis años y los Metanov lo celebran en su dacha de Luga. Les han prestado una mesa alargada y la han instalado en el jardín porque en el porche no caben diecisiete personas: los siete miembros de la familia Metanov; la hermana del padre, con su marido y su hija; la babushka de Tatiana, Maya, y los seis miembros de la familia Iglenko. Papá ha traído caviar negro y esturión ahumado de Leningrado. También ha traído arenques con patatas y cebollas, y la madre ha preparado borsch y cinco clases de ensalada. La prima Marina ha preparado tarta de champiñones, Dasha ha hecho un pastel de manzana, la abuela paterna de Tatiana ha hecho buñuelos de crema, la babushka Maya le ha pintado un cuadro y papá ha comprado bombones porque sabe que a Tatiana le encanta el chocolate. Tatiana se ha puesto su vestido blanco bordado con rosas rojas. Es el único vestido bonito que tiene. Se lo trajo su padre de Polonia dos años antes y es su vestido preferido.
Todo el mundo bebe vodka, todos menos ella; beben hasta que ya no son capaces de sostener los vasos. Cuentan anécdotas políticas y comen hasta reventar. Papá saca la guitarra y toca canciones populares y todo el mundo canta aunque no tenga oído y aunque no sepa la letra:
Si supieras
cómo adoro
las noches de Moscú…
—Cuando cumplas los dieciocho, Tania —dice el padre—, alquilaré un salón del Hotel Astoria para Pasha y para ti y celebraremos un banquete de verdad.
—A mí no me organizaste ninguna fiesta, papá —interviene Dasha, que cumplió los dieciocho hace cinco años.
—Las cosas estaban muy mal en 1935 —explica el padre—. Nos faltaba de todo, y en cambio ahora las cosas nos van mejor y dentro de dos años será mejor aún. En el Astoria brindaremos también por ti, Dasha, ¿te parece bien?
Tania quisiera que su próximo cumpleaños fuera al día siguiente para disfrutar de otra fiesta como ésa. La brisa nocturna es cálida y huele a lilas marchitas y a cerezos en flor, los grillos cantan y los mosquitos acechan. Sus hermanos la tumban sobre la hierba, se le echan encima y empiezan a hacerle cosquillas hasta que Tatiana no puede más y chilla «parad, me estropearéis el vestido…», mientras los adultos alzan los vasos con manos temblorosas y papá vuelve a coger la guitarra y su voz embriagada llega hasta Tatiana a través de las ramas floridas de los cerezos, entonando con voz estridente el lamento por Leningrado que escribió Alexander Vertinski en el exilio:
Palabras remotas oídas al pasar,
palabras dulces y superfinas,
Jardín de Verano, Fontanka, Neva,
¿por qué habéis llegado hasta aquí, queridas palabras?
Aquí, donde el bullicio es el de una ciudad forastera
y son olas forasteras las que lamen la playa.