Conversaciones con Slonko, 1943
—¡Comandante!
Alexander abrió los ojos de inmediato. Seguía sentado en el aula donde se había llevado a cabo el interrogatorio, bajo la vigilancia de Ivanov. Slonko entró con pasos malhumorados. Su gesto amable y su tono amistoso habían desaparecido.
—Bueno, comandante. Parece que va a tener que dejarse de jueguecitos.
—Muy bien —dijo Alexander—. No tengo muchas ganas de jugar.
—¡Comandante!
—¿Por qué grita? —preguntó Alexander, frotándose las sienes.
La cabeza le dolía como si fuera a romperse en pedazos.
—¿Conoce a una mujer que responde al nombre de Tatiana Metanova, comandante?
Esta vez, mantener la compostura le costó más que cuando habían mencionado a su madre. Alexander necesitó toda su fuerza de voluntad para no dar un respingo. «Si supero esto —pensó—, podré superar cualquier cosa; mejor dicho, es indudable que superaré cualquier cosa». No sabía si era preferible mentir o decir la verdad. Era obvio que Slonko tramaba algo.
—Sí —respondió al final.
—¿Y quién es?
—Era una de las enfermeras del hospital de Morozovo.
—¿Era?
—Bueno, yo ya no estoy en el hospital, ¿verdad? —contestó dócilmente Alexander.
—Resulta que ella tampoco está allí.
No era una pregunta. Alexander no dijo nada.
—Pero es más que una enfermera, ¿no es cierto?, comandante —preguntó Slonko, y se sacó del bolsillo el pasaporte interior de Alexander—. Aquí dice que es su esposa…
—Sí —asintió Alexander.
Su vida, resumida en una sola frase. Intentó serenarse. Sabía que Slonko no había hecho más que empezar. Tenía que estar preparado para lo que vendría después.
—Vaya, así que de verdad es su esposa.
—Sí.
—¿Y dónde está ella en este momento? ¿Lo sabe usted?
—Tendría que ser omnisciente para saberlo —respondió Alexander—. No tengo ni idea.
—Está con nosotros —dijo Slonko, y se inclinó hacia él—. Bajo nuestra custodia. —Se rio satisfecho—. ¿Qué le parece eso, comandante?
—¿Qué me parece qué? —respondió Alexander, sin desviar la mirada. Se cruzó de brazos y esperó—. ¿Puedo fumarme un cigarrillo?
Le trajeron un cigarro y Alexander logró que no le temblaran las manos al encenderlo. Antes de que ninguno de los dos tuviera tiempo de decir algo, Alexander llegó a la conclusión de que Slonko se estaba marcando un farol; mejor dicho, decidió creer que era un farol. La víspera, Stepanov le había dicho que los hombres de Mejlis estaban desorientados, pero Slonko no había dejado traslucir nada al respecto en sus dos conversaciones anteriores. Nada en absoluto, como si desconociera el asunto. Y ahora, de repente, se sacaba a Tatiana del sombrero, ufano como un gallito. Era un farol. Si realmente la hubieran detenido, habrían tardado menos en preguntarle por ella. Sin embargo, Slonko ni siquiera había sacado a relucir que la buscaban; en realidad no había dicho ni una palabra de Dimitri ni de Sayers ni de Tatiana.
Aun así, Slonko estaba protegido por tres guardianes y Alexander no tenía a nadie. Y estaba aquella bombilla enfocada hacia su cara, y estaba el hecho de que todo su cuerpo acusaba la debilidad, la falta de sueño y el agotamiento mental y el lacerante dolor de la espalda, y estaba su ánimo abatido. Alexander no dijo nada, pero fue a costa de un considerable esfuerzo. ¿Cuánta resistencia le quedaba? Cuando lo habían detenido en 1936, era joven y no estaba herido.
¿Por qué no podía haber conocido a Slonko en ese momento? Se resignó, preparándose para el siguiente golpe. Sabía que no tardaría en llegar.
—En este mismo momento, su esposa está siendo interrogada…
—¿Y no la interroga usted? —dijo Alexander—. Me sorprende que confíe una tarea tan importante a otra persona, camarada. Seguro que «tiene» a gente muy cualificada trabajando a su servicio.
—Comandante, ¿recuerda qué sucedió hace tres años, en 1940?
—Sí, ese año combatí en la guerra contra Finlandia. Resulté herido, recibí una medalla al valor y me ascendieron a teniente.
—No me refiero a eso.
—Ah.
—En 1940, el gobierno soviético promulgó una ley que castiga a las mujeres que no repudian a su marido si éste ha cometido un delito tipificado en el artículo 58 del Código Penal. No denunciar al cónyuge se castiga con diez años en un campo de trabajo. ¿Le suena algo de eso?
—Afortunadamente no mucho, camarada. En 1940 no estaba casado.
—Estoy harto de jueguecitos y voy a ser franco con usted, comandante Belov. Su esposa, el doctor Sayers y un soldado llamado Dimitri Chernenko intentaron escapar del país…
—Un momento —intervino Alexander—. ¿Dice que el doctor Sayers ha intentado escapar…? ¿No trabaja con la Cruz Roja? Los miembros de la Cruz Roja Internacional tienen libertad para cruzar las fronteras, ¿no?
—Sí —contestó secamente Slonko—, pero no es el caso de su esposa ni de su compañero. Hubo un incidente fronterizo durante el cual el soldado Chernenko recibió varios impactos de bala.
—¿Era él su testigo? —Alexander sonrió—. Espero que no fuera el único.
—Su esposa y el doctor Sayers consiguieron llegar a Helsinki.
Alexander no perdió la sonrisa.
—Pero el doctor estaba gravemente herido. ¿Sabe cómo lo hemos sabido, comandante? Porque llamamos al hospital de Helsinki y nos dijeron que el doctor había muerto dos días antes.
La sonrisa se congeló en la cara de Alexander.
—También nos dijeron que el muy eficiente doctor Sayers había llegado acompañado de una enfermera de la Cruz Roja que estaba herida. La descripción encaja con la de Tatiana Metanova. Bajita, rubia y al parecer embarazada. Y con una cicatriz en la cara. ¿Podría ser ella?
Alexander no se movió.
—«Yo creo» que sí —continuó Slonko—. Les ordenamos que la retuvieran hasta que llegaran nuestros hombres. Fuimos a buscarla al hospital de Helsinki y esta mañana estaba de vuelta en Rusia. ¿Tiene alguna pregunta?
—Sí —dijo Alexander, haciendo un esfuerzo para ponerse de pie; al final decidió seguir sentado. Intentó controlar su expresión, sus brazos, todo su cuerpo; pero no le sirvió de nada, porque las piernas empezaron a temblarle sin control. Al final, en tono gélido, preguntó—: ¿Qué quieren de mí?
—La verdad.
El tiempo era algo extraño… En Lazarevo, durante su dulce luna de miel, un mes entero había transcurrido en un abrir y cerrar de ojos. Y ahora, en cambio, el tiempo se paralizaba y Alexander tenía que respirar hondo para que los segundos pasaran más deprisa. Por un momento, bajó los ojos hacia el sucio suelo de madera y pensó: «Para salvarla a ella, voy a decirles la verdad y a firmar ese puto papel. Por lo que a mí respecta, soy realmente el que dicen». Pero luego pensó: «¿Y lo que le han hecho al cabo Maikov? Sólo podía decirles que no sabía nada; de hecho, no me conocía. ¿Qué verdad pudo revelar antes de que lo mataran? A ojos de Slonko, las mentiras son verdades y la verdad es una falsedad. Sabe que tanto lo que le decimos como lo que le ocultamos es engañoso y, sin embargo, mide su éxito por las mentiras que consigue sonsacarnos. No está más convencido que Stepanov, o que Maikov en su momento, de que yo sea realmente Alexander Barrington. Lo que quiere es que le mienta para que su misión pueda ser declarada un éxito. Quiere al chico de diecisiete años al que no llegó a interrogar. Actúa de este modo porque en su momento no fue capaz de vencer el coraje (¡la audacia!) de un preso que escapó a la muerte. Lo que quiere es que le firme un papel que ahora, siete años después, lo autorice a matarme, al margen de que yo sea o no sea Alexander Barrington. Quiere que yo muera para disfrutar de la absolución. Eso es lo que tendrá si confieso».
Slonko trataba de distorsionar la verdad para acabar con la resistencia de Alexander. Tatiana había desaparecido: cierto. La estaban buscando: cierto. Habían llamado a la Cruz Roja en Helsinki: quizás. Habían descubierto que Sayers había fallecido: quizá. Pobre Sayers… Quizás habían averiguado que lo acompañaba una enfermera y sin saber su nombre, solamente por la descripción, habían deducido que era la esposa de Alexander. Sólo habían pasado unos días. ¿Habrían tardado tan poco en enviar a uno de sus agentes en su busca? Estaban a quinientos kilómetros de Helsinki. ¿Habían tenido tiempo de localizar a Tatiana y de traerla de vuelta a la URSS?
Y ella, ¿se habría quedado realmente en Helsinki? Sí, Alexander le había aconsejado que saliera de la ciudad, pero ¿habría recordado su consejo en aquel momento de soledad e infortunio?
Alexander volvió a mirar a Slonko, que lo observó con la expresión del glotón que se frota las manos antes de abalanzarse sobre un festín, o con la expresión del espectador que está a punto de asistir a la muerte del toro en la plaza.
—¿Hay algún dato que no haya obtenido aún de mí, camarada? —preguntó Alexander en un tono gélido.
—A lo mejor no le importa su propia vida, comandante Belov, pero estoy convencido de que, si es la vida de su esposa embarazada la que está en peligro, aceptará usted hablar con nosotros.
—Por si no me ha oído, voy a repetirle la pregunta, camarada —insistió Alexander—. ¿Hay algo que quiera usted de mí y que yo aún no le haya dado?
—¡Sí, todavía no tengo la verdad! —exclamó Slonko, y le asestó un fuerte bofetón.
—¡No! —Alexander apretó los dientes—. Lo que no tiene es la satisfacción de saber que está en lo cierto. Cree que por fin ha atrapado al hombre al que lleva tiempo persiguiendo, y yo le digo que se equivoca. No va a sonsacarme nada haciendo gala de su impotencia. Tendrá que llevarme ante un consejo de guerra. No soy uno de los presos de poca monta a los que está acostumbrado a intimidar. Soy un oficial condecorado del Ejército Rojo. ¿Ha servido a su país en una guerra, camarada? —Alexander se puso de pie. Era una cabeza más alto que Slonko—. Lo dudo. Quiero comparecer ante el general Mejlis, que resolverá la cuestión en un momento. ¿Quiere llegar a la verdad, Slonko? Pues veamos cuál es la verdad. La guerra me necesita todavía. Usted, en cambio… tendrá que volver a su cárcel de Leningrado.
Slonko soltó una palabrota y ordenó a los dos guardianes que obligaran a sentarse al prisionero, cosa que hicieron con cierta dificultad.
—No puede argumentar nada en mi contra —gritó Alexander—. La persona que me acusó está muerta, ya que de no ser así la habría traído aquí. Los únicos que tienen autoridad sobre mí son mi mando inmediato, que es el coronel Stepanov, y el general Mejlis, que ha ordenado mi detención. Ellos le explicarán que, antes de la Operación Iskra, cinco generales del Ejército Rojo me concedieron la Estrella Roja porque resulté herido en el ataque al río, y también le explicarán que me dieron una medalla de Héroe de la Unión Soviética por mi contribución al esfuerzo bélico.
—¿Dónde está esa medalla, comandante? —preguntó Slonko, articulando lentamente las palabras.
—Se la llevó mi esposa. Como está bajo su custodia, a lo mejor los deja verla. —Alexander sonrió—. Será la única ocasión que tendrá usted de ver una medalla.
—¡Soy el oficial encargado de su interrogatorio! —vociferó Slonko con las mejillas y la frente rojas como la grana, y asestó otro bofetón a Alexander.
—¡Váyase a la mierda! —chilló Alexander a su vez—. Usted no es oficial, y yo sí. Podrá intimidar a las mujeres, pero a mí no puede dominarme.
—En eso se equivoca, comandante —dijo Slonko—. Sí que puedo dominarlo, ¿sabe por qué? —Como Alexander no respondía, Slonko se inclinó hacia él y dijo con voz malévola—: Porque muy pronto voy a dominar a su mujer.
—¿De verdad? —contestó Alexander. Se sacudió a los guardianes de encima, se puso de pie y tiró la silla de una patada—. Me sorprendería. ¿Acaso domina a la suya? Dudo que pueda dominar a la mía.
—Pues esté seguro de que lo haré y así se lo haré saber —respondió Slonko, sin moverse.
—Sí, hágalo —respondió Alexander, y se alejó unos pasos de la silla caída en el suelo—. Así sabré que está mintiendo.
Slonko soltó un gruñido.
—Camarada —insistió Alexander—, yo no soy el hombre al que está buscando.
—Sí lo es, comandante. Y todas sus palabras y sus acciones sólo sirven para convencerme aún más de ello.
De vuelta en la celda minúscula y fría, Alexander dio gracias a Dios por llevar puesto el uniforme.
Le habían dejado la lámpara de queroseno y el guardián no se apartaba de la mirilla.
A Alexander le parecía increíble que lo que le estaba sucediendo no tuviera que ver con la ideología, con la lucha entre comunismo e imperialismo, con la traición, ni siquiera con el espionaje, sino tan sólo con el orgullo de un hombre bajito.
Pensó que Dimitri y Slonko estaban cortados por el mismo patrón. Dimitri, mezquino de carácter y de corazón, era igual que Slonko, sólo que éste tenía un cargo de poder con el que reforzar su maldad. Dimitri no tenía nada, y su impotencia lo volvía aún más violento. Ahora estaba muerto. Ojalá hubiera muerto antes.
Sentado en el rincón, Alexander oyó girar la llave en la cerradura y suspiró. ¿Es que no iban a dejarlo tranquilo?
Slonko entró en la celda y dejó la puerta abierta detrás de él. El guardián esperaba en el umbral. A Slonko le faltaban veinte centímetros para llegar al techo. Ordenó a Alexander que se pusiera de pie. Alexander se incorporó de mala gana, pero tenía que doblar un poco las rodillas porque superaba en cinco o seis centímetros la altura de la celda. Su cuerpo inclinado parecía a punto de saltar como un resorte, aunque tenía que agachar la cabeza en un gesto que Slonko podría interpretar como sumisión.
—Bueno, bueno… su esposa Tatiana es una mujer muy interesante —declaró Slonko.
—Ah, ¿sí?
—Sí. He terminado hace un momento con ella. —Slonko se frotó las manos—. Muy interesante, sí.
Alexander lanzó una rápida mirada a la puerta abierta. ¿Dónde estaba el guardián? Se llevó la mano al bolsillo interior de los calzoncillos.
—¿Qué está haciendo? —exclamó Slonko.
Pero no sacó ninguna arma.
—Busco la penicilina —explicó Alexander—. El coronel Stepanov me permitió que siguiera pinchándome. Me duele mucho la herida de la espalda y tengo que ponerme mi dosis. —Sonrió—. Ya no soy el mismo hombre que era en enero, camarada.
—Está bien saberlo —respondió Slonko—. ¿Y es usted el hombre que era en 1936?
—Sí, sigo siendo ese hombre —repuso Alexander.
—Mientras usted se pone la inyección, le explicaré lo que nos ha contado su esposa…
—Antes de que siga —lo interrumpió Alexander, abriendo la ampolla de morfina sin mirar a Slonko—, he leído que en algunos países del mundo es ilegal obligar a una mujer a proporcionar información sobre su marido. Curioso, ¿no?
Hundió la aguja en la ampolla e introdujo lentamente la solución de morfina en el cartucho de la jeringuilla.
—Ah no la hemos obligado. —Slonko sonrió—. Nos la ha dado voluntariamente. —Volvió a sonreír—. Y no ha sido lo único que…
—Camarada, se lo advierto: ¡no siga! —protestó Alexander, dando un paso hacia él.
Estaba a medio metro de Slonko. Podría haberle apoyado las manos en los hombros en un gesto fraternal si un gesto así hubiera sido apropiado en ese momento. Pero no lo era.
—¿No?
—No —repitió Alexander—. Créame, camarada Slonko. Está provocando usted al hombre equivocado.
—Ah, ¿y eso por qué? —dijo amablemente Slonko—. ¿Porque lo que le digo no es una provocación para usted?
—Al contrario —respondió Alexander—. Porque sí lo es.
Slonko calló. Alexander calló.
—Bueno, ¿se va a poner ya esa inyección de penicilina, comandante?
—Sí, cuando usted se vaya.
—No voy a irme.
Alexander meneó la cabeza pero no volvió a acercarse a la pared.
—Volvamos a nuestro asunto. ¿Ha convocado ya un consejo de guerra? Estoy seguro de que lo dejarán asistir al juicio para que vea cómo se absuelve a un inocente en un país comunista.
—En su país, comandante —corrigió Slonko.
—En mi país comunista —aceptó Alexander, sin mover ni una sola parte de su cuerpo.
La celda medía apenas dos metros de largo y uno de ancho. Alexander esperó. Sabía que Slonko no podía convocar un consejo de guerra. No tenía autoridad para nada, ni para organizar un consejo de guerra, ni para ordenar una ejecución, ni para llevar a cabo una investigación completa… Quería sonsacarle una confesión y todo lo demás le importaba un comino. Ahora que el testigo principal yacía muerto sobre la nieve, era muy posible que el propio Mejlis hubiera ordenado a Slonko que liberase a Belov: «No podemos perder a nuestros buenos soldados; los únicos datos sobre su presunto espionaje proceden de un desertor muerto, y Stalin, el único que puede mandarme, no ha emitido ninguna orden de ejecución contra Belov». Aun así, Slonko no pensaba rendirse. ¿Por qué?
Slonko no tenía ningún poder sobre él. Si Alexander se cruzara por la calle con un tipo como él, ni lo vería. Cuánto había avanzado el proletariado… Un hombre como Slonko, esbirro del Partido durante toda su vida, no tenía ningún poder sobre alguien como Alexander, que había sido objeto de su persecución durante siete años.
Así eran las cosas en el mundo de Alexander, aunque obviamente eran distintas en el de Slonko.
—Camarada —dijo Alexander al cabo de un rato—, ¿por qué no vuelve cuando tenga algo más que ofrecerme? Convoque un consejo de guerra o tráigame una orden de liberación.
—Comandante, no volverá a ser libre nunca más —dijo Slonko—. Me he pronunciado en contra de su libertad.
—Cuando muera seré libre.
—No pienso autorizar su ejecución. Ahora que su madre y su padre están muertos, quiero que tenga la vida que habían planeado para usted, la que querían darle cuando lo trajeron a este país. Estaban muy orgullosos de usted, Alexander Barrington. Los dos lo decían. ¿Cree que ha estado a la altura de sus ilusiones?
—No sé nada de esas personas, pero sí puedo decirle que he estado a la altura de las ilusiones de mis padres. Eran campesinos, gente sencilla, y estarían muy orgullosos de mi carrera en el Ejército Rojo.
—¿Y qué me dice de las esperanzas de su esposa, comandante? ¿Cree que ha estado a su altura también?
—Como le he dicho antes, camarada, no quiero oírlo hablar de mi mujer.
—Ah, ¿no? Pues ella estaba muy dispuesta a hablar de usted. Cuando no… ejem… cuando no estaba haciendo otra cosa.
—¡Camarada! —Alexander dio un paso hacia Slonko—. Es la última vez que se lo digo. No voy a repetirlo más.
—No me voy a ir.
—Sí que se irá. Está despedido. Vuelva cuando tenga algo.
—No pienso irme, comandante —repitió Slonko—. Cuanto más insiste, menos intención tengo de irme.
—No lo dudo. Pero se irá.
Ni el más mínimo temblor agitaba a Alexander, que se mantenía inmóvil como una estatua. Casi ni respiraba.
—¡Comandante! No soy yo el detenido. No soy yo el que tiene una mujer detenida. No soy yo el estadounidense.
—Respecto a lo último que ha dicho, yo tampoco.
—Ah, sí que lo es, comandante, sí que lo es. Su propia esposa me lo ha dicho mientras me chupaba la polla.
La mano de Alexander se abalanzó hacia la garganta de Slonko, que con la sorpresa no tuvo ni tiempo de respirar. Su cabeza, con los ojos desorbitados y la boca abierta, chocó contra la pared de cemento. Con la otra mano, Alexander le clavó una jeringuilla con diez gramos de morfina en el esternón, justo en el ventrículo derecho del corazón. Le cerró la mandíbula con la palma de la mano, aunque Slonko no habría podido emitir ni un solo sonido aunque hubiera querido.
—Me sorprende, camarada —dijo Alexander en inglés—. ¿No sabía con quién se las tenía? Es curioso: creemos saber tanto y sabemos tan poco… —Apretó los dientes y retorció el cuello de Slonko, viendo cómo se le nublaban los ojos hasta quedar sin expresión—. Esto es por mi madre… —susurró— y por mi padre… y por Tatiana.
Slonko se estaba convulsionando y era incapaz de sostenerse en pie. Alexander lo agarró de la garganta con una mano y observó cómo su cuello se tensaba y se relajaba y cómo se dilataban sus pupilas. Cuando los ojos dejaron de parpadear, Alexander lo soltó y Slonko se desplomó en el suelo como un saco de patatas. Alexander le arrancó del pecho la jeringuilla vacía y la tiró por el desagüe.
—¡Guardián, guardián! —gritó, asomándose a la puerta—. ¡El camarada Slonko no se encuentra bien!
El guardián llegó corriendo, entró en la celda y miró a Slonko tumbado en el suelo.
—¿Qué ha pasado? —preguntó, perplejo.
—No lo sé —respondió Alexander tranquilamente—. No soy médico. Pero será mejor que llamen a uno. Es posible que el camarada haya sufrido un ataque al corazón.
El guardián no sabía si salir corriendo o quedarse en la celda, si dejar solo a Alexander o llevárselo con él, si cerrar la puerta o dejarla abierta. El desconcierto se hizo tan visible en su cara aterrada y pálida, que Alexander decidió ayudarlo.
—Déjelo aquí, yo voy con usted —propuso con una sonrisa—. No hace falta que cierre la puerta de la celda. El camarada no se irá.
El guardián y Alexander subieron corriendo la escalera, atravesaron el edificio de la escuela, salieron a la calle y se dirigieron a la comandancia.
—No sé ni con quién tengo que hablar… —dijo el guardián con voz de desamparo.
—Busquemos al coronel Stepanov. Él sabrá qué hacer.
Decir que Stepanov se sorprendió al ver a Alexander sería decir muy poco. El guardián estaba tan aterrado que era incapaz de hablar. Murmuró unas palabras inaudibles sobre Slonko y dijo que él estaba cumpliendo su deber junto a la puerta pero no había oído ningún ruido. Stepanov le dijo varias veces que se calmara, pero el joven guardián era incapaz de entender una simple frase. Al final, Stepanov le ofreció un vasito de vodka y se volvió hacia Alexander con expresión de desconcierto.
—Señor —dijo Alexander—, el camarada Slonko ha perdido el conocimiento mientras estaba en mi celda. Es obvio que el guardián se había alejado un momento… —Hizo una pausa y añadió—: Quizá tenía que hacer sus necesidades. Al parecer, tiene miedo de que lo acusen de no cumplir con su deber, pero yo puedo atestiguar su diligencia, y estoy seguro de que no podría haber hecho nada por el camarada aunque hubiera tenido ocasión.
—Por Dios, Alexander —exclamó Stepanov, levantándose y poniéndose la guerrera a toda prisa—. ¿Me está diciendo que Slonko ha muerto?
—No lo sé, señor. No soy médico, pero le recomiendo que llame a uno. Tal vez aún pueda hacerse algo.
El médico al que llamaron acudió a la celda, se encogió de hombros y declaró muerto a Slonko sin ni siquiera tomarle el pulso. En la celda flotaba un olor fétido que hasta entonces no se había hecho notar. Al salir, todos contenían la respiración.
—Caramba, Alexander… —exclamó Stepanov.
—Parece que tengo mala suerte, señor.
Nadie tenía idea de qué hacer con Slonko. Había acudido a la celda a las dos de la madrugada. A esa hora todo el mundo dormía y nadie quería ocuparse del asunto. Como no había ningún sitio donde meterlo, Alexander se ofreció a dormir en el antedespacho de Stepanov, vigilado por el guardián. Stepanov y el guardián estuvieron de acuerdo. Alexander se tumbó en el suelo y Stepanov le dejó una manta.
—Gracias, señor —dijo Alexander, apoyando la cabeza contra el suelo.
Stepanov lanzó una mirada al guardián, que temblaba en un rincón, y luego miró a Alexander.
—¿Qué demonios está pasando, comandante? —susurró.
—Dígamelo usted, coronel —replicó Alexander—. ¿Qué está pasando? ¿Qué quería Slonko? Me dijo que Tatiana había sido detenida en Helsinki y que había confesado. ¿De qué estaba hablando?
—Están todos nerviosos —dijo Stepanov—. Han intentado localizarla y no la han encontrado. En la Unión Soviética, la gente no desaparece sin más.
—De hecho desaparece gente constantemente, señor.
—Pero no sin dejar rastro.
—Sí, desaparecen sin dejar rastro.
—No insista, Alexander.
—Señor…
—Puedo decirle que cuando el hospital de Gresheski habló con el NKGB…
—¿Con el qué?
—Ah, ¿no le han informado? El NKVD ya no existe, ahora es el NKGB, el Comisariado Popular para la Seguridad del Estado. El mismo organismo pero con otro nombre. El primer cambio de denominación desde 1934. —Stepanov se encogió de hombros—. En fin, cuando los del NKGB fueron informados de que Sayers y Metanova no habían ido al hospital de Leningrado, empezaron a sospechar. Había un camión volcado, había cuatro soldados soviéticos y varios finlandeses muertos, no había ningún botiquín en el camión y el símbolo de la Cruz Roja había sido arrancado de la tela de la cabina. Era inexplicable. No había ni rastro del médico ni de la enfermera. Sin embargo, en seis puestos fronterizos aseguran que revisaron la documentación de un médico y una enfermera que regresaban a Helsinki con un piloto finlandés herido para llevar a cabo un canje de prisioneros. No recuerdan el nombre de la enfermera, pero juran que era estadounidense. Empecemos por el piloto finlandés: resulta que ni es finlandés ni es piloto, y lo de herido es un eufemismo. Es su amigo Dimitri, y está más agujereado que un colador. La situación es la siguiente: Dimitri ha muerto y el médico y la enfermera se han esfumado. Por eso Mitterand llamó al hospital de la Cruz Roja en Helsinki y habló con un médico que no sabía ni palabra de ruso. Los muy burros —a estas alturas, Stepanov hablaba ya en susurros— tardaron un día entero en encontrar a alguien capaz de hablar con ese hombre en inglés. —Stepanov sonrió—. Estuve a punto de proponerlo a usted como intérprete.
Alexander lo miró impasible.
—Al final encontraron a una persona de Voljov que hablaba inglés. Por lo que sé, Matthew Sayers está muerto.
—Así que esa parte era cierta. —Alexander suspiró—. Tienen una forma de mezclar las mentiras más descaradas con algunos datos reales, que uno se vuelve loco intentando distinguir lo que es verdad de lo que no.
—Pues sí, Sayers murió de septicemia en Helsinki. En cuanto a la enfermera que lo acompañaba, el médico finlandés dijo que llevaba dos días sin verla. Daba por hecho que ella ya no seguía allá.
Alexander miró a Stepanov con una mezcla de tristeza, remordimiento y alivio. Eran tantas las emociones que lo invadían, que no sabía qué debía sentir ni qué debía decir primero. Durante un angustioso momento, lamentó que Tatiana no estuviera de vuelta en Rusia; quizás habría podido verla por última vez. Al final, algo real asomó a la superficie.
—Gracias, señor —susurró.
—Ahora duerma —respondió Stepanov, dándole una palmadita afectuosa en la espalda—. Necesita recobrar fuerzas. ¿Tiene hambre? Queda un poco de pan y salchichón ahumado.
—Guárdemelo. De momento voy a dormir.
Stepanov volvió a sus aposentos y Alexander, mientras la pesadumbre de su corazón se iba disipando como la bruma matinal, pensó que Tania había seguido sus recomendaciones al pie de la letra y no se había quedado en Helsinki. Seguramente se había trasladado a Estocolmo. Tal vez estaba allí en ese mismo momento. También pensó que Sayers debía de haber actuado bien, porque si le hubiera contado a Tatiana la verdad sobre la «muerte» de Alexander, ella habría regresado a la Unión Soviética y habría caído en las garras del hombre que… Pobre Tatiana…
Pero aquel hombre no la había atrapado.
Y al menos, el cabrón de Dimitri estaba muerto.
Poco a poco, Alexander se quedó dormido.
El puente del Volga, 1936
Cuando Alexander tenía diecisiete años y estaba detenido en la prisión de Kresti, le preguntaron quién era. Se trataba de una pregunta rutinaria, puesto que ya lo sabían. Le preguntaron quién era, se marcharon y al cabo de varios días volvieron a preguntárselo.
—¿Es usted Alexander Barrington?
—Sí, lo soy —contestó Alexander, porque en ese momento no tenía otra respuesta y porque pensaba que decir la verdad lo protegería.
Y entonces le informaron de su condena. En aquel tiempo, Alexander no tuvo derecho a comparecer ante un consejo de guerra. Lo único que tuvo fue una celda de paredes de cemento, sin ventanas y con una reja que servía de puerta, un cubo para hacer sus necesidades en un rincón, una bombilla pelada en el techo y ninguna intimidad. Le obligaron a permanecer de pie mientras leían un papel con voz altisonante. Eran dos hombres, y cuando el primero terminó de leer, como si Alexander no lo hubiera entendido, el segundo cogió el papel y volvió a leerlo.
Alexander oyó pronunciar claramente su nombre: «Alexander Barrington», y oyó aún más claramente la sentencia: «Diez años en un campo de trabajo de Vladivostok por desarrollar actividades subversivas en Moscú en 1935 y por criticar las enseñanzas económicas de nuestro Padre y Maestro, perjudicando al gobierno soviético».
Oyó que lo condenaban a diez años y pensó que había oído mal. Pero volvieron a leerlo por segunda vez. Estuvo a punto de decir: «¿Dónde está mi padre?, él lo arreglará, él me dirá qué debo hacer».
Pero no dijo nada. Sabía que todo lo que le estaba sucediendo les había sucedido antes a su madre y a su padre, al igual que a las setenta y ocho personas que compartían con ellos la residencia de Moscú, al igual que al grupo de melómanos que frecuentaba Alexander, al igual que al grupo de comunistas al que pertenecían su padre y él, y al igual que a su viejo amigo Slavan, el que había vivido felizmente exiliado en tiempos de Nicolás II.
«¿Estaría Nikita en la bañera de algún otro hotel?», se preguntó Alexander. Lo dudaba.
Le preguntaron si tenía claras las acusaciones y si había entendido la pena que le correspondía.
Alexander no tenía claras las acusaciones ni había entendido la pena que le correspondía. De todos modos, asintió con un gesto.
Se distrajo tratando de imaginar la vida que debería haber tenido, la que su padre había deseado para él. Le habría gustado preguntar a Harold si quería que su hijo pasara su juventud trabajando gratis durante dos de los cinco planes quinquenales ideados por Stalin para impulsar la industrialización de Rusia (como una parte más del capital fijo, ese concepto que Alexander entendía tan bien precisamente porque sabía lo que era trabajar fuera del Estado Soviético). Pero Harold no estaba allí para responderle.
Trabajar gratis en una mina de oro de la tundra siberiana porque un régimen utópico era incapaz de pagarle, ¿formaba parte de su destino?
—¿Tiene alguna pregunta?
—¿Dónde está mi madre? —Quiso saber Alexander—. Quiero despedirme de ella.
—¿Su madre? —Los guardianes se rieron—. ¿Cómo coño quiere que sepamos dónde está su madre? Se va de viaje mañana por la mañana. Tendrá que encontrarla antes.
Se marcharon entre risotadas, dejando a Alexander de pie en medio de la celda.
—Tenemos suerte de ir a Vladivostok —le dijo el preso cubierto de cicatrices que se había sentado a su lado—. Acabo de salir del Perm 35 y es un infierno.
—Ah, ¿y dónde está eso?
—Cerca de la ciudad de Molotov. ¿Ha oído hablar del Perm? Está a orillas del Kama, cerca de los Urales. No está tan lejos como Vladivostok pero es mucho peor. Nadie sobrevive al Perm.
—Usted ha sobrevivido.
—Porque superé en cinco cuartos mi cuota de producción y me han dejado salir a los dos años. Les gustó mi productividad capitalista y decidieron que el proletario que llevo dentro ya había trabajado bastante para el hombre común.
Cuando terminó de ubicar Vladivostok en el mapa de la Unión Soviética, Alexander comprendió que no tenía más remedio que escapar, aunque no tuviera dinero y ningún sitio al que dirigirse, quería tener alguna posibilidad de seguir viviendo. Si había un infierno en la tierra, estaba en Vladivostok. Tendría que atravesar los Urales en un vagón de ganado, cruzar la llanura siberiana y la meseta central y toda Mongolia y bordear toda China para terminar pudriéndose en una ciudad de hormigón erigida en una estrecha franja de tierra junto al mar de Japón. Alexander estaba seguro de que era imposible salir de la eternidad de Vladivostok. A lo largo de mil kilómetros, se asomó siempre que pudo a la mirilla o a la puerta cuando la abrían los guardianes para que los prisioneros respirasen. Y la oportunidad se presentó cuando se aproximaban al Volga. «Voy a saltar», pensó. El río estaba muy abajo, el inestable puente ferroviario cruzaba el abismo a unos treinta metros de altura. Alexander no sabía nada del Volga. ¿Era pedregoso? ¿Era profundo? ¿Era rápido? Pero vio que era ancho y recordó que desembocaba a mil kilómetros, en Astracán, en el mar Caspio. No sabía si tendría otra oportunidad (una mejor), pero sí sabía que si sobrevivía al Volga podría llegar a alguna de las repúblicas del sur, a Georgia o quizás a Armenia, cruzar la frontera y entrar en Turquía. Ojalá llevara encima los dólares de su madre. Alexander había devuelto el libro a la biblioteca a la vuelta del fallido viaje a Moscú, y poco después lo habían detenido y ya no había tenido ocasión de sacarlo. Pero aun sin el dinero, su única alternativa era escapar o morir.
Miró hacia abajo y sintió un vuelco en el estómago. ¿Sobreviviría? De repente pensó que no quería morir. Se acordó de William Miller, su amigo de Barrington. Recordó al chico rubio, guapo y popular que había sido William Miller. Le habían enseñado a nadar cuando sólo tenía cinco semanas. Podía saltar y dar volteretas y contener la respiración bajo el agua, y era capaz de nadar y saltar mejor que cualquier otro niño de Barrington, incluido Alexander, que se había atrevido a hacer la prueba. Y una tarde de verano, cuando tenían ocho años, jugaban a imitar a Tarzán en la piscina olímpica de la casa de William, lanzándose de cabeza en la parte donde el agua medía tres metros y medio de profundidad. William saltó desde un trampolín de menos de un metro de altura sobre más de tres metros de agua, pero no tuvo en cuenta que Ben, el chaval gordinflón que vivía al final de la calle, estaba chapoteando muy cerca del trampolín en el momento del infortunado salto. William lo vio una fracción de segundo demasiado tarde y se desvió hacia la izquierda para esquivar su cuerpo regordete. Se oyó un chasquido cuando su cabeza golpeó la pared de la piscina, y a partir de entonces William Miller tuvo que desplazarse permanentemente en una silla de ruedas empujada por una enfermera y alimentarse mediante un tubo introducido en el estómago. ¿Raro? ¿Podía haber algo más raro que un joven de diecisiete años, que superaba el metro noventa de estatura y pesaba ochenta kilos, se lanzara desde una altura de treinta metros a una corriente de agua que aparentemente no llegaba a los tres metros de profundidad y estaba llena de rocas? Alexander no sabía que determinaban sobre la cuestión las inexorables leyes de la física pero algo le decía que no estaban a su favor. No tenía tiempo de asustarse ni de reflexionar. Sabía que el salto podía ser mortal. Lo sabía. Su estómago lo sabía. Lo sabía su corazón a punto de estallar. Pero al menos sería una muerte rápida. Se persignó. En Vladivostok estaría muriéndose el resto de su vida.
Murmuró «Dios mío, ayúdame» y saltó del tren, solamente con el uniforme de presidiario.
Treinta metros eran muchos metros, aunque el salto duró únicamente unos segundos; en el momento en que Alexander tocó el agua, el tren estaba casi al otro lado del río. Había saltado de pie otras veces y deseó que el Volga fuera lo bastante hondo para amortiguar la caída. Lo era. También era un río de aguas frías y rápidas. La corriente lo atrapó y lo arrastró durante medio kilómetro, tuvo que agitar los brazos todo el tiempo para dar alguna bocanada de aire, y cuando pudo volver la cara hacia el puente, el tren no era más que un puntito en la distancia. Al parecer, no se había detenido. Alexander no sabía si alguien lo habría visto saltar, aparte del preso que iba a su lado y que se había pasado desde Leningrado hasta el Volga sonriendo y murmurando: «Jovencito, ya verás la que te espera cuando llegues a Vladivostok».
No quiso arriesgarse a salir mientras aún viera el puente. Se dejó llevar por la corriente a lo largo de cinco kilómetros, hasta que estuvo demasiado cansado. Era verano y no tardó en secarse. Desenterró unas patatas y se las comió crudas, se quitó la ropa, armó un catre con unas hojas y un toldo con unas ramas (dando las gracias a los Boy Scouts) y se echó a dormir. Cuando se despertó, le dolían las piernas y tenía el uniforme empapado. Como no tenía modo de hacerse ropa nueva encendió fuego, puso el uniforme a secar y lo volvió del revés para ocultar un poco el gris carcelario. Lo embadurnó con hojas verdes para disimular aún más el color, añadió barro y unas fresas machacadas y cuando ya no se veía que era un uniforme proporcionado por el NKVD, se puso en marcha, procurando no alejarse demasiado del curso del río.
Alexander se acercó a la desembocadura del Volga en barcazas de carga y barcos de pesca, ofreciendo su ayuda a las tripulaciones, hasta que un pescador le pidió el pasaporte. A partir de entonces se alejó del río y decidió atravesar las montañas que separan Georgia de Turquía. Se mantuvo apartado de pescadores y campesinos porque sabía que antes o después le pedirían la documentación y él no tenía pasaporte sino un carné de presidiario, que obviamente no podía enseñar. Lo había quemado.
Desplazarse sin ayuda tenía el gran inconveniente de la lentitud. Andando podía recorrer treinta kilómetros al día, como mucho. De vez en cuando se arriesgaba a subir a algún carro para llegar un poco antes al sur.
Un día, cuando cruzaba un campo de labor, se detuvo a hablar con una muchacha de unos quince años. Le pidió agua y un poco de pan y le preguntó si podía hacer algún trabajo para ganar unas monedas. La joven lo llevó a su casa y le presentó a sus bondadosos padres. Era una muchacha de callosas manos de campesina; la muchacha de pelo castaño y denso, mejillas redondas y carnes abundantes; la muchacha que tenía el cuello y los brazos cubiertos de sudor y un escote reluciente en el que destacaba una crucecita de oro que de tanta juventud y lozanía se mantenía casi horizontal.
Alexander no llegó a Georgia. Se quedó en Belii Gor, una aldea cercana a Krasnodar, en la costa del mar Negro, perteneciente aún a la república de Rusia, donde (porque se había fijado en Larisa y porque era agosto, el mes de la cosecha) ofreció su ayuda a los Belov, la familia de la joven. Yefim y Mariza Belov tenían cuatro hijos: Grisha, Valery, Sasha y Anton, y una hija.
Los Belov no tenían ninguna habitación libre en su casita de campo, pero Alexander dormía agradecido entre el heno del establo, trabajaba de sol a sol y por las noches pensaba en Larisa. Ella entreabría la boca en una semisonrisa y siempre parecía jadear un poco al respirar. Alexander sabía que era un ardid, pero funcionó porque él estaba ávido y necesitaba alimento. Su cuerpo llevaba demasiado tiempo sometido a la tensión de la huida, y Larisa era una promesa de consuelo.
Sin embargo, Alexander mantuvo las distancias por miedo a los hermanos. Tantas horas desenterrando patatas, zanahorias y cebollas y segando trigo para el koljós[6] los habían convertido en una especie de animales de labor, y vivir junto a su hermana adolescente, exuberante y ávida de vida los había hecho recelar de los peones errantes que se quitaban la camisa para trabajar bajo el sol y a cada día que pasaba se volvían más morenos y más esbeltos. Alexander tenía diecisiete años, pero parecía un hombre y comía como un hombre y trabajaba como un hombre. En todos los sentidos, tenía el apetito de hombre y el corazón de un hombre. Larisa se había dado cuenta, sus hermanos también. Por eso Alexander mantuvo las distancias. Se ofreció a armar balas de paja. Se ofreció a cortar leña para las reservas del invierno. Se ofreció a construir una mesa más grande, pensando que recordaría la época en que su padre usaba serruchos, cepillos, martillos y clavos. Se ofreció a todo eso con la esperanza de que el trabajo lo mantuviera en el establo, alejado del campo.
Por supuesto, cuanto más esquivo se mostraba, más insistía Larisa, que se volvió tan descarada como podía serlo una campesina de quince años que vivía con sus padres y sus cuatro hermanos varones en una pequeña granja.
Una tarde de finales de agosto en la calurosa Krasnodar, la aldea de las orillas del mar Negro, Alexander había entrado en el establo y estaba armando balas de paja. Vio una rendija de luz en el suelo, y al volverse dejó de verla porque la tapaba el cuerpo de Larisa, de pie delante de él.
Alexander tenía en las manos una horca, un ovillo de cordel y un cuchillo. Larisa le preguntó en voz baja qué estaba haciendo. «Hago balas de paja», estuvo a punto de contestar Alexander, pero comprendió que ella no esperaba respuesta. En otras circunstancias, Alexander no habría podido contenerse. Le costaba contenerse a pesar de la situación, pero sabía que era peligroso acercarse a la muchacha.
—Esto no puede terminar bien, Larisa —dijo.
—No sé de qué me hablas —contestó ella, caminando hacia él.
Iba descalza y llevaba un vestido que era apenas un pedacito de tela.
—Hace un calor terrible ahí afuera. He entrado a refugiarme un momento en la sombra. No te importa, ¿verdad?
—Tus hermanos me matarán —dijo Alexander, dándole la espalda y agachándose para seguir recogiendo heno.
—¿Por qué iban a hacerlo? Trabajas mucho y están contentos.
Se acercó un poco más. Alexander sintió el olor del sudor veraniego que le cubría la piel. Larisa respiró hondo. También podía oler el sudor que lo cubría a él.
—Para.
Ella dio otro paso en su dirección y se detuvo. Alexander no movió la espalda, pero por el rabillo del ojo la vio encaramarse a la barra de madera que cerraba un corral.
—Te miraré desde aquí —oyó que decía Larisa.
Alexander le lanzó una mirada y retomó el trabajo. Su cuerpo estaba a punto de rendirse. Pensó que podría disfrutar de un dulce alivio y que sería tan sólo un instante sin consecuencias. Larisa estaba tan cerca que Alexander podía oler su cuerpo joven, su pelo lavado, su aliento. Cerró los ojos un momento.
—Alexander —dijo Larisa con una voz profunda—. Mírame, quiero enseñarte una cosa.
Dolorosa, reticente, desesperadamente, Alexander la miró. Larisa se levantó poco a poco la falda y separó las piernas. Sus caderas quedaban muy cerca de la cara de Alexander, que clavó la mirada entre sus muslos desnudos sin poder reprimir un gemido.
—Ven, Alexander.
Alexander obedeció. Le apartó las manos, se colocó de pie entre las piernas de Larisa y le subió el vestido para dejar su cuerpo a la vista. Jadeante y sudoroso, con voracidad, acercó la boca a los labios de Larisa y luego se inclinó febrilmente hacia sus pechos, mientras sus dedos acariciaban la suave y cálida piel de la muchacha… Larisa gemía y se aferraba a la barra de madera. Se oyeron unas risas repentinas fuera del establo y Larisa lo apartó de un empujón. Pero Alexander no quería separarse.
Larisa le dio otro empujón y bajó de un salto de la barra a la que se había encaramado. Un chorro de luz iluminó el heno y Grisha, el hermano mayor, entró en el establo.
—Ah, estás aquí, Larisa —dijo—. Te he estado buscando por todas partes. Sal de ahí, no molestes a Alexander. ¿No ves que tiene mucho trabajo? Mamá pregunta por qué no has sacado aún a pastar las vacas. El koljoniz[7] no tardará en venir a por la leche.
—Ya voy —respondió Larisa, y pasó junto a Alexander.
Grisha salió del establo seguido de Larisa, que antes de desaparecer por la puerta se volvió a mirarlo, con una deliciosa sonrisa en la cara.
—Alexander —susurró—, te prometo que la próxima vez no nos interrumpirán. Te comeré a besos y te llamaré Shura, no Sasha como llaman a mi hermano. Ya verás.
Alexander no pudo pensar en otra cosa en lo que quedaba del día, y sobre todo al anochecer, cuando se fue a dormir solo al establo. Pero al día siguiente ocurrió algo que lo salvó de la autoinmolación. Por la mañana vio a Larisa con la cara muy pálida.
—No me encuentro bien —dijo sin mirarlo cuando él se le acercó, y levantó las manos para apartarlo.
—No importa —contestó Alexander—. Yo haré que te encuentres mejor.
—No te acerques, Alexander —respondió Larisa, apartándolo con un gesto débil y desviando la mirada—. No te me acerques, por tu bien.
Alexander, perplejo, volvió al trabajo. No vio a Larisa en todo el día, y por la noche, cuando cenaban, vio que a su palidez se había sumado la fiebre. Y la fiebre había subido más a la noche siguiente y un día después le apareció una erupción rojiza en la cara.
—Oh, no —dijeron aterrados los familiares de Larisa—. Se ha puesto enferma.
Y luego vinieron la fiebre y la erupción de Alexander, pero cuando enfermó él nadie dijo «oh, no» con la voz aterrada. Y es que el jinete del Apocalipsis había llegado a lomos de un caballo pálido que todos sabían que era el incurable y contagioso tifus. El dolor de cabeza que precedía al primer brote era tan fuerte, tan terrible, tan penoso, que cuando apareció la fiebre de 40 grados y la erupción acompañada de inflamación, costras y picores, Alexander agradeció la distracción que le proporcionaba el delirio. Los hermanos tenían fiebre y Larisa perdía sangre, y luego los padres empezaron a delirar, y luego Larisa murió. En cierto momento estaba recibiendo las ardientes caricias de Alexander, y al momento siguiente estaba muerta y sin enterrar porque todo el mundo estaba demasiado débil para cavar un hoyo, de manera que su cadáver se quedó en la isba, y todos siguieron gimiendo y esperando a que el jinete fuera a buscarlos. Y el jinete llegó.
Sólo sobrevivieron Yefim, el padre de Larisa, y Alexander. Llevaban varios días, semanas tal vez, sin salir al exterior. Se ayudaban el uno al otro, bebían agua y rezaban, y Alexander empezó a mezclar el inglés y el ruso en sus oraciones, a rogar por la paz, por su madre y su padre, a implorar por sus vidas, por Estados Unidos, por la salud, por su vida, por su madre, por Teddy, por Belinda, por Boston, por Barrington, por los bosques, porque llegara finalmente la muerte porque no podía soportarlo más, y de pronto vio que lo escrutaban los ojos angustiados de Yefim, sintió el contacto de la mano de Yefim, oyó el susurro que salía de la boca sanguinolenta de Yefim: «No te mueras, hijo, no te mueras aquí, de esta manera. Vuelve con tu padre y tu madre. Vuelve a tu casa. ¿Dónde está tu casa, hijo?».
Yefim murió. Pero Alexander no. Al cabo de seis semanas de cuarentena, empezó a encontrarse mejor. Las autoridades soviéticas, para evitar que el calor del otoño propagara la enfermedad por toda la región del Cáucaso, incendiaron la aldea de Belii Gor con todos los cadáveres y las cabañas y los establos y los campos que había en su perímetro. Alexander, que había sobrevivido pero no era nadie, se arrogó una identidad nueva con el nombre de Alexander Belov, el tercer hijo de Yefim. Cuando aparecieron los miembros del sóviet regional, con mascarillas en la cara y carpetas en las manos, y le preguntaron cómo se llamaba, Alexander respondió sin vacilación: «Alexander Belov». Los miembros del sóviet buscaron el nombre en el registro de Belii Gor, lo cotejaron con los datos de la familia Belov y entregaron a Alexander un nuevo pasaporte interior que le permitiría desplazarse dentro de la Unión Soviética sin que lo detuvieran por falta de documentación. Alexander se subió a un tren y con el permiso escrito del sóviet regional regresó a Leningrado y se instaló en casa de Mira Belov, la hermana de Yefim. Mira le lanzó una mirada atónita cuando se presentó en su puerta. Por suerte, la mujer llevaba doce años sin ver al auténtico Alexander Belov y a su familia y aunque señaló sorprendida su pelo y sus ojos negros y su cuerpo alto y flaco («Sasha, no me lo puedo creer… a los cinco años eras bajito, rubio y regordete»), la vaguedad de sus recuerdos le impidió sospechar. Alexander se instaló con ella y ocupó un camastro en el vestíbulo, un camastro que era medio metro más corto que él. Cenaba con Mira y su marido y los padres del marido y trataba de estar lo menos posible en la casa. Tenía un plan: terminar el instituto e ingresar después en el ejército.
Alexander no tenía tiempo para recordar, pensar o sentir dolor, Tenía una única misión (volver a ver a sus padres), un único objetivo, un único sueño y un único imperativo: de una forma u otra, estaba decidido a abandonar la Unión Soviética.
Un nuevo amigo, 1937
En los últimos seis meses de la secundaria, Alexander conoció a Dimitri Chernenko. Dimitri, bajito y anodino, lo abordaba con una curiosidad invasora, insistente y a veces irritante. Era como el perrito que Alexander nunca había tenido. Parecía inofensivo y solitario y necesitado de afecto. Era un muchacho escuálido, de pelo crespo y rizado y cara redonda, con unos ojos que bailaban constantemente de una cara a otra y no se detenían más que unos segundos en cada cosa que observaban. No era una mirada serena. Pero a Alexander le divertía la forma en que Dimitri alzaba los ojos hacia él (en el sentido literal dada su pequeña estatura) y le divertía la expresión de obsequioso respeto que adquiría su cara cuando lo escuchaba. Además, Dimitri sabía reírse de sí mismo cuando le hacían burla por llegar siempre el último en las carreras, por no acertar nunca en la portería cuando jugaba al fútbol, por caerse cuando intentaba trepar a un árbol.
Sin embargo, Alexander lo encontró un par de veces intimidando a compañeros más jóvenes en el patio del colegio. La segunda vez, cuando Dimitri quiso que su amigo se sumara al escarnio de un chaval muerto de miedo, Alexander le preguntó qué demonios estaba haciendo.
Dimitri ya no volvió a molestar a sus compañeros. Alexander decidió que Dimitri intentaba compensar su falta de popularidad y lo perdonó, igual que se perdonaba a sí mismo cuando trataba con grosería a las chicas («¿Has visto qué culo? ¡Eh, culona!»). Fue señalándole pacientemente sus faltas de tacto y Dimitri le hizo caso como un estudiante esmerado, aunque ninguno de los consejos de Alexander podía ayudarlo a marcar más goles o a ganar una carrera o a evitar que las chicas criticasen su pelo con una mueca de desprecio. Pero Dimitri mejoró mucho en otros aspectos. Además, reía de todos los chistes de Alexander, lo cual contribuyó en gran medida a reforzar su amistad.
Dimitri mostró curiosidad por el acento de Alexander, pero él siempre eludía sus preguntas. No confiaba en su amigo, lo cual le parecía más indicativo de su desconfianza respecto al mundo en general que del carácter del propio Dimitri. Pero Alexander y Dimitri hablaban sobre muchos otros temas: la política comunista (en un tono discretamente burlón), de las chicas (asunto en el que Dimitri tenía menos experiencia, por no decir ninguna) y de sus familias. Una tarde, al volver del instituto, Dimitri comentó que su padre trabajaba en una de las cárceles de la ciudad, y no en una cualquiera sino (según especificó con voz susurrante) en el centro de detención más temido y odiado de todo Leningrado. Aunque Alexander sabía que Dimitri había sacado el tema porque la posición del padre lo hacía parecer más poderoso, a partir de entonces empezó a verlo con otros ojos.
Pensó que se abría una rendija en la puerta de su destino, vislumbró la posibilidad de averiguar qué les había sucedido a sus padres, y eso bastó para que dejara momentáneamente de lado su desconfianza hacia la humanidad y reconociera su origen estadounidense. Alexander confesó su pasado a Dimitri y le pidió que lo ayudase a localizar a Harold y Jane Barrington. Dimitri, con los ojos flameantes, declaró que estaría encantado de ayudarlo, y Alexander se lo agradeció con un abrazo.
—Dima —le dijo—, si me ayudas, te juro que seré tu amigo para siempre y haré cualquier cosa por ti.
Dimitri le dio una palmadita en la espalda y le dijo que no le diera las gracias, que estaba contento de ayudarlo porque él era su mejor amigo, ¿o no?
—Claro que sí —respondió Alexander.
Unos días después, Dimitri le trajo noticias sobre su madre: estaba «sin derecho a correspondencia».
Alexander se acordó del marido de la babushka Tamara. Conocía el significado de esa frase. Delante de su amigo mantuvo la compostura, pero esa noche lloró por su madre.
Con la excusa de escribir una redacción escolar sobre los logros del Estado soviético contra los agitadores extranjeros que traicionaban la causa socialista, lograron que les permitieran visitar brevemente el centro de detención para entrevistarse con el padre de Dimitri.
En la incongruentemente soleada tarde de junio, Alexander pudo ver a su padre unos minutos. Literalmente unos minutos. Pensaba que lo dejarían visitar el centro durante un cuarto de hora por menos y que tendría ocasión de quedarse a solas con su padre. Y sí, pudo estar dos minutos en el centro, pero acompañado todo el tiempo de Dimitri, el padre de Dimitri y otro carcelero. Harold y Alexander Barrington no tenían derecho a la privacidad.
Alexander había estado meditando tanto tiempo sobre lo que iba a decirle a su padre, que las palabras habían quedado grabadas en su memoria y ni el miedo ni el nerviosismo podían borrarlas.
Quería decirle: «Papá… una vez, cuando cumplí los siete años mamá y tú me llevasteis a Revere Beach, ¿te acuerdas? Estuve nadando hasta que los dientes me castañeteaban, y luego hicimos un hoyo y lo rodeamos de una barrera de arena y esperamos a que se llenara de agua con la marea creciente. El sol nos quemó la piel, y por la tarde me dejasteis subir tres veces a la noria y me dejasteis comer algodón de azúcar y helado hasta que empezó a dolerme el estómago. Tú olías a agua salada y a arena, y al darme la mano me dijiste que yo también olía a mar. Fue el día más feliz de mi vida, y fuiste tú quien me lo regaló, y será mi mejor recuerdo cuando cierre los ojos para siempre. No sufras por mí; aquí o donde sea, me las arreglaré. No sufras por nada».
Pero Alexander no tuvo oportunidad de estar a solas con su padre para decirle aquellas frases en inglés o en ruso, y era difícil que Harold, con los ojos nublados por las lágrimas, pudiera leerle el pensamiento. Alexander pensó que la emoción de su padre terminaría alertando al carcelero de que aquel encuentro en la celda desnuda y minúscula tenía un carácter personal. Por suerte, el carcelero no sospechó nada.
El padre fue el único que habló, en inglés además, gracias a la intervención de Alexander.
—¿Podríamos escuchar al prisionero hablando en su idioma? —Se le ocurrió preguntar.
—De acuerdo, pero que sea breve —rezongó el carcelero—. No tengo mucho tiempo.
—Voy a decir unas palabras en inglés, inspiradas en unos versos de Kipling —anunció Harold, sin apenas fuerza para articular las palabras. Aferró las manos de su hijo y añadió—: «Si puedes soportar que tu frase sincera sea trampa de necios en boca de malvados, si puedes ver hecha trizas tu adorada quimera… entonces, hijo mío, vuelve a forjarla con útiles mellados».
Alexander lo entendió perfectamente.
Con los ojos húmedos, su padre lo estrechó contra él y susurro:
—«¡Quién me diera que muriera yo en lugar de ti, Absalón, hijo mío, hijo mío!».
Sin pronunciar palabra, Alexander se alejó unos pasos y parpadeó para eludir los recuerdos de sus padres y de Estados Unidos que se agolpaban en su corazón. Consiguió mantener la compostura, pero sintió que su alma inmortal se desgarraba. Miró a su padre y moviendo los labios articuló «te quiero» en inglés, salió y los carceleros cerraron la puerta de la celda.
—¿Ése era tu padre? —preguntó Dimitri, trotando para seguir sus pasos—. Por suerte no os parecéis mucho.
—Me parezco más a mi madre —explicó Alexander.
—¿Y qué ha dicho? ¿Era interesante?
—No ha hablado mucho.
—Pero ¿qué ha dicho en inglés?
—Eran unos versos de If, de Rudyard Kipling. ¿Conoces ese poema?
—Lo leí hace tiempo en el colegio —contestó Dimitri, encogiéndose de hombros—. No me pareció tan bueno. ¿Quieres decir que tu padre, en vez de decirte algo personal, ha preferido citar a un imperialista muerto?
—If es un gran poema.
A partir de entonces Dimitri no dejó a Alexander ni a sol ni a sombra, y Alexander no protestó porque necesitaba un amigo.
No mucho tiempo después, Dimitri comenzó a urdir planes para fugarse de la Unión Soviética. Alexander no trató de disuadirlo, pues muchas de las propuestas se parecían a lo que él mismo había estado considerando por su cuenta. Además, no veía razón para no acompañarlo en la fuga; siendo dos podían cubrirse uno al otro las espaldas. Alexander veía a Dimitri como una especie de compañero de batalla que velaría por él.
El problema era que Alexander era paciente y Dimitri no. Alexander sabía que el momento propicio estaba por llegar. Hablaron de acercarse a Turquía en tren o de viajar a Siberia en invierno y atravesar a pie las aguas congeladas del estrecho de Bering. Al final decidieron ir a Finlandia, el país más cercano y accesible.
Alexander iba todas las semanas a la biblioteca para comprobar si «El jinete de bronce» seguía allí. ¿Y si alguien lo pedía en préstamo? ¿Y si se lo quedaban? No podía evitar pensar que su dinero no estaba en lugar seguro. Al acabar la secundaria, Alexander y Dimitri se apuntaron a un cursillo de tres meses para ingresar en la Escuela de Oficiales del Ejército Rojo. Había sido idea de Dimitri, convencido de que con el uniforme de oficial impresionarían a las chicas. A Alexander le pareció una buena forma de acceder a Finlandia si los finlandeses y los soviéticos entraban en guerra, lo cual parecía bastante probable, ya que Rusia no quería tener a un enemigo histórico a sólo veinte kilómetros de una ciudad tan importante como Leningrado.
La Escuela de Oficiales no era como Alexander se la había imaginado. La brutalidad de los instructores, los extenuantes ejercicios de entrenamiento, las constantes humillaciones a que los sometían los sargentos, tenían como objetivo acabar con la resistencia de los alumnos antes de que lo lograra la guerra. Era más duro soportar las humillaciones que correr bajo la lluvia y el frío. Pero lo peor era cuando los despertaban justo después de apagarse las luces y los hacían estar horas de pie mientras un cadete que se había olvidado de lustrar las putas botas recibía una reprimenda.
En la Escuela de Oficiales, Alexander lo aprendió todo sobre la imperfección, la autoridad y el respeto. Aprendió a cerrar la boca y a tener la taquilla impecable y a ser puntual y a decir «sí señor» cuando hubiera preferido decir «vete a la mierda». También aprendió que era más fuerte y más rápido y más listo que los demás, y que era más limpio, más valiente y más capaz de mantener la calma en los momentos de tensión.
Por otra parte, aprendió que si alguien lo insultaba para provocarlo, podía lograr su propósito.
Después de conocer la paradójica dualidad de la escuela de oficiales, aquel lugar donde acababan con la resistencia de los alumnos para convertirlos en hombres, Alexander decidió que ser soldado raso debía de ser todavía peor.
Dimitri no aprobó los exámenes de ingreso en la Escuela de Oficiales.
—¿Puedes creerlo? ¡Esos cabrones me hacen pasar un infierno y luego no me dan el título! —exclamó—. ¿Qué absurdo es ése? Pienso enviar una protesta al director… ¿Quién dirige la escuela, Alexander? ¿Has visto la carta que he recibido? Me dicen que era demasiado lento preparando el fusil, que fallaba cuando me obligaban a reptar por el puto suelo como una serpiente, que hacía demasiado ruido en las pruebas de combate y que no tengo las dotes de mando necesarias para ingresar en la jerarquía de oficiales. Y me invitan a alistarme como soldado raso. Si no cargo el fusil lo bastante rápido para ser oficial, ¿qué coño voy a hacer siendo un puto soldado de mierda?
—Es posible que pidan un nivel diferente para los oficiales y para los soldados.
—¡Ya lo sé! ¡Pero precisamente para ser frontovik[8] deberían exigir mejor nivel! Al fin y al cabo, ellos están en la línea de fuego. ¿No me dejan estar como oficial en la retaguardia, donde causaría menos problemas, y en cambio me ofrecen un puesto en plena zona de combate? No, gracias. —Dimitri alzó los ojos hacia Alexander—. Y a ti, ¿te ha llegado la carta?
Por supuesto, Alexander había recibido la carta que le informaba de su próxima graduación como subteniente, pero no pensaba que Dimitri estuviera de humor para saberlo. Sin embargo, como no podía mentirle, terminó explicándoselo.
—Vaya, nuestros planes se van a la mierda. ¿Cómo podemos ayudarnos el uno al otro si tú eres oficial y yo un simple soldado? —protestó Dimitri. Al cabo de un momento se dio una palmada en la frente y añadió—: ¡Ya está, tengo una idea! Hay una solución… ¿sabes cuál?
—No.
—Tienes que rechazar el empleo de subteniente. Di que agradeces el honor pero que lo has pensado mejor. Y al cabo de unos días, te alistas como soldado raso. Así podremos estar juntos en la misma unidad y fugarnos en cuanto surja la oportunidad. —Dimitri sonreía, exultante—. Por un momento he pensado que nuestros planes no tenían ninguna posibilidad.
—Un momento… —Alexander lo miró con suspicacia—. ¿Qué me estás pidiendo, Dima?
—Que renuncies a ser oficial.
—¿Y por qué iba a hacer eso?
—Para que podamos llevar a cabo nuestros planes.
—Nuestros planes siguen en pie. Como subteniente, llevaré una unidad en la que habrá un sargento que estará a cargo de tu pelotón. Y a verás cómo, pase lo que pase, terminaremos huyendo juntos a Finlandia.
—Sí, pero ¿y si no estamos en la misma unidad? Eso era lo que habíamos planeado, Alexander.
—Lo que planeamos era ser oficiales los dos. No hablamos de ser soldados rasos.
—Muy bien, pues el plan ha cambiado. Hay que ser flexibles.
—De acuerdo. Pero si los dos somos soldados, no tendremos poder para hacer nada.
—¿Quién quiere el poder? —Dimitri entrecerró los ojos—. ¿Tú?
—Yo no quiero el poder —dijo Alexander—. Pero quiero un empleo que nos sea de utilidad. No puedes negar que si uno de los dos es oficial, tendremos más posibilidades de llegar a donde queremos. Si hubiera sucedido lo contrario, si hubiera suspendido yo y tú hubieras aprobado, me parecería perfecto que fueras oficial porque podrías hacer mucho por los dos.
—Claro —respondió pausadamente Dimitri—, pero no soy yo el que ha ascendido a oficial, ¿verdad?
—Eso es cuestión de suerte, Dima —aseguró Alexander—. No hay que darle más vueltas.
—Será difícil que no le dé vueltas cuando estoy a punto de convertirme en una puta mierda —respondió Dimitri.
Alexander no dijo nada.
—Creo que sería mejor que los dos estuviéramos en el mismo pelotón —insistió Dimitri.
—No hay ninguna garantía de que nos destinen al mismo —replicó Alexander—. A ti te enviarán a Carelia, y a mí, a Crimea…
Alexander terminó perdiendo la paciencia y dijo que era absurdo discutir por eso y que no pensaba renunciar a su empleo. Pero por la mirada que vio en los ojos de Dimitri, por el gesto ofendido de sus hombros y la sonrisilla suspicaz que dibujaba su boca, casi oyó cómo se formaba el primer desgarrón en el tejido de su amistad. «Tejido soviético, no podía ser de calidad…», pensó, y buscó otro argumento mejor para convencer a Dimitri de que su plan funcionaría.
—Dima, piensa que te irá mejor en el ejército si yo soy uno de tus mandos y te facilito las cosas. La comida, el tabaco, el vodka, las puntuaciones y los destinos serán mejores.
Dimitri lo miró con escepticismo.
—Soy tu amigo y tu aliado, y mi posición me permitirá ayudarte —insistió Alexander.
Pero Dimitri siguió mirándolo con escepticismo.
En realidad tenía motivos para mostrarse escéptico, porque por mucho que su amigo lo apoyase, era difícil que le fueran bien las cosas como soldado raso. En cambio, era innegable que la vida se volvía mucho más fácil para Alexander: ocuparía mejores habitaciones, comería mejor, tendría más libertades y una paga más alta, le darían mejores armas, podría acceder a información privilegiada y las mujeres que se le acercaran en el club de oficiales serían menos vulgares.
La ventaja para Dimitri fue que Alexander terminó siendo uno de sus mandos en la guarnición de Leningrado, con dos sargentos y un cabo entre los dos. Pero la primera vez que Alexander le ordenó a gritos que no perdiera el paso durante una marcha, a Dimitri no le pareció que su situación fuera tan ventajosa. En cualquier caso, Alexander sólo tenía una opción: o gritaba a todos sus subordinados sin excepción, cosa que Dimitri encontraba inaceptable, o dejaba de gritar a todo el mundo, cosa que el Ejército Rojo encontraría obviamente inaceptable.
Alexander decidió transferir a Dimitri a otra unidad dirigida por el teniente Sergei Komkov, lo cual estropeó para siempre su amistad con Komkov.
—Eres un traidor, Belov —le dijo una noche el bajito, rechoncho y casi calvo Komkov mientras jugaban a las cartas—. ¿En qué estabas pensando cuando me pediste que aceptara a Chernenko bajo mi mando? Es el tipo más cagado que he visto nunca. La vergüenza de cualquier ejército. Mi hermanita pequeña es más valiente que él. Podría trabajar bien pero no soporta que le den órdenes. ¿No podríamos someterlo a un consejo de guerra por cobardía?
—No es mal chico —respondió Alexander, riendo—. Ya verás cómo lo hará mejor cuando entre en combate.
—Ni hablar, Belov. Si Chernenko entra en combate, nos matarán a todos.
Llegan las chicas, 1939
Cuando empezaron a ir a locales de baile, Alexander hizo amistad con una chica llamada Luba. Al cabo de poco, Luba empezó a acompañarlos más a menudo y Alexander empezó a perder el interés por conocer a otras mujeres. Pero un día Dimitri expresó su interés por ella, y Alexander agachó la cabeza y le dejó el campo libre. Luba se sintió herida, y Dimitri se divirtió un tiempo y luego la dejó.
Esta misma situación se repitió un par de veces más. A Alexander no le importaba porque siempre terminaba conociendo a alguna otra chica. Trató que Dimitri fuera solo al local de Sadko mientras él acudía al club de oficiales, pero Dimitri protestó porque no lo de dejaban entrar en el club. De modo que Alexander siguió acompañándolo al local de Sadko y actuando como si no le interesara ninguna chica en particular. Y era cierto. Le gustaban todas.
A Sveta le gustaba ponerse encima y no quería que la tocaran A Olga le gustaba que la tocaran. Sólo que la tocaran. Mila hablaba demasiado de la economía comunista. Lena hablaba demasiado. Punto.
Isabel lo pasó bien con Alexander una vez, repitió una segunda vez y a la tercera vez le preguntó si quería casarse.
Dina le aseguró que él le gustaba más que todos los demás hombres con los que había estado, y al fin de semana siguiente, Alexander la vio tonteando con Anatoli Marazov.
Maya quería hacerlo en todas las posturas, y él se lo hizo en todas las posturas, y lo volvieron a hacer un montón de veces, y al final ella dijo que él sólo pensaba en sí mismo.
Megan no paraba de hablar mientras se lo hacía a Alexander con la boca.
Nina no paraba de hablar mientras Alexander se lo hacía a ella con la boca.
Nadia quería jugar a las cartas, pero no antes ni después sino en lugar de.
Kira dijo que sólo lo haría si los acompañaba su mejor amiga, que se llamaba Ela.
Zoe era muy lanzada y terminaron en quince minutos.
Masha era muy lanzada y terminaron en dos horas.
Marisa era la chica a la que le gustaba que le dijeran cosas, y Marta era la chica a la que no le gustaba que le dijeran cosas.
Sofía era la chica a la que le gustaba todo mientras ella no tuviera que hacer nada.
Sonia era la más divertida de todas, hasta que una noche de sábado se convirtió en la chica a la que habían roto el corazón y dejó de ser divertida, y más tarde dejó de tener roto el corazón y pasó a estar solamente furiosa.
Lara estaba interesada en saber si Alexander había matado alguna vez a alguien.
Zhenia quería saber si Alexander deseaba tener hijos. Y después, Alexander empezó a olvidarse de sus nombres. Eso fue cuando empezó a pasar más tiempo sin dejarse llevar. Todavía las buscaba, las miraba a los ojos y a la boca e intentaba que se desnudasen, buscaba una conexión con ellas, pero las deseaba y las olvidaba y empezaba de nuevo. Estaba con varias cada viernes por la noche, cada sábado y domingo por la noche, y las noches de guardia y las tardes de los domingos… pocas veces a la luz de día, para su consternación, porque le gustaba mucho verles la cara en el momento del placer.
Aunque le gustaban, las necesitaba y las deseaba, empezó a marcar distancias, a contemplarlas con expresión severa, a tratarlas con displicencia y a mostrarse cada vez más indiferente a su placer, y de pronto, inexplicablemente, ellas le tomaron más cariño.
Cada vez eran más las chicas que buscaban su compañía, que querían pasear cogidas de su mano por la avenida Nevski y que después lo abrazaban, susurraban un «gracias» y volvían a buscarlo al fin de semana siguiente, cuando él ya pensaba en la próxima o en las próximas tres. Cada vez eran más las que querían algo de él… algo que Alexander no sabía qué era y que, sobre todo, era incapaz de darles.
—Quiero más, Alexander —le dijo una—. Quiero más.
—Ya te lo he dado todo, créeme —contestó él con una sonrisa.
—No —insistió ella—. Quiero más.
En el camino de vuelta, Alexander habló en tono frío y resignado.
—Lo siento —le dijo—, no puedo darte lo que quieres. Es imposible. Te he dado todo lo que soy capaz de dar.
A pesar de todo, cada vez que miraba, saludaba, tocaba y besaba a una chica, pensaba: «¿Será ésta? He estado con todas, ¿habré encontrado ya a la mía? ¿Llegó y se fue sin que me diera cuenta?».
Pero de vez en cuando, antes de los sueños, antes de que la negra noche cayera sobre él, en un vagón de tren parado o en una barcaza del río o en algún carro abandonado, Alexander volvía a sentir durante un segundo el olor de Larisa y oía sus gemidos de placer y añoraba algo que quizá ya nunca lograría recuperar.