Béisbol en Central Park, 1943
Terminó julio, terminó agosto, terminó septiembre… Ya habían pasado siete meses desde que Tatiana había salido de la Unión Soviética. Seguía en Ellis y no se había aventurado ni una sola vez al otro lado del puerto, hasta que Edward y Vikki se cansaron y una tarde casi la obligaron a subir con Anthony al transbordador para hacer una visita a Nueva York. Contra las protestas de Tatiana («No tengo cochecito para el niño…»), Vikki compró uno por cuatro dólares en una tienda de segunda mano. «No es para ti, es para el bebé. No puedes rechazar un regalo para tu bebé», le dijo.
Tatiana no lo rechazó. Solía echar en falta más ropa y juguetes para su hijo, o un cochecito para llevarlo de paseo por Ellis. En la misma tienda, Tatiana compró dos sonajeros y un osito de peluche, aunque a Anthony le gustaron más los envoltorios de papel de los regalos.
—Edward, ¿qué dirá tu mujer cuando se entere de que has salido a dar un paseo por el bullicioso Nueva York no con una sino con dos de tus enfermeras? —preguntó Vikki con una sonrisa.
—Le arrancará los ojos a la cotilla que se lo cuente.
—Yo no pienso abrir la boca. ¿Y tú, Tatiana?
—Yo no hablo inglés —respondió Tatiana, y los tres se echaron a reír.
—No puedo creer que esta chica no haya estado ni una sola vez en Nueva York. ¿Cómo es que no te has presentado en el Departamento de Inmigración, Tatiana? ¿No tienes que ir a hablar con ellos cada cierto tiempo para explicarles lo que haces?
—El departamento vino a mí… —explicó Tatiana, mirando agradecida a Edward.
—Pero ¡tres meses! ¿No querías ver por ti misma por qué se habla tanto de Nueva York?
—He estado ocupada trabajando.
—Y amamantando —bromeó Vikki, riéndose—. Es un niño muy hermoso. Dentro de poco ya no cabrá en el cochecito. Creo que es más grande de lo normal para su edad. Tanta leche…
Carraspeó y lanzó una mirada al escote de Tatiana.
—Pues no sé… —contestó Tatiana, y contempló a Anthony, rebosante de orgullo—. No sé cómo son niños de su edad.
—Está enorme, créeme. ¿Cuándo piensas venir a cenar? ¿Te parece bien mañana? Estoy harta de que la abuela saque el tema de mi divorcio. Ya es oficial, ¿sabes? Estoy divorciada. Y todos los domingos, a la hora de cenar, la abuela empieza a decir que ya no me querrá ningún otro hombre porque me he convertido en una mujer marcada.
Vikki puso los ojos en blanco.
—¿Y por qué no le demuestras que se equivoca, Vikki? —preguntó Edward.
Tatiana ahogó una risita.
—Sólo tengo ojos para un hombre: Chris Pandolfi.
Tatiana resopló con disgusto.
—A nuestra Tatiana no le cae muy bien Chris. ¿Verdad, Tania? —preguntó Edward, sonriente.
—¿Por qué? —Quiso saber Vikki.
—Porque me llama «amapola». Creo que se burla de mí. ¿Qué quiere decir «amapola»?
—Es una flor muy bonita —respondió Edward con una sonrisa, apoyando la mano en el hombro de Tatiana.
Pero Vikki ya había empezado a decir que Chris pensaba llevarla a pasar el fin de semana de Acción de Gracias a Cape Cod y que había encontrado un vestido precioso de chiffon para salir a bailar el sábado.
El mercadillo de Battery Park estaba abarrotado de gente.
Tatiana, Vikki y Edward caminaron entre los puestos empujando el cochecito donde dormía Anthony, salieron a la calle Church, doblaron por Wall Street y avanzaron en dirección a South Street, atravesaron el mercado de pescado de Fulton y luego siguieron subiendo en dirección a Chinatown y Little Italy. Edward y Vikki estaban exhaustos pero Tatiana no paraba de caminar, fascinada por los altos edificios y la multitud que abarrotaba las calles, por los gritos y las risas, por las voces de los vendedores callejeros que anunciaban velas, libros viejos o manzanas, por los músicos que tocaban la armónica o el acordeón en las esquinas… Andaba como si los pies que golpeaban el duro pavimento no fueran suyos. Miraba sorprendida las patatas, los guisantes y las coles que llenaban las carretillas aparcadas junto a las aceras, los melocotones, las manzanas y las uvas, los carros donde los comerciantes transportaban sus telas de lino y algodón los taxis y los coches, los miles y millones de coches, los autobuses de dos pisos, el traqueteo constante del tren elevado de la Tercera y la Segunda avenidas… lo miraba todo boquiabierta de asombro.
Entraron en una cafetería de la calle Mulberry y Vikki y Edward se derrumbaron en los sillones. Tatiana se quedó de pie, sujetando el cochecito con la mano. Miraba a la pareja de novios que en ese momento salían de la iglesia que había al otro lado de la calle. Estaban rodeados de gente y parecían felices.
—Con lo pequeñita que es Tatiana, tendría que estar desmayada. Y mírala, Edward: sigue de pie, tan tranquila —dijo Vikki.
—En cambio yo he perdido varios kilos. No había andado tanto desde que estuve en el ejército —contestó Edward.
Así que Edward había sido militar…
—Pero si en el hospital andas lo mismo todos los días, Edward… —intervino Tatiana, sin apartar la mirada de los recién casados que posaban frente a la iglesia—. Pero tenéis razón, Nueva York es impresionante.
—¿Te gusta más o menos que la Unión Soviética? —le preguntó Vikki.
—Más —opinó Tatiana.
—Algún día tendrás que hablarme de tu país —añadió Vikki—. ¡Eh, mirad! ¡Melocotones! ¿Compramos?
—¿Nueva York es siempre así? —preguntó Tatiana, tratando de disimular su asombro.
—Qué va. Está así por la guerra. Normalmente es una ciudad muy animada.
Dos domingos después, Tatiana, Anthony y Vikki fueron a Central Park a ver a Edward disputando un partido de béisbol contra el equipo del Departamento de Sanidad, entre cuyos jugadores estaba Chris Pandolfi. La mujer de Edward no asistió. Edward dijo que se había quedado descansando.
Tatiana sonreía a los transeúntes y a los vendedores de fruta. Los pájaros piaban encima de su cabeza y la vida burbujeaba a su alrededor como una fuente de colores. Tatiana, con el niño en brazos, compró melocotones maduros y no tuvo más remedio que reconocer que olían estupendamente. Hasta pensó en acompañar un domingo a Vikki y Edward al monte Bear, cuando Edward consiguiera unos galones de gasolina de racionamiento, su mujer se quedara en casa descansando y los árboles mudaran las hojas. Pero aquel domingo soleado Tatiana estaba en Central Park, en Nueva York, en Estados Unidos de América, sosteniendo a Anthony en brazos mientras miraba a Edward jugando al béisbol y a Vikki celebrando cada tanto con saltitos… y nada de todo aquello era un sueño.
Pero ¿dónde estaba realmente la mamá de Anthony? ¿Qué le había sucedido? Tatiana quería recuperar a aquella muchacha a la muchacha de antes del 22 de junio de 1941, la que se había puesto un vestido blanco bordado con rosas rojas confeccionado en Francia y comprado en Polonia y se había sentado en un banco para comerse un helado en el que fue el primer día de guerra para Rusia. ¿Qué había sido de la muchacha que nadaba con su hermano Pasha y se pasaba todo el verano leyendo, la muchacha que tenía todo el futuro por delante? ¿La muchacha a la que un teniente del Ejército Rojo engalanado con su mejor uniforme contemplaba embobado desde el otro lado de la calle? Esa muchacha podría no haberse parado a comprar un helado, o podría haber subido al autobús anterior y haber atravesado la ciudad en una dirección distinta, que la habría llevado a una vida distinta. Sin embargo, no había tenido más remedio que comprarse un helado, porque así era ella. Y por culpa de ese helado, ahora estaba donde estaba.
Ahora, Nueva York con su bullicio de los tiempos de guerra y Vikki con su risa jovial y Anthony con su llanto furioso y Edward con su carácter tierno conspiraban para traer de nuevo a la tierra a la muchacha de antaño. Todo lo que antes había sido futuro, ahora era pasado. Lo peor y lo mejor. Tatiana alzó su cara pecosa hacia Vikki, que saltaba y gritaba en la linde del campo, sonrió y se marchó hacia el quiosco de bebidas, a comprar Coca-Cola para sus amigos. Llevaba la melena rubia peinada en una trenza y se había puesto un vestido azul de tirantes que le quedaba demasiado largo y demasiado holgado.
Después del partido, Edward le pidió que le dejara un ratito a Anthony. Tatiana asintió con un gesto y agachó la cabeza para no ver cómo el médico cogía en brazos al hijo de Alexander, para que el pasado siguiera donde debía estar, lejos de aquella tarde que estaba pasando en Central Park con sus amigos Vikki y Edward.
Compraron unas Coca-Colas, una botella de agua y unas fresas y volvieron tranquilamente a la manta que acababan de extender sobre la hierba. Tatiana no hablaba.
—Mira cómo sonríe Anthony, Tania —dijo Edward, riendo—. No hay nada como la sonrisa de un niño, ¿verdad?
—Mmm —murmuró Tatiana, sin mirarlo.
Sabía que la sonrisa amplia y desdentada de Anthony creaba un vínculo instantáneo entre el oferente y el receptor. Lo había comprobado en la enfermería de Ellis. Los soldados alemanes e italianos adoraban a su bebé.
—He comprado esto para ti y para el niño. ¿Es demasiado pequeño para comer fresas?
—Sí, aún es pequeño.
—Pero mira… ¿verdad que son bonitas? Hay muchas, llévate unas cuantas. A lo mejor sabes preparar algo con ellas.
—Puedo preparar muchas cosas —dijo Tatiana en voz baja, y tomó un largo sorbo de agua—. Puedo preparar mermelada o confitura, puedo glasearlas, puedo hacer una tarta o un pastel, o puedo congelarlas para el invierno. Soy la reina de las conservas de fruta.
—¿Cuántas formas hay de usar los arándanos, Tania?
—Te sorprendería saberlo.
—Ya estoy sorprendido. De hecho, estoy atónito. ¿Qué me estás preparando esta vez?
—Mermelada de arándanos.
—Me gusta la espumilla.
—Acércate, pruébala.
Ella le acerca la cuchara a la boca y le deja probar la mermelada. Él se relame los labios y sonríe.
—Me encanta.
—Mmm… —Tatiana advierte la expresión de sus ojos—. No, Shura. Tengo que terminar esto, hay que estar removiéndolo todo el rato. Es para que las viejas tengan mermelada este invierno.
—Tania…
—Shura…
Los brazos de Alexander la rodean.
—¿Te he dicho que los arándanos me vuelven loco?
—Eres incorregible.