Capítulo 10

Los fantasmas de la isla de Ellis, 1943

Había algo reconfortante en el hecho de vivir y trabajar en Ellis. El mundo de Tatiana era tan pequeño, tan insular, tan específico y pleno, que no le dejaba espacio para imaginar una vida distinta, para prever la vivencia de Nueva York, del Estados Unidos real, o para revivir la memoria de Leningrado, del Alexander real. Durante su estancia en la isla, Tatiana ocupó con su hijo una pequeña habitación de paredes de piedra con una gran ventana blanca, durmió en una cama individual equipada con sábanas blancas y se vistió con una única bata blanca y un único par de cómodos zapatos blancos. Por eso, mientras vivió en aquella habitación con la única compañía de Anthony y de una mochila negra, no necesitó imaginarse una vida imposible sin Alexander en Estados Unidos.

Tatiana procuraba no pensar en la mochila y echaba de menos el bullicio, el caos y las discusiones de la casa familiar, el olor del tabaco y las canciones de los bebedores de vodka. Añoraba a su testarudo hermano, a su protectora hermana, a su ajada madre, a su adusto padre y a sus adorados y reverenciados abuelos. Los extrañaba con la misma intensidad con que extrañaba el pan durante el asedio de Leningrado. Quería oírlos caminar por los pasillos de Ellis, igual que caminaban ahora sus silenciosos fantasmas, siempre al lado de Tatiana pero incapaces de defenderla del otro fantasma ruidoso que la acompañaba en todo momento.

Durante el día atendía a los heridos y se llevaba al niño a todas partes. Sus heridas las dejaba olvidadas hasta la noche, momento en que se dedicaba a lamerlas y alimentarlas, recordando los abetos y los peces y el río y el hacha y los bosques y el fuego y los arándanos y el olor a humo de tabaco y la risotada surgida de una garganta masculina. Tatiana era incapaz de recorrer los desnudos corredores del tercer pabellón de Ellis sin pensar en los millones de pasos que en otro momento habían resonado en aquellos suelos ajedrezados. Y la sensación se agudizaba cuando se atrevía a cruzar el puentecillo que conducía al gran vestíbulo del pabellón principal, que, a diferencia del tercero, estaba abandonado. En las escaleras, los vestíbulos, los pasadizos y las habitaciones grises y polvorientas del edificio neogótico flotaba el espíritu de las personas que habían llegado a Nueva York antes de 1894, los inmigrantes que desembarcaban en masa en los muelles de Castle Garden, el centro de recepción del otro lado de la bahía, o que bajaban de los buques en la propia isla de Ellis y subían directamente a la vasta sala de registro, cargados con sus niños y sus fardos y ajustándose la gorra o el pañuelo de la cabeza después de dejarlo todo en el Viejo Mundo: a sus madres, a sus padres, a sus maridos, a sus hermanos y a sus hermanas, a quienes habían prometido volver a buscarlos o a quienes no se habían atrevido a prometer nada. Cinco mil al día; treinta mil, cincuenta mil u ochenta mil al mes; ocho millones al año; veinte millones entre 1892 y 1924… inmigrantes que llegaban sin visado, sin documentación, sin dinero, sólo con lo puesto y con su experiencia como carpinteros, costureras, cocineros, herreros, albañiles o vendedores.

Mamá podría ganarse la vida cosiendo. Y papá podría hacer de fontanero, y Pasha estaría siempre a mi lado como cuando éramos niños. Y Dasha cuidaría al niño de Alexander cuando yo estuviera en el trabajo. Resultaría extraño, pero lo cuidaría.

Llegaban con niños porque nadie abandona a sus hijos para emprender un viaje como aquél: habían venido por ellos, para regalarles las calles de Estados Unidos, la primavera y el otoño de la gran ciudad norteamericana. Y la gran ciudad estaba al otro lado de la bahía, tan cercana y sin embargo tan inaccesible para quienes no superaban los exámenes que autorizaban a pisar las orillas de la isla de Nueva York. Muchos estaban tan enfermos como Tatiana, o peor. Cuando tenían alguna enfermedad contagiosa o carecían de capacitación laboral y de nociones de inglés, los médicos y funcionarios del servicio de inmigración podían descartarlos. Había muy pocos rechazos al día, pero podía suceder que unos padres de edad avanzada quedaran separados de sus hijos, o un marido de su mujer.

Igual que yo quedé separada de él. Y ahora me siento partida por la mitad.

El miedo a no pasar los exámenes y tener que regresar y el anhelo de recibir la autorización oficial para entrar en el país eran tan intensos que habían terminado impregnando las paredes y los suelos y los muros de ventanas rotas del primer pabellón, y la acumulación de todas aquellas esperanzas angustiadas y sombrías resonaba en el edificio igual que resonaba en las entrañas de Tatiana cuando pisaba las baldosas de los corredores con Anthony en brazos.

A partir de las restricciones introducidas en 1924, la isla de Ellis dejó de ser el principal punto de entrada de la inmigración en Estados Unidos. Durante algún tiempo siguieron llegando barcos, primero todos los días, luego todas las semanas y finalmente todos los meses. Los millones de solicitudes tramitadas anualmente bajaron a unos miles y más tarde a unos cuantos centenares. La nueva normativa obligaba a expulsar a todo aquel que no trajera un visado en regla. A partir de 1924, la mayoría de los inmigrantes que llegaban al puerto de Nueva York disponían ya de autorización, ya que cada vez eran menos las personas que se arriesgaban a emprender un viaje tan peligroso y definitivo sabiendo que podían ser expulsadas al llegar al puerto de destino. Con todo, el año anterior a la guerra llegaron a Ellis 748 polizones sin dinero ni papeles, escondidos entre cajas de tomates.

No fueron expulsados.

Justo cuando se empezaba a hablar de clausurar las obsoletas instalaciones de Ellis, estalló la Segunda Guerra Mundial. En los años 1939, 1940 y 1941, los pabellones de la isla se usaron como hospital para los refugiados de guerra y los polizones que llegaban indocumentados. Cuando Estados Unidos se sumó al conflicto, también sirvieron para albergar a los prisioneros alemanes e italianos que llegaban heridos.

Fue entonces cuando llegó Tatiana.

Y allá, Tatiana sintió que la necesitaban. Nadie quería trabajar en Ellis, ni siquiera Vikki, que advertía instintivamente que era una pena malgastar su prodigiosa capacidad natural para el flirteo en aquellos heridos extranjeros que acabarían regresando a su país o trabajando de peones en la campiña estadounidense. Vikki cumplía sus obligaciones, pero prefería claramente el hospital universitario, donde los heridos, antes de morir, tenían la posibilidad de disfrutar de los encantos de una encantadora joven norteamericana.

Poco a poco fue aumentando el número de heridos alemanes que convalecían en la isla de Ellis. Los italianos, que charlaban por los codos aunque estuvieran agonizando, hablaban un idioma que a Tatiana le resultaba incomprensible pero que sonaba con una cadencia, una pasión y una fuerza que sí podía comprender. Bajaban de los barcos soltando risotadas y exclamaciones guturales y se aferraban a ella con manos crispadas y la miraban fijamente a los ojos mientras murmuraban palabras de esperanza y agradecimiento. Y a veces si no tenían bastante con oprimirle la mano antes de morir, y si no padecían ninguna enfermedad contagiosa o infecciosa, ella les ponía sobre el pecho a su bebé para que sus corazones exhaustos se reconfortaran y latieran en paz al calor de su cuerpecito dormido.

Tatiana hubiera querido poder reconfortar también a Alexander dejando que su hijo durmiera sobre su pecho.

Los gustos de los heridos se repartían entre Brenda, Tatiana y Vikki. Los italianos y los alemanes querían alegrarse la vista con Vikki pero preferían que los atendiera Tatiana. Y nadie quería a Brenda, que ni era atractiva ni hacía bien su trabajo de enfermera. Por la noche, cuando sus compañeras ya se habían marchado, Tatiana cogía a Anthony en brazos e intentaba reconfortar a los heridos.

A ella, lo que la reconfortaba era el ambiente limitado y confinado de Ellis. Podía vivir con el niño en su habitación de paredes pulcramente pintadas y sábanas limpias y podía hacer tres comidas al día en la cantina del hospital y ahorrarse la carne y la mantequilla del racionamiento. Podía amamantar a su hijo y sentir el consuelo que le proporcionaba el contacto de su cuerpecito y el aura de salud que envolvía al niño.

Una tarde de verano, Edward y Vikki la invitaron a sentarse en el comedor, le pusieron enfrente una taza de café e intentaron convencerla para que se mudara a Nueva York. Le dijeron que la ciudad bullía a pesar de la guerra, que podría asistir a un sinfín de fiestas y espectáculos nocturnos, comprarse ropa y zapatos y alquilar un estudio con cocina y quizás hasta un piso con un dormitorio para ella y otro para Anthony y quizá, quizá, quizá…

A miles de kilómetros estaba la guerra. A miles de kilómetros estaban el río Kama y los Urales, que todo lo habían visto y todo lo sabían. Y las galaxias. Las galaxias lo sabían todo. A medianoche, sus rayos entraban por la ventana de la habitación de Tatiana en la isla de Ellis y le susurraban: «No te rindas. Ya lloraremos nosotras. Tú vive». Los ecos del edificio hablaban con Tatiana, los pasillos tenían un aire familiar, las sábanas blancas, el olor a salitre, la espalda de la Estatua de la Libertad, la brisa nocturna, las luces de la ciudad de ensueño que palpitaba al otro lado de la bahía… Tatiana vivía ya en una isla de ensueño, y lo que necesitaba no podía encontrarlo en Nueva York.

El fuego se ha apagado. Ya ha oscurecido y ellos siguen en el claro, sentados sobre la manta. Alexander separa las piernas y Tatiana se acomoda entre ellas, apoyando la espalda en el pecho de él. Los brazos de Alexander la envuelven. Los dos alzan los ojos hacia el cielo, en silencio.

—Tania —susurra Alexander, y le da un beso en lo alto de la cabeza—, ¿ves las estrellas?

—Claro.

—¿Quieres que hagamos el amor aquí mismo? Apartemos la manta y hagamos el amor para que nos vean las estrellas… así nunca nos olvidarán.

—Shura… —La voz de Tatiana es dulce y triste—. Ya nos han visto, ya lo saben. ¿Ves esa constelación de la derecha? ¿Ves las estrellas de abajo, que dibujan una sonrisa? Nos están sonriendo… —Hace una pausa—. La he visto a menudo mirándote desde arriba.

—Sí —concede Alexander, y la abraza más fuerte y ciñe la manta alrededor de su cuerpo—. Creo que es la constelación de Perseo, el héroe griego…

—Ya sé quién es Perseo… —Tatiana asiente con un gesto—. Cuando era pequeña, vivía sumergida en la mitología griega. —Se acurruca contra él—. Me gusta que Perseo nos sonría mientras me haces el amor.

—¿Sabías que en la constelación de Perseo, las estrellas amarillas son las que se aproximan a la implosión y las azules, que son las más grandes y brillantes…?

—Y que se llaman «novas…».

—Si… ¿sabías que ésas se van volviendo cada vez más luminosas, hasta que explotan y se apagan? Mira cuántas estrellas azules hay alrededor de la sonrisa, Tatia.

—Las veo.

—¿Oyes el viento estelar?

—Oigo un rumor.

—¿Oyes el susurro del viento que sopla desde el firmamento, ese susurro que viene de la antigüedad y viaja hacia la eternidad…?

—¿Qué es lo que susurra?

—Tatiana… Tatiana… Ta… tiana…

—Calla, por favor.

—No lo olvides. Dondequiera que estés, si puedes mirar al cielo y ver la constelación de Perseo, si ves su sonrisa y oyes cómo el viento estelar susurra tu nombre, sabrás que te estoy llamando para que vuelvas a Lazarevo.

—No tendrás que llamarme, soldado —dice Tatiana, apoyando la cara en el brazo de Alexander—. Nunca me iré de aquí.