Capítulo 9

Con Stepanov, 1943

Cuando Alexander abrió los ojos (¿los había abierto?), la celda seguía igual de oscura y fría. Se echó a temblar y se rodeó el torso con los brazos. No había nada deshonroso en morir en la guerra, en morir joven, en morir en una celda helada, en tratar de salvar el propio cuerpo de la humillación.

Una vez, mientras le vendaba las heridas, Tatiana le había preguntado sin mirarlo a los ojos: «¿Viste la luz?», y él había respondido que no la había visto.

Era una verdad parcial.

Porque sí que había oído…

El galope del caballo rojo.

Pero todos los colores se habían secado.

Alexander, en un estado de semiestupor, oyó el sonido de la aldaba deslizándose y de la llave girando en la cerradura. Su superior, el coronel Mijail Stepanov, entró en la celda con una linterna. Alexander estaba acurrucado en un rincón.

—Ah —dijo Stepanov—. Así que es verdad: está usted vivo.

Alexander quiso sonreír y estrecharle la mano, pero tenía demasiado frío y le dolía demasiado la espalda, de modo que no se movió y no dijo nada.

Stepanov se agachó a su lado.

—¿Qué demonios le pasó al camión? He visto el certificado de defunción firmado por ese médico de la Cruz Roja. Le dije a su mujer que usted había muerto. ¡Su esposa embarazada cree que está usted muerto! ¿Por qué?

—Todo ha ido como debía ir —replicó Alexander—. Me alegro de verlo, señor. Procure no inhalar, porque no hay suficiente oxígeno para los dos.

—¿No quería que ella supiera cuál era su situación, Alexander? —dijo Stepanov, acercándose un poco más.

Alexander negó con la cabeza.

—Pero ¿por qué el accidente del camión, y por qué el certificado?

—Quería que pensase que no había esperanzas para mí.

—¿Por qué?

Alexander no respondió.

—Dondequiera que vayas, iré contigo —dice Tatiana—. Pero si te quedas, yo también me quedaré. No pienso dejar en la Unión Soviética al padre de mi hijo. —Se inclina hacia Alexander, abrumado por la emoción—. ¿Recuerdas lo que me dijiste en Leningrado? Dijiste: «¿Qué vida voy a tener si sé que te dejo a ti pudriéndote en la Unión Soviética?». Ésas fueron tus palabras. —Tatiana sonríe—. Y en esto, estoy de acuerdo contigo. —Baja la voz y añade—: Si te dejo, durante toda la noche el jinete de bronce irá al galope detrás de mí y al amanecer habré enloquecido.

Alexander no podía contarle aquello a su superior, porque no sabía si Tatiana había salido de la Unión Soviética.

—¿Quiere un cigarrillo?

—Sí —aceptó Alexander—. Pero aquí no puedo fumar. No hay suficiente oxígeno.

Stepanov le tendió la mano para ayudarlo a levantarse.

—Estire un momento las piernas —le dijo. Observó la cabeza ladeada de Alexander y añadió—: Esta celda es demasiado pequeña para usted. No esperaban que fuera tan alto.

—Ah, sí que lo esperaban. Por eso me han metido aquí.

Stepanov tenía la espalda apoyada en la puerta y Alexander estaba de pie delante de él.

—¿A qué día estamos, señor? —preguntó Alexander—. ¿Cuánto tiempo llevo aquí? ¿Cuatro días, cinco…?

—Es la mañana del dieciséis de marzo —le informó Stepanov—. Lleva aquí tres días.

«¡Tres días!», pensó Alexander, sorprendido.

«¡Tres días!», pensó Alexander, emocionado. Eso quería decir que quizá Tatiana…

Dejó de pensar. Con un gesto fugaz y casi inaudible, Stepanov se inclinó hacia él.

—Siga hablando en voz alta para que nos oigan —creyó oír Alexander—, pero esté atento a mis palabras. En la pradera nos reiremos y comeremos tréboles…

Alexander miró la cara de Stepanov, más demacrada que nunca, miró sus ojos grises y su boca que dibujaba un rictus de compasión y angustia.

—¿Señor…?

—No he dicho nada, comandante.

Alexander meneó la cabeza para alejar la alucinación de un prado soleado y cubierto de tréboles.

—¿Señor…? —repitió en voz baja.

—Todo se ha fastidiado, comandante —susurró Stepanov—. Están buscando a su esposa, pero… parece que ha desaparecido. La convencí de que volviera a Leningrado con el doctor Sayers, como usted me pidió. Le facilité las cosas.

Alexander no dijo nada y se clavó las uñas en las palmas de las manos.

—Y ahora no está. ¿Y sabe quién más ha desaparecido? El doctor Sayers. Me comunicó que pensaba volver a Leningrado con ella.

Alexander se clavó las uñas con más fuerza para no mirar a Stepanov.

—Tenía que volver a Helsinki, pero antes pensaba pasar por Leningrado —prosiguió Stepanov—. Dijo que dejaría allá a Tatiana y recogería a una enfermera de la Cruz Roja que lo estaba esperando en el hospital Gresheski. ¿Me está escuchando? Pero no llegaron a Leningrado. Hace dos días encontraron el jeep de la Cruz Roja volcado e incendiado en Lisii Nos, en la frontera entre Finlandia y la Unión Soviética. Hubo un incidente con soldados finlandeses y cuatro de nuestros hombres murieron en el tiroteo. No hay rastro de Sayers ni de la enfermera Metanova.

Alexander no dijo nada. Quería recoger su corazón del suelo, pero la celda estaba a oscuras y no lo veía. Lo oyó alejarse de él rodando, lo oyó latir, sangrar y palpitar en un rincón.

—Y los soldados finlandeses también murieron en el incidente —añadió Stepanov, bajando la voz.

Alexander respondió con un silencio.

—Y eso no es todo.

—¿No? —Creyó decir Alexander.

Sólo fue un suspiro: «¿No?».

—No hay rastro del doctor Sayers, pero… —Stepanov hizo una pausa—. Su querido amigo Dimitri Chernenko apareció acribillado sobre la nieve.

Alexander no sintió un gran alivio al saber que Dimitri había muerto, pero sí cierto alivio.

—¿Qué hacía Chernenko en la frontera, comandante?

Alexander no respondió. ¿Dónde estaba Tatiana? Lo único que le importaba era la respuesta a esta pregunta. Sin vehículo, ¿cómo llegaría a ningún sitio? Sin vehículo, ¿qué harían el doctor Sayers y ella? ¿Atravesar a pie las marismas de Carelia?

—Comandante, su esposa está en paradero desconocido, Sayers se ha marchado y Chernenko está muerto. —Stepanov titubeó un momento, antes de añadir—: Y no sólo eso: apareció acribillado y vestido con un uniforme finlandés. Llevaba ropa de piloto y tenía unos documentos de identidad finlandeses en lugar del pasaporte interior soviético.

Alexander no dijo nada. No tenía nada que ocultar, pero no quería desvelar una información que podría poner en peligro la vida de Stepanov.

—¡Alexander! —exclamó Stepanov en un susurro enojado—. No me ignore. Intento ayudarlo.

—Señor —dijo Alexander, tratando de disimular su miedo—. Le pido por favor que no siga ayudándome.

Quería contemplar un retrato de Tatiana. Quería tocar una vez más su vestido blanco bordado con rosas rojas. Quería verla de recién casada, de pie a su lado en las escalinatas de la iglesia de Molotov.

El miedo que sentía se parecía mucho al duelo, y el agudo pavor que lo embargaba le impedía imaginarse a Tania de pie, con el cuerpo pegado al suyo, su cuerpo, su rostro, sus ojos, sus labios… todo le resultaba insoportable en aquel momento, aunque fuera en el recuerdo. Tenía que aprender a no mirarla, aunque fuera en el recuerdo. No podía respirar ni decir nada.

Se persignó con manos temblorosas.

—Me encontraba perfectamente —consiguió decir al final—, hasta que ha venido usted a decirme que mi mujer está en paradero desconocido. ¿No se da cuenta de qué efecto me produce saberlo?

Se echó a temblar como una hoja.

Stepanov se quitó la guerrera y se la tendió a Alexander.

—Tenga, cúbrase los hombros.

Alexander obedeció.

—¡Ya es la hora! —chilló una voz fuera de la celda.

—Dígame la verdad —añadió Stepanov en un susurro—, ¿pidió a su esposa que se marchara con Sayers a Helsinki? ¿Era ése su plan desde el principio?

Alexander no respondió. No quería que Stepanov supiera que… Una vida, dos, tres, eran suficientes. Un millón de personas eran un millón de individuos diferentes. Stepanov no se merecía morir por Alexander.

—¿Por qué es tan testarudo? ¡Déjelo ya! Como no han conseguido nada por el momento, han hecho venir a otro agente para interrogarlo. Al parecer es durísimo y siempre termina obteniendo una confesión firmada. Lo han tenido medio desnudo en una celda helada y no tardarán en idear otra cosa para acabar con su resistencia. Le pegarán, le sumergirán la cabeza en un cubo de agua helada, le enfocarán la cara con una bombilla hasta volverlo loco, lo insultarán… necesitará toda su fuerza para resistir. Si no, no tiene ninguna posibilidad de salvarse.

—¿Cree que Tatiana está a salvo? —preguntó Alexander con voz temblorosa.

—No, no lo creo. ¿Quién «está» a salvo en este país? —susurró Stepanov—. ¿Usted? ¿Yo? Su esposa no, desde luego. La están buscando por todas partes. En Leningrado, en Molotov, en Lazarevo… Si está en Helsinki, la encontrarán y la obligarán a volver. Es usted consciente de ello, ¿no? Hoy tenían que llamar al hospital de la Cruz Roja en Helsinki.

—¡Ya es la hora! —volvió a chillar el carcelero.

—¿Cuántas veces en la vida tendré que oír estas palabras? —dijo Alexander en voz alta—. Se las dijeron a mi madre, se las dijeron a mi padre, se las dijeron a mi mujer y ahora me las dicen a mí. ¿Cuándo acabará esta historia?

Stepanov recuperó su guerrera.

—Las acusaciones que le imputan…

—No me haga preguntas, señor.

—Niéguelo todo, Alexander.

—Señor… —intervino Alexander cuando Stepanov ya se daba la vuelta para marcharse—. El día en que me detuvieron… ¿fue Tania a verlo? —Estaba tan débil que apenas podía articular las palabras. Le daba igual el frío, no podía seguir más tiempo de pie. Se sentó en el suelo, apoyando la espalda en la gélida superficie de cemento—. ¿La vio? —Alexander alzó los ojos hacia Stepanov, que asintió con un gesto—. ¿Cómo estaba ella?

—No me haga preguntas, Alexander.

—¿Estaba…?

—No me haga preguntas.

—Cuéntemelo.

—¿Recuerda cuando fue a buscar a mi hijo? —preguntó Stepanov, esforzándose para que no se le quebrara la voz. Alexander desvió la mirada—. Gracias a usted, tuve el consuelo de verlo antes de que muriera y pude enterrarlo.

—De acuerdo, no haré más preguntas —dijo Alexander.

—¿Quién le dará ese consuelo a su mujer?

Alexander hundió la cara entre las manos.

Stepanov salió de la celda.

Alexander siguió inmóvil en el suelo durante un minuto más, un día más, varios años más. No quería morfina, no quería medicamentos, no quería fenobarbital. Lo que quería era una bala que acabara con el dolor de su corazón.

Abrieron la puerta de la celda. No le habían dado ni pan, ni agua, ni nada de ropa. Alexander no tenía ni idea de cuánto tiempo llevaba desnudo en el interior de aquella celda helada.

Entró un hombre alto, calvo y de cara desagradable. Por lo visto no quería estar de pie, ya que detrás de él entró uno de los guardianes con una silla para que se pusiera cómodo.

—¿Sabe qué tengo en las manos, comandante? —preguntó el hombre con una meliflua voz nasal.

Alexander negó con la cabeza. Entre los dos había una lámpara de queroseno. Alexander se incorporó y se separó de la pared.

—Tengo aquí su ropa, comandante, y una manta de lana. Y mire, le traigo también un buen pedazo de carne de cerdo, con el hueso y todo. Está caliente todavía. Y unas patatas, con crema de leche y mantequilla. Y un vasito de vodka. Y tabaco. ¿No le gustaría salir de esta celda fría y húmeda, vestirse y comer un poquito?

—Sí que me gustaría —respondió Alexander, impasible. No quería que le temblase la voz frente a un desconocido. El hombre sonrió.

—Sabía que le gustaría. He venido expresamente desde Leningrado para hablar con usted. ¿Le parece bien que hablemos un rato?

—No veo inconveniente —contestó Alexander—. No tengo mucho más que hacer.

El hombre se rio.

—No mucho más, es verdad.

Sus ojos nada risueños escudriñaron a Alexander.

—¿De qué quiere que hablemos?

—Básicamente de usted, comandante Belov. Y de un par de cositas más.

—Perfecto.

—¿Quiere que le dé la ropa?

—Estoy seguro de que la respuesta a esta pregunta es obvia para una persona inteligente como usted —respondió Alexander.

—Le he reservado otra celda. Es menos fría y más espaciosa y tiene una ventana. Mucho menos fría. Ahora debe de estar a veinticinco grados centígrados, no como aquí, donde seguramente no pasamos de los cinco grados. —El hombre volvió a sonreír—. ¿Quiere que se lo traduzca a grados Fahrenheit, comandante?

—¿Fahrenheit? —Los ojos de Alexander se estrecharon—. No será necesario.

—¿Le he dicho que tengo tabaco?

—Me lo ha dicho.

—De todas las cosas que le he dicho, comandante… de estas comodidades… ¿Hay alguna que desee en especial?

—¿No le he respondido ya a esa pregunta?

—A ésta, sí. Pero tengo más preguntas.

—Ah, ¿sí?

—¿Es usted Alexander Barrington, hijo de Harold Barrington, un estadounidense que llegó a la URSS en diciembre de 1930, acompañado de su bonita esposa y de su guapo hijo de once años?

Alexander, de pie frente al policía sentado en la silla, se mantuvo impasible.

—¿Cómo se llama? —preguntó—. Normalmente, la gente como usted empieza presentándose.

—¿La gente como yo? —El agente sonrió—. Le diré una cosa. Usted me responde y yo le responderé a usted.

—¿Cuál es su pregunta?

—¿Es usted Alexander Barrington?

—No. ¿Cómo se llama usted?

El hombre cabeceó reprobatoriamente.

—¿Qué pasa? —dijo Alexander—. Me ha pedido que responda a su pregunta, y eso he hecho. Ahora responda usted a la mía.

—Leonid Slonko —dijo el agente—. ¿Hay alguna diferencia ahora?

Alexander lo observó con atención.

—¿Ha dicho que ha venido expresamente de Leningrado para hablar conmigo?

—Sí.

—¿Trabaja usted en Leningrado?

—Sí.

—¿Lleva mucho tiempo allí, camarada Slonko? Me han dicho que es usted muy bueno en su trabajo. ¿Lleva mucho tiempo en el servicio? Yo diría que diez años por lo menos…

—Veintitrés.

Alexander soltó un silbido de aprobación.

—¿En qué sitio de Leningrado?

—¿En qué sitio qué?

—¿En qué sitio trabaja? ¿En Kresti? ¿O en el Centro de Detención de la calle Milionaia?

—¿Qué sabe usted del Centro de Detención, comandante?

—Sé que se construyó en 1864, durante el reinado de Alejandro II. ¿Es allí donde trabaja usted?

—A veces interrogo a algunos de los prisioneros, sí.

Alexander asintió y siguió hablando:

—Bonita ciudad, Leningrado. Aunque no termino de acostumbrarme a ella.

—Ah, ¿no? Bueno, ¿y por qué iba a acostumbrarse?

—Eso es, ¿por qué? Prefiero Krasnodar, hace más calor. —Alexander sonrió—. ¿Y cuál es su categoría, camarada?

—Soy director de operaciones —contestó Slonko.

—Entonces, ¿no es militar? Ya me imaginaba que no.

Slonko se levantó de la silla, sin soltar la ropa de Alexander.

—Acabo de decidir, comandante —dijo pausadamente—, que no tenemos nada más que decirnos.

—Estoy de acuerdo —respondió Alexander—. Gracias por su visita.

Slonko salió de la celda con tanta furia que se dejó la lámpara y la silla. Pasó un tiempo antes de que el guardián entrara a buscarlas. Otra vez la oscuridad. La oscuridad era muy debilitante. Pero no tanto como el miedo.

Esta vez, Alexander no tuvo que esperar mucho rato.

Se abrió la puerta, entraron dos guardianes y le ordenaron que los acompañara.

—No estoy vestido —respondió Alexander.

—En el sitio al que vamos no le hará falta ropa.

«Mal augurio», pensó Alexander. Los guardianes eran jóvenes e impacientes… la peor clase. Alexander caminó primero entre los dos y luego unos pasos por delante de ellos, subió la escalera de piedra, atravesó todo el corredor, salió de la antigua escuela por la puerta de atrás y se adentró en el bosque, pisando descalzo la tierra cubierta por la escarcha de marzo. ¿Le obligarían a cavar un hoyo? Notó la presión de los fusiles contra su espalda. No sentía los pies, no sentía el cuerpo, y si hubiera podido detener los latidos de su corazón, habría podido soportarlo todo mejor.

Recordó al chaval de diez años que se había apuntado a los Boy Scouts, al chaval estadounidense, al chaval soviético. Los árboles deshojados tenían un aspecto fantasmal, pero agradeció respirar aire fresco y ver el cielo gris. «Todo irá bien —pensó—. Si Tania está en Helsinki y recuerda lo que le dije, habrá convencido a Sayers para marcharse lo antes posible. Puede que ya estén en el barco, camino de Nueva York. Si es así, nada más tiene importancia».

—Dese la vuelta —ordenó uno de los guardianes.

—¿Primero dejo de andar? —preguntó Alexander.

Le castañeteaban los dientes.

—Deje de andar —precisó el guardián, desconcertado—, y désela vuelta.

Alexander dejó de andar y se dio la vuelta.

—Alexander Belov —dijo el guardián en voz más baja, con toda la solemnidad que fue capaz de transmitir—, se le acusa de traición y de espionaje contra nuestro país en época de guerra. La traición militar se castiga con la muerte y la pena debe ejecutarse de inmediato.

Alexander lo escuchó sin moverse, con los pies muy juntos y las manos en los costados. Miró sin pestañear a los guardas, que sí pestañearon.

—Bueno, ¿y ahora qué? —preguntó al cabo de un momento.

—La traición se castiga con la muerte —repitió el más bajo. Se acercó a Alexander y le tendió un antifaz negro—. Tome —dijo.

Alexander vio que al joven le temblaban las manos.

—¿Cuántos años tiene, cabo? —preguntó en voz baja.

—Veintitrés —contestó el guardián.

—Qué curioso… yo también —dijo Alexander—. Figúrese, hace tres días era comandante del Ejército Rojo. Hace tres días llevaba prendida en la pechera una medalla de Héroe de la Unión Soviética. Es asombroso, ¿no?

Las manos del guardián no dejaron de temblar mientras acercaban el antifaz a la cara del prisionero. Alexander dio un paso atrás y meneó la cabeza.

—Olvídelo. Y tampoco pienso colocarme de espaldas. Ande, vuelva con su compañero.

—Me limito a cumplir órdenes, comandante —replicó el joven guardián.

En ese momento, Alexander lo reconoció: era uno de los cabos que habían compartido destino con él tres meses atrás, cuando atravesaron el Neva para romper el cerco de Leningrado. Era el cabo que se había quedado a cargo de la ametralladora antiaérea mientras él corría a ayudar a Anatoli Marazov.

—¿Cabo Ivanov…? —preguntó Alexander—. Vaya, vaya. Espero que se le dé mejor ejecutarme que abatir a los malditos aviones de la Luftwaffe que estuvieron a punto de matarnos.

El cabo no se atrevía a mirarlo.

—Tendrá que mirarme cuando apunte, cabo —añadió Alexander, manteniéndose muy erguido—. Si no, no acertará.

Ivanov se alejó y se colocó al lado del otro soldado.

—Póngase de espaldas, comandante —dijo.

—No —protestó Alexander, manteniéndose firme y sin apartar la mirada de los dos hombres armados con fusiles—. Aquí estoy. ¿De qué tiene miedo? Como ve, estoy casi desnudo y voy desarmado…

Se irguió para remarcar su estatura. Los dos guardianes estaban paralizados.

—Camaradas —dijo Alexander—. No seré yo quien les dé la orden de alzar el fusil. Tendrán que hacerlo ustedes.

—Muy bien —concedió el otro cabo—. Alce el fusil, Ivanov.

Alzaron los fusiles. Alexander miró uno de los cañones y parpadeó. «Señor, cuida de mi Tania, sola en el mundo», pensó.

—A la de tres —dijo el cabo, mientras los dos hombres se llevaban al hombro la culata del arma.

—Uno…

—Dos…

Alexander los miró. Los dos estaban muertos de miedo. Alexander dirigió la mirada hacia su propio corazón. No tenía miedo. Tenía frío y sentía que le quedaban cosas por hacer en este mundo, cosas que no podían esperar una eternidad. En lugar de ver a los dos soldados temblorosos, veía su cara a los once años, reflejada en el espejo de Boston el día en que se marchaban de Estados Unidos. «¿En qué clase de hombre me he convertido? —pensó—. ¿Soy el hombre que mi padre quería que fuese?». Apretó los labios con resolución. No podía responder a esa pregunta, pero al menos sabía que se había convertido en el hombre que él mismo deseaba ser. En un momento como aquél, debería bastarle con eso. «No me he decepcionado a mí mismo», pensó, y cuadró los hombros y alzó la barbilla. Estaba listo para oír el «tres».

Pero el «tres» no se oyó.

—¡Esperen!

Era otra voz la que había hablado. Los soldados bajaron las armas. Slonko, con un abrigo grueso, una gorra de fieltro y unos guantes de cuero, caminó resueltamente hacia Alexander.

—Descansen, cabos.

Slonko arropó los hombros de Alexander con la chaqueta que llevaba en la mano.

—Comandante Belov, es usted un hombre afortunado. El general Mejlis en persona ha emitido un indulto a su favor.

Slonko le tendió la mano. ¿Por qué la reacción de Alexander fue estremecerse?

—Volvamos. Tiene que vestirse. Se va a congelar con este frío.

Alexander lo miró. Años atrás había leído el relato de una situación similar vivida por Fiodor Dostoievski en tiempos de Alejandro II. Dostoievski se salvó de la ejecución en el último minuto porque el emperador lo indultó y le conmutó la pena por el exilio. La experiencia de ver la muerte de frente justo antes de recibir un indulto había cambiado para siempre la personalidad de Dostoievski. Alexander no había tenido tiempo de contemplar el fondo de su alma y no había sufrido un cambio tan drástico. Pensó que el indulto no era una muestra de clemencia sino una trampa. Estaba sereno antes de la ejecución y seguía estando sereno después del indulto, aparte de los escalofríos que lo sacudían de vez en cuando. Por lo demás, a diferencia de Dostoievski, Alexander había visto tantas veces la muerte de frente en los últimos seis años, que ya no le impresionaba.

Alexander y Slonko, seguidos por los dos cabos, regresaron al edificio de la escuela. En una habitación más caldeada que la celda, lo esperaban su ropa y sus botas y una mesa con comida. Se vistió, con el cuerpo temblándole de frío. Se puso los calcetines, que (sorprendentemente) habían pasado por la lavandería, y se frotó los pies durante un buen rato para activar la circulación sanguínea.

Se había visto unos puntitos negros en los dedos y por un momento pensó en congelaciones, infecciones, amputaciones… sólo por un momento, porque la herida de la espalda le dolía tanto que reclamaba toda su atención. Más tarde apareció el cabo Ivanov y le ofreció un vaso de vodka para entrar en calor. Alexander se bebió el vodka y pidió una taza de té.

Después de terminarse la comida y el té en la habitación caldeada, Alexander se sintió ahíto y soñoliento. Más que soñoliento, cercano a la inconsciencia. No recordaba cuánto tiempo lo habían mantenido despierto… ¿dos días, tres? Cerró los ojos un momento y cuando volvió a abrirlos, se encontró con Slonko sentado delante de él.

—Ha salvado la vida gracias a la intervención del general Mejlis —le dijo Slonko—. El general ha querido demostrarle que somos gente razonable e inclinada al perdón.

Alexander ni siquiera hizo un gesto de asentimiento. Tenía que ahorrar fuerzas para mantenerse despierto.

—¿Cómo se encuentra, comandante Belov? —preguntó Slonko, sacando una botella de vodka y dos vasitos—. Oiga, los dos somos personas razonables. Podemos tomar una copa. No estamos enfrentados.

Alexander movió la cabeza para manifestar su aceptación.

—He comido, he bebido té… —explicó—. Estoy tan bien como se puede estar en mi situación.

No era capaz de mantenerse erguido.

—Quiero hablar un momento con usted.

—Parece que espera de mí una mentira, y yo no puedo dársela. Por mucho frío que me haga pasar.

Hizo como si pestañeara, pero la realidad era que estaba cerrando los ojos.

—Comandante, acabamos de perdonarle la vida. Con enorme esfuerzo, Alexander volvió a abrir los ojos.

—Sí, pero ¿por qué? ¿Me han perdonado la vida porque creen en mi inocencia?

—Mire, es muy sencillo —respondió Slonko, encogiéndose de hombros. Colocó un papel frente a Alexander—. Lo único que tiene que hacer es firmar este documento donde reconoce que se le ha perdonado la vida. Se exiliará a Siberia y vivirá allí tranquilamente hasta el fin de sus días, lejos de la guerra. ¿No le gustaría?

—No lo sé —dijo Alexander—. Pero no pienso firmar nada.

—Tiene que firmar, comandante. Es nuestro prisionero y debe hacer lo que se le ordene.

—No tengo nada que añadir a lo que ya le he dicho.

—No añada nada, limítese a firmar el papel.

—No pienso poner mi nombre en ningún papel.

—¿Y cuál sería ese nombre? —preguntó de repente Slonko—. ¿Sabe cuál es, acaso?

—Lo sé muy bien —contestó Alexander.

Slonko se sirvió una copa. La cabeza de Alexander siguió balanceándose. Afortunadamente, llevar otra vez puestos el uniforme y las botas le daba más fuerzas para resistir.

—No me parece bien que me deje beber solo, comandante. Es una descortesía.

—A lo mejor no debería usted beber, camarada Slonko. Es fácil caer en el abismo.

Slonko apartó los ojos del vaso y sostuvo la mirada de Alexander durante un momento que pareció prolongarse varios minutos.

—¿Sabe? —dijo al final—. Hace mucho tiempo conocí a una mujer muy guapa que se había dado a la bebida.

El comentario no reclamaba una respuesta, de modo que Alexander no dijo nada.

—Pues sí. Era una mujer muy especial. Era valiente y lo pasaba muy mal en la cárcel porque no la dejaban beber. Cuando la detuvimos, estaba muy borracha y tardó varios días en serenarse. Cuando estuvo sobria tuvimos una larga conversación. Le ofrecí una copa y la aceptó, y le ofrecí un papel para que lo firmara y lo firmó agradecida. Sólo quería una cosa de mí… ¿sabe qué era?

Alexander hizo un esfuerzo para negar con la cabeza.

—Que salvara a su hijo. Fue lo único que me pidió. Que salvara su único hijo: Alexander Barrington.

—Una buena petición —observó Alexander.

Juntó las manos con fuerza para controlar el temblor. Quería paralizar su cuerpo. Quería ser como la silla, como la mesa, como la alacena. No quería ser como el cristal de la ventana, batido por el viento de marzo. En cualquier momento se saldría del marco. Como el cristal emplomado de aquella iglesia en Lazarevo.

—Le voy a hacer una pregunta, comandante —dijo amistosamente Slonko, dejando la copa vacía sobre la mesa de madera—. Si sólo pudiera pedirme una cosa antes de que lo llevaran a la muerte, ¿qué me pediría?

—Un cigarrillo —contestó Alexander.

—¿No pediría clemencia?

—No.

—¿Sabe que su padre también me pidió que lo tratara con clemencia? ¿Lo sabía?

Alexander palideció.

—Su madre me pidió que me la follara pero yo me negué —dijo Slonko en inglés. Hizo una pausa y añadió con una sonrisa—: Al principio.

Alexander apretó los dientes. Fue la única parte de su cuerpo que se alteró.

—¿Está usted hablando conmigo, camarada? —preguntó en ruso—. Porque yo sólo hablo ruso. En la escuela intentaron enseñarme francés, pero me temo que no se me dan demasiado bien los idiomas.

Después de eso ya no dijo nada más. Tenía la boca seca.

—Voy a hacerle otra pregunta —anunció Slonko—. Con ánimo sereno y conciliador, le pregunto: ¿es usted Alexander Barrington, hijo de Jane y Harold Barrington?

—Con ánimo sereno y conciliador, le voy a responder —dijo Alexander con ánimo sereno y conciliador—, aunque me han preguntado lo mismo ciento cincuenta veces más: no lo soy.

—Pero, comandante, ¿por qué iba a mentir la persona que nos lo dijo? ¿De dónde sacaría esa información? No es razonable que la inventara. Ese hombre sabía detalles de su vida que nadie más podía conocer.

—¿Y dónde está? —Quiso saber Alexander—. Me gustaría verlo. Me gustaría verlo y preguntarle si está seguro de que se refería a mí porque yo estoy convencido de que se confunde.

—No. Él está seguro de que usted es Alexander Barrington.

—Si está tan seguro —exclamó Alexander, alzando la voz—, que venga y me identifique. ¿Es un camarada importante? ¿Es un digno ciudadano soviético? ¿No es ningún traidor que ha escupido sobre su patria? ¿Ha servido al ejército con tanto orgullo como yo? ¿Ha sido condecorado, ha aceptado valerosamente cualquier batalla que le encomendaran, aunque fuera imposible de ganar? El hombre al que se refiere es un ejemplo para todos, ¿no es así? Por favor, presénteme a ese parangón de la nueva conciencia soviética. Quiero que me mire, me señale con el dedo y diga: «Ése es Alexander Barrington». —Alexander sonrió—. Y entonces ya veremos.

Esta vez fue Slonko el que se puso pálido.

—He venido desde Leningrado para tener con usted una conversación entre personas razonables —masculló.

Apretó los dientes y entrecerró los ojos, que perdieron parte de su falsa humildad.

—Y yo estoy encantado de poder hablar con usted —aseguró Alexander, mientras sus ojos se oscurecían—. Como siempre, estoy encantado de hablar con un probo funcionario soviético que persigue la verdad y no piensa escatimar esfuerzos hasta descubrirla. Y quiero ayudarlo. De modo que tráigame a la persona que me acusa y aclaremos este asunto de una vez por todas. —Alexander se puso de pie y dio un paso en dirección a la mesa, en un gesto que era también una amenaza—. Y cuando todo se aclare, quiero que retiren las indignidades lanzadas contra mi buen nombre.

—¿Y cuál es ese nombre, comandante?

—Mi verdadero nombre: Alexander Belov.

—¿Sabe usted que se parece a su madre? —dijo de pronto Slonko.

—Mi madre murió hace mucho, del tifus, en Krasnodar. ¿No se lo han dicho sus espías?

—Me refiero a su auténtica madre. A la mujer que era capaz de chupársela a cualquier carcelero por un vasito de vodka.

Alexander no se inmutó.

—Interesante… pero no creo que mi madre, que era una mujer de campo, hubiera visto nunca a un carcelero.

Slonko escupió y salió de la habitación.

Uno de los guardianes entró en la habitación para vigilar al prisionero. No era el cabo Ivanov. Lo único que quería Alexander era cerrar los ojos y dormir. Pero cada vez que cerraba los ojos, el guardián le levantaba la barbilla con la punta del fusil y lo obligaba a despertarse. Alexander tendría que aprender a dormir con los ojos abiertos.

El sol terminó de ponerse y la habitación quedó a oscuras. El cabo encendió la lámpara y enfocó directamente la cara de Alexander. Se puso más agresivo con el fusil. La tercera vez que intentó meterle el cañón en la boca, Alexander le arrebató el arma de un tirón y la giró hacia el vigilante.

—Sólo tiene que decirme que no me duerma —le dijo, irguiéndose para remarcar su estatura—. La brutalidad es innecesaria. ¿Será capaz de hacerlo?

—Devuélvame el fusil.

—Respóndame.

—Sí, seré capaz de hacerlo.

Alexander devolvió el fusil al guardián, que lo agarró y le golpeó en la frente con la culata. Alexander pestañeó y lo vio todo negro durante un momento pero no dijo nada. El guardián salió de la habitación y volvió al cabo de unos minutos con su sustituto, el cabo Ivanov.

—Puede cerrar los ojos, comandante —dijo Ivanov—. Si viene alguien, gritaré y usted volverá a abrirlos enseguida, ¿verdad?

—Enseguida —contestó Alexander, agradecido.

Sentado en una silla sin brazos y de respaldo bajo que debía de ser la más incómoda del mundo, cerró los ojos. Esperaba no caerse.

—Así es como actúan, ya sabe —oyó que decía Ivanov—. Lo dejan día y noche sin dormir, no le dan de comer, lo mantienen desnudo, empapado y congelado, a oscuras de día y con la luz encendida de noche, hasta que acaban con su resistencia y le obligan a decir que lo blanco es negro y lo negro es blanco y a firmar el puto papel.

—Ya lo sé —aceptó Alexander, sin abrir los ojos.

—El cabo Boris Maikov firmó el puto papel —explicó Ivanov—. Ayer lo ejecutaron.

—¿Y el otro…? ¿El teniente Ouspenski? —preguntó Alexander sin abrir los ojos.

—Está otra vez en la enfermería. Vieron que sólo tenía un pulmón y están esperando a que muera. ¿Para qué malgastar una bala?

Alexander estaba demasiado exhausto para responder.

—Comandante —añadió Ivanov bajando un poco la voz—, hace unas horas he oído que Slonko discutía con Mitterand. Slonko decía: «No se preocupe; o se viene abajo o muere».

Alexander no hizo ningún comentario.

—No se venga abajo, comandante —oyó que susurraba Ivanov. Alexander no dijo nada. Se había quedado dormido.

Leningrado, 1935

En Leningrado, los Barrington encontraron dos habitaciones contiguas en un piso comunal de un destartalado edificio del siglo XIX Alexander se buscó otro instituto, desempaquetó los libros y la ropa y siguió siendo un chaval de quince años. Harold encontró empleo en una fábrica de mesas. Jane se quedaba en casa y bebía. Alexander procuraba estar lo menos posible en las dos habitaciones a las que llamaban «hogar». Se pasaba casi todo el tiempo paseando por Leningrado, que le parecía más bonito que Moscú. Las casas de colores pastel, las noches blancas, el río Neva… Leningrado le parecía un lugar repleto de historia y romanticismo, con aquellos jardines y palacios, las amplias avenidas y los ríos y canales que se entrecruzaban en la ciudad que nunca dormía.

A los dieciséis años, como era su obligación, se alistó en el Ejército Rojo con el nombre de Alexander Barrington. Era un acto de rebeldía: no estaba dispuesto a cambiar de apellido.

En el piso comunal, la familia de Alexander intentaba no relacionarse con demasiada gente (tenían muy poco para sí mismos y nada para los demás), pero un matrimonio que residía en el segundo piso, Svetlana y Vladimir Viselski, les dieron muestras de amistad. La pareja compartía una sola habitación con la madre de Vladimir y al principio mostraron interés por los Barrington y cierta envidia por las dos habitaciones que les habían adjudicado. Vladimir era ingeniero de caminos y Svetlana trabajaba en una biblioteca y le decía siempre a Jane que allí podía encontrar empleo. A Jane terminaron contratándola en la biblioteca, pero no conseguía levantarse a tiempo por las mañanas para acudir al trabajo.

A Alexander le caía bien Svetlana. Era una mujer que rondaba los cuarenta años, elegante, atractiva e irónica. A Alexander le gustaba la forma en que le hablaba, como si fuera un adulto. En el verano de 1935 estaba bastante inquieto. Sus padres, en plena crisis personal y económica, no alquilaron ninguna dacha. Pasar el verano en Leningrado sin la posibilidad de hacer amigos nuevos no era una perspectiva demasiado halagüeña, y Alexander no hacía más que pasear por la ciudad durante el día y leer por la noche. Se sacó el carné de la biblioteca donde trabajaba Svetlana e iba a menudo a charlar con ella. Y también, muy ocasionalmente, leía. Solían volver juntos a casa.

Su madre pareció animarse un poco con la nueva amistad de Svetlana, pero no tardó en retomar la bebida por las tardes.

Alexander pasaba cada vez más días en la biblioteca. Cuando volvían juntos a casa, Svetlana le ofrecía un cigarrillo, que él siempre rechazaba, o un vasito de vodka, que él también rechazaba. El vodka no le interesaba especialmente. Los cigarrillos pensaba que no le interesaban especialmente, pero poco a poco se acostumbró a desear el sabor del tabaco en la boca. El vodka le producía un efecto desagradable, pero los cigarrillos eran como una muleta que le ayudaba a controlar su frenesí adolescente.

Una tarde llegaron a casa antes de lo habitual y se encontraron a Jane aturdida en el dormitorio. Fueron a sentarse un rato a la habitación de Alexander antes de que Svetlana bajara a su casa. Svetlana le ofreció otro cigarrillo y se acercó un poco más en el sofá. Alexander la miró a los ojos sin saber si había interpretado bien sus intenciones, pero Svetlana se sacó el cigarrillo de la boca, se lo puso en la suya y le dio un beso fugaz en la mejilla.

—No te preocupes —dijo—. No muerdo.

Por lo visto, Alexander no había interpretado mal sus intenciones.

Alexander tenía dieciséis años y ya estaba preparado.

Los labios de Svetlana se acercaron a su boca.

—¿Estás asustado? —le preguntó.

—No —contestó Alexander, y tiró el cigarrillo y el mechero al suelo—. Pero tú deberías estarlo.

Pasaron dos horas juntos en el sofá, y cuando Svetlana salió de la habitación recorrió el pasillo con los pasos temblorosos del soldado que ha entrado en batalla convencido de lograr una rápida conquista y termina retirándose completamente desarmado.

Al bajar, Svetlana se cruzó con Harold, que volvía a casa del trabajo y que al verla la saludó con una inclinación de cabeza.

—¿Quieres quedarte a cenar? —La invitó Harold.

—Hoy no hay cena —contestó Svetlana con la voz temblorosa—. Tu mujer está durmiendo.

Alexander cerró la puerta y sonrió.

Harold preparó la cena para él y Alexander, que se pasó la noche fingiendo leer en su cuarto, aunque lo único que hizo fue esperar a que llegara el día siguiente.

El día siguiente tardó demasiado en llegar.

Hubo otra tarde de Svetlana, y otra, y otra.

Aquel verano, Alexander y ella se encontraron a última hora de la tarde durante todo un mes.

Alexander disfrutaba con Svetlana. Ella sabía indicarle lo que debía hacer para complacerla y él hacía exactamente lo que ella le decía. Todo lo que llegó a saber de la paciencia y la perseverancia lo aprendió con ella, un aprendizaje que se combinó con su talento natural para perseguir cualquier objetivo hasta el final. Como resultado, Svetlana salía cada vez más temprano del trabajo. Alexander se sentía halagado. El verano pasó volando.

Los fines de semana, cuando Svetlana subía con su marido a ver a los Barrington y Alexander y ella tenían que disimular su relación, Alexander descubrió que la tensión sexual podía casi ser un fin en sí mismo.

Después, Svetlana comenzó a hacerle preguntas cuando Alexander pasaba la noche fuera de casa.

El problema era que, ahora que había descubierto lo que había al otro lado de la valla, en lo único en que pensaba Alexander era en divertirse al otro lado de la valla, pero no sólo con Svetlana.

De hecho, él no habría tenido inconveniente en seguir viéndola y reservarse algún rato para estar con chicas de su edad. Pero un domingo, cuando los cinco estaban cenando patatas con arenques, el marido de Svetlana, sin dirigirse a nadie en particular, hizo un comentario:

—Creo que mi Svetochka necesita un segundo empleo —dijo—. Por lo visto, en la biblioteca le han reducido el horario a media jornada.

—Entonces, ¿cuándo pasaría a hacer compañía a mi mujer? —preguntó Harold, sirviéndose otra ración de patatas.

Estaban en la habitación de los padres de Alexander, apretujados en torno a la mesa.

—¿Tú vienes a hacerme compañía? —preguntó Jane a Svetlana.

Por un momento, todos se quedaron callados.

—Ah, claro. Vienes todas las tardes a verme —añadió Jane, asintiendo con un gesto.

—Se ve que lo pasáis bien juntas —dijo Vladimir, el marido de Svetlana—. Siempre vuelve a casa muy contenta. Si no la conociera, diría que está teniendo una aventura.

Se rio con el tono de un hombre que piensa que la mera idea de que su mujer esté teniendo una aventura es tan absurda que casi resulta deliciosa.

Svetlana echó la cabeza para atrás y también soltó una carcajada. Hasta Harold ahogó una risita. Sólo Jane y Alexander permanecieron callados y atónitos. Durante el resto de la cena, Jane ya no volvió a hablar y se dedicó a beber cada vez más. Al final se quedó dormida en el sofá mientras los demás recogían la mesa. Al día siguiente, al volver del instituto, Alexander se encontró a su madre esperándolo, sobria y seria.

—La he echado —dijo mirando a su hijo con los brazos cruzados mientras Alexander dejaba caer al suelo la chaqueta y la bolsa con los libros de la biblioteca.

—Muy bien —respondió Alexander.

—¿Qué estás haciendo, hijo? —preguntó Jane en voz baja.

Alexander vio que había llorado.

—No lo sé, mamá. ¿Qué estás haciendo tú?

—Alexander…

—¿Qué te preocupa?

—Pensar que no he cuidado bien de mi hijo —contestó Jane.

—¿Eso es lo que te preocupa?

—No quiero pensar que es demasiado tarde —respondió ella, con una voz débil y contrita—. Es culpa mía, ya lo sé. Últimamente no he sido de gran… —Rompió a llorar—. De ninguna ayuda… Pero al margen de lo que está pasando en nuestra familia, Svetlana no puede seguir viniendo por aquí, al menos si no quiere que se entere su marido.

—¿Como tú cuando no quieres que tu marido sepa lo que haces por las tardes? —preguntó Alexander.

—Como si a él le importara —replicó Jane.

—Como si a Vladimir le importara —contestó Alexander.

—¡Tienes que acabar con esta historia! —chilló su madre—. ¿Por qué la empezaste? ¿Para llamar mi atención?

—Mamá, sé que te parecerá difícil de creer, pero no tiene nada que ver contigo.

—La verdad es que sí me parece difícil de creer, Alexander —replicó Jane con amargura—. Tú, que eres el chico más guapo de toda Rusia, ¿me estás diciendo que no has encontrado a una compañera de instituto con la que divertirte, en lugar de una mujer de casi mi edad que, además, es amiga mía?

—¿Quién dice que no la he encontrado? ¿Y tú habrías dejado de emborracharte si me vieras saliendo con una compañera del instituto?

—¡Ah, ya veo que sí tiene que ver conmigo después de todo! —Jane siguió sentada en el sofá mientras Alexander permanecía de pie frente a ella, con los brazos cruzados—. ¿Es eso lo que quieres hacer con tu vida? ¿Ser el juguete de mujeres maduras y aburridas?

Alexander se dio cuenta de que estaba a punto de perder los nervios y apretó los dientes. Su madre lo irritaba sobremanera.

—¡Contéstame! —ordenó Jane, levantando la voz—. ¿Es eso lo que quieres?

—¿Qué? —preguntó Alexander, alzando también la voz—. ¿Crees que tengo muchas más opciones? ¿Qué parte es la que te parece más repugnante?

Jane se puso de pie de un salto.

—No te olvides de que sigo siendo tu madre —dijo.

—¡Pues compórtate como tal! —chilló Alexander.

—Te he cuidado toda la vida.

—Y mira dónde estamos… buscándonos la vida en Leningrado mientras tú te gastas en vodka medio sueldo de papá, y ni con eso te alcanza. Has vendido las joyas, los libros y los vestidos de seda para comprarte vodka. ¿Qué te queda, mamá? ¿Qué te falta por vender?

Por primera vez en toda su vida, Jane le levantó la mano y le pegó una bofetada. Alexander sabía que se la merecía, pero protestó:

—Mamá, dices que venías a proponerme una solución. De repente, después de pasarte meses sin hablarme, vienes a decirme qué tengo que hacer. Pues olvídalo, porque no pienso escucharte. Tendrás que hacerlo mejor. —Hizo una pausa—. Deja de beber.

—Ahora estoy sobria.

—Pues volvamos a hablarlo mañana.

Al día siguiente, Jane volvía a estar borracha. Y al otro día también.

Comenzó el curso. Alexander se entretuvo con una chica que se llamaba Nadia. Una tarde, Svetlana lo fue a buscar al instituto y lo vio riendo con ella. Alexander se excusó y la acompañó hasta el final de la calle.

—Tengo que hablar contigo, Alexander —le dijo Svetlana.

Fueron andando hasta un parquecillo y se sentaron bajo los árboles otoñales.

Alexander carraspeó.

—Oye, tenemos que dejarlo de todos modos —dijo.

—¿Dejarlo? —Svetlana pronunció la palabra como si nunca se le hubiera ocurrido, ante la mirada sorprendida de Alexander—. ¡No vamos a dejarlo! —exclamó—. ¿Por qué demonios quieres dejarlo?

—¿Que por qué…?

—¿No te das cuenta, Alexander? —dijo Svetlana, temblando y cogiéndolo del brazo—. Es una prueba por la que tenemos que pasar.

Alexander le apartó la mano.

—Es una prueba condenada a fracasar, Svetlana. No sé en qué estás pensando, pero yo estoy todavía en el instituto. Tengo dieciséis años, y tú eres una mujer casada de treinta y nueve. ¿Cuánto imaginabas que iba a durar esto?

—Cuando empezamos —dijo Svetlana con la voz ronca— no imaginé nada.

—Mejor.

—Pero ahora…

—Ay, Svetlana… —suspiró Alexander, desviando la mirada.

Svetlana se levantó de un salto y emitió un grito gutural que Alexander acusó como un pinchazo en los pulmones, como si ella acabara de inyectarle su miserable adicción.

—Claro, soy ridícula. —Svetlana se esforzaba en respirar serenamente y agitaba la mano con displicencia—. Tienes razón, claro. —Intentó sonreír pero no pudo—. ¿Lo hacemos una última vez por los viejos tiempos? Como despedida.

Alexander negó con la cabeza a modo de contestación.

Svetlana se apartó con pasos tambaleantes.

—Alexander —dijo con tanta serenidad como pudo—, hay una cosa que debes recordar siempre: tienes unas capacidades excepcionales. No las malgastes. No las derroches, no las estropees ni las des por hechas… Tú mismo eres el arma que te defenderá hasta el fin de tus días.

No volvieron a verse. Alexander se sacó el carné de otra biblioteca. Vladimir y Svetlana dejaron de visitarlos. Al principio Harold se mostró extrañado, pero terminó olvidándose de la pareja. Alexander sabía que su padre tenía demasiadas preocupaciones por entonces para pensar en la ausencia de unas personas que para empezar nunca le habían caído especialmente bien.

El otoño dio paso al invierno; 1935 dio paso a 1936. Alexander y su padre celebraron el Año Nuevo solos, en una cervecería del barrio, donde Harold se tomó un vaso de vodka e intentó hablar con su hijo. La conversación fue breve y tensa. Harold Barrington, con su carácter sobrio y desafiante, había ido distanciándose cada vez más de su mujer y de su hijo. Alexander ya no sabía en qué mundo vivía su padre, había dejado de entenderlo, y aunque hubiera podido entenderlo tampoco habría querido. Sabía que a su padre le habría hecho feliz que su hijo lo apoyara y siguiera compartiendo sus convicciones, como cuando era más joven. Pero el momento había pasado hacía mucho, y Alexander ya no se veía capaz. Los días del idealismo habían terminado. Sólo quedaba la vida.

La pérdida de una habitación, 1936

¿Podía haber algo más intolerable?

Difícilmente.

Un oscuro sábado de enero, un minúsculo funcionario del Upravdom (el departamento de distribución de viviendas) se presentó en la puerta de los Barrington acompañado de dos personas más y les enseñó un papel que los obligaba a ceder una de sus habitaciones a otra familia. Harold no se sentía con fuerzas para discutir y Jane estaba demasiado borracha para protestar. Alexander alzó la voz, pero sólo un momento. Era inútil. No podían acudir a nadie para que rectificara la decisión.

—Reconozca que es injusto —argumentó el representante del Upravdom, lanzando una malévola sonrisita a Alexander—. Ustedes tienen dos hermosas habitaciones para tres personas. Dos para ustedes y ninguna para esa otra familia, con la madre embarazada. ¿Dónde está su espíritu socialista, joven camarada que no tardará en ingresar en el Konsomol?

El Konsomol eran las juventudes del Partido Comunista de la Unión Soviética.

Alexander y su padre trasladaron de habitación el camastro de Alexander y la cómoda y sus pocos efectos personales y la estantería con los libros. Alexander puso el camastro junto a la ventana y colocó la cómoda y la estantería a modo de airada barrera entre sus padres y él.

—Siempre soñé con compartir una habitación con vosotros a los dieciséis años —rezongó cuando Harold le preguntó si estaba enfadado—. Ahora sé que vosotros tampoco queréis ningún tipo de privacidad.

Hablaban en inglés, lo cual les permitía usar la palabra privacy, sin equivalente en ruso.

A la mañana siguiente, al levantarse, Jane quiso saber qué hacía Alexander en su habitación. Era domingo.

—Ahora vivo aquí —le explicó su hijo, antes de salir y pasarse todo el día fuera de casa.

Alexander cogió un tren hasta Peterhof y estuvo todo el día paseando por los jardines, triste y malhumorado. Siempre había estado convencido de que había venido al mundo para hacer algo especial, y esta convicción, aunque no lo había abandonado del todo, se había difuminado en su interior, ya no palpitaba con tanta fuerza en sus venas. La sensación de tener un objetivo, aquella sensación que lo había acompañado a lo largo de toda la adolescencia, había desaparecido y había sido sustituida por la desesperación.

«Mi infancia y mi adolescencia estuvieron bien —pensó Alexander—. Y podría soportar mi existencia actual si siguiera teniendo la sensación de que después de la infancia y la adolescencia habría algo que sería mío, algo que podría construir con mis propias manos para después decir: “Esto es lo que he hecho con mi vida; así la he construido”».

La esperanza.

Aquella fría mañana de domingo, la esperanza había abandonado a Alexander, y su convicción de tener un objetivo había perdido la batalla y se había disipado en su interior.

El final, 1936

Harold dejó de llevar vodka a casa.

—Papá, ¿no crees que mamá conseguirá bebida de otra manera?

—¿Con qué? No tiene dinero.

Alexander no quiso mencionar los miles de dólares estadounidenses que su madre había mantenido escondidos desde que llegaron a la Unión Soviética.

—¡Dejad de hablar de mí como si yo no estuviera! —gritó Jane. Los dos la miraron con sorpresa.

Jane comenzó a hurgar en los bolsillos de Harold para comprarse vodka, y Harold empezó a guardar el dinero fuera de la casa. A Jane la pillaron emborrachándose con un frasco de perfume francés en la habitación de unos vecinos.

Alexander empezó a temer que su madre terminaría gastándose todo el dinero que había traído desde Estados Unidos. Primero se gastaría los rublos que había ahorrado en Moscú y luego los dólares. Aunque estuviera todo un año comprando vodka en el mercado negro, se esfumarían todos sus ahorros, y entonces, ¿qué? Luego, nada.

Sin aquel dinero, Alexander estaba acabado. Tenía que mantener a su madre «sobria» mientras escondía el dinero en algún sitio que no fuera la casa. Si se llevaba los dólares sin su permiso, Jane tendría un ataque de histeria y Harold descubriría que ella lo había traicionado. Y cuando Harold supiera que su mujer, pese a todas sus manifestaciones de amor y de respeto, no había confiado en él al salir de Estados Unidos; cuando descubriera que en realidad no compartía sus motivaciones y sus ideales y sus sueños, sufriría una desilusión de la que ya no se recobraría. Alexander no quería ser responsable del futuro de su padre; sólo quería aquellos dólares, para poder ser responsable de sí mismo. Y sabía que lo mismo deseaba su madre cuando estaba sobria. Si no estuviera borracha, le dejaría esconder el dinero. El truco estaba en mantenerla sobria.

Durante un difícil y triste fin de semana, Alexander lo intentó todo para que su madre aguantara sin beber. En un ataque de rabia convulsiva, Jane le dedicó un torrente de improperios y comentarios vitriólicos, hasta el punto de que Harold terminó implorando: «Por Dios, hijo, dale una copa y que se calle».

Pero Alexander, en lugar de darle una copa, se sentó al lado de su madre y le leyó fragmentos de Dickens en inglés, fragmentos de Pushkin en ruso y los cuentos más divertidos de Zoschenko, y le preparó una sopa y le dio pan y café y le puso toallas húmedas en la frente, sin que ella dejara de proferir obscenidades.

—¿Qué ha querido decir cuando os ha nombrado a Svetlana y a ti? ¿De qué estaba hablando? —preguntó Harold en un momento de tranquilidad.

—Papá, ¿no sabes que no hay que hacerle caso? No creas ni una palabra de lo que dice.

—No, claro que no —murmuró Harold, y se alejó unos pasos; no muchos porque en la habitación no había mucho sitio donde meterse.

El lunes, cuando su padre se marchó a trabajar, Alexander faltó a clase y se pasó el día entero tratando de convencer a su aturdida, patética y sobria madre de que era necesario esconder el dinero en un lugar seguro. Al principio trató de hablarle en un tono pausado, pero terminó perdiendo la paciencia y diciéndole a gritos que si los detenían a todos, que Dios no lo quisiera…

—No digas tonterías, Alexander. ¿Por qué van a detenernos? Somos de los suyos. No vivimos bien, pero no tenemos por qué vivir mejor que los demás rusos. Nos trasladamos aquí para compartir su suerte.

—Y bien que lo estamos haciendo —repuso Alexander—. Espabila, mamá. ¿Qué crees que les pasó a los extranjeros que vivían con nosotros en Moscú? —Hizo una pausa mientras su madre lo pensaba—. Aunque me equivoque, no estaría de más tener la precaución de esconder el dinero. ¿Cuánto queda, por cierto?

Jane lo pensó un momento y respondió que no lo sabía. Dejó que Alexander lo contara. Había diez mil dólares y cuatrocientos rublos.

—¿Cuántos dólares trajiste de Estados Unidos? —preguntó Alexander.

—No lo sé. Diecisiete mil, creo. O veinte mil.

—¡Mamá…!

—¿Qué pasa? Una parte se fue en comprarte naranjas y leche en Moscú, ¿o ya lo has olvidado?

—No lo he olvidado —contestó Alexander, fatigado.

No quería saber cuánto habían costado las naranjas y la leche. ¿Cincuenta dólares? ¿Cien?

Jane, con el cigarrillo en la boca, escrutó a Alexander con los ojos entrecerrados.

—Si te dejo esconder el dinero, ¿me dejarás beber una copa como agradecimiento?

—Sí. Sólo una.

—Claro. Sólo quiero un vasito. Me siento mucho mejor ahora que estoy sobria, ¿sabes? Pero me vendrá muy bien una copita para controlar los nervios. Lo entiendes, ¿verdad?

Alexander pestañeó y no dijo nada, aunque le había gustado preguntarle si realmente pensaba que era tan ingenuo.

—Muy bien —concluyó Jane—, pues acabemos de una vez. ¿Dónde piensas esconderlo?

Alexander propuso encolar el dinero en el interior de las tapas de un libro, y sacó un volumen de encuadernación dura y gruesa para que su madre entendiera qué quería decir.

—Si tu padre se entera, nunca te lo perdonará.

—Puede añadirlo a la lista de cosas que nunca me va a perdonar. No será tan grave como disentir de él en política. Vamos, mamá. Tengo que volver al instituto. Cuando el libro esté listo, lo dejaré en la biblioteca.

Jane observó el libro que proponía su hijo. Era su viejo ejemplar de El jinete de bronce y otros poemas, de Pushkin.

—¿Por qué no lo pegamos en la Biblia que trajimos de Estados Unidos?

—Porque nadie se extrañará de encontrar un libro de Pushkin en la sección de Pushkin de la Biblioteca de Leningrado. En cambio, encontrar una Biblia en inglés en una biblioteca rusa podría resultar un poco sospechoso, ¿no crees?

Alexander sonrió.

Jane casi sonrió también.

—Alexander, siento haber estado tan mal —dijo.

Alexander agachó la cabeza.

—No quiero hablar de esto con tu padre porque ya no tiene paciencia conmigo, pero me está costando mucho soportar esta vida.

—Ya nos hemos dado cuenta —dijo Alexander.

Jane lo abrazó y le dio una palmadita en la espalda.

—Shhh… —la tranquilizó su hijo—. No pasa nada.

—Este dinero, Alexander… —añadió Jane, alzando la cara hacia él—, ¿crees que te será útil?

—No lo sé. Pero es mejor tenerlo que no tenerlo.

Se llevó el libro al instituto y al salir pasó por la Biblioteca Pública de Leningrado. Al fondo, en la sección de Pushkin, vio un hueco en uno de los estantes bajos. Dejó el libro entre dos volúmenes de aspecto erudito que nadie había sacado desde 1927. No le parecía muy probable que algún lector se llevara el libro en préstamo, pero no estaba convencido del todo y habría preferido encontrar un escondite mejor. Aquella noche, cuando Alexander volvió a casa, se encontró a su madre borracha otra vez, con una mirada en la que ya no quedaban trazas del cariño y el remordimiento que había demostrado por la mañana. Alexander cenó apresuradamente con su padre, con la radio puesta.

—¿Van bien las clases?

—Sí, papá. Van bien.

—¿Tienes buenos amigos?

—Claro.

—¿Y alguna buena amiga?

Su padre intentaba darle conversación.

—En mi grupo de amigos hay chicas, sí.

—¿Rusitas guapas? —precisó su padre, tras aclararse la voz.

—¿Con quién quieres que las compare? —respondió Alexander con una sonrisa.

Harold también sonrió.

—Y a esas rusitas tan guapas… —preguntó cautelosamente—, ¿les cae bien mi chico?

—Parece que les caigo bien —replicó Alexander, encogiéndose de hombros.

—Recuerdo que Teddy y tú erais amigos de una chavalita… —dijo su padre—. ¿Cómo se llamaba?

—Belinda.

—¡Ah, sí! Belinda. Era muy bonita.

—¡Papá! —Alexander se echó a reír—. ¡Teníamos ocho años! Sí, era muy bonita para ser una niña de ocho años.

—¡Y hay que ver qué coladita estaba por ti!

—¡Y hay que ver qué coladito estaba Teddy por ella…!

—Así son las relaciones en este mundo de Dios…

Una vez que terminaron de cenar, Alexander y su padre salieron a tomar una copa.

—Echo de menos nuestra casa de Barrington —reconoció Harold—. Pero es sólo porque no he estado viviendo de otro modo el tiempo suficiente para cambiar de mentalidad y convertirme en la persona que debo ser.

—Llevas suficiente tiempo con este tipo de vida. Por eso precisamente echas de menos nuestra casa de Barrington.

—No. ¿Sabes qué pienso, hijo? Pienso que si aquí las cosas no funcionan del todo bien, es precisamente porque es Rusia. El comunismo funcionaría mucho mejor en Estados Unidos. —Sonrió a Alexander con expresión implorante—. ¿No estás de acuerdo?

—¡Por el amor de Dios, papá!

Harold ya no habló más del tema.

—Da igual —concluyó—. Me voy un rato a casa de Leo. ¿Quieres venir?

La alternativa era volver al cuarto donde estaba su madre inconsciente o sentarse en una habitación llena de humo, escuchando cómo los camaradas de su padre regurgitaban oscuros pasajes de El capital y propugnaban la participación de su país en la guerra.

Alexander quería estar con su padre pero solo. Al final volvió a casa con su madre. Quería estar solo en compañía.

A la mañana siguiente, cuando Harold y Alexander se preparaban para empezar el día, Jane, aún con la borrachera de la noche anterior, agarró a su hijo de la mano.

—Quédate un momento —le pidió—. Tengo que hablar contigo.

Cuando Harold se marchó, Jane añadió en tono impaciente:

—He estado pensando en lo que dijiste. Recoge tus cosas. ¿Dónde está el libro? Date prisa, ve a buscarlo.

—¿Para qué?

—Tú y yo nos vamos ahora mismo a Moscú.

—¿A Moscú?

—Sí, te voy a acompañar a la embajada de Estados Unidos.

—Mamá…

—Llegaremos a Moscú al anochecer. Mañana, lo primero que haré será acompañarte a la embajada. Te dejarán quedarte hasta que hablen con el Departamento de Estado en Washington, y entonces te enviarán de regreso.

—No, mamá.

—Sí, Alexander. Ya cuidaré yo a tu padre.

—Ni siquiera puedes cuidar de ti misma.

—No te preocupes por mí —dijo Jane—. Mi futuro está marcado; pero tú lo tienes todo por delante. Preocúpate sólo de ti mismo. Tu padre tiene sus reuniones y piensa que con ese juego de niños grandes se librará del castigo. Pero lo tienen controlado, y a mí también. A ti no. Tienes que irte.

—No pienso irme sin papá y sin ti.

—Claro que te irás. A tu padre y a mí nunca nos dejarán volver, pero es mejor que tú regreses. Sé que en Estados Unidos las cosas están difíciles, no hay trabajo… pero serás libre y podrás hacer tu vida, así que deja de discutir. Soy tu madre y sé lo que digo.

—Mamá, ¿vas a llevarme a Moscú para entregarme a los estadounidenses?

—Sí. Podrás vivir con tu tía Esther hasta que termines la secundaria. El Departamento de Estado le avisará para que vaya a recogerte al puerto de Boston. Sólo tienes dieciséis años, Alexander. No pueden desentenderse de ti en el consulado.

Alexander recordaba con cariño a la hermana de su padre. La mujer lo adoraba, pero había dejado de hablarse con Harold tras una desagradable disputa sobre el incierto futuro que esperaba al niño en la Unión Soviética.

—Dos cosas, mamá —dijo Alexander—: el mes que viene cumpliré diecisiete años, y cuando cumplí los dieciséis me alisté en el Ejército Rojo. ¿Lo recuerdas? El servicio militar obligatorio… Al alistarme pasé a ser ciudadano soviético. Tengo un pasaporte interior que lo atestigua.

—El consulado no tiene por qué saberlo.

—Seguro que ya lo saben. Es su trabajo saber esas cosas. Y la segunda cosa es… —A Alexander le tembló la voz—. No puedo marcharme sin despedirme de mi padre.

—Escríbele una carta.

Alexander, con el corazón en un puño, hizo lo que le ordenaba su madre. Sacó el libro de Pushkin de la biblioteca y dejó escrita una carta para su padre. El trayecto en tren era largo; tuvo doce horas para reflexionar. No sabía cómo su madre había conseguido aguantar tanto tiempo sin una copa. A Jane le temblaban las manos cuando llegaron a la Estación de Leningrado en Moscú. Era de noche y los dos estaban cansados y hambrientos. No tenían ningún sitio donde dormir. No tenían comida. Era una noche de finales de abril no demasiado fría y terminaron durmiendo en un banco del parque Gorki. Alexander se acordó de cuando jugaba al hockey con sus amigos. Recuerdos agridulces que se le agolpaban en la mente y le hacían sentir un nudo en la garganta.

—Necesito una copa, Alexander —susurró Jane—. Necesito una copa para poder seguir viviendo. Quédate aquí, enseguida vuelvo.

—Madre —dijo Alexander, y la contuvo con mano firme—. Si te vas, me voy directo a la estación y cojo el próximo tren que vuelva a Leningrado.

Jane emitió un hondo suspiro, se acercó a Alexander y le hizo un gesto para que apoyara la cabeza en su regazo.

—Túmbate y duerme un poco. Mañana nos espera un día largo.

Alexander apoyó la cabeza en el hombro de su madre y se quedó dormido.

A la mañana siguiente, a las ocho en punto, estaban en la puerta de la embajada. Tuvieron que esperar una hora hasta que un centinela apareció al otro lado de la verja y les dijo que no podían pasar. Jane se presentó y le dio una carta en la que explicaba la situación de su hijo. Aguardaron impacientes dos horas más, hasta que el centinela volvió a llamarlos y les dijo que el cónsul no podía ayudarlos. Jane le suplicó que la dejase entrar para hablar cinco minutos con el cónsul. El centinela movió la cabeza y aseguró que no podía hacer nada. Jane levantó la mano para pegarle y Alexander tuvo que contenerla. Al final la soltó y trató de convencer al centinela.

—Lo siento —se disculpó el hombre en inglés, encogiéndose de hombros—. Puedo decirles que han estado buscando el expediente de sus padres, pero está en Washington, en el Departamento de Estado. —El hombre hizo una pausa—. Y el de usted también. Son ciudadanos soviéticos y no están bajo nuestra jurisdicción. No se puede hacer nada desde el consulado.

—¿Y si pedimos asilo político?

—¿Basándose en qué? Además, ¿sabe cuántos soviéticos vienen a pedirnos asilo? Docenas cada día. Los lunes, casi cien. Estamos aquí gracias a una invitación del gobierno de este país y no queremos perder los vínculos con el pueblo soviético. Si empezamos a acoger a sus ciudadanos, ¿cuánto tiempo nos dejarán seguir aquí? Usted sería el último. La semana pasada nos apiadamos de un viudo con dos niños pequeños. Era ruso pero tenía parientes en Estados Unidos y dijo que buscaría trabajo. Tenía un oficio útil, era electricista. Pero se armó un escándalo diplomático y tuvimos que echarlo. No podemos hacer nada. —Hizo una pausa—. Usted no es electricista, ¿verdad?

—No, no soy electricista —dijo Alexander—. Pero soy ciudadano estadounidense.

El centinela negó con la cabeza.

—No puede ser. Sabe que no se puede servir a dos señores en el ejército.

Alexander lo sabía, pero hizo otro intento:

—Tengo familiares en Estados Unidos, puedo vivir con ellos. Y puedo trabajar. Puedo conducir un taxi, poner un puesto de frutas y verduras, cultivar la tierra, talar árboles… Haré cualquier cosa que esté en mis manos.

—No es por usted, es por sus padres —explicó el centinela, bajando la voz—. Son demasiado famosos. Cuando se trasladaron a la URSS no fueron muy discretos; querían que todo el mundo los conociera. Bueno, pues ya los conocen. Sus padres deberían haberlo pensado dos veces antes de renunciar a la nacionalidad estadounidense. ¿Por qué tanta prisa? Primero tendrían que haber estado convencidos…

—Mi padre sí lo estaba —manifestó Alexander.

De Moscú a Leningrado había los mismos kilómetros que a la ida, ¿por qué les pareció que el viaje duraba varias décadas más? Su madre se pasó horas sin decir palabra. Por la ventanilla sólo veían campos desolados. No tenían nada para comer.

Al cabo de unas horas, la madre de Alexander carraspeó y dijo:

—Yo deseaba desesperadamente un hijo. Sufrí cuatro abortos y tardé cinco años en tenerte. El año en que tú naciste, la epidemia de gripe mató a miles de personas en Boston, entre ellas a mi hermana, a los padres y al hermano de tu padre y a muchos de nuestros amigos más cercanos. Todos nuestros conocidos habían perdido a alguien. Fui al médico porque me notaba febril y me aterraba haber contraído la enfermedad, y él me dijo que estaba embarazada. Contesté: «No puede ser. Hemos renunciado a nuestra herencia familiar y estamos prácticamente arruinados, ¿dónde vamos a vivir?, ¿y de qué?, ¿y cómo haremos para pagar las medicinas?», y el médico me miró y me dijo: «Los niños vienen con un pan debajo del brazo».

Jane oprimió la mano de Alexander, que no la retiró.

—Y tú, hijo… viniste con un pan debajo del brazo. Tanto Harold como yo nos dimos cuenta enseguida. Naciste de noche, llegaste de repente y no me dio tiempo a ir al hospital. El médico vino a casa, me ayudó a dar a luz en la cama y dijo que parecías tener prisa por empezar a vivir. Nunca había visto un bebé tan grande. Recuerdo que cuando le dijimos que te llamarías Anthony Alexander por tu bisabuelo, el médico te alzó en el aire y exclamó: «¡Alejandro Magno!»… por lo grande que eras, ¿sabes? —Jane hizo una pausa y susurró—: Eras un niño tan guapo…

Alexander retiró la mano y se volvió hacia la ventanilla.

—Teníamos grandes esperanzas para tu futuro. Si supieras las cosas que me imaginaba cuando te sacaba a pasear en el cochecito por el muelle de Boston y todas las señoras se paraban a admirar a aquel niño de pelo tan negro y ojos tan brillantes…

Alexander no dijo nada.

—Cuando puedas, pregúntale a tu padre si era esto lo que imaginaba cuando pensaba en el futuro de su único hijo.

—¿El pan que traje no era bastante grande, mamá? —preguntó Alexander, el niño de pelo tan negro y ojos tan brillantes.