El interrogatorio, 1943
Se oyeron unas voces fuera de la celda y la puerta se abrió.
—¿Alexander Belov?
Alexander iba a decir «sí», pero sin saber por qué se acordó de los Romanov, asesinados en un sótano en medio de la noche. ¿Era de noche ya? ¿Era la misma noche, era la noche siguiente?
—¿Voy con usted? —decidió contestar.
—Sí, venga.
Acompañó al guardián hasta una pequeña habitación en el piso superior. Esta vez no era un aula sino un antiguo almacén, quizá la oficina de enfermería.
Le ordenaron que se sentara en la silla. Luego le ordenaron que se pusiera de pie, y después, que volviera a sentarse. Fuera aún no había luz. Preguntó qué hora era, pero le dijeron «¡cierra el pico!» y no volvió a preguntarlo. Al cabo de un rato entraron dos hombres en la habitación. Uno de ellos era el gordo Mitterand, y el otro, un agente al que Alexander no conocía.
El agente encendió una lámpara y enfocó directamente la cara de Alexander, que cerró los ojos.
—¡Abra los ojos, comandante!
—Calma, Vladimir —advirtió en voz baja el gordo Mitterand—. No hay por qué actuar así.
Alexander se alegró de que aún lo llamaran «comandante». Por lo visto, no habían conseguido traer a un coronel para interrogarlo. Como sospechaba, en Morozovo no había nadie que pudiera ocuparse de su caso. Por eso debían enviarlo a Voljov, pero no querían arriesgar la vida de más soldados atravesando el río en un camión. Ya habían fracasado una vez. Más adelante podrían ir en barca, pero tenían que esperar a que el hielo se fundiera. De modo que Alexander podía pasarse otro mes en la celda de Morozovo. ¿Sería capaz de soportar allí dentro un minuto más?
—Comandante Belov —comenzó Mitterand—, estoy aquí para comunicarle que está usted arrestado por alta traición. Disponemos de pruebas irrefutables que lo acusan de espionaje y traición a su patria. ¿Qué tiene usted que alegar?
—Son acusaciones infundadas —aseguró Alexander—. ¿Algo más?
—¡Se le acusa de ser un espía extranjero!
—No es cierto.
—Sabemos que lleva tiempo viviendo con una identidad falsa —dijo Mitterand.
—No es cierto, es mi identidad verdadera —dijo Alexander.
—Nos gustaría que firmara este papel donde se detallan los derechos que le concede el artículo 58 del Código Penal de 1928.
—No pienso firmar nada —dijo Alexander.
—El soldado que dormía a su lado en el hospital nos ha dicho que le oyó hablar en inglés con el médico de la Cruz Roja que lo visitaba todos los días. ¿Es cierto eso?
—No.
—¿Por qué lo visitaba el médico?
—Por si no conocen las razones que pueden llevar a un militar a una sala de cuidados intensivos, les diré que caí herido en combate. Pueden preguntárselo a mis mandos. El comandante Orlov…
—¡Orlov está muerto! —soltó Mitterand.
—Me apena saberlo —exclamó Alexander.
Se sintió flaquear por un momento. Orlov era un buen jefe. No era Mijail Stepanov, pero ¿quién podía estar a la altura de Stepanov?
—Comandante, se lo acusa de haberse alistado en el ejército con un nombre falso. Se lo acusa de ser el ciudadano estadounidense Alexander Barrington. Se lo acusa de fugarse mientras era conducido a un campo de castigo en Vladivostok, después de ser condenado por espionaje y actividades subversivas contra la Unión Soviética.
—Todo son mentiras —aseguró Alexander—. ¿Dónde está la persona que me acusa? Me gustaría verla.
¿Qué noche era? ¿Había pasado un día? ¿Habían logrado escapar Sayers y Tania? De ser así, Dimitri se habría ido con ellos, y en ese caso el NKVD tendría dificultades para defender la existencia de un acusador cuando el propio acusador habría desaparecido como si fuera un ministro del Politburó de Stalin.
—Tengo tanto interés como ustedes en llegar al fondo de la cuestión —aseguró Alexander con una sonrisa amigable—. O quizá más. ¿Dónde está esa persona?
—¡Las preguntas las hacemos nosotros, no usted! —vociferó Mitterand.
El problema era que no tenían más preguntas. Mejor dicho, se limitaban a preguntarle lo mismo una y otra vez.
—¿Es usted el ciudadano estadounidense llamado Alexander Barrington?
—No —contestó el ciudadano estadounidense llamado Alexander Barrington—. No sé de qué me hablan.
Alexander no sabía cuánto tiempo llevaban interrogándolo. Le enfocaron la cara con una lámpara y se limitó a cerrar los ojos. Le ordenaron que se pusiera de pie y aprovechó para estirar las piernas. Aguantó de pie durante lo que pareció una hora y lamentó tener que volver a sentarse. No sabía si había sido una hora exactamente, pero para entretenerse durante el monótono interrogatorio estuvo contando los segundos que duraba cada ciclo, desde «¿Es usted el ciudadano estadounidense llamado Alexander Barrington?» hasta «No; no sé de qué me hablan».
Siete segundos. Doce si Alexander se demoraba en responder, si juntaba los pies, ponía los ojos en blanco o soltaba un suspiro. Una vez no pudo contenerse y estuvo bostezando durante treinta segundos. Le pareció que el tiempo pasaba más deprisa.
Repitieron la misma pregunta 147 veces. Cada seis, antes de proseguir, Mitterand tomaba un trago. Al final pasó el relevo a Vladimir, que bebía menos y era más amable e incluso le ofreció una copa. Alexander la rechazó cortésmente pero agradeció la distracción. Sabía que no debía aceptar nada de lo que le ofrecieran. Sólo pretendían congraciarse con él.
Pero la distracción no fue suficiente.
—Guardián, llévelo a la celda —dijo Vladimir al cabo de 147 intentos, con la frustración reflejada en la voz y en el rostro. Y añadió—: Terminará confesando, comandante. Sabemos que las acusaciones son ciertas y haremos todo lo que esté en nuestras manos para que confiese.
Normalmente, cuando los apparatchik del Partido interrogaban a un detenido con la intención de condenarlo y enviarlo cuanto antes a un campo de trabajo, todo el mundo sabía que se estaba desarrollando una farsa. Los que preguntaban sabían que las acusaciones eran falsas y el desconcertado prisionero lo sabía también, pero la alternativa que le presentaban era tan dura, que terminaba reconociendo la obvia falacia. «Usted, vecino de un agitador antiproletario, confiese que conspiró con él o le caerán veinticinco años en Magadán; si confiesa, serán sólo diez». Ésa era la disyuntiva, y los prisioneros terminaban confesando para salvarse o para salvar a sus familiares, o porque la sucesión de palizas y humillaciones los dejaba sin fuerzas para negar el entramado de mentiras. Alexander pensó que ésa debía de ser la primera vez en varias décadas en que el detenido era acusado de un hecho auténtico (puesto que él era realmente Alexander Barrington), y la primera vez en que los interrogadores podían escudarse en la verdad, una verdad que el propio interrogado no tenía más remedio que ocultar bajo un entramado de mentiras si quería sobrevivir. Le habría gustado señalar la paradoja a Mitterand y a Vladimir, pero no creía que estuvieran en condiciones de apreciarla.
Dos guardianes lo devolvieron a la celda, lo apuntaron con los fusiles y le ordenaron que se desnudara.
—Hay que llevar el uniforme a la lavandería —dijeron.
Alexander se quitó toda la ropa menos los calzoncillos largos. Le ordenaron que se desprendiera también del reloj, las botas y los calcetines. Alexander no quería quitarse los calcetines porque el suelo de la celda estaba helado.
—¿Para qué quieren las botas?
—Para lustrarlas.
Alexander se alegró de haber guardado los medicamentos del doctor Sayers en el bolsillo de los calzoncillos.
Les tendió las botas de mala gana, y los guardianes se las arrebataron de un tirón y se fueron sin decir palabra.
Cuando se cerró la puerta y se quedó solo en la celda, Alexander cogió la lámpara de queroseno y se la acercó al cuerpo para entrar en calor. Ya no le preocupaba la falta de oxígeno.
Le ordenaron a gritos que no tocara la lámpara, pero Alexander no la soltó. Uno de los guardianes entró y se la arrebató bruscamente, dejándolo otra vez en una celda fría y oscura.
A pesar del vendaje que le había puesto Tatiana alrededor del torso, le dolía mucho la herida de la espalda. Deseó poder envolverse todo el cuerpo con la gasa blanca.
Tenía que tocar el suelo lo menos posible. Se irguió en el centro de la celda para que lo único que estuviera en contacto con el cemento helado fuera las plantas de los pies. Imaginó el calor.
Se llevó las manos a la nuca, se las puso detrás de la espalda delante del pecho…
E imaginó…
Tania de pie delante de él, con la cabeza apoyada en su torso desnudo para oír los latidos de su corazón, alzando los ojos hacia él y sonriéndole. Tatiana de puntillas sobre los pies de él, aferrada a sus brazos, irguiéndose para acercar su cara a la de él.
Calor.
Ya no era ni de día ni de noche. Ya no había resplandor ni luz. No había nada que sirviera para calcular el tiempo. Las imágenes de Tatiana se sucedían sin parar en la cabeza de Alexander, era incapaz de calcular cuánto tiempo llevaba pensando en ella. Intentó contar los segundos y se sintió exhausto. Necesitaba dormir.
¿Dormir o pasar frío? ¿Dormir o pasar frío?
Dormir.
Se acurrucó en el rincón sin dejar de temblar, tratando de mantener a raya la desesperación. ¿Había pasado un día, o una noche?
Un día o una noche, ¿a partir de qué momento?
«Esperarán a que muera de hambre o de sed. Me matarán de una paliza. Pero primero se me congelarán los pies, y luego las piernas, y luego mis entrañas se volverán de hielo. Y la sangre también, y el corazón, y llegará el olvido».
Tamara y sus historias, 1935
Una babushka llamada Tamara llevaba veinte años viviendo en la planta donde se habían instalado los Barrington. Tenía siempre abierta la puerta de su habitación y Alexander, al volver del colegio, entraba a veces a charlar un rato con ella porque sabía que los ancianos agradecían la posibilidad de transmitir su experiencia vital a las nuevas generaciones. Una tarde, Tamara, sentada en una incómoda silla de madera junto a la ventana, le contó que a su marido lo habían detenido por delitos religiosos en 1928 y lo habían condenado a diez años…
—Un momento, Tamara Mijailovna. ¿Diez años dónde?
—En un campo de trabajo en Siberia, claro. ¿Dónde va a ser?
—¿Lo declararon culpable y lo enviaron a trabajar a Siberia?
—Lo enviaron a un presidio…
—¿Y trabajaba gratis…?
—Ay, Alexander, te ruego que no me interrumpas cuando te estoy contando algo.
El muchacho calló.
—En 1930 detuvieron a las prostitutas de la calle Arbat, y no sólo volvían a estar aquí al cabo de unos meses, sino que les habían permitido ver a sus familiares. Pero a mi marido y a sus compañeros de religión no los dejaron volver, en todo caso no a Moscú.
—Sólo faltan tres años… —intervino Alexander—. Tres años de trabajos forzados.
Tamara negó con la cabeza.
—En 1932 —añadió, bajando la voz— recibí un telegrama de la dirección de Kolima: «Sin derecho a correspondencia», decía. Sabes qué significa, ¿verdad?
Alexander no se atrevió a aventurar una respuesta.
—Significa que la persona con la que mantenías correspondencia ya no vive —explicó Tamara con la voz temblorosa, agachando la cabeza.
A Alexander le gustaba escucharla, igual que le sucedía con Slavan. Tamara le contó que tres sacerdotes de la iglesia de la esquina habían sido condenados a siete años por no renunciar a las herramientas del capitalismo, es decir: por conservar en privado su fe cristiana.
—¿También los mandaron a un campo de trabajo?
—¡Claro! —Alexander calló y la dejó continuar—. Lo curioso es que… ¿Te fijaste en que hace unos meses había rameras en la puerta del hotel que hay en esta misma calle?
—Ajá…
Alexander se había fijado.
—Las detuvieron por alteración del orden público…
—Y por no renunciar a las herramientas del capitalismo —observó secamente Alexander.
—Exacto, chico, exacto. —Tamara rio y le acarició el pelo—. ¿Y sabes cuántos años les cayeron en ese campo de trabajo que tanto te interesaba? Tres. No lo olvides: cristianismo, siete años; prostitución, tres años.
Jane entró en la habitación y agarró a su hijo de la mano.
—¡Vámonos! —exclamó.
Antes de salir se dio la vuelta y añadió en tono acusatorio, dirigiéndose a Alexander pero mirando a Tamara:
—¿Podrías dejar de hablar de prostitutas con viejas desdentadas?
—¿Y con quién quieres que hable de prostitutas, mamá? —preguntó Alexander.
—Hijo, tu madre quiere que hable contigo de una cosa.
Harold carraspeó. Alexander apretó los labios y se sentó en silencio. Vio a su padre muy nervioso y se pisó las manos con los muslos para contener la risa. Su madre fingía limpiar algo en la otra punta de la habitación. Harold lanzó una mirada en dirección a Jane.
—¿Sí, papá? —dijo Alexander con su voz más profunda.
Le había cambiado la voz hacía unos meses y le gustaba mucho cómo sonaba su nueva personalidad. Muy adulta. También había crecido más de veinte centímetros de estatura en los últimos seis meses, pero no parecía tener mucha carne sobre los huesos. Aún le faltaba… de todo.
—Papá, ¿quieres que hablemos dando un paseo?
—¡No! —dijo Jane—. No podré escucharos. Podéis hablar aquí.
—Muy bien, papá, hablemos aquí —concedió Alexander, con un gesto de asentimiento.
Alzó la cara e intentó no reírse. Habría dado igual que cruzara los ojos o que sacara la lengua, porque su padre era incapaz de mirarlo.
—Hijo —comenzó Harold—, estás a punto de alcanzar esa edad en la que… en fin, estoy seguro de que será así, de hecho es así ya… estás hecho un chaval muy simpático y muy guapo, y necesitas mi consejo porque no tardarás en… bueno, quizá ya has… estoy seguro de que ya has…
Jane soltó un bufido reprobatorio al fondo de la habitación, y Harold se interrumpió.
Al cabo de unos segundos, Alexander se puso de pie y palmeó cariñosamente el hombro de su padre.
—Gracias, papá —dijo—. Sí que ha sido una ayuda.
Se marchó a su habitación, y Harold no lo siguió. Oyó discutir a sus padres y al cabo de un minuto llamaron a la puerta. Era su madre.
—¿Puedo hablar contigo?
—No hace falta, mamá —contestó Alexander, intentando mantenerse serio—, creo que papá ya ha dicho lo que tenía que decir y no hay nada más que añadir…
Jane se sentó en la cama y Alexander se acomodó en la silla que había junto a la ventana. En mayo cumpliría dieciséis años. Le gustaba el verano. A lo mejor alquilaban una habitación en una dacha de Krasnaia Poliana, como el año anterior.
—Alexander, lo que tu padre no ha llegado a decir…
—Pero ¿hay algo que no haya llegado a decir?
—Hijo…
—Perdona, sigue…
—No voy a darte una lección sobre las chicas…
—Menos mal.
—Pero escúchame, quiero que tengas en cuenta una cosa… —Jane hizo una pausa. Alexander esperó—. Martha me ha contado que a uno de sus asquerosos hijos han tenido que extirparle el aparato —susurró—. ¡Extirpárselo! ¿Y sabes por qué?
—No sé si quiero saberlo.
—Porque pilló purgaciones. ¿Sabes qué es eso?
—Creo que…
—Y el otro hijo tiene el cuerpo lleno de bubas. ¡Es repugnante!
—Sí, es…
—¡El mal francés! ¡La sífilis! Lenin murió de eso, con el cerebro consumido —susurró—. Nadie lo dice, pero es así. ¿Eso es lo que quieres que te pase?
—La verdad es que no —repuso Alexander.
—Pues está por todas partes. Tu padre y yo conocíamos a un hombre que se quedó sin nariz por lo mismo.
—Personalmente, prefiero quedarme sin nariz que sin…
—¡Alexander!
—Lo siento.
—Es un asunto muy serio, hijo. He hecho todo lo que he podido para educarte bien, para que seas un chico limpio y sano, pero mira dónde tenemos que vivir, y tú no tardarás en independizarte.
—Ah, ¿piensas que será pronto…?
—¿Qué va a pasar cuando te encames con una lagartona que vete a saber con quién ha estado antes? —preguntó resueltamente Jane—. Hijo, yo no quiero que cuando crezcas seas un santo ni un eunuco; sólo quiero que vayas con cuidado y que protejas en todo momento lo que es tuyo. Tienes que mantener la higiene, ir con cuidado… y no olvides que si no usas protección terminarás haciéndole un bombo a una chica y entonces ¿qué? ¿Terminarás casándote con alguien a quien no quieres?
—¿Un bombo? —preguntó Alexander, mirando a su madre.
—Te dirá que es tuyo pero nunca lo sabrás con seguridad, sólo sabrás que te has casado y que el aparato ya no te funciona.
—Para ya, madre, por favor —suplicó Alexander.
—¿Entiendes lo que te estoy diciendo?
—¿Cómo no voy a entenderte?
—Tenía que explicártelo tu padre.
—Y lo ha hecho. En mi opinión, me lo ha explicado muy bien.
—¿Podrías tomarte algo en serio alguna vez, para variar? —preguntó Jane, poniéndose de pie para marcharse.
—Sí, mamá. Gracias por venir. Me alegro de que hayamos tenido esta conversación.
—¿Tienes alguna pregunta?
—Ninguna.
El cambio de nombre de la residencia, 1935
Una gélida tarde de enero, Alexander y su padre se dirigían a la reunión de todos los jueves.
—Papá —preguntó Alexander—, ¿por qué van a cambiar otra vez el nombre de la residencia? Es la tercera vez en seis meses.
—No lo han cambiado tantas veces.
—Sí, papá. —Caminaban el uno al lado del otro, sin darse la mano—. Cuando nos instalamos se llamaba «Hotel Derzhava». Luego lo cambiaron a «Hotel Kamenev», y luego se llamó «Zinoviev». Y ahora es el «Hotel Kirov». ¿Por qué? ¿Y quién es ese tal Kirov?
—Era el jefe del Partido en Leningrado —explicó Harold.
En la reunión, el viejo Slavan soltó una carcajada cuando Alexander repitió la pregunta.
—No te preocupes, hijo —lo tranquilizó, dándole una palmadita en la cabeza—. Ahora que es «Kirov», «Kirov» se quedará.
—Bueno, dejad ya el tema —dijo Harold. Intentó apartar a su hijo, pero Alexander no quería perderse la explicación.
—¿Por qué, Slavan Ivanovich?
—Porque Kirov está muerto —le explicó Slavan—. Lo asesinaron en Leningrado hace un mes. Ahora hay una persecución en marcha.
—Ah, ¿es que no han encontrado al asesino?
—A él lo encontraron, sí. —El viejo sonrió amargamente—. Pero ¿qué pasa con los demás?
—¿Quiénes?
Alexander bajó la voz.
—Los demás conspiradores —explicó el viejo—. También tienen que morir.
—¿Fue una conspiración?
—Sí, claro. ¿Habría una persecución en marcha de no ser así?
Harold llamó en tono áspero a Alexander.
Más tarde, cuando volvían a casa, le preguntó:
—Hijo, ¿por qué hablas tanto con Slavan? ¿Qué cosas te ha estado contando?
—Es un hombre fascinante —aseguró Alexander—. ¿Sabías que estuvo cinco años en Akatui? —Akatui era un presidio siberiano de la época zarista—. Dice que le dieron una camisa blanca y que en verano trabajaba sólo ocho horas al día y en invierno seis, y que nunca llevaba la camisa sucia, y que le daban un kilo de pan al día y carne también. Dice que fueron los mejores años de su vida.
—Pues no lo envidio —masculló Harold—. Oye, no quiero que hables tanto con él. Siéntate con nosotros.
—Ajá… —repuso Alexander—. Vosotros fumáis mucho y me pican los ojos.
—Echaré el humo en otra dirección. Slavan es conflictivo. Mantente alejado de él, ¿me oyes? —Harold hizo una pausa y añadió—: No durará mucho.
—¿No durará mucho dónde?
Dos meses después, Slavan desapareció de las reuniones. Alexander lo echaba de menos y echaba de menos sus historias.
—Papá, en nuestro piso sigue desapareciendo gente. Ya no está la señora Támara.
—Nunca me cayó bien —opinó Jane, tomando un sorbito de vodka—. Creo que está enferma y la han llevado al hospital. Era muy mayor, Alexander.
—Mamá, ahora hay dos hombres jóvenes ocupando su habitación. ¿Van a vivir con ella cuando vuelva del hospital?
—No tengo ni idea —respondió resueltamente Jane, y con la misma resolución se sirvió otro vasito de vodka.
—La familia italiana ya no está. ¿Tú sabías que se habían marchado, mamá?
—¿Quiénes? —dijo Harold, alzando la voz—. ¿Quién desaparece? Los Frasca no han desaparecido: están de vacaciones.
—Es invierno, papá. ¿Adónde quieres que vayan de vacaciones?
—A Crimea. Están en un centro de veraneo cerca de Krasnodar. En Dzhugba, creo. Volverán dentro de dos meses.
—Ah, ¿sí? ¿Y qué me dices de los van Doren? ¿Adónde se han ido? ¿A Crimea también? Ahora hay una familia rusa ocupando su habitación. Pensaba que esa planta era sólo para extranjeros.
—Se han trasladado a otro edificio en el mismo Moscú —dijo Harold, hincando el tenedor en el plato—. El Obkom quiere integrar a los extranjeros en la sociedad soviética.
—¿Que se han trasladado, dices? —inquirió Alexander, soltando los cubiertos de golpe—. ¿Adónde? Porque Nikita está durmiendo en nuestro baño.
—¿Quién es Nikita?
—Papá, ¿no has visto que se ha instalado un hombre en la bañera?
—¿Quién es?
—Nikita.
—Ah. ¿Y cuánto tiempo lleva ahí?
Alexander y su madre intercambiaron una mirada de perplejidad.
—Tres meses.
—¿Lleva tres meses en la bañera? ¿Por qué?
—Porque no ha conseguido ni una sola habitación de alquiler en todo Moscú. Venía de Novosibirsk.
—No lo he visto —dijo Harold, en un tono que implicaba que, como nunca lo había visto, era imposible que Nikita existiera—. ¿Qué hace cuando quiero bañarme?
—Pues deja libre el cuarto de baño durante media hora —explicó Jane—. Le doy un vasito de vodka y sale a dar un paseo.
—Mamá —dijo Alexander, sin dejar de masticar—, su mujer viene en marzo. Nikita me ha pedido que pregunte a todos los del piso si podemos adelantar la hora del baño por la noche, para dejarles un poco de…
—Dejadlo ya, os estáis burlando de mí —dijo Harold.
Alexander y su madre intercambiaron otra mirada.
—Sal a comprobarlo, papá —propuso Alexander—. Y cuando vuelvas, dime a qué sitio de Moscú pueden haberse trasladado los van Doren.
Al volver, Harold se encogió de hombros y declaró:
—Ese hombre es un vagabundo. No es de fiar.
—Ese hombre —dijo Alexander, mirando el vaso de vodka de su madre— es el responsable de mantenimiento de la flota del Báltico.
Un mes después, en febrero de 1935, a la vuelta del instituto, Alexander oyó que su madre y su padre se peleaban otra vez. Les oyó gritar dos veces su nombre.
Así que su madre estaba preocupada por él. Pero ¿por qué? Él estaba bien: hablaba ruso con soltura, cantaba canciones, bebía cerveza y jugaba al hockey con sus amigos en el parque Gorki. Estaba perfectamente. ¿Por qué se preocupaba su madre? Le habría gustado entrar y decirle que todo iba bien, pero prefería no interferir en sus peleas.
De pronto oyó que uno lanzaba algo por el aire y otro recibía un golpe. Entró corriendo en la habitación y vio a su madre en el suelo, con la cara roja, y a su padre inclinándose hacia ella. Alexander corrió hacia él y lo apartó de un empujón.
—Pero ¿qué haces, papá? —chilló—. ¿Qué estás haciendo?
Alexander se arrodilló junto a su madre, que se incorporó y miró muy seria a Harold.
—Qué bonito lo que le estás enseñando a tu hijo —dijo—. ¿Para esto lo trajiste a la Unión Soviética, para que aprendiera a tratar así a las mujeres? ¿A su esposa, quizá?
—¡Calla! —gritó Harold, y apretó los puños—. ¡Calla!
—¡Basta ya, papá! —Alexander se puso de pie de un salto—. ¿Qué estás haciendo?
—Tu padre nos abandona, Alexander…
—¡No os estoy abandonando!
Alexander se enfrentó a su padre y le dio otro empujón.
—¿Qué estás haciendo, papá? —repitió.
Harold lo apartó y le dio un manotazo en la cara. Jane ahogó un grito. Alexander se tambaleó pero no llegó a caerse. Harold intento golpearlo otra vez, pero su hijo lo esquivó. Jane agarró a su marido por las piernas y lo tiró al suelo. Al caer, Harold se dio de cabeza contra el sofá.
—¡No te atrevas a tocarlo! —chilló Jane.
Harold estaba en el suelo y Jane también; el único que estaba de pie era Alexander. Los tres respiraban entrecortadamente y evitaban mirarse. Alexander se pasó la mano por el labio ensangrentado.
—Harold —dijo Jane, todavía arrodillada—. ¡Mira cómo estamos! ¡Esta mierda de país está acabando con nosotros! —Estaba llorando—. Volvamos a nuestra tierra y empecemos de nuevo.
—¿Estás loca? —masculló Harold, mirando a Alexander y a Jane—. ¿Te das cuenta de lo que dices?
—Sí.
—¿Has olvidado que renunciamos a la nacionalidad estadounidense? ¿Has olvidado que en este momento tú y yo somos apátridas y estamos esperando a que nos concedan la nacionalidad soviética para poder seguir adelante? ¿Crees que en Estados Unidos nos aceptarán si volvemos? ¡Si prácticamente nos echaron a patadas…! ¿Y cómo se sentirán las autoridades soviéticas si ven que también les damos la espalda?
—Me da igual lo que piensen las autoridades soviéticas.
—¡Señor, qué ingenua eres!
—¿Eso soy? ¿Y tú qué eres, entonces? ¿Sabías que serían así las cosas y nos trajiste igualmente? ¿Trajiste a tu hijo?
—No vinimos buscando una vida regalada —contestó Harold, con una mirada de decepción—. Eso podríamos haberlo tenido en Estados Unidos.
—Es verdad, y lo tuvimos. Nosotros dos podemos conformarnos con las condiciones de este país, pero Alexander no tiene por qué quedarse, Harold. Al menos mándalo a él de vuelta.
—¿Qué?
Harold no era capaz de hablar más que en susurros.
—Sí. —Jane se incorporó con la ayuda de Alexander y se plantó frente a su marido—. Tiene quince años. Mándalo a casa.
—¡Mamá! —protestó Alexander.
—No lo dejes morir en este país… ¿No comprendes que debe irse? Alexander lo entiende. ¿Por qué tú no?
—Alexander no lo entiende. ¿O sí, hijo?
Alexander permaneció en silencio. No quería tomar partido contra su padre.
—¿Lo ves? —exclamó Jane en tono triunfal—. Por favor, Harold. Dentro de nada será demasiado tarde.
—Qué tonterías dices. ¿Demasiado tarde para qué?
—Demasiado tarde para Alexander —respondió Jane con la voz desfalleciente, pálida de desesperación—. Trágate el orgullo por un momento, hazlo por él. Antes de que cumpla los dieciséis en mayo y tenga que alistarse en el Ejército Rojo, antes de que la tragedia caiga sobre todos nosotros, mientras aún tenga la nacionalidad estadounidense… mándalo de vuelta. Él no ha renunciado a sus derechos como ciudadano de Estados Unidos. Yo me quedaré aquí, viviendo contigo hasta el fin de mis días, pero…
—¡No! —exclamó Harold, con la voz desmayada—. Si las cosas no han salido como esperaba, lo sien…
—No digas que lo sientes por mí, cabrón. No lo sientas por mí… Cuando me acosté contigo, sabía lo que estaba haciendo. Siéntelo por tu hijo. ¿Qué va a ser de él?
Jane se dio la vuelta y se alejó.
Alexander se acercó a la ventana y miró a la calle. Era una noche de febrero. Oía las voces de su padre y de su madre detrás de él.
—Janie, tranquila, todo saldrá bien, ya lo verás. A Alexander le irá mejor dentro de un tiempo. El comunismo es el futuro del mundo, lo sabes tan bien como yo. Cuanto más se agranda la brecha entre ricos y pobres, más importante se vuelve el comunismo. Estados Unidos es una causa perdida. ¿Quién se va a preocupar de la gente común, quién va a proteger sus derechos, sino los comunistas? Estamos atravesando la fase más dura. Pero no me cabe duda, y sé que a ti tampoco, de que el comunismo es el futuro.
—¡Señor! —exclamó Jane—. ¿Nunca lo dejarás?
—No podemos dejarlo ahora —se justificó Harold—. Seremos testigos del proceso hasta el final.
—Exacto —replicó Jane—. El propio Marx escribió: «El capitalismo produce sus propios sepultureros». ¿No crees que quizá no hablaba del capitalismo?
—Por supuesto —aceptó Harold, mientras Alexander desviaba la mirada—. Los comunistas reconocen abiertamente que, para alcanzar sus objetivos, deben acabar por la fuerza con los males preexistentes. Acabar con el egoísmo, con la codicia, con el individualismo, con los intereses personales…
—Con la prosperidad, la tranquilidad, la comodidad, la privacidad, la libertad… —añadió Jane remarcando cada palabra, mientras Alexander seguía mirando obstinadamente por la ventana—. «El segundo Estados Unidos»… Vaya mierda de segundo Estados Unidos.
Sin necesidad de volverse, Alexander vio la mirada furiosa de su padre y la mirada desesperada de su madre y la habitación gris de paredes descascarilladas y la manecilla de la puerta sujeta con cinta adhesiva y sintió el olor de los retretes que estaban a pocos metros, y no dijo nada.
Antes de llegar a la Unión Soviética, el único mundo que tenía sentido para él era Estados Unidos, un país donde su padre podía subirse a un púlpito a predicar contra el gobierno, y la policía encargada de proteger a ese gobierno lo obligaba a bajar y lo metía en una celda de Boston para curarlo de su afán agitador, y al día siguiente o al cabo de dos días lo dejaba salir para que retomara con renovado fervor sus prédicas sobre las lamentables deficiencias del Estados Unidos de los años veinte. Y según Harold estas deficiencias eran muchas, aunque alguna vez había dicho que le impresionaban los inmigrantes que acudían en masa a Nueva York y a Boston para vivir en condiciones deplorables y trabajar por cuatro perras y que avergonzaban a generaciones de estadounidenses siendo capaces de vivir en condiciones deplorables y trabajar por cuatro perras y aceptarlo con alegría… una alegría que sólo quedaba mitigada por la imposibilidad de traer a otros familiares suyos a Estados Unidos para que también vivieran en condiciones deplorables y trabajaran por cuatro perras.
Harold Barrington podía predicar la revolución en Estados Unidos y a Alexander le parecía algo perfectamente normal porque había leído Sobre la libertad de John Stuart Mill y John Stuart Mill le había enseñado que la libertad no consiste en hacer lo que a uno le venga en gana sino en decir lo que a uno le venga en gana. Su padre era seguidor de Mill en la mejor tradición de la democracia estadounidense. ¿Qué tenía eso de extraño?
Lo que le pareció extraño cuando llegaron a Moscú fue el propio Moscú. Y a medida que pasaron los años, Moscú le fue pareciendo cada vez más extraño. Su vitalidad juvenil se apagaba al observar aquella miseria, aquel caos y aquellas incomodidades. Había dejado de dar la mano a su padre cuando se dirigían a las reuniones de los jueves, pero el vacío que sentía en los dedos era el de una naranja en invierno.
En la misma época en que ensalzaba a Rusia como el «segundo Estados Unidos», el camarada Stalin había anunciado que en pocos años las líneas férreas, las carreteras y las viviendas de la Unión Soviética estarían a la altura de las norteamericanas. Según él, la URSS se estaba industrializando a mayor velocidad que Estados Unidos porque el capitalismo fomentaba el progreso de forma caótica y el socialismo lo impulsaba en todos los frentes. En Estados Unidos había un 35% de paro, mientras que en la Unión Soviética se alcanzaba prácticamente el pleno empleo. Todos los soviéticos trabajaban (lo cual era una prueba de la superioridad de la URSS), mientras que los estadounidenses dependían del estado del bienestar porque no había suficiente trabajo para todos. Todo eso eran datos objetivos e innegables. Entonces, ¿por qué la sensación de malestar era tan acuciante?
Sin embargo, el malestar y el desconcierto de Alexander eran accesorios; lo que no era accesorio era su juventud. Y Alexander era joven, incluso en Moscú.
Se limpió la sangre de la boca con la manga y tendió una servilleta a su madre.
—No la escuches —dijo mirando a Harold, antes de salir de la habitación y dejar a sus padres con sus miserias—. No pienso volver a Estados Unidos sin vosotros. Mi futuro está aquí, para bien o para mal. —Se acercó un paso a su padre y añadió—: Pero no vuelvas a pegar a mamá. —Alexander era varios centímetros más alto que Harold—. Si vuelves a hacerlo, tendrás que vértelas conmigo.
Una semana después, a Harold lo despidieron del periódico porque las nuevas leyes prohibían que los extranjeros manejaran maquinaria de impresión, por muy cualificados que estuvieran y por leales que fueran a la Unión Soviética. Al parecer, trabajar en una rotativa era una oportunidad para el sabotaje ya que permitía falsificar documentos y difundir mentiras subversivas contra la causa soviética. Habían pillado a un montón de extranjeros publicando malévolos panfletos y distribuyéndolos entre los laboriosos ciudadanos soviéticos, de manera que Harold no seguiría trabajando de impresor.
Lo destinaron a una fábrica de herramientas donde se dedicó a fundir metal para hacer trinquetes y destornilladores.
Este trabajo le duró solamente unas semanas. Al parecer tampoco era seguro, ya que habían pillado a un montón de extranjeros fabricando cuchillos y navajas para su uso personal en lugar de herramientas para el Estado soviético.
Harold pasó a trabajar de zapatero. A Alexander le hacía gracia. «¿Y tú qué sabes de zapatos, papá?», le preguntaba.
Este empleo le duró solamente unos días. «¿Qué? ¿Tampoco es seguro hacer zapatos?», quiso saber Alexander.
Al parecer, no lo era. Habían pillado a un montón de extranjeros haciendo botas de montaña o botas de agua para que los ciudadanos soviéticos pudieran huir del país a través de los montes o las marismas.
Una noche de abril de 1935, Harold llegó a casa con expresión sombría y en lugar de ponerse a cocinar (ahora era él el que preparaba la cena para la familia), se desplomó en la silla y dijo que un miembro del Obkom había ido a verlo a la escuela donde trabajaba como limpiador y le había dicho que debían irse a vivir a otro sitio.
—Quieren que nos busquemos unas habitaciones, que seamos más independientes. —Se encogió de hombros—. No pasa nada. Lo hemos tenido relativamente fácil en estos cuatro años. Tenemos que devolver algo al Estado.
Hizo una pausa y encendió un pitillo.
Alexander vio que su padre lo miraba de soslayo. Carraspeó e intervino:
—Bueno, Nikita ha desaparecido. Podríamos ocupar nosotros la bañera.
No fue posible encontrar una sola habitación para los Barrington en todo Moscú.
Después de un mes de búsqueda, al volver del trabajo, Harold anunció:
—El tipo del Obkom ha venido a verme otra vez. No podemos quedarnos aquí. Tenemos que irnos.
—¿Cuándo? —exclamó Jane.
—Nos quieren fuera dentro de dos días como mucho.
—¡Pero no tenemos a dónde ir!
Harold suspiró.
—Me han propuesto un traslado a Leningrado. Dicen que hay más trabajo: un polígono industrial, varias fábricas de muebles, una central eléctrica…
—¿Qué pasa? ¿No hay centrales eléctricas en Moscú, papá? —preguntó Alexander.
—Iremos a Leningrado —dijo Harold, sin hacerle caso—. Habrá más habitaciones disponibles. Y tú ya verás cómo encuentras trabajo en la biblioteca pública, Janie.
—¿A Leningrado? —protestó Alexander—. Papá, no pienso irme de Moscú. Aquí están mis amigos, el instituto… Por favor…
—No tenemos elección, Alexander. Te apuntarás a otro instituto y harás nuevos amigos.
—Vaya, genial.
—No tenemos elección —repitió Harold.
—Claro —dijo Alexander, en voz alta—. Pero antes sí la teníamos, ¿no es así?
—¡No me levantes la voz, Alexander! —Lo riñó Harold—. ¿Me he explicado bien?
—¡Con toda claridad! —gritó Alexander—. No pienso ir. ¿Me he explicado yo?
Harold se levantó de un salto. Jane se levantó de un salto. Alexander se levantó de un salto.
—¡Callaos los dos! —exclamó Jane.
—Alexander, no consiento que me hables de ese modo —dijo Harold—. Vamos a trasladarnos, y no quiero que se hable del tema ni un minuto más. Ah, una cosa —añadió, volviéndose hacia su mujer. Adoptó una expresión contrita y carraspeó antes de añadir—: Quieren que nos cambiemos el apellido por otro más ruso.
Alexander soltó un bufido de incredulidad.
—¿Por qué ahora, después de tantos años? —preguntó.
—¡Porque sí! —gritó Harold, fuera de sus casillas—. ¡Tenemos que demostrar nuestra lealtad! El mes que viene cumples dieciséis años y tendrás que alistarte en el Ejército Rojo. Necesitas un apellido ruso. Cuanto menos te pregunten, mejor. Ahora tenemos que ser rusos. Nos irá mejor así.
Bajó la mirada.
—Por Dios, papá… —exclamó Alexander—. ¿Cuándo acabará esta historia? ¿Ahora resulta que no podemos conservar nuestro apellido? ¿No les basta con echarnos a patadas de casa y obligarnos a trasladarnos a otra ciudad? ¿También tenemos que perder nuestro nombre? ¿Qué más nos queda?
—¡No nos escondemos! Hacemos lo que hay que hacer. Nuestro apellido es estadounidense. Tendríamos que habérnoslo cambiado hace mucho.
—Exacto —dijo Alexander—. Los Frasca no lo hicieron, y los van Doren tampoco. Y mira lo que les ha pasado: se han ido de vacaciones. Vacaciones indefinidas, ¿no, papá?
Harold se incorporó y le levantó la mano, pero su hijo lo apartó de un empujón.
—No me toques —dijo con frialdad—. Ya no tengo edad para eso.
Harold hizo otro intento de pegarle y Alexander lo volvió a empujar, pero esta vez no pudo esquivar a su padre. No quería que su madre lo viera perder el control. Su pobre madre, que temblaba y lloraba y se aferraba a los dos hombres de su familia, implorándoles que parasen.
—Harold, Alexander… por favor, dejadlo ya.
—¡Díselo a él! —protestó Harold—. Eres tú quien lo ha educado así. No respeta a nadie.
Su madre se acercó a Alexander y lo agarró del brazo.
—Por favor, hijo. Cálmate. Todo irá bien.
—¿Tú crees, mamá? Nos vamos a otra ciudad y nos cambiamos de nombre igual que ha cambiado de nombre esta residencia. ¿Tú crees que eso es ir bien?
—Sí —aseguró su madre—. Nos tenemos los unos a los otros. Tenemos nuestra vida.
—Cómo cambia la definición de «bien»… —concluyó Alexander, apartándose y cogiendo el abrigo.
—No cruces esa puerta, Alexander —le advirtió Harold—. Te prohíbo que cruces esa puerta.
—Adelante, detenme —lo retó Alexander, mirándolo a los ojos.
Salió de la habitación y no regresó hasta dos días después. Y cuando volvió, empaquetó sus cosas y se marchó del Hotel Kirov.
Su madre estaba borracha y no lo ayudó a llevar las maletas hasta la estación de tren.
¿Cuándo había empezado Alexander a intuir, a notar, a saber, que su madre tenía un problema? Era obvio que le pasaba algo. Al principio sólo eran pequeños cambios, pero Alexander era el hijo y no le correspondía preguntar a los adultos qué les pasaba. Quien tendría que haberse dado cuenta era su padre, pero estaba ciego. Alexander sabía que Harold era de esa clase de personas incapaces de pensar a la vez en los asuntos personales y los asuntos del mundo.
Pero daba igual que no se hubiera enterado o que sí se hubiera enterado y hubiera decidido hacer caso omiso: la cuestión era que Jane Barrington, sin previo aviso y sin gran parafernalia, poco a poco; estaba dejando de ser la persona que había sido y se estaba convirtiendo en la persona que no era.