Edward y Vikki, 1943
Tatiana se había sentado junto a la ventana, con un libro en una mano y su bebé de dos semanas en el regazo. Tenía los ojos cerrados pero los abrió de golpe al oír el sonido de una respiración.
Edward Ludlow estaba a su lado, mirándola con expresión preocupada. Tatiana lo achacó a que la veía muy silenciosa desde que había nacido el niño. No era tan extraño; de hecho, les sucedía lo mismo a muchos de los refugiados que llegaban a la isla, como si al ver la túnica de la Estatua de la Libertad desde las habitaciones de Ellis se les hiciera súbitamente patente la enormidad de lo que dejaban atrás y de lo que les aguardaba en el futuro.
—Tenía miedo de que se te cayera el niño —explicó Edward—. No quería asustarte.
—No te preocupes —contestó Tatiana, mostrándole que lo tenía bien sujeto.
—¿Qué estás leyendo?
Tatiana echó un vistazo al libro.
—Nada, sólo me he sentado un rato.
Era El jinete de bronce y otros poemas, de Aleksandr Pushkin.
—¿Te encuentras bien? No quería despertarte.
Tatiana se frotó los ojos. El niño seguía durmiendo.
—Es que este niño sólo duerme de día.
—Como su madre…
—La madre se ha adaptado a sus horarios… —Tatiana sonrió—. ¿Todo bien?
—Sí, sí… —contestó apresuradamente el doctor Ludlow—. Quería decirte que ha venido a verte una persona del departamento de inmigración.
—¿Y qué quiere?
—¿Que qué quiere…? Ofrecerte la oportunidad de quedarte en Estados Unidos.
—Yo creía… como mi hijo ha nacido en terreno estadounidense…
—Territorio estadounidense —la corrigió amablemente el doctor Ludlow—. La fiscalía general tiene que estudiar tu caso. —Hizo una pausa—. Compréndelo, no es habitual que lleguen inmigrantes clandestinos en plena guerra. Y menos desde la Unión Soviética.
—¿Y no le ha parecido peligroso presentarse aquí personalmente? —inquirió Tatiana—. ¿Le has dicho que tengo tuberculosis?
—Se lo he dicho, y se pondrá una mascarilla. Por cierto, ¿cómo te encuentras? ¿Has esputado sangre?
—No. Y ya no tengo fiebre. Me encuentro mejor.
—¿Has salido a pasear?
—Sí, el aire del mar me sienta bien.
—Claro, el aire del mar es muy sano. —Edward la miró con una expresión seria y ella le dedicó una mirada similar. El médico se aclaró la voz y continuó—: Las enfermeras están admiradas de que no hayas contagiado la tuberculosis al niño.
—Edward —dijo Tatiana—, explícales que si vinieran a verme diez mil personas cada día durante un año entero y yo estuviera enferma todos los días de ese año, únicamente entre diez y dieciséis de los visitantes contraerían la tuberculosis. —Se interrumpió un momento y concluyó—: No es una enfermedad tan contagiosa como cree la gente. Así que ese señor puede venir a verme si se siente con ánimos. Pero explícale las posibilidades de contagio y dile que no hablo inglés demasiado bien.
Con una sonrisa, Edward le dijo que no hablaba tan mal y le preguntó si quería que estuviera presente durante la entrevista.
—No, no hace falta. Gracias.
Tom, el funcionario de inmigración, empezó hablando con ella durante unos quince minutos para comprobar si tenía nociones de inglés. Sí, Tatiana tenía nociones de inglés. Tom le preguntó qué sabía hacer y ella le explicó que era enfermera y que también sabía coser y cocinar.
—Perfecto, durante la guerra se necesitan enfermeras —dijo Tom.
—Sí, sobre todo en Ellis —admitió Tatiana.
Pensó que Brenda no ejercía la profesión más adecuada para ella.
—No nos llegan muchos casos como el suyo.
Tatiana no dijo nada.
—¿Quiere quedarse en Estados Unidos?
—Por supuesto.
—¿Cree que podrá conseguir trabajo o colaborar en el esfuerzo bélico?
—Por supuesto.
—¿No será una carga para el Estado? Es una cuestión muy importante en tiempos de guerra, ¿me comprende? La fiscalía general debe pasar una investigación si se le escapa una persona como usted. El país está agitado. Tenemos que asegurarnos de que será una ciudadana productiva y leal a su tierra de acogida y no a su tierra de origen.
—Por eso no se preocupe —aseguró Tatiana—. Buscaré empleo en cuanto me cure de la tuberculosis y esté en condiciones de trabajar. Haré de enfermera o coseré o cocinaré. Las tres cosas si hace falta. Cumpliré con mi obligación tan pronto como me recupere.
Como si recordara de repente que Tatiana estaba enferma, Tom se levantó y comenzó a dirigirse hacia la puerta, tapándose la boca con la mascarilla.
—¿Y dónde vivirá? —preguntó con la voz ahogada por la tela.
—Quisiera quedarme aquí.
—Cuando se encuentre mejor, tendrá que buscar casa.
—Sí, no se preocupe.
Tom asintió y escribió algo en la libreta.
—¿Con qué nombre quiere registrarse? He visto que en los papeles que usó para salir de la Unión Soviética consta como Jane Barrington, enfermera de la Cruz Roja.
—Así es.
—¿Qué grado de falsedad había en esos documentos?
—No entiendo qué quiere decir.
—¿Quién es Jane Barrington? —precisó Tom tras una pausa.
Esta vez fue Tatiana la que guardó silencio.
—La madre de mi marido —dijo al final.
—¿Barrington? —preguntó Tom tras exhalar un suspiro—. No suena muy ruso.
—Mi marido era estadounidense —explicó Tatiana, bajando la vista.
—¿Es ése el nombre que quiere usar en su tarjeta de residencia? —insistió Tom, abriendo ya la puerta para salir.
—Sí.
—¿No prefiere un nombre ruso?
Tatiana lo pensó un momento.
—A veces, las personas que llegan refugiadas desean conservar algún vínculo con su pasado —le explicó Tom, acercándose otra vez—. Mantienen el nombre de pila y se cambian el apellido, por ejemplo. Piénselo.
—No es mi caso —respondió Tatiana—. Cámbienlo todo. No quiero… ¿cómo ha dicho? No quiero ningún vínculo.
Tom escribió otra anotación en la libreta.
—Entonces dejaremos «Jane Barrington».
Cuando se marchó, Tatiana abrió «El jinete de bronce» y se sentó otra vez junto a la ventana, frente al puerto de Nueva York y a la Estatua de la Libertad. Pasó los dedos por la foto que guardaba entre las páginas. Sin mirar la imagen, acarició la cara y el cuerpo uniformado de su marido y susurró palabras cariñosas en ruso, palabras que esta vez no estaban destinadas a confortar a Alexander o a Anthony sino a ella misma. «Shura, Shura, Shura…», susurró Jane Barrington, hasta entonces conocida como Tatiana Metanova.
La jornada de Tatiana consistía en dar de mamar a Anthony y en cambiar a Anthony y en lavar los pocos pañales y pijamas de Anthony en la pileta del baño y en dar cortos y estimulantes paseos por los alrededores del hospital y en sentarse en un banco a respirar aire fresco con Anthony envuelto en una mantita en el regazo. Brenda le llevaba el desayuno a la habitación y Tatiana desayunaba y comía allí mismo. Cuando el niño no dormía, Tatiana lo cogía en brazos. Sólo veía dos cosas: el puerto de Nueva York y el rostro de su hijo. Pero el hecho de estar sola todo el día mitigaba el consuelo que le proporcionaba el contacto con el bebé. Brenda y el doctor Ludlow lo llamaban «convalecencia»; Tatiana lo llamaba «confinamiento».
Una mañana de finales de julio, harta de estar a solas en la habitación cuando ya empezaba a encontrarse mejor físicamente, Tatiana decidió dar un paseo por el corredor mientras Anthony dormía.
Oyó unos gemidos y los siguió hasta llegar a una sala repleta de heridos. Brenda estaba cumpliendo sus funciones —era la única persona cumpliendo sus funciones—, con cara de estar poco contenta con su suerte y dispuesta a que sus pacientes supieran exactamente cómo se sentía. Gruñendo y con desagradable altanería, levantaba la pierna herida de un soldado a pesar de la insistencia del hombre en que lo tratara con más delicadeza o lo rematara de un disparo.
Tatiana se acercó y le preguntó si necesitaba ayuda, pero Brenda replicó que lo que menos necesitaba era que una enferma enfermara aún más a sus cautivos y le ordenó que volviera de inmediato a su habitación. Tatiana la miró fríamente, miró la brecha abierta en la pantorrilla del soldado y miró al soldado a los ojos.
—Déjeme que lo lave yo —insistió—. Mire, me he tapado boca y nariz con mascarilla. Hay cuatro heridos más reclamándola a gritos en la otra punta del hospital. A uno se le ha caído un diente esta mañana mientras se tomaba desayuno, el otro tiene una fiebre altísima, a otro le está sangrando la oreja…
Brenda soltó la palangana y la pierna y se marchó, aunque le costó un poco decidir si le molestaba más atender a los soldados o dejar que Tatiana ocupara su lugar.
Tatiana lavó la herida del soldado, que ya no rechistó más. O estaba dormido o estaba muerto, concluyó Tatiana cuando terminó de vendarlo.
Desinfectó la herida de un brazo y la herida de un cráneo y abrió una vía intravenosa para administrar morfina, deseando poder inyectarse un poco ella también para mitigar su desolación interior y pensando en lo afortunados que habían sido los tripulantes del submarino alemán que habían logrado llegar a las costas de Estados Unidos y pasar la convalecencia en Ellis como prisioneros de guerra.
Brenda entró de repente en la sala y, como si le sorprendiera ver a Tatiana aún por allí, le ordenó volver a su habitación antes de contagiar la tuberculosis a todos sus pacientes, con una voz que casi hacía pensar que la suerte de sus pacientes le importaba un poco.
En el corredor, Tatiana vio a una chica alta y delgada que lloraba junto al distribuidor de agua. Llevaba una bata de enfermera, tenía el pelo muy largo y las piernas muy largas y era bastante guapa si uno no se fijaba en las ojeras marcadas, la palidez de su cara y los regueros de rímel que le surcaban las mejillas. Como Tatiana tenía mucha sed, caminó hacia el distribuidor y se detuvo a un paso de la joven, que sollozaba desconsolada.
—¿Se encuentra bien? —le preguntó Tatiana, poniéndole una mano en el hombro.
—Sí —gimió la joven.
—Ah.
La chica siguió llorando. Tenía un cigarrillo mojado de lágrimas entre los dedos.
—Si supiera lo desgraciada que me siento en estos momentos.
—¿Puedo ayudarla en algo?
La chica dejó de mirarse las manos y miró a Tatiana.
—¿Quién es usted?
—Me llamo Tania.
—¿La refugiada tuberculosa?
—Ya me encuentro mejor —respondió Tatiana en voz baja.
—No se llama Tania. Tom me pasó su documentación para que la tramitase. Usted es Jane Barrington. En fin, no es cosa mía. Mi vida se viene abajo y estoy aquí hablando de su nombre. Ojalá tuviera sus problemas.
Tatiana se esforzó en pronunciar una frase de consuelo en inglés.
—Podría ser peor —dijo.
—Se equivoca. Es lo peor que puede pasar. No puede haber nada peor que esto, nada.
—Lo siento —dijo Tatiana, compadeciéndose al ver la alianza que la joven llevaba en el dedo—. ¿Llora por su marido?
La joven asintió, sin dejar de mirarse las manos.
—Es terrible, ya lo sé —añadió Tatiana—. Esta guerra…
—Es un desastre —concluyó la muchacha, asintiendo otra vez.
—Su marido… ¿no va a volver?
—¿Si no va a volver? —exclamó la joven—. ¡Ahí está el problema! Claro que vuelve. Y muy pronto: la semana próxima.
Tatiana se apartó, desconcertada.
—¿Qué le pasa? Parece que se vaya a desmayar. No ponga esa cara, si mi marido vuelve no es por su culpa. Supongo que en una guerra pueden pasarle cosas peores a una chica, pero no se me ocurre cuáles. ¿Quiere un café? ¿Un cigarrillo?
—Tomaré un café —contestó Tatiana tras una pausa.
Se sentaron a una de las mesas rectangulares del comedor. Tatiana se acomodó frente a la chica, que dijo llamarse Viktoria Sabatella «pero llámame Vikki, podemos tutearnos», —añadió— y le estrechó vigorosamente la mano.
—¿Estás aquí con tus padres? —preguntó—. No he visto que ningún inmigrante entre en el país por esta vía desde hace meses. Ya no vienen en los barcos. Llegan tan pocos… ¿Qué te pasa a ti? ¿Estás enferma?
—Ya estoy mejor. Estoy sola —explicó Tatiana. Se interrumpió y añadió—: Con mi hijo.
—¡Es imposible que tú tengas un hijo! —exclamó Viktoria, soltando la taza de golpe.
—Tiene casi un mes.
—¿Cuántos años tienes?
—Diecinueve.
—¡Señor, sí que empezáis pronto en tu país! ¿De dónde eres?
—De la Unión Soviética.
—¡Caramba! ¿Y tienes marido? ¿Cómo te quedaste embarazada?
Tatiana abrió la boca pero Vikki siguió hablando como si no hubiera habido ninguna pregunta. Casi sin respirar, contó que no había conocido a su padre («está muerto o desaparecido, da lo mismo») y muy poco a su madre («me tuvo muy joven»), y que ésta se había trasladado a San Francisco, estaba con dos hombres («pero no viven en la misma casa») y siempre decía estar enferma («sí, de la cabeza») o muriéndose («los excesos…»). Vikki se había educado con sus abuelos maternos («quieren a mamá, pero no aprueban su vida») y vivía con ellos («no es muy divertido»). Primero había querido ser periodista, luego manicura («fue una progresión natural, en las dos profesiones trabajas con las manos»), y al final decidió («mejor dicho, me obligaron») hacerse enfermera, cuando Estados Unidos parecía que iba a incorporarse a la guerra europea. Tatiana la escuchaba en silencio.
—¿Con quién has dicho que estás? —dijo de repente Vikki.
—Con mi hijo.
—¿Tienes marido?
—En otro tiempo lo tuve.
—Ah, ¿sí? —Vikki suspiró—. En otro tiempo. Ojalá yo hubiera tenido a mi marido en otro tiempo…
La conversación quedó interrumpida por la aparición de una mujer muy alta y terriblemente angulosa, impecablemente vestida y tocada con una pamela blanca.
—¡Vikki! —gritó mientras atravesaba el comedor agitando su bolsito blanco—. ¡Te estoy hablando, Vikki! ¿Lo has visto?
Vikki suspiró y miró a Tatiana con una expresión de fastidio.
—No, señora Ludlow. Hoy no lo he visto. Creo que está al otro lado de la ciudad, en el hospital universitario. Aquí viene los martes y los jueves por la tarde.
—¿Por la tarde? ¡No está en la universidad! ¿Y cómo es que sabes tan bien sus horarios?
—Llevo dos años trabajando con él.
—Muy bien, pues yo llevo ocho casada con él y no sé dónde demonios está. —Se acercó a la mesa y miró con altivez a las dos jóvenes—. ¿Y usted quién es? —preguntó, observando a Tatiana con suspicacia.
Tatiana se tapó la boca con la mascarilla, pero fue Vikki la que habló:
—Es de la Unión Soviética. Casi no habla inglés.
—Ah, pues si espera ganarse la vida en este país tendría que aprender, ¿no? Estamos en guerra, no podemos dedicarnos a mantener a los refugiados.
Y agitando el bolsito, que casi le dio a Tatiana en la cabeza, salió del comedor.
—¿Quién era? —preguntó Tatiana.
—No te preocupes —dijo Vikki, con un gesto displicente—. Cuanto menos sepas de ella, mejor. Es la mujer del doctor Ludlow y está loca. Aparece por aquí una vez a la semana, buscando a su marido.
—¿Y por qué no lo encuentra?
Vikki se echó a reír.
—Lo que habría que preguntar es por qué el doctor Ludlow se pierde tan a menudo.
—Exacto, ¿por qué?
Vikki hizo otro gesto de displicencia, dando a entender que no quería seguir hablando del doctor Ludlow. Tatiana la observó con una sonrisita. Ahora que había dejado de llorar se veía que era una mujer muy guapa, una chica bonita que sabía que lo era y procuraba que los demás también lo supieran. La melena larga y brillante le enmarcaba la cara y los hombros. Llevaba los ojos maquillados con rímel y delineador negro y en sus voluptuosos labios quedaban rastros de carmín. La bata blanca de enfermera le ceñía la esbelta figura y le llegaba justo por encima de la rodilla. Tatiana se preguntó cómo responderían los soldados heridos ante tanta… tanta Vikki.
—¿Por qué llorabas, Vikki? ¿No quieres a tu marido?
—Ah, sí. Lo quiero, lo quiero. —Vikki suspiró—. Pero me gustaría poder quererlo a ocho mil kilómetros de distancia. —Bajó la voz y añadió—: El momento de volver es inoportuno.
—¿Desde cuándo es inoportuno el momento en que marido vuelve con mujer?
—No estaba previsto.
Vikki se echó a llorar otra vez y las lágrimas cayeron sobre el café. Tatiana apartó la taza para que Vikki pudiera tomárselo más tarde.
—¿Cuándo…? ¿Qué palabra has usado…? ¿Cuándo estaba previsto?
—En Navidad.
—Ah. ¿Y por qué vuelve tan pronto?
—¿No es increíble? Cayó herido en el Pacífico.
Tatiana abrió unos ojos como platos.
—¡Bah, se encuentra bien! —añadió Vikki sin darle importancia—. Es un rasguño, una herida superficial en el hombro. Siguió pilotando el avión durante ciento cincuenta kilómetros después de recibir el impacto. No puede ser tan grave.
Tatiana se levantó e hizo ademán de marcharse.
—Tengo que ir a darle el pecho al niño —explicó.
—La cuestión es que Chris lo pasará mal.
—¿Quién es Chris?
—El doctor Pandolfi. ¿No lo conoces? Trabaja con el doctor Ludlow en el hospital.
Chris Pandolfi. Ahora lo recordaba.
—Ah, sí, lo conozco.
El doctor Pandolfi era el médico que había subido al barco y se había negado a ayudarla a parir en terreno… en territorio estadounidense. Quería devolverla de inmediato a la Unión Soviética, sin importarle que estuviera tuberculosa y a punto de dar a luz. Pero Edward Ludlow protestó y convenció al doctor Pandolfi para que la dejara ingresar en el hospital de Ellis. Tatiana miró a Vikki y le dio una palmadita en el hombro. No le parecía que Chris Pandolfi fuera muy buen partido.
—Todo irá bien, Viktoria. Quizá te convenga distanciarte del doctor Pandolfi. Eres afortunada de que tu marido vuelva a casa.
Viktoria se levantó también y acompañó a Tatiana hasta su habitación.
—Llámame Vikki —insistió—. ¿Puedo llamarte Jane?
—¿Cómo?
—¿No te llamas Jane?
—Llámame Tania.
—¿Y por qué voy a llamarte Tania si te llamas Jane?
—Me llamo Tania. Jane es sólo en los papeles. —Advirtió la expresión de perplejidad y desinterés de Vikki y concluyó—: Llámame como quieras.
—¿Cuándo sales?
—¿Salir?
—De Ellis.
—No creo que vaya a salir de momento —respondió Tatiana tras pensarlo un poco—. No tengo ningún sitio adonde ir.
Vikki entró con ella en la habitación y lanzó una rápida mirada al niño que dormía en la cunita.
—Qué pequeño es —dijo con aire ausente, y alargó la mano hacia el pelo rubio de Tatiana—. ¿Su padre tenía el pelo oscuro?
—Sí.
—¿Y qué se siente cuando eres madre?
—Pues…
—Bueno, cuando te encuentres mejor, quiero que vengas a casa. Te presentaré a mis abuelos, les encantan los niños. Siempre me preguntan cuándo voy a tener uno. ¡Dios no lo quiera! —suspiró. Miró otra vez a Anthony—. ¡Qué lindo es! Qué pena que su padre no lo haya visto nunca.
—Sí.
Tatiana no sabía qué más decir.
El niño era tan vulnerable… No podía moverse ni sostener la cabeza. A Tatiana le costaba tanto vestirlo con aquellos bracitos inertes y aquella cabecita oscilante que desafiaba sus torpes conocimientos maternales, que algunos días lo dejaba desnudo, envuelto solamente con el pañal y tapado con la manta. La única ropa que podía ponerle eran unos pijamas que le había dado Edward. Afortunadamente, era verano y hacía calor y el niño no necesitaba mucho más, porque su cabecita se negaba a pasar por el cuello de la prenda y los bracitos se negaban a introducirse en las largas mangas. Bañarlo era aún más difícil. Como el ombligo no le había cicatrizado del todo, Tatiana le limpiaba el cuerpo con un paño, lo cual no era tan complicado, pero lavarle el pelo quedaba más allá de sus habilidades. El niño no hacía nada, no podía ayudarla de ninguna manera, no podía levantar los brazos o quedarse quieto o incorporarse. La cabecita se le inclinaba hacia atrás, su cuerpo se escurría de entre los brazos de Tatiana, las piernecitas se balanceaban precariamente sobre la pila. Tatiana vivía en constante temor de que el bebé le resbalara de entre las manos y se desplomara sobre el suelo de baldosas blancas y negras. Los sentimientos que le inspiraba su absoluta dependencia iban desde una intensa angustia por el futuro del niño hasta una ternura casi asfixiante. Sin embargo, quizá porque así estaba previsto en la naturaleza, saber que Anthony la necesitaba la hacía sentir más fuerte.
Y le hacía falta fortalecerse. A menudo, cuando el niño dormía plácidamente, Tatiana tenía la impresión de que eran su propia cabeza, sus brazos, sus piernas y su cuerpo frágil y oscilante los que estaban a punto de caerse del alféizar y desplomarse sobre el asfalto de la calle.
Por eso, para sentir que su bebé le daba fuerzas, lo destapaba y comenzaba a acariciarlo. Lo sacaba de la cuna y se lo ponía sobre el pecho y lo dejaba dormir con la cabecita apoyada sobre su corazón. El niño tenía los brazos largos y las piernas largas, y mientras lo acariciaba, Tatiana se imaginaba que estaba viendo a un niño distinto a través de los ojos de otra mujer, a un niño larguirucho como Anthony, moreno y suave como él, un niño al que tocaba, bañaba, acunaba y acariciaba su propia madre, una madre que había esperado una vida entera para tener a su único hijo.