Morozovo, 1943
Fueron a buscarlo de madrugada, cuando Alexander se había quedado dormido en la butaca. Lo zarandearon para despertarlo, y cuando abrió los ojos se encontró con cuatro hombres trajeados que le indicaban con un gesto que se pusiera de pie.
Alexander se levantó pausadamente.
—Vamos a llevarlo a Voljov para concederle un ascenso. Dese prisa, no hay tiempo que perder. Tenemos que atravesar el Ladoga antes de que se haga de día. Los alemanes están bombardeando el lago.
Era obvio que el tipo de tez amarillenta y voz áspera que acababa de hablar era el que estaba al mando. Los otros tres no llegaron a abrir la boca.
Alexander cogió su mochila.
—Déjela aquí —le indicó el hombre.
—¿Eso es que voy a volver?
—Sí, mañana —contestó el hombre, parpadeando.
—Me alegro de saberlo, pero soy un soldado y siempre llevo la mochila conmigo. Tengo el tabaco y algo para leer. Si no les importa, voy a cogerla.
—¿Lleva pistola en la cartuchera?
—Por supuesto.
—¿Puede entregárnosla?
Alexander dio entonces un paso hacia ellos. Era una cabeza más alto que el más alto de los tres. Envueltos en sus gruesos abrigos grises, tenían pinta de matones. Las franjas azules de los abrigos eran el símbolo del NKVD, el Comisariado Popular para Asuntos Internos, igual que la cruz roja era el símbolo de la compasión internacional.
—A ver si entiendo lo que quieren —dijo Alexander, hablando en voz baja pero suficientemente audible—. ¿Me están pidiendo que les entregue la pistola?
—Sí. Será más cómodo para usted —masculló el primer agente—. Está herido y no está en condiciones de cargar con todo el equipo…
—No es todo el equipo, sólo algunos objetos personales. Vámonos —contestó Alexander, elevando un poco el tono. Se alejó de la cama y les dio un codazo para que lo dejaran pasar—. Vamos, camaradas. No perdamos más tiempo.
No era una discusión entre pares. Alexander era oficial militar. En cambio, ni los galones ni el comportamiento de los tres hombres señalaban una posición de autoridad. Para poder darle órdenes, tendrían que salir del edificio. Dentro del hospital, los agentes del NKVD tenían que procurar que sus palabras no llegaran a los oídos de una enfermera o de un soldado medio dormido. Actuaban como si su presencia estuviera justificada, como si fuera normal sacar a un herido de la cama en medio de la noche y obligarlo a atravesar el lago para concederle un ascenso. ¿Qué había de raro en eso? Pero si querían seguir con la farsa, tendrían que dejarle la pistola. De todos modos, no habrían podido arrebatársela por la fuerza.
Cuando iban a salir, Alexander observó que las dos camas contiguas a la suya estaban vacías. El soldado que tenía problemas respiratorios y otro de los heridos habían desaparecido.
—¿A ellos también los van a ascender? —preguntó secamente, meneando la cabeza.
—No haga preguntas y camine —dijo uno de los agentes—. Dese prisa.
Alexander tenía cierta dificultad para caminar deprisa.
Mientras avanzaban por el corredor, pensó que Tatiana podía estar durmiendo detrás de una de aquellas puertas. Sentía su presencia muy cercana. Alexander respiró hondo, como si buscara en el aire el olor de su esposa.
El camión blindado los estaba esperando en el exterior, detrás del hospital. Estaba aparcado junto al jeep de la Cruz Roja que conducía el doctor Sayers. Alexander reconoció el emblema rojo y blanco en la oscuridad. Cuando se acercaban emergió una silueta de entre las sombras. Era Dimitri. El brazo en cabestrillo lo obligaba a andar torcido y su cara era un amasijo oscuro con una protuberancia tumefacta en lugar de nariz.
Dimitri se quedó un momento mirándolos, sin moverse ni decir nada.
—¿Vas a alguna parte, comandante Belov? —preguntó al final.
Pronunció con retintín el apellido. Sonó Belofffff.
—No te me acerques, Dimitri —le advirtió Alexander.
Dimitri se apartó unos pasos, pero de pronto abrió la boca y emitió una risa silenciosa.
—Ya no puedes hacerme daño, Alexander.
—Ni tú a mí.
—¡Ah, créeme! —dijo Dimitri, con voz untuosa y agridulce—. Yo a ti sí que puedo hacerte daño.
Justo antes de que los milicianos del NKVD empujaran a Alexander para obligarlo a subir al camión, Dimitri inclinó la cabeza para atrás y lo amenazó con un dedo tembloroso, en una especie de delirio ensayado. Al abrir la boca dejó ver la dentadura amarillenta bajo la nariz tumefacta y sus ojos achinados se estrecharon aún más.
Alexander le dio la espalda, cuadró los hombros y se dispuso a subir al camión sin molestarse en mirarlo.
—¡Vete a la mierda! —gritó, en tono fuerte y claro y con todo el orgullo que su voz fue capaz de transmitir.
—Suba al camión y cierre el pico —le ordenó entre dientes uno de los agentes del NKVD. Se volvió hacia Dimitri y añadió—: Y usted vuelva al hospital, ya hace rato que empezó el toque de queda. ¿Qué hace aquí fuera?
En la trasera del camión, Alexander se encontró con sus dos compañeros de habitación temblando de miedo. No había imaginado que los acompañarían dos soldados del Ejército Rojo. Pensaba que sólo estarían él y los milicianos del NKVD, que nadie más correría el riesgo de morir. ¿Qué podía hacer ahora?
Uno de los milicianos aferró la tela de la mochila. Alexander intentó arrebatársela de un tirón, pero el hombre no la soltó.
—No está en condiciones de cargar con esto —dijo el agente mientras forcejeaban—. Ya se la daré cuando hayamos atravesado el lago.
—No, ya la llevo yo —protestó Alexander, negando con la cabeza.
Y se la arrancó de las manos con un gesto brusco.
—¡Belov!
—Está usted hablando con un oficial, sargento —precisó Alexander en voz alta—. Para usted soy el comandante Belov. Dejen en paz mis cosas, y arranquen de una vez. Nos queda un largo camino.
Sonrió para sí y volvió la cara sin mirar al agente. La espalda le dolía menos de lo que se había imaginado. Podía caminar, saltar, hablar, doblar la cintura y sentarse en el suelo. Pero se sentía muy débil y eso le inquietaba.
El motor se puso en marcha y el camión comenzó a alejarse del hospital, de Morozovo y de Tatiana. Alexander respiró hondo y miró a los dos hombres que estaban sentados delante de él.
—¿Quién coño son ustedes? —preguntó.
A pesar de la brusquedad de sus palabras, el tono era resignado. Alexander les lanzó una rápida ojeada. Estaba oscuro y apenas distinguía sus rasgos. Se habían acurrucado contra la pared del camión; el más bajito usaba gafas y sólo tenía un brazo y el más corpulento se había envuelto en el abrigo y el vendaje de la cabeza sólo dejaba ver sus ojos y su boca. Su mirada vigilante brillaba en la oscuridad de la noche. «Brillar» tal vez no sea el verbo más adecuado: sus ojos emitían un resplandor engañoso. El otro, en cambio, tenía una mirada opaca.
—¿Quiénes son ustedes? —repitió Alexander.
—Soy el teniente Nikolai Ouspenski y mi compañero es el cabo Boris Maikov. El 15 de enero caímos heridos a orillas del Voljov, cuando participábamos en la Operación Iskra, y estuvimos en un hospital de campaña hasta…
—No siga —ordenó Alexander, haciéndolo callar con un gesto.
Antes de continuar quiso estrecharles la mano para saber de qué pasta estaban hechos. Ouspenski le pareció correcto; el apretón de manos era firme, amistoso y tranquilo. Tenía una mano fuerte. No era el caso de Maikov, que tendió a Alexander su frágil mano izquierda.
Alexander se recostó contra la pared del camión y palpó la bota en busca de la granada. Maldijo para sí al oír la respiración entrecortada de Ouspenski. Era el enfermo que Tatiana había colocado bajo una tienda de oxígeno al lado de Alexander, el herido que sólo tenía un pulmón y no oía ni hablaba. Y sin embargo, allí estaba, respirando sin ayuda y charlando con él.
—No parece que estén siguiendo el procedimiento habitual…
—No es una situación normal —lo interrumpió Alexander—. Escúchenme los dos, y estén preparados. Procuren ahorrar fuerzas.
—¿Para recibir una medalla? —le preguntó Maikov con desconfianza.
—Si no se calma y deja de temblar, será una medalla póstuma —replicó Alexander.
—¿Cómo sabe que estoy temblando?
—Oigo el entrechocar de las botas —contestó Alexander—. Tranquilícese, soldado.
Maikov se volvió hacia Ouspenski.
—Ya se lo he dicho, teniente. No es normal que nos despierten en medio de la noche.
—Y yo le he dicho que cierre la boca —insistió Alexander.
Por la ventanilla que comunicaba la parte trasera del camión con la cabina entraba un tenue resplandor azulado.
—Teniente —dijo Alexander mirando a Ouspenski—, ¿puede ponerse de pie para que no me vean?
—La última vez que alguien me dijo eso, iban a hacerle una mamada a mi compañero de cuartel —explicó Ouspenski con una sonrisa.
—No se preocupe, aquí no habrá mamadas —dijo Alexander—. Póngase de pie.
Ouspenski obedeció.
—Díganos, ¿es verdad que van a ascendernos?
—¿Cómo voy a saberlo?
Cuando Nikolai tapó la ventanilla, Alexander se quitó la bota y sacó una de las granadas. El camión estaba a oscuras y ni Maikov ni Ouspenski se dieron cuenta de lo que hacía.
—Pues debería saberlo —respondió Nikolai—. Tengo la sensación de que estamos aquí por su culpa.
Alexander estaba convencido de ello, pero no dijo nada. Gateó hasta el fondo y se sentó con la espalda apoyada contra las puertas. En la cabina sólo había dos agentes del NKVD. Eran jóvenes e inexpertos y ninguno de ellos tenía ganas de cruzar el lago, donde el peligro de las bombas alemanas siempre estaba presente. La juventud del conductor se apreciaba en su incapacidad para superar los veinte kilómetros por hora. Alexander pensó que si los alemanes estuvieran controlándolos en ese momento desde los altos de Siniavino, no les habría pasado inadvertido un camión tan lento. Irían más deprisa si cruzaran a pie el lago helado.
—Y a usted, comandante, ¿van a ascenderlo? —preguntó Ouspenski.
—Eso es lo que me han dicho, y no me han quitado el arma. Mientras no me digan otra cosa, soy optimista.
—Antes los he oído, y yo no diría que tuvieran intención de dejarle la pistola. Lo que pasa es que no han podido arrebatársela por la fuerza.
—Estoy herido —replicó Alexander, y sacó un cigarrillo—. De haber querido, me la habrían quitado.
Accionó el mechero.
—¿Tendría otro cigarro? Llevo tres meses sin fumar —preguntó Ouspenski, mirando a Alexander a los ojos—. Y sin ver a nadie aparte de las enfermeras —añadió, e hizo una pausa—. Pero le oía hablar a usted.
—No le conviene fumar —dijo Alexander—. Por lo que me han dicho, no tiene pulmones.
—Me queda uno, y la enfermera me mantuvo enfermo expresamente para que no me enviaran al frente otra vez. Eso hizo por mí.
—Ah, ¿sí? —preguntó Alexander.
Trató de no cerrar los ojos para no recordar a la enfermera de Nikolai, la muchachita menuda y dulce, rubia y con los ojos azules como el cielo de una clara mañana de verano en Lazarevo.
—Me traía hielo y me hacía respirar vapores fríos para que me siguiera sonando el pulmón. Ojalá hubiera hecho otra cosita por mí…
Alexander le dio un cigarrillo para no seguir escuchándolo. No creía que Ouspenski se alegrara de saber que salvarse sólo le había servido para terminar en la guarida de Mejlis.
—Camaradas —dijo Alexander—. ¿Qué voy a hacer con ustedes?
—¿Con nosotros? —preguntó Maikov, suspicaz e impaciente—. ¿Y usted qué está haciendo aquí?
Alexander no contestó. Desenfundó la Tokarev, se levantó, apuntó a la puerta trasera y disparó sobre el cerrojo. Maikov soltó un chillido. El camión redujo la velocidad. En la cabina se formó cierta confusión; era obvio que los milicianos no tenían muy claro el origen del ruido. Ouspenski se había caído al suelo y ya no tapaba la ventanilla. Alexander tenía sólo unos segundos de margen antes de que el camión se detuviera. Abrió las puertas de par en par y retiró la espoleta de la granada de mano. Trepando al techo de un salto, la arrojó delante del vehículo. La granada aterrizó a unos metros del camión y unos segundos después hubo un potente estallido. Alexander sólo tuvo tiempo de oír la voz de Maikov mascullando «¿Qué pasa…?», antes de salir despedido y caer sobre el hielo. El dolor que notó en la espalda tras el impacto fue tan agudo, que pensó que todas las cicatrices se le estaban abriendo milímetro a milímetro.
El camión dio una sacudida y avanzó traqueteando hasta detenerse. Resbaló sobre el hielo, osciló y terminó volcado sobre la superficie congelada, sin llegar a hundirse en el agujero abierto por la granada. El hueco era aún pequeño, pero el peso del vehículo comenzó a resquebrajar el hielo y ensanchar la abertura.
Alexander se incorporó y corrió cojeando hacia el camión, haciendo señas a los dos soldados para que saltaran.
—¿Qué ha sido eso? —gritó Maikov.
Se había golpeado la cabeza y le sangraba la nariz.
—¡Bajen! —chilló Alexander.
Ouspenski y Maikov obedecieron justo a tiempo, cuando la cabina empezaba a hundirse lentamente bajo la superficie helada del Ladoga. Los conductores debían de haber perdido el conocimiento, ya que no intentaron salir en ningún momento.
—Comandante, ¿qué demonios…?
—Cállese. Los alemanes empezarán a dispararle al camión dentro de nada.
Alexander no tenía ninguna intención de morir en el lago helado. Antes de ver a Ouspenski y a Maikov había supuesto que se quedaría solo y podría volver caminando a Morozovo y esconderse en el bosque. Por aquellos días, todas sus esperanzas parecían tener un denominador común: salvarse por los pelos.
—¿Quieren quedarse a comprobar la eficiencia del ejército alemán o prefieren venir conmigo?
—¿Y los conductores? —preguntó Ouspenski.
—¿Qué más da? Eran milicianos del NKVD. ¿Adónde pensaba que nos llevaban a estas horas de la madrugada?
Maikov intentó ponerse de pie. Sin darle tiempo a protestar, Alexander lo tumbó de un empujón sobre el hielo.
Estaban a unos dos kilómetros de la orilla. Aún no había amanecido y había niebla. La cabina del camión ya estaba bajo el agua y el hueco empezaba a ser lo suficientemente amplio para dejar pasar el resto del vehículo.
—Perdone, comandante —intervino Ouspenski—, pero lo que dice no tiene sentido. No he hecho nada malo en todo el tiempo que llevo en el ejército. No podían venir a por mí.
—No —dijo Alexander—. Venían a por mí.
—¿Y quién coño es usted?
El camión empezaba a desaparecer bajo el agua.
Ouspenski miró el hielo, miró al ensangrentado, tembloroso y desconcertado Maikov, miró a Alexander y se echó a reír.
—Comandante, ¿y si nos dice qué vamos a hacer los tres aquí solos cuando el camión termine de hundirse bajo el hielo?
—No se preocupe —contestó Alexander con un suspiro—. Le aseguro que no estaremos solos mucho tiempo.
Señaló con la cabeza hacia Morozovo y desenfundó las dos pistolas. Se acercaban los faros de un vehículo militar. El jeep se detuvo a unos quince metros y de él salieron cinco milicianos armados con cinco metralletas, todas ellas apuntando a Alexander.
—¡De pie! ¡Pónganse de pie sobre el hielo!
Ouspenski y Maikov se levantaron y alzaron las manos enseguida, pero a Alexander no le gustaba acatar órdenes de militares de categoría inferior a la suya y no tenía ninguna intención de ponerse de pie. Oyó el silbido de un proyectil y se cubrió la cabeza con las manos.
Al alzar la vista vio que dos de los milicianos del NKVD se habían tumbado boca abajo sobre el hielo y los otros tres gateaban hacia él, apuntándole con los fusiles y gritando: «¡No se mueva!». «Con suerte, los alemanes los matarán antes que yo», pensó Alexander. Gateó en dirección a la orilla. ¿Dónde estaba Sayers? No había llegado aún al lago, pero el jeep del NKVD estaba inmóvil y era un blanco fácil. Cuando llegó al alcance del oído de los milicianos, Alexander les propuso subir al vehículo y regresar a Morozovo a toda velocidad.
—¡No! —chilló uno de ellos—. ¡Tenemos que llevarlo a Voljov!
Otro proyectil pasó rozando y cayó a veinte metros del jeep, el único medio de transporte que podía llevarlos a Voljov o a Morozovo. En cuanto alcanzaran el vehículo, los alemanes sólo tardarían unos segundos en acribillar al grupo expuesto sobre el hielo.
Tumbado boca abajo, Alexander observó a los milicianos del NKVD, que también estaban tumbados sobre el hielo.
—¿Qué quieren hacer, camaradas? A ver si lo adivino. ¿Quieren conducir hasta Voljov bajo el fuego alemán? En marcha, pues.
Los agentes del NKVD miraron el camión blindado, que estaba a punto de desaparecer bajo la superficie del agua. Alexander observó divertido cómo se debatían entre su instinto de conservación y su deseo de acatar las órdenes.
—Volvamos a Morozovo y esperemos nuevas instrucciones —dijo uno de ellos—. Podemos llevarlo mañana a Voljov.
—Sabia decisión —opinó Alexander, ante la mirada de asombro de Ouspenski—. En marcha. Arranquen antes de que bombardeen el jeep.
Entre otras cosas, no quería que se le mojara la ropa. Si se mojaba no le habría servido de nada salvarse, porque tanto en Voljov como en Morozovo tardaría una eternidad en recibir un recambio, pillaría una neumonía mortal y acabarían enterrándolo con el uniforme empapado.
Gatearon todos hasta el jeep. Los tres milicianos del NKVD les ordenaron sentarse en la parte de atrás. Ouspenski y Maikov miraron inquietos a Alexander.
—¿Le parece una buena idea, señor? —preguntó Ouspenski.
—Suban.
Dos de los milicianos se sentaron con ellos en la parte de atrás del jeep. Ouspenski y Maikov suspiraron aliviados.
Alexander sacó el tabaco y ofreció un cigarrillo a Nikolai y otro a Maikov, que lo rechazó con la cara muy pálida.
—¿Por qué ha hecho eso? —susurró Ouspenski a Alexander.
—¿El qué?
—Ojalá pudiera decir que me encantaría que algún día me lo explicara, pero la verdad es que espero no volver a verlo nunca más a partir de hoy.
—Se lo explicaré de todos modos —dijo Alexander—. No me apetecía recibir un ascenso.
Cuando ya habían atravesado el lago, se cruzaron con un vehículo sanitario que iba hacia la orilla. Alexander vio al doctor Sayers sentado al lado del conductor. Sonrió sin dejar de fumar, aunque le temblaron las puntas de los dedos. Todo había salido a la perfección. El lago tenía todo el aspecto de haber sufrido un ataque alemán: soldados muertos sobre el hielo, un camión volcado… Sayers firmaría el certificado de defunción, y sería como si Alexander nunca hubiera existido. En el NKVD estarían contentos porque nadie hablaría de detenciones, y para cuando Stepanov se enterase de que Alexander seguía vivo, no tendría que mentir a Tatiana porque Sayers y ella llevarían ya tiempo fuera del país. Al principio creería que Alexander había muerto en el lago, junto con Ouspenski y Maikov.
Alexander se frotó las sienes y cerró los ojos, pero volvió a abrir los enseguida. Prefería ver el desolado paisaje ruso que las imágenes que se agolpaban tras sus párpados cerrados.
Todos salían ganando. El NKVD no tendría que responder a las inoportunas preguntas de la Cruz Roja Internacional, el Ejército Rojo fingiría lamentar la muerte de unos cuantos soldados y Mejlis tendría entre sus garras a Alexander. Si hubieran querido matarlo lo habrían hecho desde el principio, pero tenían otras órdenes. Y Alexander sabía el motivo: el gato quería jugar un poco con el ratón antes de destrozarlo.
Cuando llegaron a Morozovo eran las ocho de la mañana. Como la base empezaba a cobrar vida y había que mantenerlos escondidos hasta poder trasladarlos sin peligro a un lugar mucho más peligroso, Alexander, Ouspenski y Maikov terminaron en el calabozo instalado en los sótanos de la antigua escuela. Los metieron en una celda de poco más de un metro de ancho y dos de largo. Maikov se había imaginado que lo llevarían otra vez a la cama del hospital, pero los agentes del NKVD se echaron a reír y les dijeron que se tumbaran en el suelo de cemento y que no se movieran.
La celda era demasiado pequeña para que Alexander se tumbara. En cuanto se marcharon los guardianes, los tres se sentaron. A Alexander le dolía mucho la herida, y el contacto con el cemento helado no mejoraba las cosas. La incomodidad se iba manifestando gradualmente, como si le dijera: «Vete acostumbrando porque dentro de nada, lo de ahora te parecerá tan dulce como tu infancia».
Ouspenski insistía en pedirle explicaciones.
—¿Qué quiere? —Terminó diciéndole Alexander—. No me pregunte más. Así, si le interrogan, no tendrá que mentir.
—¿Y por qué iban a interrogarme?
—Está detenido. ¿Aún no se ha dado cuenta?
—¡Oh, no es posible! —exclamó Maikov, dejando de mirarse las manos—. Tengo una mujer, una madre, dos niños pequeños. ¿Qué me va a pasar?
—¿A usted? —preguntó Nikolai—. Yo también tengo una mujer y dos niños, dos niños pequeños. Y creo que mi madre aún vive.
Maikov no contestó, pero tanto él como Ouspenski se volvieron hacia Alexander. Maikov desvió enseguida la mirada; Ouspenski la mantuvo clavada en sus ojos.
—Vamos a ver —dijo Ouspenski—. Y usted ¿qué ha hecho?
—¡No quiero oírlo más, teniente!
Alexander les recordaba la diferencia de categoría cada vez que hacía falta.
—No tiene pinta de fanático religioso —insistió Ouspenski, sin dejarse intimidar.
Alexander no dijo nada.
—Ni de judío o de pervertido. —Ouspenski lo miró de arriba abajo—. ¿Es kulak[4]? ¿Pertenece a la rama política de la Cruz Roja? ¿Es filósofo, socialista, historiador, especulador agrícola, saboteador de fábricas, agitador antisoviético…?
—Conduzco una carreta tártara —dijo Alexander.
—Le caerán diez años por eso… ¿Y dónde ha dejado la carreta? A mi mujer le vendría bien para transportar las cebollas que cultiva por aquí cerca. ¿Me está diciendo que nos han detenido porque tuvimos la puta mala suerte de ser vecinos de cama?
—¡Pero nosotros no sabemos nada! ¡No hemos hecho nada! —protestó Maikov con una voz sibilante que parecía un gemido.
—Ah, ¿no? —dijo Alexander—. Cuéntenselo a los músicos y los pocos melómanos que a principios de los años treinta decidieron organizar un pequeño concierto sin pedir permiso a la comisión de control de viviendas. Cada asistente pagó unos kopeks para financiar las bebidas. Terminaron todos detenidos por actividades antisoviéticas, acusados de recaudar dinero para favorecer a la casi extinta burguesía. Músicos y público fueron condenados a penas de entre tres y diez años. —Alexander hizo una pausa—. Bueno, no todos. Sólo los que confesaron sus delitos. Los que se negaron a confesar fueron ejecutados.
Ouspenski y Maikov lo miraron atónitos.
—¿Y cómo sabe usted eso?
—Porque yo tenía catorce años y pude escapar por la ventana antes de que me atraparan —contestó Alexander, encogiéndose de hombros.
Oyeron unos pasos y se quedaron callados. Alexander se puso de pie cuando se abrió la puerta de la celda.
—Cabo —dijo, dirigiéndose a Maikov—, imagine que la vida que ha llevado hasta ahora se acerca a su fin. Imagine que le han arrebatado todo lo que tenía y no le queda nada…
—¡Salga ya, Belov! —gritó un hombre corpulento, apuntándolo con un Nagant.
—Necesitas el fusil para convencerme —dijo Alexander.
Salió de la celda y la puerta se cerró de golpe detrás de él.
Entró en una de las aulas de la escuela abandonada y se sentó en una silla infantil, frente a un pupitre encarado hacia la pizarra. Pensó que en cualquier momento aparecería el maestro con un libro debajo del brazo, dispuesto a impartir una clase sobre los desastres del imperialismo.
Pero quienes aparecieron fueron dos milicianos del NKVD. Con ellos había cuatro personas en el aula: Alexander frente al pupitre, un guardián al fondo del aula y los dos agentes detrás de la mesa del profesor. Uno de ellos era calvo y muy delgado y tenía una nariz larga y reflexiva. Se presentó como Riduard Morozov.
—Pero no es el que da nombre a este pueblo, ¿verdad? —preguntó Alexander.
—No —contestó Morozov, con una pequeña sonrisa.
El otro era muy grueso y muy calvo y tenía una nariz bulbosa y cubierta de venillas rojas. Tenía pinta de borrachín. En tono menos amable, se presentó como Mitterand; a Alexander le pareció cómico que se llamara igual que el jefe de la resistencia francesa contra los nazis.
—¿Sabe por qué está aquí, comandante Belov? —comenzó Morozov, esbozando una sonrisa cortés y hablando en un tono casi cordial.
Estaban teniendo una conversación. Alexander pensó que Mitterand no tardaría en invitarle a un té o a un vasito de vodka. Lo pensó en broma, pero detrás de un pupitre aparecieron realmente una botella de vodka y tres vasitos de cristal. Morozov llenó los vasos.
—Sí —respondió jovialmente Alexander—. Ayer me comunicaron que iba a recibir un ascenso. Voy a ser teniente coronel. —Cuando Morozov le ofreció una copa, añadió—: No, gracias.
—¿Rechaza usted nuestra hospitalidad, camarada Belov?
—Comandante Belov —rectificó Alexander, poniéndose de pie y elevando el tono—. ¿Cuál es su rango? —preguntó a su interrogador. Esperó la respuesta, pero el otro no dijo nada—. Imagino que no es oficial, puesto que no lo veo con uniforme. Le contesto: no quiero vodka, y tampoco pienso quedarme aquí sentado hasta que se decidan a explicarme qué quieren. Estoy dispuesto a colaborar en la medida de lo posible, camaradas, pero no me insulten obligándome a sentarme con ustedes como si fuéramos amigos. ¿Qué es lo que pasa?
—Está usted detenido.
—Ah. ¿Así que no van a ascenderme? Sólo han necesitado diez horas para reconocerlo, desde que vinieron a buscarme a las cuatro de la madrugada. Pero aún no me han dicho qué quieren de mí. No sé si ustedes mismos lo saben. ¿Por qué no traen a alguien que esté en condiciones de informarme? Mientras tanto, llévenme a la celda y no me hagan perder el tiempo.
—¡Comandante!
Esta vez había hablado Morozov, con una voz menos amable.
Los dos agentes ya habían empezado a dar cuenta del vodka. Alexander sonrió. Si continuaban bebiendo a aquel ritmo, terminarían hablándole en inglés y acompañándolo ellos mismos a la frontera de Finlandia. De hecho, ya lo habían llamado «comandante». Alexander conocía bien la psicología militar. La única norma que regía en el ejército era la de tratar con respeto a los superiores, y en este caso la jerarquía había quedado establecida.
—No se mueva, comandante —repitió Morozov.
Alexander volvió a ocupar la silla.
Mitterand se dirigió en voz baja al joven guardián que esperaba junto a la puerta. Alexander no lo oyó, pero captó la esencia de la orden. Era obvio que el asunto quedaba fuera de las competencias de Morozov. Tendría que venir un pez gordo para hablar con Alexander. Y aunque el pez gordo no tardaría en llegar, primero intentarían acabar con la resistencia del detenido.
—Ponga las manos en la espalda, comandante —le ordenó Morozov.
Alexander arrojó el cigarrillo al suelo, lo apagó con el pie y se levantó.
Le quitaron la pistola y el cuchillo y le registraron la mochila. Como sólo encontraron vendas, bolígrafos y el vestido blanco de Tatiana, nada de lo cual les pareció interesante, le quitaron las medallas, le arrancaron los galones y le dijeron que ya no tenía derecho a usar el título de comandante. Aún no le habían dicho de qué se le acusaba ni le habían hecho ninguna pregunta.
Se quedaron con su mochila y se rieron cuando la reclamó. Alexander miró la mochila con resignación, sabiendo que dentro estaba el vestido de Tatiana. Una cosa más que quedaba atrás.
Lo llevaron a una celda sin ventanas, en la que no estaban ni Ouspenski ni Maikov. No había ningún banco, ningún catre, ninguna manta. Alexander estaba solo, y las únicas fuentes de oxígeno eran la puerta cuando la abrían los carceleros, la ventanilla metálica Por donde introducían la bandeja de la comida, la mirilla que usaban para vigilarlo o el agujerito del techo que probablemente servía para introducir gas venenoso.
Le dejaron quedarse con el reloj, y no le quitaron los medicamentos que llevaba ocultos en las botas porque no lo cachearon. Alexander pensó que no estaban a buen recaudo, pero ¿dónde podía esconderlos? Se quitó las botas, sacó la jeringuilla, la ampolla de morfina y las píldoras de sulfamida y se lo metió todo en el bolsillo de los calzoncillos largos. Para encontrarlos tendrían que hacerle un registro más concienzudo de lo habitual.
Cuando se agachó recordó el dolor de espalda, que se había intensificado a medida que transcurrían las horas. Pensó en inyectarse morfina pero decidió que era mejor estar alerta durante los siguientes acontecimientos. Engulló una de las pastillas de sulfamida, amarga y ácida, sin machacarla y sin disolverla en agua. Simplemente se la llevó a la boca, la masticó un poco y se la tragó con un escalofrío. Se sentó en el suelo de cemento y cerró los ojos cuando se dio cuenta de que la celda estaba a oscuras y los carceleros no podían verlo. O quizá no llegó a cerrarlos, era difícil saberlo. A fin de cuentas, no había diferencia. Se sentó y esperó. ¿Era ya de noche? ¿Había pasado más de un día? Tenía ganas de fumar. Siguió esperando sin moverse. ¿Habrían escapado ya Sayers y Tatiana? ¿Sayers habría logrado convencerla, consolarla? ¿Habría cogido Tatiana sus cosas y habría subido al jeep? ¿Habrían dejado atrás Morozovo? No tenía ni idea. Temía que el doctor Sayers se hubiera venido abajo, que no hubiera podido convencer a su mujer y que ella hubiera decidido quedarse. Intentó imaginarla a su lado, pero sólo notó el frío de la celda. Si Tatiana se había quedado en Morozovo, el NKVD lo sabría y todo habría terminado para él. Empezó a respirar entrecortadamente al pensar que Tatiana podía seguir allí. Tenía que mantener controlados a los agentes del NKVD durante unas horas más, hasta estar seguro de que su mujer se había ido. Cuanto antes saliera ella de la Unión Soviética, antes podría entregarse él a las autoridades.
Tenía la sensación de tenerla a su lado. Casi podía extender el brazo hacia la mochila y ver a Tatiana con su vestido blanco de flores rojas, con su melena ondulante y su sonrisa resplandeciente. La sentía literalmente a su lado; en realidad, no necesitaba extender el brazo para tocar el vestido. Alexander necesitaba consuelo, y Tatiana también. Lo necesitaba para superar lo que le esperaba. ¿Cómo iba a superar la pérdida de Alexander sin la ayuda de Alexander?
Tenía que pensar en otra cosa.
Al cabo de un rato, no le hizo falta buscar otra cosa en la que pensar.
—¡Idiota! —atronó una voz fuera de la celda—. ¿Cómo vas a vigilar al prisionero si la celda está a oscuras? Podría suicidarse sin que te enterases. ¡Inútil!
La puerta se abrió y un hombre al que Alexander no podía ver y que sostenía en la mano una lámpara de queroseno irrumpió en el interior de la celda.
—¡Tiene que haber luz todo el tiempo! —dijo el hombre.
Se dio la vuelta hacia Alexander. Era Mitterand.
—¿Cuándo me va a decir alguien qué es lo que pasa? —Quiso saber Alexander.
—¡No es usted el que hace las preguntas! —chilló Mitterand—. Ya no es comandante. No es nada. Se quedará sentado y esperará a que vengamos a buscarlo.
Al parecer, el único objetivo de su visita era soltarle unos cuantos gritos. Cuando se marchó Mitterand, el guardián entró con una jarra de agua y una hogaza de pan. Alexander se comió el pan, se bebió el agua y luego palpó el suelo de la celda en busca de un desagüe. Quería estar a oscuras y no quería repartirse el oxígeno con la lámpara de queroseno. Abrió la base y vertió el queroseno por el desagüe, dejando una pequeña cantidad que se consumió al cabo de diez minutos.
—¿Por qué está apagada la lámpara? —gritó el guardián, abriendo la puerta.
—Se ha acabado el queroseno —contestó jovialmente Alexander—. ¿No tienen más?
El carcelero no tenía más.
—Qué pena —comentó Alexander.
Durmió en la oscuridad, sentado en un rincón. Cuando se despertó, la celda seguía a oscuras. Alexander no sabía si seguía durmiendo. Soñó que abría los ojos y que todo estaba oscuro. Soñó con Tatiana y pensó en ella nada más despertarse. Ya no sabía dónde terminaba la pesadilla y dónde empezaba la vida real. Soñó que cerraba los ojos y dormía.
Se sentía desconectado de sí mismo, de Morozovo, del hospital, de su vida… pero esta desconexión, curiosamente, lo confortaba. Sintió frío, y la sensación de frío le devolvió la conciencia de su cuerpo agarrotado e incómodo. Prefería no sentir. La herida de la espalda era implacable. Alexander apretó los dientes y parpadeó para alejar la oscuridad.
Harold y Jane Barrington, 1933
Hitler se había convertido en el nuevo canciller de Alemania después de que el presidente von Hindenburg «dejara el cargo». Alexander percibía una amenaza flotando en el ambiente, pero no habría sido capaz de definirla. Había dejado de desear más comida, más zapatos o un abrigo más grueso; era verano y no le hacía falta abrigarse. Por suerte, pasarían el mes de julio en una dacha de Krasnaia Poliana. Habían alquilado dos habitaciones en casa de una viuda lituana que tenía un hijo alcohólico que le pegaba para quedarse con el dinero.
Una tarde extendieron una manta sobre la hierba, cerca de un estanque, y dieron cuenta de una merienda a base de huevos duros, tomates y un poco de carne fría. Su madre se tomó un vasito de vodka («¿desde cuándo bebes, mamá?») y Alexander se tumbó a leer en la hamaca. Al cabo de un rato oyó unos pasos detrás de él, se volvió perezosamente y vio que sus padres arrojaban guijarros al agua mientras conversaban en voz baja. Alexander no estaba acostumbrado a verlos tan calmados, ya que el choque entre sus diferentes necesidades e intereses solía provocar estridentes discusiones. En circunstancias normales habría vuelto a concentrarse en la lectura, pero le intrigó aquella intimidad afectuosa… Jane soltó los guijarros y Harold la atrajo hacia él, tomó su mano y le enlazó la cintura. La besó y los dos comenzaron a bailar un vals. Bailaron lentamente en el claro, y Alexander oyó cantar a su padre.
Con los labios juntos, sus padres dieron varias piruetas en un abrazo conyugal, y Alexander sintió que le embargaban una felicidad y una nostalgia que no sabía cómo definir.
Sus padres deshicieron el abrazo, se volvieron hacia él y le sonrieron. Alexander les devolvió una sonrisa vacilante, avergonzado pero incapaz de desviar la mirada.
Sus padres se acercaron a la hamaca. Harold aún enlazaba con el brazo la cintura de Jane.
—Hoy es nuestro aniversario, hijo.
—Tu padre cantaba la canción que bailamos el día en que nos casarnos, hace treinta y un años; yo tenía diecinueve —explicó Jane.
Miró a Harold y sonrió.
—¿Te vas a quedar leyendo un rato en la hamaca, hijo?
—No pensaba ir a ningún lado.
—Muy bien —dijo su padre, y cogiendo a Jane de la mano, se dirigió hacia la casa.
Alexander se enfrascó otra vez en el libro. Después de pasar páginas durante una hora, no era capaz de recordar ni una sola palabra de lo que había leído.
El invierno llegó demasiado pronto. Y todos los jueves del invierno, después de cenar, Harold cogía a Alexander de la mano y los dos andaban en el frío de la noche hasta la calle Arbat, el punto de reunión de músicos, escritores, poetas, rapsodas y ancianas que vendían shashkas[5] de los tiempos del zar. Cerca de Arbat, en un apartamento de dos habitaciones cargado de humo, un grupo de soviéticos y de extranjeros, todos ellos acérrimos comunistas, se reunían entre las ocho y las diez para beber, fumar y debatir cómo conseguir que el comunismo funcionase mejor en la Unión Soviética y acelerar el advenimiento de una sociedad sin clases en la que ya no serían necesarios el Estado, la policía o el ejército porque habría desaparecido toda fuente de conflicto.
—Marx dijo que el único conflicto verdadero es el conflicto económico entre clases. Cuando las diferencias de clase desaparezcan, ya no se necesitará la policía. ¿A qué estamos esperando, ciudadanos? ¿No se demora el cambio más de lo que pensábamos?
Ésas eran las palabras de Harold.
Alexander también intervenía de vez en cuando, recordando frases que había leído:
—«Mientras exista el Estado, no hay libertad. Cuando haya libertad, no habrá Estado».
Harold dedicó a su hijo una sonrisa de aprobación al oír la cita de Lenin.
En estas reuniones, Alexander hizo amistad con Slavan, un hombre de sesenta y siete años, fatigado, canoso y con arrugas hasta en la calva, pero con unos ojos azules y despiertos que brillaban como estrellas y una boca que lucía eternamente una sonrisita burlona. Slavan no hablaba mucho, pero a Alexander le gustaba su expresión irónica y la mirada que se posaba con afecto sobre él.
Después de dos años, Harold y sus quince compañeros tuvieron que acudir a la sede local del Partido, el Obkom (Oblastnyi Kommitet), donde les insinuaron que sería mejor que debatieran algo que no fuera el cómo conseguir mejorar el funcionamiento del comunismo en Rusia, ya que este tema daba a entender que el sistema no funcionaba. Cuando su padre se lo explicó, Alexander preguntó cómo se enteraban en el Partido de lo que discutían quince borrachines una vez por semana en una ciudad donde vivían cinco millones de personas.
—«La libertad es algo precioso, tan precioso que debe ser racionado» —respondió Harold, citando a su vez a Lenin—. Es obvio que tienen alguna forma de acceder a nuestras conversaciones. Puede que sea Slavan. En tu lugar, yo dejaría de hablar con él.
—No es él, papá.
A partir de entonces siguieron reuniéndose los jueves pero dejaron de leer en voz alta el ¿Qué hacer? de Lenin, los panfletos de Rosa Luxemburgo o los pasajes del Manifiesto comunista de Marx.
Harold solía sacar a colación a los comunistas estadounidenses para demostrar que la doctrina soviética contaba con seguidores en todo el mundo y que su implantación general era sólo cuestión de tiempo.
—¿Sabéis qué dijo Isadora Duncan sobre Lenin? —preguntó, y citó las palabras de la bailarina—: «Otros se amaban a sí mismos o amaban el dinero, las teorías o el poder. Lenin amaba a sus congéneres… Lenin era Dios y Cristo era Dios, porque Dios es amor y Cristo y Lenin eran sólo amor».
Alexander miró a su padre con una sonrisa de aprobación.
Una noche, los quince amigos, excepto un silencioso y sonriente Slavan, estuvieron horas tratando de explicar a Alexander, que por entonces tenía catorce años, el significado de la expresión «valor añadido negativo»: es decir, el hecho de que un artículo manufacturado (por ejemplo, un par de zapatos) se vendiera por un precio inferior al coste global de los materiales y la mano de obra.
—¿Qué es lo que no entiendes? —exclamaba un frustrado comunista que de día trabajaba de ingeniero.
—¿Cómo queréis ganar dinero vendiendo los zapatos?
—¿Quién habla de ganar dinero? .¿No has leído el Manifiesto comunista?
—Sí.
—¿No recuerdas lo que dice Marx? La diferencia entre lo que la fábrica paga al obrero que fabrica los zapatos y el precio al que se venden es un robo capitalista y una forma de explotación del proletariado. Y eso es lo que el comunismo trata de erradicar. ¿No nos escuchabas?
—Sí, pero el valor añadido negativo no consiste solamente en eliminar el margen de beneficio —respondió Alexander—. Cuando hay un valor añadido negativo, fabricar los zapatos sale más caro que venderlos. ¿Quién pagará la diferencia?
—El Estado.
—¿Y de dónde sacará el Estado el dinero?
—Durante un tiempo pagará menos a los obreros que fabrican los zapatos.
—O sea que —dijo Alexander después de una pausa—, en un momento de inflación galopante en todo el mundo, ¿la Unión Soviética pagará menos dinero a sus trabajadores? ¿Cuánto menos?
—Menos, simplemente.
—Y entonces, ¿cómo compraremos zapatos?
—Estaremos un tiempo sin comprar, usaremos el mismo par del año pasado. Hasta que el Estado pueda andar solo…
El ingeniero sonrió.
—Muy bueno —observó pausadamente Alexander—. Hasta que el Estado pueda andar solo y hacerse cargo del Rolls Royce de Lenin, ¿no es así?
—¿Qué tiene que ver el Rolls Royce de Lenin con el tema que estamos debatiendo? —protestó el ingeniero. Slavan se echó a reír al oírlo—. La Unión Soviética encontrará el modo de salir adelante. Estamos en una fase inicial. Pediremos préstamos al extranjero si es necesario.
—Con todos mis respetos, ciudadano: ningún país del mundo volverá a prestar dinero a la Unión Soviética —puntualizó Alexander—. La deuda externa quedó cancelada en 1917, después de la Revolución Bolchevique. Pasará bastante tiempo antes de que podamos disponer de dinero extranjero. Los bancos del mundo tienen las puertas cerradas para la Unión Soviética.
—Debemos ser pacientes. Las cosas no cambian de la noche a la mañana. Y tú deberías tener una actitud más positiva. ¿Qué le enseñas a tu hijo, Harold?
Harold no dijo nada, pero cuando volvían a casa, preguntó:
—¿Qué te pasa, Alexander?
—Nada. —Alexander tenía ganas de darle la mano como siempre hacía, pero se sentía demasiado mayor de repente. Continuó andando junto a su padre y al final le tendió la mano—. Por el motivo que sea, la economía no funciona. Y el Estado revolucionario, que se apoya esencialmente en la economía, lo ha previsto todo, excepto cómo pagar la mano de obra. Los obreros cada vez se sienten menos proletarios y más una propiedad del Estado, como las fábricas o la maquinaria. Llevamos más de tres años en este país. Hace poco que ha terminado el primer plan quinquenal, y la comida escasea, las tiendas están vacías y…
Alexander quiso añadir: «y la gente desaparece», pero cerró la boca.
—¿Y qué crees que está pasando en Estados Unidos? —preguntó Harold—. Tienen un treinta por ciento de paro, Alexander. ¿Crees que viven mejor que nosotros? Las cosas van mal en todo el mundo. Acuérdate de la brutal inflación de Alemania. Y ahora ha salido ese tipo, Adolf Hitler, prometiéndoles que acabará con todos sus problemas. A lo mejor lo consigue. Al menos, sus compatriotas así lo esperan. Pues ya ves, el camarada Lenin y el camarada Stalin prometieron lo mismo en el caso de la Unión Soviética. ¿Cómo llamaba Stalin a Rusia? «El segundo Estados Unidos», ¿no? Debemos confiar en sus directrices, y ya verás cómo las cosas mejoran.
—Ya lo sé, papá. Puede que tengas razón. Aun así, el Estado tiene que encontrar la manera de pagar a la gente. ¿Cuánto tiempo estarán rebajándote el sueldo? Ya no podemos pagar ni la carne ni la leche, suponiendo que hubiera. Y a ti te irán rebajando el sueldo hasta… ¿hasta qué? Llegará el momento en que se den cuenta de que necesitan más dinero para gestionar los asuntos públicos, y tu trabajo es el coste variable más importante. ¿Qué harán entonces? Seguir bajándote la paga cada año, hasta… ¿hasta qué?
—¿De qué tienes miedo? —preguntó Harold, y oprimió con cariño la mano de su hijo—. Cuando seas mayor tendrás un buen trabajo. ¿Aún quieres ser arquitecto? Lo serás, tendrás una buena profesión.
—Me temo que no falta mucho para que tú y yo y todos nosotros terminemos siendo mero capital fijo —concluyó Alexander, y soltó la mano de su padre.