Capítulo 4

La vida en la isla de Ellis, 1943

Tatiana, aprovechando que tenía poca cosa que hacer aparte de guardar cama y recuperarse, decidió leer para mejorar sus nociones del idioma. En la pequeña pero bien surtida biblioteca de Ellis había libros en inglés donados por enfermeros, médicos y otros benefactores, además de algunas obras en ruso, de Mayakovski, Gorki, Tolstoi… Tatiana se llevaba los libros a la habitación pero le costaba concentrarse leyendo en inglés, y cuando no se concentraba le venían a la mente escenas de hielo y sangre, mezcladas con imágenes de aviones y bombas, de mujeres que tejían y cosían, de madres mirando atónitas las bolsas que contenían los restos mortales de sus hijos, de hermanas muertas de hambre y frío y arrojadas a una pila de cadáveres, de hermanos que desaparecían en el incendio de un tren, de padres que acababan carbonizados, de abuelos que fallecían con los pulmones infectados y de abuelas que morían de pena. Una superficie blanca, un charco de sangre, un pelo negro y ensortijado, una gorra de oficial caída sobre el hielo… las imágenes eran tan vívidas que Tatiana no tenía más remedio que levantarse, salir tambaleándose de la habitación para vomitar en el baño común y a la vuelta esforzarse en seguir practicando hasta leer en inglés con la concentración necesaria para no verse arrastrada a aquel lugar donde su corazón no podía evitar agitarse desbocado en el agujero abierto en medio de su pecho, un agujero hueco y muy parecido al miedo que le inundaba todo el cuerpo en cuanto cerraba los ojos.

Entonces sacaba a Anthony de la cuna y se lo ponía en el regazo para consolarse con su cercanía. Sin embargo, ni el dulce olor de la piel del niño ni la suavidad de su pelo oscuro podían evitar que la mente de Tatiana comenzara a divagar otra vez. Si al menos…

A pesar de todo, le gustaba sentir el olor de su bebé. Le gustaba desvestirlo cuando no hacía frío y acariciar su cuerpecito rosado y gordezuelo. Le gustaba olisquear su pelo y su cuello y el aroma lechoso de su aliento. Le gustaba tumbarlo boca abajo y acariciarle la espalda y las piernas y los largos piececitos y husmearle la nuca. El niño dormía plácidamente, ajeno a las caricias y los olisqueos de su madre.

—¿Ese niño se despierta alguna vez? —le preguntó un día el doctor Edward Ludlow.

—Es como león —respondió Tatiana en su inglés balbuceante—. Duerme veinte horas al día y de noche se despierta para cazar.

—Parece que estás mejor. —Edward sonrió—. Ya bromeas.

Tatiana le dedicó una débil sonrisa. El doctor Ludlow era un hombre delgado y elegante que nunca alzaba la voz ni agitaba las manos. Su mirada, su forma de hablar y sus movimientos transmitían serenidad. Sabía qué expresión adoptar junto al lecho del enfermo, un conocimiento esencial para ser un buen médico. Andaba por la treintena y tenía un porte tan erguido que Tatiana estaba convencida de que había sido militar. La seriedad de sus ojos le inspiraba confianza.

Un mes atrás, cuando Tatiana había llegado al puerto de Nueva York, el doctor Ludlow la había asistido en el parto. Ahora pasaba todos los días a preguntarle cómo se encontraba, aunque Tatiana sabía por Brenda que el doctor sólo trabajaba dos días a la semana en Ellis.

—Es casi la hora de comer —añadió Edward después de mirar el reloj—. Si te encuentras bien, ¿te apetece dar un paseo hasta la cafetería? Anda, ponte la bata.

—No, no.

A Tatiana no le gustaba salir de la habitación.

—Sí, mujer. Vamos.

—¿Y la tuberculosis?

—Ponte la mascarilla para salir al vestíbulo —respondió el médico, agitando la mano con un gesto de despreocupación.

Tatiana obedeció sin muchas ganas. Se sentaron a una de las mesas rectangulares que flanqueaban las altas ventanas del comedor.

—Hay poca cosa —observó Edward, contemplando la bandeja—. He cogido un poco de carne. Ten, pruébala tú también.

Cortó la hamburguesa y puso la mitad en el plato de Tatiana.

—Gracias, pero mira todo lo que tengo yo —dijo Tatiana—. Pan blanco, margarina, patatas, arroz y maíz. Un montón de cosas.

Está sentada en la oscuridad y delante de ella hay un plato y en el plato hay una rebanada de pan negro gruesa como una baraja de cartas. El pan lleva serrín y restos de cartón. Tatiana coge un cuchillo y un tenedor y corta lentamente la rebanada en cuatro trozos. Se lleva uno a la boca, lo mastica lentamente, lo hace bajar con dificultad por su garganta reseca, coge otro trozo y luego otro y por último el cuarto. Con éste se demora especialmente porque sabe que en cuanto haya desaparecido, no habrá más comida hasta la mañana siguiente. Le gustaría tener la fuerza necesaria para guardarse la mitad del pan hasta la cena, pero no puede. Cuando levanta la vista, ve a su hermana Dasha mirándola fijamente. El plato de Dasha hace rato que está vacío.

—Ojalá volviera Alexander —dice Dasha—. Nos traería comida.

«Ojalá volviera Alexander», piensa Tatiana.

Tatiana se estremece y se le cae al suelo el trozo de patata. Se agacha a recogerlo, sopla para limpiarlo y lo engulle sin decir palabra.

Edward la observa con seriedad, con el tenedor suspendido en el aire, entre el plato y la boca.

—Y hay azúcar, té, café y leche condensada —continúa Tatiana con voz temblorosa—. Y manzanas y naranjas.

—Apenas se encuentra pollo, prácticamente no hay ternera, la leche escasea y no hay mantequilla —observa Edward—. Los heridos se recuperan antes cuando comen mantequilla, pero no tenemos para darles.

—A lo mejor no quieren recuperarse antes, a lo mejor les gusta estar aquí —opina Tatiana, y Edward vuelve a mirarla muy serio. Tatiana recuerda algo y añade—: Edward, ¿has dicho que hay leche?

—No mucha, pero puedo encontrar leche normal, no condensada.

—Tráeme leche y un barreño grande y una cuchara larga de madera. Necesito diez litros de leche, o veinte. Cuantos más, mejor. Mañana tendremos mantequilla.

—¿Qué tiene que ver la leche con la mantequilla? —pregunta Edward.

Esta vez es Tatiana la que mira atónita a Edward.

—Soy médico, no granjero —añade él con una sonrisa—. Come, come. Lo necesitas. Y tienes razón. A pesar de todo, hay un montón de comida.