Morozovo, 1943
Matthew Sayers se acercó a la cama de Alexander a la una de la madrugada y constató lo obvio:
—Sigue usted aquí. —Tras una pausa, añadió—: A lo mejor no vienen a buscarlo.
Como buen estadounidense, el doctor Sayers era un eterno optimista.
Alexander negó con la cabeza.
—¿Ha guardado la medalla de Héroe de la Unión Soviética en la mochila de Tatiana? —Fue todo lo que dijo. El médico asintió—. ¿La ha escondido bien, tal como le dije?
—La he escondido tan bien como he podido.
Esta vez fue Alexander el que asintió.
Sayers se sacó del bolsillo una jeringuilla, una ampolla y un frasquito de medicinas.
—Le hará falta esto.
—Lo que me hace falta es fumar. ¿Tiene tabaco?
Sayers sacó una pitillera repleta de cigarrillos.
—Ya están liados.
—Perfecto. Mechero ya tengo.
Sayers le enseñó una ampollita llena de un líquido incoloro.
—Le he traído 650 miligramos de solución de morfina. No la utilice de una sola vez.
—¿Y por qué razón iba a hacerlo? Hace semanas que no me dan morfina.
—¿Quién sabe? Podría necesitarla. Inyéctese 15 miligramos, 30 como máximo; 650 bastan para matar a dos hombres fornidos. ¿Ha visto administrarla alguna vez?
—Sí —respondió Alexander.
Entonces le vino a la mente la imagen de Tatiana con la jeringuilla en la mano.
—Muy bien. Como no podrá abrir una vía intravenosa, será mejor que se la inyecte en el estómago. También le he traído sulfamidas para combatir la infección. Y aquí tiene una botellita de ácido fénico: úselo para esterilizar la herida si se queda sin medicamentos. Y un rollo de vendas. Tendrá que cambiarse el apósito diariamente.
—Gracias, doctor.
Guardaron silencio durante un momento.
—¿Tiene las granadas de mano?
—Una en la mochila y la otra en la bota —respondió Alexander, asintiendo con un gesto.
—¿Y armas de fuego?
Alexander dio una palmadita a la funda de la pistola.
—Se lo quitarán todo.
—Tendrán que obligarme. No pienso entregarles nada.
El doctor Sayers le estrechó la mano.
—¿Recuerda lo que le dije? —preguntó Alexander—. Pase lo que pase, no pierda esto. —Se quitó la gorra de oficial y se la dio al médico—. Redacte un certificado de defunción y a ella dígale que me vio muerto sobre el lago y que luego arrojó mi cadáver por un agujero del hielo. ¿Está claro?
—Le ayudaré en la medida que pueda —asintió Sayers—. Pero no me gusta lo que me pide.
—Ya lo sé.
Sus rostros se ensombrecieron.
—Comandante… ¿qué hago si realmente lo encuentro muerto en el hielo?
Alexander había pensado en ello.
—Redacte mi certificado de defunción y sepúlteme en el Ladoga. Persígneme antes de arrojarme al lago. —Se estremeció un momento—. Y no se olvide de darle mi gorra a Tatiana.
—Chernenko anda siempre rondando el jeep —dijo Sayers.
—Sí. No los dejará marcharse sin él, téngalo por seguro. Tendrá que llevárselo con usted.
—No quiero llevármelo.
—Quiere salvarla a ella, ¿no? Si Chernenko no los acompaña, Tatiana no tiene ninguna oportunidad. Así que deje de dar vueltas a algo que no tiene remedio. Limítese a vigilarlo, sin confiar en él en ningún momento.
—¿Y qué voy a hacer con él en Helsinki?
—En eso no le puedo aconsejar —respondió Alexander, con una pequeña sonrisa—. Simplemente… no haga nada que pueda ponerlo en peligro a usted o poner en peligro a Tatiana.
—Claro que no.
—Tiene que actuar con cautela, con valentía y discreción —añadió Alexander—. Llévesela tan pronto como pueda. ¿Ha avisado a Stepanov de que se marcha?
El coronel Mijail Stepanov era el superior de Alexander.
—Le he dicho que voy a regresar a Finlandia, y él me ha pedido que acompañe a su esposa a Leningrado. Dice que no le conviene quedarse en Morozovo.
Alexander asintió.
—Ya he hablado con él y le he pedido que la deje marcharse con usted —explicó—. Tiene su permiso. Mejor, así le será más fácil salir de la base.
—Stepanov me ha dicho que es habitual que se concedan ascensos en Voljov, al otro lado del lago. ¿Debo creerlo? Me cuesta distinguir la verdad de la mentira.
—Bienvenido a mi mundo —dijo Alexander.
—¿Sabe lo que le va a suceder?
—Él es el único que me ha informado de lo que está a punto de sucederme. Me llevan a la otra orilla del lago porque aquí no hay cárcel —explicó Alexander—. Pero cuando mi mujer le haga preguntas, Stepanov le dirá lo mismo que le he dicho yo: que van a ascenderme. Cuando estalle el camión, a los del NKVD les será más fácil ceñirse a la versión oficial… No les gusta hablar de oficiales arrestados. ¡Es mucho más fácil decir que he muerto!
—En Morozovo sí que hay cárcel. —Sayers bajó la voz—. El otro día me llamaron para atender a dos soldados que se estaban muriendo de disentería. Los tenían en la escuela abandonada, en un cuartito del sótano. Han dividido el refugio antiaéreo en varias celdas minúsculas. Creo que los tenían aislados. —Sayers clavó la mirada en Alexander—. No pude ayudarlos. No sé por qué no los dejaron morir sin más, la cuestión es que me llamaron demasiado tarde.
—Le avisaron cuando les convenía, para que no se diga que no les proporcionaron atención médica. Así pueden decir que intervino la Cruz Roja Internacional. Todo muy legal.
—¿Tiene miedo? —preguntó el doctor Sayers, con la respiración entrecortada.
—Tengo miedo por ella —respondió Alexander—. ¿Y usted?
—Muchísimo.
Alexander asintió y se acomodó contra el respaldo de la butaca.
—Una cosa más, doctor. Tal como tengo ahora la herida, ¿estoy en condiciones de luchar?
—No.
—¿Volverá a abrirse?
—No, pero podría infectarse. No se olvide de tomar las sulfamidas.
—No me olvidaré.
—No se preocupe por Tania —añadió en voz baja el doctor Sayers antes de marcharse—. Todo irá bien. No la perderé de vista hasta que lleguemos a Nueva York, y una vez allá estará a salvo.
—Estará tan bien como la situación lo permita —admitió Alexander, con un pequeño gesto de asentimiento—. Ofrézcale chocolate.
—¿Cree que así se sentirá mejor?
—Usted ofrézcaselo —repitió Alexander—. Las cinco primeras veces le contestará que no, pero a la sexta aceptará.
Antes de salir de la sala, el doctor Sayers se dio la vuelta y se encaró con Alexander. Los dos se miraron a los ojos durante un breve instante y acto seguido Alexander despidió al médico con el saludo marcial.
La vida en Moscú, 1930
Después de ir a buscarlos a la estación de tren y antes de dejarlos en la residencia, los llevaron a un restaurante y les dejaron comer y beber cuanto quisieran. Alexander estaba contento de ver feliz a su padre; parecía que las cosas iban a salir bien. La comida era pasable y abundante, pero el pan no era del día y el pollo tampoco. La mantequilla estaba fría como el tiempo y el agua también, pero les dieron té caliente con azúcar y cuando todos alzaron los vasitos de cristal y brindaron gritando «Na zdorovye!» o «¡Salud!», Harold dejó que su hijo tomara un sorbo de vodka.
—¡Harold! —protestó la madre—. ¿Estás loco? ¿Cómo se te ocurre darle vodka al niño?
Ella, que no era bebedora, se limitó a acercarse el vasito a los labios.
Alexander probó el vodka por curiosidad pero le pareció horrible y sintió su quemazón durante un tiempo que le pareció interminable. Su madre se rio al ver la cara que había puesto. Cuando dejó de escocerle la garganta, Alexander se quedó dormido con la cabeza apoyada en la mesa.
Luego vino la llegada a la residencia.
Luego vino lo de los retretes.
La residencia era fétida y oscura. Era oscuro el papel de la pared y eran oscuros los suelos, que en algunas habitaciones (entre ellas la de Alexander) no eran del todo perpendiculares a las paredes. Alexander siempre había pensado que las paredes tenían que formar ángulo recto con los techos, pero ¿él qué sabía? A lo mejor las revolucionarias técnicas arquitectónicas soviéticas no habían llegado aún a Estados Unidos. A juzgar por cómo ensalzaba su padre el prometedor futuro de Rusia, a Alexander no le habría extrañado descubrir que la rueda no se había inventado hasta la Gloriosa Revolución de Octubre de 1917.
También eran oscuras las colchas de las camas y las tapicerías de los sofás, y las cortinas eran de color marrón oscuro, las alacenas eran de madera oscura y la cocina de leña era negra. Al fondo del pasillo mal iluminado vivían tres hermanos nacidos en Georgia, al borde del mar Negro, los tres de pelo rizado y oscuro, ojos oscuros y piel oscura. Enseguida acogieron a Alexander como un georgiano más, a pesar de su piel clara y su pelo liso. Lo llamaban Sasha, decían que era su niño y le daban a probar un yogur líquido al que llamaban kéfir y que a Alexander le parecía repugnante.
Para su desgracia, Alexander descubrió que ésa no era la única especialidad de la gastronomía rusa que le resultaba repugnante. No era capaz de sentarse a una mesa donde hubiera cualquier cosa rebosante de cebolla y vinagre. Y casi todos los platos rusos que les ofrecían los amables extranjeros que compartían con ellos la residencia rebosaban de cebolla y vinagre.
Aparte de los tres georgianos, ningún otro inquilino de la planta sabía hablar ruso. En el segundo piso del Hotel Derzhava («fortaleza»), vivían otras treinta personas que se habían trasladado a la Unión Soviética por razones parecidas a las de los Barrington. Había una familia de comunistas italianos que habían tenido que huir de Roma a finales de los años veinte y que la Unión Soviética había acogido como a sus hijos. En opinión de Harold y de Alexander, era una cuestión de honor.
También había una familia de Bélgica y dos de Inglaterra. A Alexander le caían especialmente bien los británicos porque hablaban algo parecido a su idioma. Pero Harold quería que su hijo hablara ruso y no le caían demasiado bien los ingleses ni los italianos, y en realidad casi ninguno de sus compañeros de planta. Cada vez que tenía ocasión trataba de impedir que Alexander jugara con las hermanas Tarantella o con Simon Lowell, el chaval de Liverpool. Harold Barrington quería que su hijo se hiciera amigo de niños soviéticos. Quería que se sumergiera en la cultura moscovita y que aprendiera ruso, y Alexander, deseoso de complacerlo, hizo lo que su padre quería.
Harold no tuvo problemas para encontrar trabajo en Moscú. En Estados Unidos se había dedicado a muchas cosas distintas a pesar de que no necesitaba trabajar, y aunque no dominaba ningún oficio en particular, aprendía muy deprisa. Las autoridades moscovitas lo colocaron en la rotativa del Pravda, el diario oficial, donde manejaba las planchas de impresión diez horas al día. Todas las noches volvía a casa con los dedos tan cubiertos de tinta azul que parecían negros. Por mucho rato que estuviera lavándose las manos, las manchas no se iban.
También podría haberse dedicado a techar casas, pero en Moscú el sector de la construcción no estaba demasiado activo. «De momento se construye poco, pero dentro de nada ya veréis», solía decir Harold. Podría haberse dedicado a asfaltar pero tampoco se construían ni reparaban demasiadas carreteras: «De momento no, pero dentro de poco ya veréis…».
La madre de Alexander siguió los pasos del padre. Todo le parecía bien, excepto el mal estado de las instalaciones y los edificios. A pesar de las bromas de Alexander («Papá, ¿te parece bien que mamá friegue el baño para que no huela a proletariado? Mamá, deja de limpiar, que papá protesta…»), Jane estaba una hora fregando con estropajo la bañera comunitaria antes de meterse dentro. Todos los días, al volver del trabajo y antes de hacer la cena, salía a limpiar el baño. Alexander y su padre tenían que esperar a que volviera para poder comer algo.
—Alexander, lávate las manos al salir del baño…
—Ya no soy un niño, mamá… —protestaba Alexander—. Ya sé que tengo que lavarme las manos. —Luego husmeaba el aire y añadía—: ¡Ah, el eau de comunismo! ¡Qué perfume tan denso y embriagador…!
—¡No hagas bromas con eso! Y acuérdate de lavarte las manos siempre, en el colegio también…
—Sí, mamá.
—Ya sabes —concluía su madre, encogiéndose de hombros—: aquí huele mal, pero al final del pasillo es peor. ¿Has visto cómo apesta la habitación de Marta?
—Claro. Allí se ha impuesto más el nuevo orden soviético.
—¿Sabes por qué huele tan mal? Vive con sus dos hijos en una sola habitación. ¡Señor, qué mugre y qué peste tan insoportables!
—No sabía que Marta tuviera dos hijos.
—Pues sí. El mes pasado vinieron a verla desde Leningrado y se van a quedar aquí.
Alexander sonrió.
—¿Y dices que el mal olor es por ellos?
—No es por ellos —respondió Jane con un mohín de repugnancia—. Es por las putas que trajeron de la estación de tren. Y la otra noche tenían a otra lagartona. Son ellas las que lo han dejado todo apestoso.
—Eres demasiado crítica, mamá. No todo el mundo ha tenido ocasión de comprarse perfume francés al pasar por París. Si quieres que se refinen las putas, dales un poco del tuyo —propuso Alexander, riendo.
—No digas palabrotas, se lo diré a tu padre…
—A lo mejor no diría palabrotas si tú no hablaras de estas cosas con un niño de once años —dijo el padre, que estaba en la misma habitación.
Jane sonrió irónicamente y decidió cambiar de tema:
—Feliz Nochebuena, Alexander, cariño. A papá no le gusta que recordemos estos rituales absurdos…
—No es que no me guste… —la interrumpió Harold—. Sólo quiero situarlos en la perspectiva adecuada… Son superfluos y una reliquia del pasado.
—Y yo estoy totalmente de acuerdo contigo —continuó Jane—, pero de vez en cuando es agradable recordarlos, ¿no?
—Sobre todo hoy —reconoció Alexander.
—Muy bien. Pues haremos una cena especial. Y tú tendrás un regalo de Año Nuevo, como todos los niños soviéticos. —Jane hizo una pausa y luego añadió—: Es un regalo que te hacemos nosotros, no Papá Noel. —Hizo otra pausa—. Tú ya no crees en Papá Noel, ¿verdad, hijo?
—No, mamá —contestó dubitativamente Alexander, sin mirar a su madre.
—¿Desde cuándo?
—Desde ahora mismo —contestó el niño, y se levantó y comenzó a quitar la mesa.
Jane Barrington consiguió trabajo en la sección de préstamo de una biblioteca universitaria pero al cabo de unos meses la trasladaron a la sección de referencia y luego a la de cartografía y al final la pusieron de camarera en el comedor de la facultad. Todas las noches, después de limpiar los baños, preparaba platos rusos para la familia y de vez en cuando se quejaba de la falta de mozzarella, aceite de oliva o albahaca fresca para cocinar unos espaguetis. Alexander y Harold no protestaban y engullían sin rechistar la col, las patatas, las salchichas, los champiñones y el pan negro con cristales de sal. Harold insistió en que su mujer aprendiera a cocinar un borsch[3] de ternera como el que preparaban tradicionalmente las madres rusas.
Una noche, a Alexander lo despertaron los gritos de su madre. Se levantó de mala gana, salió al pasillo y vio a Jane vestida con su camisón blanco y lanzando improperios a uno de los hijos de Marta, que se alejaba por el pasillo sin mirarla. Jane tenía una cacerola en la mano.
—¿Qué ha pasado? —preguntó Alexander.
Harold no se había levantado.
—He salido al baño y me han entrado ganas de beber agua. Pensaba que a estas horas no habría nadie en la cocina, pero me he encontrado a ese guarro metiendo las zarpas en mi borsch. ¡Estaba sacando los pedazos de carne! ¡Comiéndose mi borsch directamente de la cacerola, el muy cerdo! —chilló en dirección al vestíbulo—. ¡No hay respeto por la propiedad privada!
Su madre soltó unos cuantos insultos más y arrojó furiosamente por el fregadero lo que quedaba del guiso.
—Y pensar que nos lo habríamos comido sin saber que ese bruto había metido sus manazas… —suspiró.
—Buenas noches, madre —se despidió Alexander antes de volver a la cama.
Jane siguió hablando de lo sucedido a la mañana siguiente, y también cuando su hijo volvió del colegio por la tarde, y durante la cena, que no consistió en un delicioso borsch sino en un plato de verdura hervida que a Alexander no le gustaba nada. Prefería la carne porque le daba fuerza. Su cuerpo crecía de una forma desconcertante, pero se había dado cuenta de que necesitaba alimentarlo con pollo, ternera, cerdo… y pescado cuando había. No le gustaba cenar solamente verdura.
—Cálmate, Jane —dijo Harold—. Este asunto te ha afectado demasiado.
—¿Y cómo no me va afectar? ¿Crees que el muy guarro se había lavado las manos después de sobar a esa puta que trajo de la estación y que es aún más guarra que él?
—Ya tiraste el guiso. ¿Por qué sigues tan rabiosa? —dijo Harold.
Alexander, esforzándose para no echarse a reír, miró a Harold. Como vio que su padre no decía nada más, carraspeó y decidió intervenir:
—Bueno, mamá, tengo que decirte que tu actitud no me parece demasiado socialista. El hijo de Marta tiene todo el derecho a compartir tu borsch contigo, igual que tú tienes derecho a compartir a su puta con él. Ya sé, ya sé que no quieres nada de esa mujer. Pero si quisieras, y si ella fuera propiedad de ese hombre (cosa que no es así, por supuesto, porque las personas no pertenecen a nadie), tendrías derecho a compartirla con él. Igual que tienes derecho a compartir su mantequilla. ¿Quieres la mantequilla del hijo de Marta? Voy a traerte un poco.
Harold y Jane miraron severamente a Alexander.
—¿Te has vuelto loco, Alexander? ¿Por qué voy a querer yo algo que pertenezca a ese hombre?
—Por eso lo digo, mamá. No hay nada que le pertenezca. Todo es tuyo también. Y por eso mismo, tampoco hay nada que te pertenezca a ti, puesto que también es suyo. Él tiene todo el derecho a hurgar en tu cacerola de borsch. Eso es lo que me habéis enseñado vosotros, y es lo que me enseñan en el colegio, aquí en Moscú. Así es mejor para todos. Y nos trasladamos aquí para prosperar en la prosperidad común, para que todo el mundo pueda beneficiarse de los logros de todo el mundo. Personalmente, no entiendo que prepararas tan poca cantidad de borsch. ¿No sabes que Nastia, la del fondo del pasillo, lleva un año sin añadir carne al guiso?
Alexander miró a sus padres con los ojos resplandecientes.
—Por el amor de Dios, ¿qué te pasa, hijo? —preguntó Jane.
Alexander terminó de comerse la col con cebolla.
—¿Cuándo es la próxima reunión del Partido? —preguntó a su padre al final de la cena—. Estoy impaciente por ir.
—¿Sabes qué, hijo? Creo que para ti no habrá más reuniones del Partido —anunció Jane.
—Al contrario —protestó Harold, y acarició el pelo de su hijo—. Creo que necesita unas cuantas más.
Alexander sonrió.
Habían llegado a Moscú el invierno anterior, y tres meses después de su llegada se daban cuenta de que para conseguir cualquier cosa que necesitaran —desde un saquito de harina de trigo o de centeno hasta unas bombillas— tenían que comprársela a los vendedores clandestinos que merodeaban por los alrededores de las estaciones para colocar la fruta o el jamón que escondían bajo los abrigos de pieles. No había muchos y los precios eran exorbitantes. Harold estaba en contra de la venta clandestina y se conformaba con el escaso pan negro del racionamiento, el borsch sin carne y las patatas sin mantequilla pero con abundante aceite de linaza… que hasta entonces habían pensado que servía solamente para desleír pintura, fabricar linóleo o barnizar madera.
—No estamos en situación de malgastar en el estraperlo —decía—. Podemos aguantar un invierno sin fruta; ya habrá el año próximo. No andamos sobrados. ¿De dónde vamos a sacar el dinero para pagar los productos clandestinos?
Jane callaba y Alexander se encogía de hombros sin saber qué contestar, pero por la noche, cuando el padre ya dormía, Jane entraba de puntillas en la habitación de su hijo y entre susurros le decía que a la mañana siguiente se comprara unas naranjas para prevenir el escorbuto, o jamón para combatir la distrofia muscular, o un poco de leche, que escaseaba y no solía ser muy fresca.
—Escúchame bien, Alexander. Te he puesto unos dólares en el bolsillo interior de la cartera del colegio, ¿me has entendido?
—Muy bien, mamá. ¿De dónde los has sacado?
—No te preocupes por eso, hijo. Traje un poco de dinero extra, por si acaso. —Jane se acercaba en la oscuridad a la cabecera de la cama y le daba un beso en la frente—. Las cosas no pueden cambiar de la noche a la mañana. ¿Sabes cómo está la situación en Estados Unidos? Depresión económica, pobreza, paro… son tiempos duros en todas partes. Pero nosotros vivimos de acuerdo con nuestros principios, participamos en la construcción de un nuevo orden que no se basa en la explotación sino en la fraternidad y en la cooperación mutua.
—¿Con unos dólares extra por si acaso? —susurraba Alexander.
—Con unos dólares extra por si acaso —reconocía Jane, tomándole la cara entre las manos—. Pero no se lo digas a tu padre, porque se sentiría traicionado y se enfadaría.
—No le diré nada.
Al invierno siguiente, Alexander ya tenía doce años y en Moscú seguía sin haber fruta. Y el frío era tan terrible como el año anterior, y la única diferencia entre el invierno de 1931 y el invierno de 1930 era que los vendedores clandestinos que merodeaban junto a las estaciones habían desaparecido. A todos les habían caído diez años en Siberia por sus actividades contrarrevolucionarias y antiproletarias.