Capítulo 1

Hospital de Morozovo, 13 de marzo de 1943

Entrada la noche, en el pueblecito pesquero donde el Ejército Rojo había instalado su cuartel general, un herido esperaba la muerte en la cama del hospital militar.

El herido estuvo varias horas con los brazos cruzados, hasta que se apagaron las luces y la sala quedó en silencio.

No tardarían en venir a buscarlo.

El herido era un soldado de veintitrés años castigado por la guerra. Los meses pasados en aquella cama de hospital habían dado a su rostro una palidez que no tenía que ver con el miedo ni con la añoranza. Iba sin afeitar y llevaba la cabeza rapada casi al cero. Sus ojos de color caramelo estaban clavados en la lejanía. Alexander Belov no era un hombre frío ni cruel, pero en esos momentos tenía una mirada sombría y resignada.

Unos meses antes, durante la batalla de Leningrado, Alexander había corrido a ayudar a su amigo Anatoli Marazov, caído sobre la superficie helada del Neva con una bala en la garganta. Además de Alexander, otra persona que corrió hacia el pobre Anatoli fue un médico de la Cruz Roja Internacional nacido en Boston y llamado Matthew Sayers. Pero el imprudente médico se hundió en el hielo y Alexander tuvo que sacarlo del agua arriesgando su vida y arrastrarlo sobre la superficie congelada del río hasta guarecerse con él detrás de un camión blindado. Los aviones alemanes bombardearon el camión y uno de los proyectiles cayó sobre Alexander. De pronto se acordó de Luga al principio de la guerra, cuando los alemanes bombardearon las tierras de labor llenas de civiles y de soldados. Ahora entendía por qué le habían causado tanta impresión: bajo las ráfagas de la Luftwaffe, había visto su propia muerte.

Fue Tatiana la que lo salvó de los cuatro jinetes que habían ido a buscarlo contando con sus dedos enfundados en guantes negros las buenas y las malas acciones de su vida. Tatiana, a la que Alexander había dicho: «Sal de inmediato de Leningrado y vete a Lazarevo». Lazarevo, la aldea de pescadores al pie de los Urales, en la ribera del caudaloso Kama, rodeada de bosques de coníferas. Lazarevo, donde Tatiana habría podido ponerse a salvo momentáneamente, si no hubiera sido tan imprudente como aquel médico de la Cruz Roja. «No iré», declaró; y no fue. Lo que hizo fue trasladarse al frente sin que Alexander lo supiera y plantar cara a los cuatro jinetes: «No os lo llevaréis, haré cuanto esté en mi mano para impedirlo», les dijo, desafiante.

Y Tatiana había cumplido su palabra. Había donado su propia sangre para impedir que los jinetes se llevaran a Alexander. Había vaciado sus arterias para alimentar las venas de Alexander, y lo había salvado.

Alexander le debía a Tatiana la vida, pero el doctor Sayers le debía la vida a él y por eso había aceptado llevarlos a los dos a Helsinki, para que desde allí pudieran trasladarse a Estados Unidos. Urdieron un plan con ayuda de Tatiana, y Alexander esperó dos meses en el hospital mientras se le curaban las heridas de la espalda, tallando figuritas y espadas de madera e imaginándose que atravesaba Estados Unidos con ella. Cerraba los ojos y pensaba que el dolor desaparecía y que hacía calor y que en el coche estaban solamente Tatiana y él, oyendo la radio y cantando.

Durante todo ese tiempo, Alexander se apoyó en las frágiles alas de la esperanza. Sabía que era una esperanza muy pequeña, pero aun así se dejó llevar por ella. Era la esperanza del hombre que corre en un último intento de salvación, suplicando a Dios que le dé tiempo a zambullirse en el agua antes de que el enemigo recargue sus armas y lo acribille. Alexander oye los chasquidos de los fusiles y los gritos de los soldados a sus espaldas, pero sigue corriendo. Zambullirse en el agua o morir. Zambullirse en las aguas del Kama.

Y después, tres días antes del momento actual, Alexander abrió los ojos y se encontró con su «buen» amigo Dimitri Chernenko delante de su cama, sujetando la mochila que creía haber perdido al caer sobre el hielo. Dimitri sacó el vestido blanco con rosas rojas de Tatiana y lo sostuvo en el aire en un gesto de amenaza: le estaba exigiendo que se olvidara de ella y se fuera a Estados Unidos con él. Lo estaba retando, pidiéndole que renunciara a su vida.

Alexander debería haberlo matado. De hecho, si no lo hubiera detenido un estúpido celador, habría acabado con él de una paliza. En cualquier caso, con Dimitri vivo o muerto, su destino estaba marcado. Alexander no sabía cuándo había quedado marcado, y tampoco quería saberlo.

Su destino había quedado marcado en diciembre de 1930, en el momento en que él y su familia salieron del último cuarto alquilado que habían ocupado en Boston.

Ahora, en 1943, si hubiera matado a Dimitri, Alexander estaría en el calabozo, esperando a comparecer ante un consejo de guerra por homicidio. Y Tatiana se habría quedado en la Unión Soviética para estar cerca de él, y Matthew Sayers, el médico de la Cruz Roja, se habría marchado solo a Helsinki.

Pero Alexander no lo había matado. Y lo primero que hizo Dimitri al volver en sí fue ir a hablar con el general Mejlis, el jefe de la rama militar del NKVD, para contarle todo lo que sabía de Alexander Belov. Y sabía muchas cosas.

Sin embargo, Dimitri no mencionó a Tatiana. Lo único que quería era arruinar la vida de Alexander, no la de ella. Tatiana, que era capaz de ver la verdadera naturaleza de las personas, había advertido a Alexander desde el principio de las malas intenciones de Dimitri. Alexander y ella actuaron con cautela, fingiendo que no se conocían y procurando no dejarse ver juntos en público. Pero Dimitri encontró el vestido blanco con rosas rojas en la mochila de Alexander y supo que se habían casado en secreto. Los tenía acorralados y estaba dispuesto a hacer lo que fuera para arruinarles la vida. Y lo hizo.

A pesar de todo, Alexander aún veía arder delante de él una pequeña llamita de esperanza. Dimitri estaba obsesionado con escapar de la Unión Soviética. Por eso, cuando corrió a hablar con el general Mejlis con el brazo medio arrancado y la cara llena de sangre, se limitó a delatar a su amigo Alexander Belov pero no mencionó a Tatiana Metanova. No dijo que Tatiana era la esposa de Alexander porque no quería que ella se marchara de la Unión Soviética; mejor dicho, quería que se marchara con él y no con Alexander.

Para salvar a Tatiana, Alexander Belov tuvo que armarse de valor y alejarse de ella. Más aún: tuvo que allanarle el camino para animarla a marcharse.

Ahora sólo le quedaba una cosa por hacer: curarse, reponer fuerzas y felicitar al médico que sacaría a su esposa de la Unión Soviética. Después regresaría al campo de batalla y volvería a enfrentarse al enemigo. Por el momento, lo único que podía hacer era esperar.

Alexander pidió a la enfermera del turno de noche que le trajera su uniforme de comandante y su gorra de oficial. Se afeitó con el cuchillo de combate y el vaso de agua de la mesilla, se vistió y se sentó a esperar con las manos en el regazo. Cuando fueran a buscarlo los esbirros del NKVD, y sabía que lo harían, quería recibirlos con toda la dignidad posible. Oyó la pesada respiración del soldado que ocupaba la cama contigua, oculta a la vista por una cortina de aislamiento.

¿Cuál era la situación de Alexander aquella noche? ¿Qué le había llevado a adoptar su decisión? Y lo más importante, ¿qué sería de él dos horas después, cuando el NKVD pusiera en cuestión todo lo que había sido hasta entonces? Es decir, cuando el jefe de la policía secreta, el general Mejlis, alzara sus ojillos incrustados en unos párpados grasientos y le ordenara: «Díganos quién es usted, comandante». ¿Cuál sería la respuesta de Alexander?

¿Era el marido de Tatiana?

Sí.

—No llores, cariño.

—No acabes. Por favor, no acabes. Aún no.

—Tania, tengo que marcharme.

Había asegurado al coronel Stepanov que estaría de vuelta el domingo por la noche a la hora del recuento y no podía retrasarse.

—Por favor. Aún no.

—Tania, me darán más permisos de fin de semana… —dice Alexander entre jadeos—. Volveré después de la batalla de Leningrado. Pero ahora…

—Por favor, Shura. Aún no…

—Me estás apretando. Relaja las piernas…

—No, no te muevas. Por favor. Espera…

—Son casi las seis, mi amor. Tengo que marcharme.

—Shura, cariño… Por favor, no te marches.

—No acabes, no te marches… ¿Qué puedo hacer?

—Quédate como estás. Dentro de mí, para siempre. No te retires aún, aún no…

—Shhh… Tania…

Cinco minutos después, Alexander corre hacia la puerta de la habitación.

—Tengo que irme. No, no me acompañes al cuartel, no quiero que andes sola de noche. ¿Tienes la pistola que te di? Quédate aquí. No hace falta que me despidas desde el corredor. Sólo… ven aquí. —Alexander la estrecha contra él, la envuelve con la guerrera y le besa el pelo y los labios—. Sé buena, Tania. No es una despedida.

Ella hace el saludo militar.

—Hasta pronto, capitán de mi corazón —dice Tatiana, a la que ya no quedan lágrimas porque las ha derramado todas entre el viernes y el domingo.

¿Era un soldado del Ejército Rojo?

Sí.

¿Era el hombre que había confiado su vida a Dimitri Chernenko, aquel canalla desalmado que se había hecho pasar por su amigo?

Sí, también era ese hombre.

Sin embargo, en otro tiempo había sido un ciudadano estadounidense, un Barrington. Hablaba como un estadounidense. Se reía como un estadounidense. En verano practicaba deporte al aire libre como cualquier estadounidense, nadaba como cualquier estadounidense y, como cualquier estadounidense, tenía una vida que daba por sentada. Como cualquier estadounidense, tenía amigos que pensaba conservar hasta la muerte y, como cualquier estadounidense, quería a sus padres.

En otro tiempo estaban los bosques de Massachusetts, su tierra natal. Y estaba la bolsa de tela donde guardaba sus pequeños tesoros infantiles: las conchas y los pedazos de cristal que recogía en la playa de Nantucket Sound, el envoltorio de un algodón de azúcar, los trozos de cordel y la foto de su amigo Teddy.

En otro tiempo tenía una madre, y su rostro moreno y de ojos grandes seguía sonriendo en su memoria.

En otro tiempo, cuando la luna era azul y el cielo era negro y las estrellas lo bañaban con su luz, durante un breve instante de la eternidad, Alexander había descubierto algo que no había vuelto a ver durante todo el tiempo que había pasado en la Unión Soviética.

En otro tiempo.

Alexander Barrington se acercaba a su fin. Pero no llegaría al final sin resistirse.

Se puso las tres medallas al valor y la Estrella Roja que le habían concedido por atravesar la peligrosa superficie helada de un lago al volante de un tanque, se encasquetó la gorra de oficial, se sentó en la butaca que había junto a la cama y esperó.

Alexander sabía cómo actuaban los agentes del NKVD cuando querían detener a alguien. Tenían que actuar en silencio, procurando que los viera el menor número de gente posible. Llegaban en medio de la noche o se presentaban en el andén abarrotado donde esperabas el tren que iba a llevarte a un centro de veraneo en Crimea. Aparecían entre los puestos del mercado, o bien obligaban a un vecino a llamarte un momento a su habitación. Te preguntaban si podían sentarse a tu lado cuando estabas tomándote un pelmeni[1] en la taberna. Se colocaban detrás de ti en la cola de la tienda, carraspeaban y te decían que los acompañaras al departamento de entregas especiales. Se sentaban en el banco que ocupabas en el parque. Se mostraban siempre corteses y hablaban en voz baja e iban impecablemente vestidos. Al principio no veías las pistolas ni el coche que aparcaría junto al bordillo para llevarte a la Casa Grande. Una vez, una mujer a la que intentaron detener en plena calle se subió a una farola y comenzó a gritar hasta que los transeúntes abandonaron su indiferencia habitual. Los agentes del NKVD la dejaron en paz por el momento, pero ella, en lugar de esconderse en el campo, se fue a dormir a su casa, de donde se la llevaron aquella misma noche.

A Alexander habían ido a buscarlo una tarde a las puertas del instituto, cuando charlaba con un amigo. Se le acercaron dos hombres y le dijeron que su profesor de historia quería verlo un momento en el despacho. Alexander desconfió de inmediato. Sin alterarse, se aferró al brazo de su amigo y movió la cabeza negativamente. Pero su compañero decidió que su presencia no era deseada y se marchó a toda prisa. Cuando se quedó solo con los dos agentes, Alexander consideró sus posibilidades de escapar, pero al ver el coche negro que aparcaba lentamente junto al bordillo comprendió que eran muy pocas. Al final decidió que no se atreverían a dispararle por la espalda a plena luz del día y echó a correr. Los dos agentes echaron a correr tras él, pero tenían unos cuantos años más que Alexander y no lo alcanzaron. Al cabo de unos minutos los perdió de vista y se escondió en un callejón. Más tarde se fue al mercado de la iglesia de San Nicolás, compró un panecillo y pensó que no podía volver a casa. Como su padre no lo echaría de menos y su madre no se daría ni cuenta, pasó la noche al raso.

A la mañana siguiente volvió al instituto, pensando que en el aula estaría más seguro. El director en persona le envió una nota pidiéndole que fuera a verlo a su despacho.

En cuanto salió al pasillo, los dos agentes lo agarraron y lo obligaron a salir a la calle y a subir al coche que aguardaba junto a la acera.

En la Casa Grande le dieron una paliza y luego lo enviaron a la cárcel de Kresti. Alexander no se hacía muchas ilusiones sobre su destino. No podían acusarlo de nada, pero sabía que su inocencia o culpabilidad eran lo de menos. Además, tal vez no era tan inocente. Después de todo, era estadounidense y se llamaba Alexander Barrington. Ése era su delito. Lo demás eran detalles superfluos.

Fueran quienes fueran los que acudieran a buscarlo aquella noche a la sala de convalecencia del hospital militar, procurarían no armar ningún jaleo. Alexander suponía que el pretexto que se habían buscado (llevarlo a Voljov para ascenderlo a teniente coronel) bastaría para contentar a los apparatchik[2]. Sin embargo, estaba decidido a no llegar a Voljov, donde debían «juzgarlo» y ejecutarlo. En Morozovo, rodeado de novatos, tenía más posibilidades de sobrevivir.

Según el artículo 58 del Código Penal soviético de 1928, Alexander no era un delincuente político. El Código se subdividía en 14 capítulos y utilizaba definiciones muy vagas. Daba igual que Alexander fuera o no estadounidense, que fuera o no prófugo de la justicia, que fuera o no agente extranjero, espía o pacifista e incluso que hubiera cometido o no un acto delictivo, ya que la mera intención de traicionar al Estado equivalía a un acto de traición y estaba sujeta a una severa pena. El gobierno soviético se enorgullecía de esta muestra de superioridad sobre las legislaciones occidentales, que esperaban ridículamente a que los delitos se llevaran a la práctica antes de aplicar el castigo pertinente.

Cualquier acto, efectivo o en grado de intención, contrario al Estado o a la estructura militar de la Unión Soviética estaba penado con la muerte. Y no sólo los actos. También la inacción se consideraba contrarrevolucionaria.

En cuanto a Tatiana, no viviría mucho tiempo si se quedaba en la Unión Soviética. Si Alexander y Dimitri hubiesen huido a Estados Unidos tal como tenían planeado, ella habría pasado a ser la esposa de un desertor del Ejército Rojo. Si él hubiera muerto en el frente, ella, viuda y huérfana, habría tenido pocas posibilidades de sobrevivir. Y si Dimitri denunciaba a Alexander al NKVD, como realmente había hecho, Tatiana se convertía en la única pariente viva de Alexander Barrington, la esposa rusa de un «espía» estadounidense, un enemigo de clase o, como se decía por entonces, un enemigo del pueblo. Ésas eran las únicas posibilidades de futuro que se abrían ante Alexander y la infortunada muchacha que se había casado con él.

«Cuando Mejlis me pregunte quién soy, ¿agacharé la cabeza y diré “Alexander Barrington” sin pensar en el pasado?».

¿Podría hacerlo? ¿No pensaría en el pasado?

Alexander no se veía capaz.

La llegada a Moscú, 1930

A los once años, Alexander entró con sus padres en una habitación pequeña y fría y sintió náuseas en cuanto traspasó el umbral.

—¿Qué es ese olor, mamá? —preguntó.

La habitación estaba a oscuras y Alexander no veía bien qué había en su interior. Cuando su padre encendió la luz, siguió sin ver apenas nada porque la bombilla estaba sucia y amarillenta. Alexander se tapó la nariz y volvió a preguntar qué era aquel olor. Su madre no dijo nada; se quitó el sombrerito y el abrigo, pero al sentir frío se los volvió a poner y encendió un cigarrillo.

El padre de Alexander recorrió la habitación con pasos viriles, palpando la cómoda, la mesa de madera y los visillos polvorientos.

—No está mal —concluyó—. Estaremos muy cómodos. Alexander, tú tendrás una habitación para ti solo y tu madre y yo nos quedaremos en ésta. Ven, voy a enseñarte tu dormitorio.

Alexander le dio la mano y salió detrás de él.

—Pero huele raro, papá…

—No te preocupes. —Harold sonrió—. Tu madre lo limpiará todo. Además, no pasa nada. Es sólo que… aquí vivían muchas personas. —Oprimió la mano del niño—. Es el olor a comunismo, hijo.

Ya era de noche cuando los llevaron por fin a la residencia. Alexander imaginó que no quedaba lejos del centro, pero no habría podido decirlo con seguridad. Habían llegado a Moscú al amanecer, después de viajar dieciséis horas en tren desde Praga. Antes habían viajado otras veinte horas desde París, donde habían tenido que aguardar dos días a que les dieran los documentos, los permisos o los billetes de tren, no sabía muy bien qué. Pero le había gustado París. Los adultos estaban muy atareados y le hacían poco caso, y él se entretenía leyendo su libro favorito, Las aventuras de Tom Sawyer. Cada vez que quería olvidarse de los mayores, abría el libro y se sentía mejor. Claro que luego su madre intentaba explicarle por qué había discutido con su padre, y Alexander tenía ganas de decirle que hiciera caso a papá y no le fuera a él con historias.

Alexander no quería escuchar las explicaciones de su madre.

Pero esta vez sí: esta vez quería una explicación.

—¿Olor a comunismo, papá? ¿Y eso qué puñetas es?

—¡Alexander! —protestó Harold—. ¿Dónde has aprendido a hablar así? Tu madre y yo no usamos esas palabrotas.

A Alexander no le gustaba criticar a su padre, pero tuvo ganas de recordarle que cuando discutían, Jane y él soltaban palabrotas como aquélla y otras aún peores. Su padre se comportaba como si no estuvieran en la habitación de al lado, o justo delante de su hijo. En Barrington, el dormitorio de sus padres estaba al final del pasillo, en el piso de arriba, a bastante distancia de su cuarto, y nunca oyó ni una palabra. Y así debía ser.

—Por favor, papá —insistió—, ¿qué olor es ése?

—Son los retretes, Alexander —respondió su padre, incómodo.

—¿Y dónde están? —preguntó Alexander, paseando la mirada por el dormitorio.

—Aquí no. Están cerca, en el pasillo. —Harold sonrió—. Míralo por el lado bueno: no tendrás que ir muy lejos si te despiertas en medio de la noche.

Alexander soltó la mochila y se quitó el abrigo. Le daba igual que hiciera frío. No pensaba dormir con el abrigo puesto.

—Papá —dijo, respirando por la boca para contener las náuseas—. ¿No sabes que nunca me despierto en medio de la noche? Tengo un sueño muy profundo.

En la habitación había un camastro cubierto con una mantita de lana. Cuando se fue Harold, Alexander se asomó a la ventana para ver qué había fuera. Hacía mucho frío en Moscú. Era diciembre y la temperatura era de varios grados bajo cero. Al asomarse a la calle desde el segundo piso, Alexander vio que en el suelo de uno de los portales dormían cinco personas. Dejó la ventana abierta. Hacía frío pero no le importaba. Prefería que se ventilara la habitación.

Salió al pasillo pero no pudo entrar en el baño y optó por bajar a la calle. Al volver se desvistió y se metió en la cama. El día había sido largo y Alexander sólo tardó unos segundos en dormirse, pero tuvo tiempo de preguntarse si también existiría el olor a capitalismo.