Dos años antes, Gus Kusevic conducía lentamente por la estrecha carretera que circunvalaba Boonesboro.
Era una espléndida comarca para ir despacio, especialmente a finales de primavera. No había nadie más en la carretera. Los bosques florecían con profundo y rico verdor, aún no calcinados por el verano, y las tardes se mantenían todavía frescas. Y, justo antes de alcanzar la línea municipal de Boonesboro, vio la cerrada y protegida casa de campo cuya parcela de un acre estaba en venta.
Frenó, manipuló los laterales de su asiento y se puso a contemplarla.
Le hacía falta una capa de pintura. La fachada, en un tiempo blanca, era gris ahora, y los adornos habían desaparecido. Aquí y allá se habían desprendido algunas tejas del techo, dejando oscuros huecos sobre las soleadas crujías de cedro e, inevitablemente, algunos paneles de las ventanas estaban rotos. Pero el armazón no se había desquiciado ni combado el techo. La chimenea permanecía aún derecha.
Miró los diseminados amontonamientos de heno, que era todo lo que quedaba de lo que en otro tiempo fuera plantío de arbustos y césped. Sus amplias mejillas contrajeron sus bien marcadas arrugas en una serena sonrisa. En sus manos se produjo la nostalgia física de un azadón.
Salió del vehículo, atravesó la carretera y llegó a la puerta de la casa y anotó el nombre del agente de la propiedad que podía verse en la tarjeta adosada al marco de la puerta.
Ahora, casi dos años después, a principios del mes de abril, Gus se encuentra abonando el césped.
Al comenzar el día, había colocado un tamiz junto al montón de tierra que había tras la casa, pasado la tierra a través del tamiz, mezclándola con desmenuzada turba y transportaba la mezcla en carretadas hasta el césped, donde quedó en pequeños montones. Rastrilló luego la tierra por encima de la joven hierba, dejando sólo una delgada capa que apenas cubría las raíces, desperdigando después las foliformes semillas. Quería terminar para cuando comenzara la segunda parte del partido que jugaban los Giants y los Kodiaks. Tenía un particular interés en verlo porque Halsey había fichado con los Kodiaks y él tenía un interés avuncular en Halsey.
Siguió con la tarea sin ímpetu en demasía, ni excesivo derroche de energía. Una o dos veces se detuvo para tomarse una cerveza a la sombra de la rosaleda que había instalado en torno a la entrada de la casa. Sin embargo, el sol apretaba fuerte; al comienzo de la tarde se quitó la camisa.
Poco antes de terminar una abollada cafetera se detuvo frente a la casa. Paró con un bramido de los motores y un hombre larguirucho vestido de raída sarga y con el escaso pelo aceitoso y pegado al cráneo, saltó de él y se quedó mirando a Gus.
Gus había lanzado una mirada mientras la carraca se aposentaba. Había leído el rótulo apenas legible que con medio desaparecida pintura decía «Oficina del Secretario del Condado Falmouth» sobre la puerta; ante esto, se había encogido de hombros y seguido con lo que estaba haciendo.
Gus era un tipo grande. Sus hombros eran anchos y macizos; su pecho amplio, clareado por grisáceo vello.
El estómago se le había vuelto un tanto pesado con los años, pero los músculos manteníanse todavía bajo la capa de carne. Sus brazos eran más gruesos que muchos muslos, mientras que los antebrazos eran enormes.
Su rostro estaba surcado por una red de pliegues y arrugas. Sus chatas mejillas aparecían marcadas por dos profundos frunces que corrían desde las aletas de su inclinada nariz, se cruzaban con los pliegues de las comisuras de la boca y alcanzaban hasta la roma terminación de su mandíbula inferior. Sus pálidos ojos azules relampagueaban sobre los altos pómulos cubiertos de finas rayas. Su corto cabello era tan blanco como el algodón.
Sólo la repetida y fastidiosa exposición al sol daría a su cuerpo un color tostado, aunque su rostro era moreno de por sí. El rosado de su cuerpo calcinado estaba interrumpido en varios lugares por blancas cicatrices. La delgada línea de una cuchillada surgía desde la cintura y desaparecía en la parte derecha de su estómago. Él otro punto importante en cicatrices corría por los impares nudillos de sus gruesas manos.
El funcionario miró el buzón del correo para asegurarse del nombre y lo comprobó con el de un sobre que sostenía en una mano. Se detuvo y miró de nuevo a Gus, misteriosamente nervioso.
Bruscamente, Gus advirtió que probablemente no presentaba un aspecto digno de confianza. Con todas las tareas agrícolas que estaba realizando, había levantado buena cantidad de polvo. Mezclado con el sudor, aparecía todo vertido sobre su rostro, su pecho, sus brazos y su espalda. Gus sabía que no tenía muy buen aspecto, ni siquiera con su más limpio y bonito traje.
De modo que no podía maldecir al funcionario por mostrarse tímido.
Intentó sonreír bonachonamente.
El funcionario se pasó la lengua por los labios, se aclaró la garganta con una corta tos y movió la cabeza hacia el buzón.
—¿Está bien puesto? ¿Es usted Mr. Kusevic?
—Está bien puesto —asintió Gus—. ¿Qué puedo hacer por usted?
El funcionario alzó el sobre.
—Le traigo aquí una nota del Consejo del Condado —murmuró, aunque era obvio que estaba más ocupado en su esfuerzo de encajar a Gus entre la rosaleda, los cuidadosamente delineados macizos de flores, las cercas, el camino de losas, la pequeña charca de carpas doradas bajo el sauce, la casa pintada de blanco con todas las ventanas con paneles y persianas, y las cortinas que podían verse al otro lado de los cristales.
* * *
Gus aguardó a que el hombre se conciliara con su curiosidad, pues algo profundamente dentro de él le recomendaba paciencia. Había pasado por momentos de curiosidad semejante ante tantas personas que se había acostumbrado bastante, aunque la costumbre no es lo mismo que el olvido.
—Bueno, entre —dijo tras un prudente intervalo—. Hace mucho calor ahí fuera y tengo algunas cervezas en el frigorífico.
El funcionario dudó de nuevo.
—Bueno, todo cuanto tenía que hacer era entregarle esta nota… —dijo, todavía mirando alrededor—. Lo ha transformado en algo realmente agradable, ¿eh?
—Ésta es mi casa —sonrió Gus—. Al hombre le gusta vivir en un lugar agradable. ¿Tiene prisa?
El funcionario pareció estar preocupado por algo de lo que Gus había dicho. Luego, repentinamente, alzó la mirada, obviamente advertido de que había sido interrogado con una pregunta directa.
—¿Cómo?
—Que no tiene usted prisa, ¿verdad? Venga dentro; tómese una cerveza. A nadie le gusta ser un ascua en una tarde de primavera.
El funcionario sonrió con dificultad.
—No… claro que no, digo yo. —Se animó—: ¡De acuerdo! Espero que no sea una molestia.
Gus lo siguió cuando el otro entró en la casa, sonriendo con placer. Nadie había visto el interior desde que él la arreglara; el funcionario era su primer visitante desde su traslado. Ni siquiera había mozos de reparto; Boonesboro era tan pequeño que uno mismo tenía que ir por su propia compra. Tampoco había servicio de carteros, claro, pero no se trataba de que Gus no recibiera nunca cartas.
Introdujo al funcionario en la sala de estar.
—Tome asiento. En seguida vuelvo. —Marchó apresuradamente a la cocina, cogió algunas cervezas del congelador, preparó una bandeja con vasos, un plato con patatas fritas, la propia cerveza, y la trasladó a la sala de estar.
El funcionario estaba en pie, husmeando por la biblioteca que cubría dos de las paredes de la sala.
Mirando su expresión, Gus se dio cuenta, con genuina pesadumbre, que el tipo no era de los que ponían en duda si un destripaterrones como Kusevic se había leído alguno de los libros. Un hombre así podía todavía frecuentar la charla, una vez las equivocadas concepciones originarias se hubieran rectificado. No, el funcionario era demasiado sofisticado para considerar que un hombre cultivado pudiera enloquecer con los libros. Particularmente un hombre como Gus; todavía, si se tratara de uno de esos fulanos echados a perder con la política universitaria, lo que ya era otra cosa. Pero un hombre cultivado no podía actuar de esa manera.
Gus vio que había sido un error esperar cualquier cosa del funcionario. Tendría que haber sido más sutil al preguntarse si era un hombre ávido de compañía o no. Siempre estaba ávido de compañía, pero ya hacía tiempo que se había dado cuenta, de una vez por todas, que nunca hacía nada por obtenerla.
Colocó la bandeja sobre la mesa, destapó una cerveza con premura y se la tendió al hombre.
—Gracias —murmuró el funcionario. Tomó un trago, bostezó cansadamente y se cubrió la boca con el dorso de la mano. Nuevamente se puso a mirar la habitación—. ¿Le ha costado mucho poner en orden todo esto?
Gus se encogió de hombros.
—Lo hice casi todo yo. Construí las estanterías y los muebles; y llené con lo que ve. Algunos de los discos, libros y pinturas tuve que comprarlos.
El funcionario gruñó. Parecía considerablemente incómodo, probablemente a causa de la nota que había traído, fuera lo que fuese. Gus se preguntó lo que podría ser, pero ahora que había cometido el error de invitar al tipo a una cerveza, tenía que esperar educadamente a que se la tomara antes de lanzar ninguna pregunta.
Se acercó al aparato de TV.
—¿Es aficionado al béisbol? —preguntó al funcionario.
—¡Claro!
—Están jugando ahora el encuentro Giants-Kodiaks. —La conectó y colocó un cojín en el suelo, sentándose sobre él y evitando cualquiera de las sillas. El funcionario caminó unos pasos y se quedó en pie mirando la pantalla y tomando algunos lentos tragos de su cerveza.
El segundo tiempo había comenzado y la cara familiar de Halsey apareció en la pantalla nada más coger la TV la emisión. El flexible y joven zurdo estaba efectuando un lanzamiento con su usual movimiento invertebrado, aparentemente sin esfuerzo, aunque la pelota pasó zumbando por entre los bateadores con tal silbido que los micrófonos del aparato lo captaron claramente.
—Es un buen lanzador, ¿eh? —dijo Gus, indicando a Halsey con la cabeza.
—Supongo que sí —dijo el funcionario, encogiéndose de hombros—. Sin embargo, Walker es el mejor hombre.
Gus advirtió que el otro se había percatado de un imperdonable olvido de sí mismo. Por supuesto, el funcionario no prestaba mucha atención a Halsey.
Pero comenzaba a irritarse un poco con el fulano, con sus típicas preconcepciones de lo que era justo y no lo era, o de quién tenía derecho a plantar rosas y quién no.
—Sobre la marcha —dijo Gus al funcionario—, ¿podría usted decirme cuál fue el récord de Halsey el último año?
—Pues no —se encogió de hombros el funcionario—. No fue bajo… eso lo recuerdo bien. 13-7, algo así.
Gus asintió para sí mismo.
—Ajajá. ¿Y el de Walker?
—¡Walker! Vaya, hombre, Walker ganó aproximadamente veinticinco tantos. Y tres por fallo. ¡El de Walker! ¡Ja!
Gus asintió.
—Walker es un buen lanzador, de acuerdo… pero no lanzó ninguna que fuera fallada. Y sólo ganó dieciocho tantos.
El funcionario arrugó la frente. Abrió la boca para replicar pero se detuvo. Pareció como el que apuesta sobre seguro que de pronto advierte que su memoria le ha jugado una mala pasada.
—Oiga… creo que tiene usted razón. ¡Vaya! No sé qué me hizo pensar que se trataba de Walker. ¿Sabe algo? Me he pasado hablando de ese récord todo el invierno y nunca nadie me corrigió. —El funcionario sacudió la cabeza—. Sin embargo, alguien obtuvo ese tanteo. ¿Quién diablos sería? —Se sumió en profunda concentración.
Gus, en silencio, contempló cómo Walker burlaba a su tercer bateador sin descanso, y su rostro se contrajo en una leve sonrisa. Halsey era todavía joven; mantenía su velocidad de siempre. Entraba en juego con la energía y confianza del hombre que se siente puntal y que, allí, en su lugar de ataque, era tan bueno como ningún otro lo hubiera sido jamás en su profesión.
Gus se preguntó cuánto tardaría Halsey en ver la trampa que él mismo se había fabricado.
Porque no era una contienda. No para Halsey. Para Christy Mathewson sí lo había sido. Para Lefty Grove y Dizzy Dean, y también para Bob Feller y Slats Gould. Pero para Halsey era sólo una complicada forma de solitario que siempre salía bien.
Muy pronto se daría cuenta Halsey de que no se pueden poner pegas al solitario. Si se sabe dónde están todas las cartas; si se sabe que a menos que haya truco no hay más remedio que ganar… entonces, ¿qué iba a ser de todo esto? Dentro de poco, Halsey advertiría que en todo el planeta no habría juego en que no ganara, tanto si se trataba de una competición física, organizada formalmente y reconocida como deporte, como si se trataba de maquinaria billaresca jugada por trillones y que se llamaba Sociedad.
¿Qué pasará entonces, Halsey? ¿Qué pasará entonces? Si encuentras respuesta, por piedad, en el nombre de esa especie de hermandad en la que todos participamos, házmela saber.
—Bueno —gruñó el funcionario—, no importa. Siempre puedo consultarlo en los archivos de mi casa.
«Sí, puedes hacerlo —comentó Gus en silencio—. Pero no verás lo que realmente dice, y si por fortuna lo consigues, lo olvidarás y nunca sabrás que has olvidado».
El funcionario acabó su cerveza, puso el recipiente en la bandeja y quedó libre para recordar lo que lo había llevado allí. Echó una nueva mirada a la habitación, como si su memoria contuviera vacíos.
—Muchos libros —comentó.
Gus asintió, contemplando cómo Halsey se acercaba otra vez al lugar del lanzador.
—Este… ¿los ha leído todos?
Gus sacudió la cabeza.
—¿Cómo está ése que escribió el tal Miller? He oído decir que es bastante bueno.
Cierto. El funcionario tenía un cierto interés limitado a ciertos aspectos de cierta clase de literatura.
—Supongo que sí —respondió Gus—. Hace tiempo leí las primeras tres páginas. —Y, habiéndolo hecho, había sabido cómo iba a ser el resto, quién haría qué cosa y cuándo, de modo que perdió todo interés. La biblioteca había sido un error, aunque sólo uno de entre una docena de experimentos. Si había deseado una familiaridad académica con la literatura humana, podía haber optado por hojear los libros en las librerías en vez de comprárselos para hacer lo mismo en casa.
No esperaba extraer ninguna proyección emocional, no importa lo que hiciera.
Acéptalo, sin embargo; las filas de libros, aun inservibles, era mucho mejor que enfrentarse con las paredes vacías. Las trampas de la cultura constituían de todos modos una forma de protección, aunque cuando se tratara de una cultura aprendida y no sentida y significara menos para él que la cultura de los incas. Por mucho que lo intentara, jamás podría ser un inca. Ni siquiera un maya o un azteca, ni de ningún otro linaje, como no fuera a través de la más tenue de las prolongaciones.
Pues no poseía ninguna tradición propia. Ahí estaba la cuestión; el vacío que no obstante le dolía; la ausencia de raíces, la completa inexistencia de un lugar donde permanecer y afirmar: «esto me pertenece».
Halsey dejó atrás el primer bateador de turno con tres lanzamientos. Lanzó luego una bombeada precisamente cuando el siguiente se las prometía más felices, y ni siquiera se molestó en mirar la pelota cuando salía del área. Batió a los dos siguientes con un total de ocho lanzamientos.
Gus cabeceó lentamente. Era el primer síntoma: no molestarse con sutilezas que obstaculizaran a los contrarios.
El funcionario alzó el sobre.
—Aquí está —dijo bruscamente, tras haber llegado a la resolución de hacerlo a pesar de su evidente nerviosismo ante la probable reacción de Gus.
Gus abrió el sobre y leyó la nota. Luego, tal como el funcionario hiciera, paseó la mirada por la habitación. Una intranquilizante expresión debió sin duda de deslizarse en su rostro porque el funcionario se puso hasta más vacilante:
—Yo… yo quisiera que se hiciera usted cargo de que me duele esto. Creo que a todos nos duele.
—Claro, claro —asintió Gus con cansancio. Se levantó y lanzó una mirada a través de la ventana de enfrente. Sonrió con la boca torcida mientras contemplaba el abono superficialmente esparcido sobre el césped esmeradamente ondulado, que lentamente iba tomando forma en la parcela que el pasado año limpiara de piedrecillas, cubriera de surcos, sembrara y regase, y que luego moldeara y cubriera de macizos de flores… ah, no era entonces lo que ahora. El solar entero, con la casita y todo, estaba condenado: eso es lo que ahora pasaba.
—Se va… se va a ampliar la carretera hasta convertirla en una autopista de doce carriles —explicó el funcionario.
Gus asintió ausente.
El funcionario se le aproximó y aclaró su voz:
—Mire… yo estaba dispuesto a decírselo a usted de palabra. De ningún modo por escrito. —Se aproximó todavía más, mirando al frente mientras hablaba. Posó su mano confidencialmente sobre el desnudo antebrazo de Gus.
—Cualquier precio que usted ponga —murmuró— estará bien, siempre, claro, que no se muestre usted codicioso. No es el ayuntamiento el que va a pagar esta factura. Ni siquiera el estado, si sabe lo que quiero decir.
Gus entendía lo que el otro quería decir. Las autopistas de doce carriles no eran construidas por nadie que no fuera el gobierno de la nación.
Entendía más que esto. El gobierno de una nación no haría una cosa así a menos que lo moviera una poderosa razón.
—¿Una autopista entre Hollister y Farnham? —preguntó.
El funcionario palideció.
—No podría asegurárselo —murmuró.
Gus sonrió con delicadeza. Dejó que el funcionario se preguntara para sus adentros cómo lo había conjeturado. No podía ser un secreto por mucho tiempo, como fuese… no después que las obras comenzaran y el propósito se hiciera evidente por sí mismo.
Un ramalazo de completa perversidad atravesó a Gus. Reconoció la fuente en la rabia que sentía al perder la propiedad, aunque no había razón por la que no debiera permitir que emergiera a la superficie.
—¿Cuál es su nombre? —preguntó bruscamente al funcionario.
—Eh… Harry Danvers.
—Bien, Harry, ¿y si yo le dijera que puedo detener la autopista en proyecto si así fuera mi deseo? ¿Y si le dijese que ningún tractor podría aproximarse a este lugar sin escacharrarse, que ninguna excavadora perforaría esta tierra, que los cartuchos de dinamita no explotarían de intentar dinamitarla? ¿Si le dijera que, de poder colocar la autopista, se volvería blanda como un helado de crema, si así lo deseara yo, y que su asfalto correría mojones abajo al igual que un río?
—¿Qué está diciendo?
—Déme su pluma.
Danvers la alcanzó mecánicamente y se la tendió. Gus la puso entre sus palmas y la frotó como una pelota. La lanzó y la recogió, haciéndola botar contra la blanda y delgada alfombra. Se escapó de entre sus dedos y a ellos volvió su cilíndrica forma. Desenroscó la pluma, aplastó la funda entre dos dedos, conformó una lámina con ella y, usando una uña a modo de pluma, escribió el nombre de Danvers sobre la superficie del metal. Luego, devolviendo a la tapa su forma anterior, volvió a enroscarla en la pluma y se la devolvió al funcionario.
—Un recuerdo —dijo.
El funcionario la miró.
—¿Y? —preguntó Gus—. ¿No siente usted curiosidad por saber cómo lo hice y quién soy yo?
El funcionario sacudió la cabeza.
—Un buen truco. Supongo que los buenos amiguetes que tiene usted entre los prestidigitadores se pasaron su tiempo enseñándoselo, ¿eh? ¿Puedo sugerirle que estoy muy acostumbrado a ver tales juegos de manos?
Gus asintió.
—Es, al parecer, un respetable punto de vista —dijo. Particularmente cuando todos nosotros apartamos un terreno que amortigua la curiosidad, pensó. ¿Qué punto de vista podría tenerse?
Miró el césped por encima del hombro del funcionario y un lado de su boca se torció con tristeza.
«Sólo Dios puede hacer un árbol», pensó, mirando los arbustos y macizos de flores. ¿Deberíamos nosotros, entonces, buscar nuestra recusación en un paisaje ahíto de vergeles? ¿Deberíamos llegar a ser los jardineros de los ricos en sus costosas mansiones arribando a sus plantas en nuestros enmohecidos carricoches, engrasando nuestros cortacéspedes, arrodillándonos sobre el césped de los humanos podadoras en ristre, y acercándonos a la puerta de la cocina para pedir un vaso de agua en un cálido día de verano?
La autopista. Sí, él podía detener la autopista. O hacer que diera un rodeo en torno a él. No había forma de detener la sordina de la curiosidad, al igual que había una manera de desear que su corazón se detuviese aunque luego se acelerase. Él podía forzar su mente hasta el máximo de sus fuerzas, de manera que nadie viera jamás la casa de campo, el césped, la rosaleda o el viejo bateador que bebe su cerveza. O, más bien, aun viéndolos, que nadie les prestara la menor atención.
Pero a la menor ocasión que marchara a la ciudad, o en caso que falleciera, el terreno sería rápidamente puesto fuera de combate: entonces, ¿qué? Entonces la curiosidad, entonces la investigación, y luego quizás un fragmento de teoría aquí y allá que sería encajada a algún otro de cualquier otra parte. Y luego, ¿qué? ¿Un pogrom?
Sacudió la cabeza. Los humanos no podían ganar, sino que tenían que perder monstruosamente. He ahí por qué él no podía dejar a los humanos una pista. No encontraba ningún placer en los sacrificios y dudaba que sus compañeros lo encontraran.
Sus compañeros. El único de quien podía estar seguro era Halsey. Había otros, sin duda, pero no la forma de dar con ellos. No provocaban ninguna reacción entre los humanos; no dejaban ningún indicio que los delatara. Sólo cuando se mostraban a sí mismos, como en el caso de Halsey, podían ser vistos. Desgraciadamente no existía ninguna línea telepática particular entre ellos.
Se preguntó si Halsey estaba esperando que alguien lo advirtiera y probara a tomar contacto con él. Se preguntó si Halsey sospechaba siquiera que hubiera otros semejantes a él mismo. Se preguntó si alguien lo advirtió a él, cuando el nombre de Gus Kusevic estuvo plasmado en los periódicos ocasionalmente.
«Es la aurora de mi estirpe, pensó. La primera generación, y yo me pregunto dónde están las hembras».
Se volvió al funcionario.
—Quiero por el lugar lo mismo que pagué por él —dijo—. Nada más.
Los ojos del funcionario se agrandaron expectantes, luego se relajaron y el tipo se encogió de hombros.
—Haga lo que quiera. Pero si se tratara de mí, le sacaría las entretelas al gobierno.
«Sí —pensó Gus—, sin duda lo harías. Pero yo no quiero hacerlo simplemente porque nadie roba caramelos a los niños».
Así, el superhombre empaquetó su equipaje y se apartó de la ruta de los humanos. Gus lanzó una carcajada silenciosa. El plantío pantanoso y desalentador. El por tres veces maldito, eternamente benévolo, estúpidamente probado, el autónomo marjal.
Desafortunadamente, la evolución no había parado mientes en considerar la existencia de algo como la sociedad humana. Producía un ser con ciertas modificaciones en el modelo, humano, por lo que alcanzaba las prácticas del factor Psi. A fin de proteger esta nueva y débil especie, cuyos miembros se encontraban tan terriblemente dispersos, la especie era dotada de la facultad del camuflaje.
Resultado: cuando el joven Augustin Kusevic entró en el colegio, se descubrió que no tenía partida de nacimiento. Ningún hospital había registrado su nacimiento. Como circunstancia bastante brutal, sus padres humanos a veces olvidaban su existencia durante días enteros por aquel entonces.
Resultado: cuando el joven Gussie Kusevic intentó entrar en la universidad, se descubrió que jamás había asistido a ninguna primera enseñanza. No importaba que él pudiera citar nombres de profesores, libros de texto o números de aulas. No importaba que pudiera presentar papeletas de solicitud. Fueron mal llenadas y olvidadas las angustiosas entrevistas. Nadie dudaba de su existencia: la gente recordaba el hecho de su ser y el hecho de que había llevado cosas a cabo y que ahora las seguía llevando. Pero sólo como si la gente lo hubiera leído en un libro infinitamente fastidioso.
No tenía amigos, ni novia, ni pasado, ni presente, ni amor. No tenía sitio donde permanecer. Había por el contrarío algo semejante a los fantasmas, y en ellos habría podido encontrar sus camaradas.
Durante su adolescencia se descubrió una absoluta carencia de semejanzas con la raza humana. La estudió, porque se trataba de la característica más destacada de su entorno. No había vivido con ella. Tampoco ella le dijo nunca nada de valor personal; sus motivaciones, su ética, sus hábitos, su estado de ánimo no encontraban las respectivas reacciones en él. Y las suyas, claro, no provocaban la menor impresión en ella.
La vida del campesino de la antigua Babilonia interesa hoy día apenas a unos cuantos antropólogos historicistas, ninguno de los cuales desea ser un campesino babilonio.
Habiendo resuelto la ecuación social humana con su desapasionado punto de vista, y no preocupándose más que el naturalista que encuentra que los ciervos gustan sobremanera de las hojas de los verdes álamos, se dejó llevar por una suerte de alivio físico. Descubrió la emoción de provocar peleas y ganarlas; de hacer que alguien le prestara atención porque él le rompía la nariz.
Podía haber llegado a ser un camorrista permanente en los muelles de Manhattan, de no haberse interpuesto un estibador cuchillo en ristre. La demanda cultural fue satisfecha y él mató al estibador.
Aquello había significado el final del combate personal no regulado. Descubrió, no con horror sino con disgusto, que podía escapar libremente con un asesinato a cuestas. Ninguna investigación fue hecha; ninguna persecución emprendida.
De modo que había significado el final de aquello pues lo empujó hasta la única evasión posible, ante la trampa para la que había venido al mundo. No encontrando fundamento para la competición intelectual, la única respuesta llegó a ser la organización de deportes. Simultáneamente regulando sus esfuerzos y anotándolos bajo los grupitos de periodistas, le fue suministrada la primera continuidad oficial a su vida. La gente solía olvidar sus dádivas, pero cuando echara mano a los recuerdos su nombre estaría allí indeleble. Una solicitud podía ser erróneamente rellenada. Los registros escolares podían desaparecer. Pero se necesitaba algo más que un marjal para apartar la montaña de noticias y estadísticas que daban cuenta del estado, por ejemplo, del tobillo siquiera de un mediocre atleta.
Le pareció a Gus —y pensó que se trataba de un gran negocio— que esta cadena de progresiones era inevitable para cualquier macho de su especie. Cuando, tres años atrás, había descubierto a Halsey, su hipótesis quedó mejor sustentada. Pero ¿qué tenía de bueno Halsey para cualquier otro varón? ¿La posibilidad de mantener sesiones de consuelo recíproco? Ni siquiera tuvo la intención de contactar con él.
El funcionario se aclaró la garganta. Gus inclinó la cabeza y se lo quedó mirando abiertamente. Lo había olvidado ya.
—Bueno, creo que debo irme. Recuerde, sólo tiene usted dos meses.
Gus hizo un movimiento indescriptible. El tipo había depositado ya su mensaje. ¿Por qué no advertía que había servido a sus propósitos y se iba?
Gus sonrió. ¿Qué propósitos podía tener el homo nondescriptus y a dónde se marchaba? Halsey salía ya del campo. ¿Habría allí otros? Si así era, marcharían hacia otros derroteros, a cualquier parte, y ni siquiera la punta de sus cabellos podía ser vislumbrada. Él y su especie podían reconocerse entre sí merced sólo a un elaborado proceso de eliminación; había que procurar que la gente no advirtiera a ninguno.
Abrió la puerta ante el funcionario, vio la carretera y aquello le trajo el recuerdo de la autopista.
La autopista partiría de Hollister, nudo ferroviario al servicio de la Base de las Fuerzas Aéreas en Farnham, lugar donde sus cálculos sociomatemáticos habían predicho tiempo atrás que tendría lugar la primera construcción y lanzamiento de una nave espacial. Los camiones llenarían la autopista, alimentando aquel estómago abierto con hombres y material.
Se humedeció los labios. Allá, en el Espacio, donde quiera que fuese; dondequiera que fuese, más allá del sistema solar, había otra raza. Las huellas de sus visitas eran claras. Los humanos la encontrarían y de nuevo podría él predecir los resultados; los humanos ganarían.
Gus Kusevic no podía ir más allá para investigar las amenazas que dudosamente yacían entre las estrellas. Incluso con un cúmulo de noticias al respecto, había tenido cuidado de no penetrar en la conciencia pública. Halsey, que había sobrepasado desorbitadamente todas las marcas conocidas en béisbol, era conocido como un «fantástico lanzador del condado».
¿Qué credenciales podía él presentar si se dirigiera a las Fuerzas Aéreas? ¿Quién recordaría al día siguiente que las había tenido? ¿Qué se haría de los informes de sus inoculaciones, sus chequeos físicos, sus cursos de entrenamiento? ¿Quién se acordaría de reservarle algún pequeño elogio, de deslizarle algún leve suministro, de añadir su consumo al total cuando llegara la ocasión de tener en cuenta el oxígeno?
¿Algún desliz clandestino? Nada más fácil. Sin embargo, otra vez ¿quién tendría que morir cuando él viviera dentro del entramado de la economía de a bordo? ¿Qué cordero sacrificaría y para qué todopoderoso propósito, en última instancia?
—Bueno, ya me marcho —dijo el funcionario.
—Hasta la vista —dijo Gus.
El funcionario caminó sobre las losas y se alejó.
«Creo, pensó Gus para sí, que habría sido mucho mejor que la Evolución hubiera sido un poco menos protectora y un poco más considerada. Un pogrom de vez en cuando no nos habría hecho mucho daño. Un barrio aparte, al menos protege a la corte de resolver los problemas.
«Nuestra semilla ha sido esparcida por la tierra».
Repentinamente, Gus echó a correr, impulsado por algo que no le importó saber. Echó una ojeada más allá de la verja y el funcionario, todavía allí, le devolvió una mirada llena de aprensión.
—Danvers, usted es un fanático de los deportes —dijo Gus con precipitación, dando a su voz un tono de urgencia: aquélla que embargaba su misma mirada.
—Exacto —replicó el funcionario, caminando nerviosamente.
—¿Quién es el campeón de pesos pesados del mundo?
—Mike Frazier. ¿Por qué?
—¿A quién batió él hasta lograr el título? ¿Quién solía ser antes el campeón?
El funcionario se mordió los labios.
—Bueno… hace años. Mire, no recuerdo, no lo sé. Podría consultarlo, creo.
Gus respiró profundamente. Dio media vuelta y echó una ojeada hacia la casa, el césped, la rosaleda, la charla bajo el sauce.
—No importa —dijo, y entró en la casa mientras el funcionario seguía su camino.
El aparato de TV seguía funcionando ruidosamente. Intentó saber el resultado del partido.
Halsey había lanzado una bombeada y el lanzador de los Giants lo había hecho casi tan bien. El marcador estaba 1-1. La cámara apuntó el rostro de Halsey.
Halsey contempló al bateador con total desinterés y lanzó la pelota tan familiar.