Pienso en el otoño de 1939, no como el comienzo de la Segunda Guerra Mundial, sino como el período en el que Albert Moreland soñó el sueño. Los dos sucesos —la guerra y el sueño— no se encuentran, empero, divorciados en mi mente. Ciertamente, temo a veces que exista alguna conexión entre ambos, aunque se trataría de una conexión que ninguna persona en su juicio consideraría seriamente.

Albert Moreland era, y quizá lo sea todavía, un profesional del ajedrez. El hecho tiene un peso importante en relación con el sueño o sueños. Consiguió la mayor parte de sus exiguos ingresos jugando en un pasaje del bajo Manhattan, aceptando a todos sus contrincantes: al entusiasta que lo pasa bomba intentando batir a un experto, al taciturno que incide en el ajedrez como en una droga y al arruinado que se siente tentado a comprar media hora de dignidad intelectual por veinticinco centavos.

Después de haber conocido a Moreland, merodeé a menudo por el pasaje y lo vi jugar a veces hasta tres y cuatro partidas simultáneamente, haciendo caso omiso de los chasquidos y zumbidos de los billares y las intermitentes detonaciones de la galería de tiro al blanco. Ganaba quince centavos por cada triunfo, quedándose la casa el dinero restante. Si perdía, ni él ni la casa obtenían un céntimo.

En ocasiones advertía que demostraba excesiva pericia para lo que se necesitaba en aquel lugar. Había ganado alguna que otra partida jugando con maestros internacionalmente famosos. Un par de clubs de Manhattan habían querido presentarlo como candidato en las grandes competiciones, pero su falta de ambiciones lo habían mantenido en la oscuridad. Yo tenía la impresión de que consideraba al ajedrez demasiado trivial para merecer una seria consideración, por más que no fuera ajeno a sus pasiones su permanencia en el pasaje, esperando alguna cosa realmente importante. En una ocasión aumentó sus ingresos jugando con el equipo de un club, obteniendo hasta cinco dólares.

Me encontré con él en la vieja casa de oscura piedra donde ambos teníamos una habitación en el mismo piso. En aquel lugar me habló por vez primera del sueño.

Acabábamos de jugar una partida y yo contemplaba ocioso las piezas esparcidas fuera del tablero y amontonadas en un pliegue de la manta de su cama. En el exterior, un quejumbroso viento remolinaba la seca tierra. Hubo un repentino ruido de tráfico y el zumbido de un defectuoso letrero de neón. Yo había perdido pero estaba contento de que Moreland jamás me dejara ganar, como a veces hacía con los jugadores del pasaje a fin de confiarlos. Para mis adentros me sentía realmente afortunado por haber podido jugar con Moreland, sin saber entonces que yo era probablemente el mejor amigo que tenía.

Yo había dicho algo, obviamente concerniente al ajedrez.

—¿Cree que ha sido una partida complicada? —inquirió, mirándome con intención burlona, sus oscuros ojos semejando ventanas redondas abiertas bajo pesados párpados—. Bueno, tal vez lo haya sido. Aunque juego una partida mil veces más complicada en mis sueños de cada noche. Lo curioso es que la partida continúa noche tras noche. La misma partida. Realmente nunca duermo. Sólo sueño con la partida.

Entonces me contó, medio en broma medio en serio, lo que habría de protagonizar muchas de nuestras conversaciones.

Las imágenes de su sueño, tal como las describió, eran enormemente simples, sin la usual incongruencia que suele acompañarlas. Se trataba de un tablero tan grande que a veces tenía que caminar para mover sus piezas. Había muchas más casillas que en el tablero de ajedrez y aparecían coloreadas con diferentes tonalidades. El valor de las piezas variaba según el color de la casilla donde estuviera. Por encima y bordeando el tablero no había sino negrura, pero una negrura que sugería el infinito sin estrellas, como si la escena, tal como él la expresaba, estuviera ubicada en el punto culminante del universo.

Cuando despertaba no recordaba con precisión el conjunto de las reglas del juego, aunque sí algunos puntos aislados, incluyendo el interesante factor —que alejaba este juego del ajedrez— de que las piezas de un adversario no eran iguales que las del otro. Estaba convencido no sólo de que comprendía el juego a la perfección mientras soñaba, sino también de que era capaz de jugar con la peculiar destreza de los maestros del ajedrez. Era, dijo, como si su mente nocturna poseyera más dimensiones de pensamiento que su mente diurna, siendo capaz (aquélla) de realizar intuitivamente complejas series de movimientos que de ordinario habrían exigido un razonamiento muchísimo más lento.

—El sentimiento de incrementar el poder mental es ordinariamente un engaño onírico, ¿no es cierto? —añadió lanzándome una aguda mirada—. Así, pues, supongo que puedo decir que se trata de un sueño ordinario.

No supe cómo tomar esta última observación, de modo que aventuré una pregunta:

—¿Cómo eran las piezas?

Resultó que eran similares a las del ajedrez que hubiera estilizado sus motivos originales, reduciéndolos bruscamente a sus formas presuntamente primitivas, fueren formas arquitectónicas, animales u ornamentales. Aunque la similitud acababa aquí. Las formas inspiradoras, en la medida que podía intuirlas, eran grotescas en extremo. Había torres terraplenadas sutilmente extraviadas de la perpendicular, polígonos extrañamente asimétricos, que le hacían pensar en templos y tumbas, formas zoovegetales que desafiaban cualquier clasificación y cuyos moldeados miembros y órganos externos sugerían una variada gama de funciones ignotas. Las piezas más poderosas parecían estar modeladas según el tenor de las formas vivas, pues portaban estilizadas armas y otros implementos y vestían lo que parecían ser coronas y tiaras —un poco como el rey, la dama y el alfil del ajedrez—, en tanto el esculpido señalaba voluminosos mantos y caperuzas. Pero no poseían ningún otro sentido antropomórfico. Moreland buscó en vano analogías terrestres mencionando los ídolos hindúes, los reptiles prehistóricos, la escultura futurista, calamares con tentáculos en forma de daga, inmensas hormigas, mantas y otros insectos con órganos fantásticamente adaptados.

—Creo que tendría que buscar planeta por planeta en el universo entero, antes de poder encontrar los modelos originales —dijo con el ceño fruncido—. Recuerde que nada hay vago ni confuso en lo que a las piezas se refiere. En mis sueños son tan tangibles como esta torre. —Alcanzó la pieza, la encerró en su mano durante un momento y luego la tendió sobre su palma—: sólo en lo que sugieren, subyace la vaguedad.

Era extraño, pero sus palabras parecieron abrir algún ojo onírico en mi propia mente, tanto que casi podía ver los objetos por él descritos. Le pregunté si sentía miedo durante su sueño.

Replicó que las piezas, por unidades y en conjunto, le producían repugnancia: las basadas en formas de vida altamente desarrolladas mucho más que las meramente arquitectónicas. Sentía aversión a tocarlas y moverlas. Había una pieza en particular que le producía una intensa y morbosa fascinación. La identificaba como «el arquero», pues el arma que portaba daba la sensación de poder herir a distancia; pero, como el resto, era más bien infrahumana. La describía como representando una clase intermedia y pervertida de forma vital, que hubiera ido más allá del poder intelectual humano, sin perder —antes bien incrementando— la crueldad en bruto y la malignidad. Era una de las piezas de su adversario que se encontraba reproducida en su bando. El miedo y la abominación que le inspiraba, eran a veces tan grandes que interferían en su comprensión estratégica del juego y, era tanto el terror que sentía, que más de una vez habría puesto en tela de juicio todo su juego, con tal de capturar aquella pieza, sacándola del tablero.

—Dios sabe que mi mente jamás podrá tramar una horrorosa entidad semejante —acabó, sonriendo rápida y tímidamente—. Quinientos años atrás y habría jurado que era el diablo en persona.

—A propósito del diablo —dije, sintiendo inmediatamente que mi petulancia era ridícula—, ¿contra quién juega usted en su sueño?

—Lo ignoro —contestó, frunciendo el ceño nuevamente—. Las piezas contrarias se mueven por sí mismas. Hago un movimiento y luego, tras esperar durante lo que parece un evo, igual de nervioso que ante un movimiento ajedrecístico, una de las piezas contrarias comienza a sacudirse un poco y seguidamente a cabecear atrás y adelante. Gradualmente, el movimiento aumenta en extensión hasta que la pieza abandona los cabeceos y pasa a dar tumbos a través del tablero, igual que un vaso de agua en un barco agitado por las olas, hasta alcanzar por último la casilla apropiada. Después, progresivamente, tal como comenzó, cesa el movimiento. No sé qué decirle, pero siempre me obliga a pensar en alguna inmensa, invisible y anciana criatura: astuta, egoísta, cruel. ¿Recuerda al viejo temblón del pasaje? ¿El que siempre desliza las piezas sobre el tablero sin levantarlas, aferradas constantemente entre sus dedos? Un poco así.

Asentí. Su descripción lo hacía muy vivido. Por vez primera comencé a pensar cuan desagradable tenía que ser un sueño semejante.

—¿Y prosigue noche tras noche? —pregunté.

—¡Noche tras noche! —afirmó con súbita firmeza—. Y siempre la misma partida. Lleva ahora más de un mes y mis fuerzas comienzan a entablar abierta batalla con las de mi enemigo. Está minando mi energía mental. Quisiera que cesase. Tanto, que odio la hora de irme a dormir. —Hizo una pausa y prosiguió luego de un momento, sonriendo a la defensiva—. Parece raro y difícil de admitir que un sueño sea capaz de agotarlo tanto a uno. Pero si usted ha sufrido pesadillas alguna vez, entenderá de qué manera puede una nublar sus ideas todo el día. Aun así, no sé si soy claro al tratar de exponerle la clase de sentimiento que me atenaza durante el sueño, mientras mi cerebro trata de aprehender el conjunto de la partida, planeando series de movimientos, una tras otra, calculando mil complejas posibilidades. Hay repugnancia, sí, y miedo. Ya se lo he dicho antes. Pero el sentimiento que domina es el de responsabilidad. No debo ni puedo perder la partida. Lo que depende de ello es algo más que mi propio bienestar. Hay implícita alguna suerte de apuesta, aunque no estoy seguro de cuál pueda ser.

»Cuando somos niños, ¿no nos sentimos tremendamente inquietos por la razón que fuere, con la total ausencia de proporción que caracteriza a la infancia? ¿No sentimos que todo, literalmente todo, depende de nuestra forma de conducir cualquier trivial acción, cualquier obligación secundaria, en la justa medida? Pues bien, cuando estoy soñando, tengo la sensación de que está en juego una apuesta tan inmensa como el destino de la humanidad. Un movimiento equivocado puede arrastrar al universo a una noche interminable. A menudo, en el sueño, estoy plenamente convencido de ello.

Su voz se extinguió y se quedó contemplando las piezas del ajedrez. Hice algunas observaciones y empecé a contarle algo sobre una pesadilla que había tenido hacía poco, pero sonó a poco importante. Le di algunos consejos relacionados con sus costumbres, a propósito del tiempo que dedicaba al descanso, y aunque tampoco sonaron a muy importantes, los aceptó de buena gana. Ya me iba de vuelta a mi habitación cuando dijo:

—¿No le parece divertido pensar que me pondré a reanudar la partida tan pronto caiga mi cabeza sobre esta almohada? —Sonrió con inocencia y añadió sibilinamente—: Quizá termine antes de lo que espero. Últimamente tengo la sensación de que mi adversario está tramando un ataque por sorpresa, aunque pretende hacerme creer que está a la defensiva. —Sonrió de nuevo y cerró la puerta.

Mientras aguardaba el sueño, con la vista perdida en esa undívaga tiniebla, que se encuentra más en los ojos que fuera de ellos, comencé a preguntarme si Moreland no necesitaría más que ningún otro ajedrecista un buen tratamiento psiquiátrico. Ciertamente, una persona sin familia, amigos ni ocupación fija, es propensa a caer en aberraciones mentales. No obstante, daba la impresión de estar bastante sano. Quizá el sueño fuera una compensación ante el fracaso, por no poder usar plenamente la potencia de su prodigiosa mente ni siquiera como jugador de ajedrez. De hecho se trataba de una visión grandiosa y satisfactoria, más allá de lo terrestre y con sus implicaciones de una habilidad mental inaudita.

Ante mí flotaron aquellos versos de los Rubayat que hablan del jugador de ajedrez cósmico que «en todas direcciones mueve, da jaque y come piezas y una tras otra las va depositando en la Fosa Común».

Recapacité entonces sobre la atmósfera emocional de sus sueños, los sentimientos de terror y responsabilidad infinita, las tremendas dudas y las cataclísmicas consecuencias —sentimiento que yo identificaba a tenor de mis propios sueños— y los comparé con el insano y lúgubre estado del mundo (pues estábamos en octubre y la sensación de una catástrofe absoluta no se había enfriado aún) y pensé también en el millón de Morelands sin rumbo fijo, repentinamente golpeados al tomar conciencia del desesperado estado de cosas, de las inapreciables oportunidades perdidas para siempre en el pasado, y también de su propia indefinida, aunque segura complicidad, en el desastre. Comencé a ver el sueño de Moreland como el símbolo de una última amarra, forcejeo excesivamente postergado contra las fuerzas implacables del destino y la suerte. Y mis pensamientos nocturnos se pusieron a girar en torno a la fantasía de que unos seres cósmicos ni dioses ni hombres, habían creado la vida humana mucho tiempo atrás por experimento, broma o ejercicio artístico, habiendo decidido, ahora, basar el futuro de su creación en el resultado de una partida de habilidad, jugada contra una de sus criaturas.

Repentinamente advertí que me encontraba completamente despierto y que la oscuridad no me proporcionaba el menor descanso. Encendí la luz y decidí impulsivamente ir a ver si Moreland se encontraba todavía levantado.

El vestíbulo estaba tan sombrío y fúnebre como la mayoría de casas de huéspedes a las tantas de la noche, e hice lo posible por minimizar los inevitables y secos pasos. Sin oír nada, me mantuve unos segundos inmóvil frente a su puerta. No llamé, apelando a nuestro sentido de la familiaridad, sino que empujé suavemente la hoja de madera, separándola mínimamente de su marco, a fin de no perturbar su descanso si se encontraba acostado.

En aquel momento escuché su voz, y fue tan certera mi impresión de que la voz provenía de muy lejos que inmediatamente retrocedí hasta el rellano de la escalera y llamé:

—Moreland, ¿está usted ahí abajo?

Sólo entonces advertí qué era lo que había dicho. Quizá fuera la peculiaridad de las palabras lo que las obligaron a registrarse en mi mente como una mera serie de sonidos.

—Mi aracnoide come su escudero blindado. Mi posición amenaza —habían sido las palabras.

Instantáneamente se me ocurrió que las palabras eran, en su forma general, similares a las mil y una expresiones convencionales que se dan en el ajedrez, por ejemplo: «mi torre captura su alfil. Jaque». Pero en el ajedrez no hay piezas tales como «aracnoide» o «escudero blindado», y no sólo en el ajedrez: tampoco en ningún juego conocido por mí.

Retrocedí automáticamente hasta la habitación, aunque dudaba todavía que estuviera allí. La voz había sonado desde muy lejos… desde el exterior del edificio, a lo sumo desde alguna remota zona de él.

Sin embargo, allí estaba tumbado en su catre, la cara hacia arriba, revelada por la luz de un distante anuncio eléctrico que se encendía y apagaba a intervalos regulares. El sonido del tráfico, que desde el vestíbulo había sido casi inaudible, convirtió la semioscuridad en algo intranquilo e irritantemente vivo. El defectuoso rótulo de neón todavía zumbaba como lo hiciera a la caída de la noche.

Me deslicé hasta él y lo contemplé. Su rostro, más pálido de lo normal a causa de alguna cualidad de la luz intermitente, tenía la expresión de una penosa e intensa concentración: la frente fruncida en trazos verticales, los músculos alrededor de los ojos contraídos, los labios formando una apretada línea. Me pregunté si debía despertarlo. Me encontraba completamente saturado de la presencia de la murmurante ciudad impersonal que nos rodeaba —bloques y más bloques de existencia reservada, rutinaria y distanciada— y el contraste hizo que su durmiente rostro pareciera lo más sensitivo y vividamente individual e improtegido, como algún suave, aunque decidido organismo tenso, que ha perdido su caparazón protector.

Mientras aguardaba sin decidirme, sus labios se entreabrieron un poco sin perder nada de su tirantez. Aquellos labios hablaron y por segunda vez la impresión de distancia fue tan apremiante que, a pesar mío, miré por encima de mi hombro más allá de la polvorienta y levemente iluminada ventana. En aquel momento comencé a temblar.

—Mi espiraloide se retuerce hasta la decimotercera casilla del dominio del soberano verde —fueron sus palabras, aunque yo sólo prestaba oídos a las cualidades de su voz. Alguna especie inconcebible de distanciamiento le había despojado de toda riqueza, vocalidad y sobretonalidad, de manera que lo que yo oía no parecía sino hueco, metálico, y clara e hirientemente quejumbroso, como las voces que a veces se escuchan al aire libre, desde lo alto de un elevado tejado o allí donde se ha establecido una mala conexión telefónica. Me sentí víctima de una espantosa decepción, y no obstante sabía que el ventriloquismo concierne a la ausencia de movimiento en los labios y a una hábil sugestión, más que a cualquier real y convincente cambio en la cualidad de la voz misma. Contra mi voluntad izáronse en mi mente visiones de un espacio infinito y tinieblas sin fin. Me sentía como si estuviera a punto de adentrarme vertiginosamente en un más allá de este mundo, tanto, que Manhattan parecía yacer a mis pies como una negra y asimétrica punta de lanza delimitada por lóbregas aguas, y luego un incremento de mi velocidad hasta que la tierra, el sol, las estrellas y las galaxias se perdieron y me encontré más allá del universo. A tal punto me afectó la cualidad de la voz de Moreland.

No soy capaz de decir cuánto tiempo permanecí allí esperando que hablara de nuevo, con los ruidos de Manhattan fluyendo a mi alrededor aunque sin afectarme, y el anuncio eléctrico encendiéndose y apagándose imperturbablemente, semejante al latido de un reloj. Sólo podía pensar en la partida que se estaba jugando y preguntarme si el adversario de Moreland había hecho su movimiento de respuesta, y si las cosas iban a favor o en contra de Moreland. Su rostro nada podía decirme; la intensidad de su concentración no había cambiado. Durante aquellos momentos, posiblemente minutos, permanecí allí inmóvil, creyendo implícitamente en la realidad de la partida. Como si yo mismo fuera el que de algún modo me encontrara soñando, no podía cuestionar la racionalidad de mi fe, ni romper el hechizo que me tenía sujeto.

Cuando por último sus labios se separaron un poco y de nuevo experimenté aquella impresión de imposible, espectral ventriloquismo —las palabras fueron esta vez: «Mi criatura cornúpeta salta sobre la torre retorcida, amenazando al arquero»—, mi miedo rompió las ataduras que como fuera me controlaban y salí de estampida hacia la puerta.

Entonces sucedió lo que, de forma indirecta, fue la parte más extraña de todo el episodio. En el tiempo que me llevó recorrer la longitud del pasillo que me conducía hasta mi habitación, la mayor parte de mi miedo y la mayor parte del sentimiento de absoluta extrañeza y posesión de ultratumba que me dominaran mientras contemplaba el rostro de Moreland, se extinguieron tan prestamente que casi olvidé cuan inmensas habían llegado a ser tales sensaciones. Ignoro por qué ocurrió tal cosa. Tal vez porque el insalubre reino del sueño de Moreland fuera tan grotescamente desemejante de cuanto existe en el mundo real. Fuera cual fuese la causa, en el momento de abrir la puerta de mi cuarto ya estaba yo pensando que tales pesadillas no podían corresponder a un hombre sano y que quizá debiera Moreland consultar con un psiquiatra, Aunque si era sólo un sueño… etc. Me sentí completamente agotado y estúpido. A los pocos minutos ya estaba dormido.

Pero algunos fantasmas de las emociones originales se habían indudablemente demorado; pues a la mañana siguiente desperté con el temor de que algo le había ocurrido a Moreland. Tras vestirme precipitadamente, golpeé a su puerta: la habitación, empero, se encontraba vacía y la cama todavía deshecha. Pregunté a la patrona y me respondió que había partido a las ocho y cuarto, como era habitual en él. Aquel dato no bastó para satisfacer mi vaga ansiedad. Pero desde que mi vagabundeo me condujo hasta el pasaje, tenía una excusa para dejarme caer por allí. Moreland estaba colocando las piezas sobre el tablero frente a un tipo de rasgos eslavos, al tiempo que jugaba dos partidas rápidas con otros dos individuos. Ya asegurado, me marché sin molestarlo.

Aquella tarde tuvimos una larga charla sobre los sueños en general y, para mi sorpresa, lo encontré muy preparado sobre la materia y científicamente cauto en sus pareceres. Más bien para mi disgusto, fui yo quien introdujo toda suerte de dudosos lugares comunes, como la clarividencia, la telepatía mental, la posibilidad de extrañas conexiones y otras distorsiones del tiempo y el espacio durante el estado onírico. Alguna extraña resistencia a admitir que me había introducido en su habitación la pasada noche me llevó a no decirle cuanto había visto y oído, aunque él me contó libremente que había adquirido otra perspectiva sobre el sueño. Pareció tomar una actitud más filosófica ahora que había confrontado sus experiencias con alguien. Juntos especulamos las posibles fuentes diurnas de su sueño. Hasta después de las doce no nos dimos las buenas noches.

Me alejé con el ánimo levemente caído, vagamente insatisfecho. Creo que el miedo que había experimentado la noche anterior y luego casi olvidado, debió haber estado royéndome interiormente.

A la tarde siguiente encontré una forma de volver sobre el asunto. Pensando que Moreland tenía que estar cansado de tanta charla sobre sueños, lo fui atrayendo hasta una partida de ajedrez. Pero en mitad de la partida apartó una pieza que estaba a punto de mover y dijo:

—¿Sabe?, ese maldito sueño me está resultando ya verdaderamente fastidioso.

Resultaba que su soñado adversario había lanzado finalmente su ataque tan largamente planeado y que el sueño en sí se había transformado en una especie de pesadilla.

—Es muy parecido a lo que le ocurre a uno en una partida de ajedrez —explicó—. Uno prosigue confiando en que la posición propia es correcta y que lleva la partida de la manera más lógica y consecuente. Cada movimiento del adversario resulta ser aquél que uno ha previsto. Llega un momento en que te sientes casi omnisciente. De súbito, el otro ejecuta un movimiento de ataque totalmente inesperado. Por un momento piensas que se trata de un disparate absurdo que el otro comete. Pero entonces te detienes, observas el juego más concienzudamente y adviertes que hay algo que se te ha pasado por alto y que el ataque del contrario es realmente peligroso. Entonces te pones a sudar.

»Naturalmente, siempre he experimentado miedo, ansiedad y hasta un sentido de alta responsabilidad durante el sueño. Pero mis piezas eran como un muro que me protegía. Ahora sólo puedo ver resquebrajaduras en ese muro. Y cualquiera entre un centenar de puntos débiles puede ser previsiblemente roto. Y yo me pregunto si podré responder adecuadamente y con aptitud de conjunto, cuando cualquiera de sus piezas comience a masacrar y a darme jaque y lleve a cabo toda la serie de movimientos posibles que puede desarrollar. La noche pasada creí ver un movimiento de estas consecuencias y el terror que se apoderó de mí fue tan intenso que todo pareció girar y creí perderme y hundirme en un abismo de millones de millas de vacío. Todavía en el momento de despertar me puse a reconsiderar qué podía haber equivocado y advertí que mi posición, aunque en peligro, se mantenía aún segura. Fue algo tan vivido que casi traje conmigo, a mi conciencia de vigilia, aquel razonamiento; sin embargo, algunos de los eslabones de la cadena mental del sueño se desgajaron, como si mi conciencia diurna no fuera lo bastante grande para albergar la onírica.

También me contó que su fijación con «el arquero» se estaba convirtiendo en una creciente preocupación. Le llenaba de una clase especial de terror, diferente en cualidad, pero quizá de tono superior al que en él engendraba el sueño considerado como un todo: un terror morboso y demente, caracterizado por la intensidad de la repugnancia, la exasperación histérica y una gama múltiple y variada de temerarios impulsos suicidas.

—No puedo desembarazarme de la sensación —dijo— de que ese ser bestial tiene que ser, de alguna manera poco clara y subterránea, la clave de mi derrota.

Me pareció que estaba muy cansado, aunque su rostro poseía las cualidades precisas para no manifestar ninguna clase de fatiga, y me hice cargo de su bienestar físico y nervioso. Le sugerí que consultara con un médico (no me gustó decir psiquiatra) y le señalé que los somníferos tal vez le fueran de alguna ayuda.

—Sin embargo —dijo—, en un sueño más profundo serán más vividas y reales las imágenes. —Sonrió sardónicamente—. No, creo que prefiero jugar la partida bajo las presentes condiciones.

Me alegré de que considerara todavía el sueño como un fenómeno psicológico interesante y eventual (si podía verlo como alguna otra cosa es algo que no me detuve a analizar). Incluso admitiendo ante mí la excepcional intensidad de sus emociones, seguía manteniendo una suerte de aire festivo. Cierta vez comparó su sueño con los delirios paranoicos de persecución y me preguntó si lo considerarían lo bastante bueno como para admitirlo en un asilo.

—Así podría olvidarme del pasaje y dedicar todo mi tiempo a mi sueño ajedrecístico —dijo, riendo cortantemente nada más ver que yo estaba a punto de preguntar si la observación la había hecho verdaderamente en serio.

No obstante, alguna parte de mí mismo no estaba convencida de la actitud de Moreland y cuando, más tarde, me encontré rodeado de oscuridad, mi imaginación acometió el perverso impulso de dibujar el universo como un inmenso coliseo en el que cada criatura se encuentra condenada a mantener una mortal partida de habilidad contra demoníacas mentalidades que, a pesar de poder adoptar la posición del gato que juega con el ratón, están siempre seguras de su maestría final… o al menos casi seguras, pero de manera que perder constituya para ellas un verdadero milagro. Me sorprendí comparándolas con ciertos jugadores de ajedrez que, por casualidad enfrentados a un oponente de habilidad imbatible, se dedican a desarrollar desagradables amaneramientos personales a fin de ponerlo nervioso, exasperarlo y destrozar la lucidez de su planteamiento.

Tal humor coloreó la propia nebulosa de mis sueños, persistiendo durante el siguiente día. Mientras caminaba por las calles me sentí invadido por una ansiedad omnipresente, experimentando tirantez y nerviosa miseria en cada rostro que se cruzaba conmigo. Por una vez me pareció que era capaz de mirar por debajo de la máscara con que cada persona se cubre y que se muestra tan característicamente pronunciada en una congestionada ciudad… y ver también lo que yace en lugar tan soterrado: la sensitividad egista, la irritación a punto de estallar, los anhelos frustrados, los fracasos… y, por encima de todo, la ansiedad, demasiado mal definida y sin un objeto preciso para ser llamada miedo, aunque por doquiera infectando cada pensamiento, cada acto, convirtiendo las cosas triviales en monstruosidades horribles. Me pareció entonces que los factores sociales, económicos y psicológicos, incluso la Guerra y la Muerte, se transformaban en insuficientes para dar cuenta de tal ansiedad y que en definitiva no era en realidad sino la consecuencia de lo que fluía de alguna circunstancia ignorada y horrible sita en la esencial constitución del universo.

Aquella tarde estuve en el pasaje. Sentí que algo había cambiado en las cosas, pues la abstracción de Moreland no era el calculador fastidio que tan familiar me era y su angustia era evidente. Uno de sus tres oponentes, después de removerse con inquietud, llamó su atención sobre un movimiento y Moreland sacudió la cabeza como si hubiera estado dormitando. Rápidamente realizó un movimiento de réplica y no tardó en perder la dama y la partida entera, merced a un descuido igualmente elemental. El encargado del pasaje, un hombre grande y forzudo, se acercó y se colocó detrás de Moreland, su mofletudo rostro impasible, observando y estudiando la posición de las piezas. La pérdida de Moreland era excesiva.

—¿Quién ha ganado? —preguntó el encargado.

Moreland señaló a su adversario. El encargado gruñó evasivamente y se alejó.

Nadie más se sentó a jugar. Se acercaba la hora de cerrar. No estaba seguro de si Moreland había advertido mi presencia, pero después de un rato se levantó y me hizo una señal de asentimiento, y luego recogió su sombrero y su abrigo. Caminamos juntos el largo trecho que nos separaba de nuestra casa. Apenas soltó palabra y mi sensación de mórbida penetración en el mundo que me rodeaba persistió, obligándome a guardar silencio. Su manera de andar era la de siempre, largas zancadas sin doblar las rodillas, las manos en los bolsillos, el sombrero calado, el ceño fruncido contra el pedazo de suelo doce pies más allá.

Cuando llegamos a la casa, tomó asiento sin quitarse el abrigo y dijo:

—Evidentemente ha sido el sueño lo que me ha hecho perder algunas partidas. Cuando desperté esta mañana era terriblemente vivido y recordaba casi con exactitud la posición concreta y el conjunto de las reglas. Me puse a hacer un diagrama…

Señaló un pedazo de papel de envolver que había sobre la mesa. Precipitadas líneas cruzadas, incompletas, representaban lo que parecía ser la esquina de un infinitamente más grande modelo. Podían verse cerca de quinientas casillas. Sobre algunas de ellas había marcas y nombres que indicaban piezas y una variedad de flechas mostraban su capacidad de movimiento.

—Me costó mucho trabajo —dijo angustiadamente—. Luego comencé a olvidar. Aunque todavía se encuentra el modelo muy cercano a mi recuerdo. Como un enigma matemático que no se alcanza a comprender del todo. Algunos segmentos del tablero se mantienen vividos en mi mente todo el día, tanto que creo que con un mayor esfuerzo sería capaz de recomponer el resto. Sin embargo, no puedo.

»Voy a perder, ya lo sabe usted —prosiguió con un cambio en su voz—. Se trata de esa pieza que llamo «el arquero». La pasada noche no pude concentrarme en el tablero; era como si neutralizara mis ojos. Lo más terrible es que se trata de la pieza fundamental del ataque de mi adversario. Sufro por capturarla. Pero no puedo, también es un cebo, la carnada de la trampa estratégica que mi adversario me tiende. Si la capturase arriesgaría la partida entera. De modo que tengo, que verla acercarse más y más (posee una desagradable clase de movimiento a saltos, con dos direcciones), sabiendo que mi única oportunidad consiste en permanecer incólume hasta que mi adversario sobrepase los límites y yo pueda contraatacar. Pero no seré capaz de aguardar. Pronto, esta noche quizá, mis nervios estallarán y me veré obligado a capturarla.

Yo permanecía estudiando el diagrama con gran interés y sólo escuché a medias lo que dijo luego: una descripción del aspecto global del «arquero». Le oí decir algo acerca de «una cabeza pentavolante»… la cabeza casi oculta por una caperuza… apéndices, cada uno con cuatro junturas, sobresaliendo por debajo del manto… un arma de ocho puntas con ruedas y palancas alrededor, y pequeños receptáculos en forma de bolsa, como destinados al veneno… la postura sugiriendo que prepara el arma para aunar la puntería… todo intrincadamente tallado en alguna lustrosa piedra roja moteada de tonos violeta… una expresión de malevolencia bestial y mucho más allá de toda naturaleza…

Justo en aquel momento se fijó mi atención repentinamente sobre el diagrama y experimenté un terrible escalofrío de excitación pues acababa de reconocer dos nombres familiares, nunca mencionados por Moreland durante la vigilia. El «aracnoide» y el «soberano verde».

Sin detenerme a recapacitar, le conté que había estado escuchando sus palabras mientras dormía tres noches atrás y le dije que las peculiares frases que enunciara encajaban perfectamente con las notas del diagrama. Mi informe brotó con melodramático apresuramiento. Mi descubrimiento de las notas, no excepcionalmente asombroso en sí mismo, me produjo probablemente tal impresión porque hasta ahora había olvidado extrañamente (quizá reprimido) el intenso pavor que experimentara cuando contemplara a Moreland durmiendo.

Antes de terminar, sin embargo, advertí la creciente ansiedad de su expresión y me di cuenta con violencia de que lo que le estaba diciendo no era precisamente lo más adecuado para su estado presente. De manera que comencé a disminuir el conjunto de los inquietantes elementos que se contuvieron en su voz de entonces —sobre todo la hiperpoderosa sensación de distancia—, así como el miedo que engrandara en mí.

Aún así resultaba obvio que había experimentado un golpe de consideración. Por unos instantes pareció sumergido en los umbrales de un ataque nervioso, levantándose y caminando de un lado a otro con virulencia, realizando grotescos movimientos, exultando absurdas palabras, aproximándose más y más al diabólico convencimiento de la realidad de su sueño —cuya intensificación parecía habérsele revelado a través de mis palabras—, estallando por último en una exangüe petición de ayuda.

Tal petición tuvo un efecto inmediato en mí, haciéndome olvidar los salvajes pensamientos que me agobiaban y situando todos los objetos de este mundo a un nivel humano. Todos mis instintos corrieron en ayuda de Moreland y de nuevo vi el conjunto de la historia como un caso exclusivamente propio de la psiquiatría. Nuestros papeles habían cambiado. Yo había dejado de ser su auditorio enterado a medias para convertirme en el amigo a quien se pide consejo. Aquello, más que ninguna otra cosa, me dotó del sentimiento de la confidencia, conduciéndome por los caminos de una especulación digna de un niño o un tarado. Me sentí satisfecho de mí mismo por haber contenido el alud de su imaginación e hice todo cuanto pude por ocultarlo.

Después de algún rato, mis repetidas medidas de seguridad comenzaron a surtir efecto. Se fue calmando y nuestra charla devino razonable una vez más, aunque a partir de entonces recurriría a mí acerca de algún punto particular que le preocupaba. Descubrí por vez primera la importancia que había tomado para él el sueño. En el curso de sus solitarias meditaciones, me dijo, a veces había llegado al convencimiento de que su mente abandonaba su cuerpo, mientras éste soñaba y viajaba a través de inconmensurables distancias hasta algún reino más allá del cosmos, donde se jugaba la partida. Se encontraba poseído por la impresión, afirmó, de acercarse demasiado peligrosamente a los íntimos secretos del universo y de descubrir que, al cabo, no fueran sino perversos, maléficos y sardónicos. A menudo le sobrecogía el temor de que, el camino que mediaba entre su mente y el imperio de la partida, fuera «ampliado» a tal punto que fuera asimismo «absorbido corporalmente del mundo», por decirlo así. Creía firmemente que perder la partida constituía una amenaza para el mundo entero y lo creía ahora de una manera más contundente de cuanto con anterioridad me confiara. Había trazado una espantosa relación entre el desarrollo de la partida y el de la Guerra y estaba comenzando a creer que las últimas consecuencias de la Guerra —aunque no necesariamente la victoria de una u otra parte— dependían del resultado de la partida.

A veces había llegado a sentirse tan abrumado, me confesó, que su único alivio había consistido en pensar que, sin importar lo que ocurriera, jamás podría convencer a ningún otro de la realidad de su sueño. Siempre existiría la alternativa de verlo como una manifestación de enfermedad o sobrecargada imaginación. Aparte de cuan vivido pudiera ser, jamás sería capaz de aportar pruebas concretas y objetivas.

—Usted me vio dormir, ¿no es cierto? —dijo—. Justamente sobre este lecho. Usted me oyó hablar en sueños. Acerca de la partida. Pues bien, eso prueba en absoluto que no se trata sino de un sueño, ¿no le parece? En puridad, usted no podría creer ninguna otra cosa, ¿me equivoco?

Ignoro por qué aquellas últimas preguntas ambiguas tuvieron tal efecto de reafirmación sobre mí, que tan sólo tres noches atrás me encontraba temblando ante el indescriptible tono de la voz que surgía entre sus sueños. Pero así fue. Parecieron como el sello final de un acuerdo entre nosotros, extendido al efecto de que sus sueños eran sólo sueños y nada significaban. Comencé a sentirme más bien alegre y autosatisfecho, al igual que un médico que devuelve la salud a su paciente tras una peligrosa crisis. Me dirigí a Moreland de una forma que ahora advierto no era sino pomposamente simpática, sin parar mientes en cuan desalentados eran sus obedientes asentimientos. Dijo poco más tras aquellas últimas preguntas.

Hasta lo persuadí para que fuéramos a una casa de comidas de la vecindad para tomar un refrigerio nocturno, como si —¡Dios me perdone!— yo estuviera celebrando mi triunfo sobre su sueño. Cuando nos sentamos al no muy sucio mostrador, encendimos sendos cigarrillos y saboreábamos café caliente, advertí que estaba volviendo a sonreír, lo que añadí a mi satisfacción. Qué ciego estaba yo ante el postrer abatimiento y la sumisa desesperanza que imperaba bajo aquellas sonrisas. Al dejarlo a la puerta de su habitación, me cogió bruscamente la mano y dijo:

—Quisiera expresarle mi agradecimiento por la forma en que ha procurado desembarazarme de este embrollo. —Yo hice un gesto desaprobador—. No, espere —continuó—, significa mucho para mí. De cualquier modo, gracias.

Me alejé con un sentimiento de contención cercano a la virtud. Estaba despojado de toda aprensión. Tan sólo me sentía propenso a la entretenida divagación, bien que de manera pacatamente filosófica, en torno a las extrañas y variadas formas que el miedo y la ansiedad pueden asumir en nuestra civilización, tan digna de piedad.

Nada más vestirme a la mañana siguiente, me encontré ante su puerta y la empujé sin esperar siquiera a que Moreland me invitara a entrar. Por una vez, al menos, la luz del sol penetraba a través de la polvorienta ventana.

Entonces lo vi, y todas las demás cosas de este mundo dejaron de existir.

Yacía sobre las arrugadas ropas de la cama, medio oculto por un pliegue de manta. Era algo de quizá diez pulgadas de altura, tan sólido como podría serlo una estatuilla e innegablemente real. Pero a la primera ojeada supe que su forma no guardaba ninguna relación con criatura terrestre alguna. Esta circunstancia habría sido evidente incluso hasta para quien no fuera precisamente un experto en arte. También supe que la sustancia roja, moteada de violeta, en la que había sido esculpida o moldeada no encontraba clasificación entre las gemas y minerales de la tierra. Todos los detalles coincidían. La cabeza pentavolante, medio oculta por la caperuza. Los apéndices, cada cual con cuatro junturas, sobresalían por debajo del manto. El arma de ocho puntas con ruedas y palancas alrededor y los pequeños receptáculos en forma de bolsa, como destinados al veneno. La postura sugiriendo que preparaba el arma para afinar la puntería. La expresión de malevolencia bestial y más allá de toda naturaleza.

Por encima de toda duda, se trataba del objeto con el que Moreland había soñado. El objeto que lo había fascinado y horrorizado, como ahora lo hacía conmigo; que había minado su equilibrio nervioso progresivamente, tal como ahora comenzaba a minar el mío. El objeto que había sido cabecilla y cebo del ataque de su adversario, y cuya captura —y parecía evidente que había sido capturado— significaba la probable derrota. El objeto, por último, que de algún modo había sido absorbido a lo largo de algún camino abierto hasta las inconmensurables distancias y desde algún reino de locura en que se planificaba el universo.

Por encima de cualquier duda era «el arquero».

Sin saber muy bien qué me impulsó o qué propósito tenía al hacerlo, escapé de la habitación. Sólo entonces me di cuenta de que tenía que encontrar a Moreland. Nadie lo había visto salir de la casa. Lo estuve buscando todo el día. En el pasaje. En clubs de ajedrez. En bibliotecas.

Era ya la noche cuando regresé y me obligué a mí mismo a penetrar en la habitación. La figurilla había desaparecido. Cuando pregunté por ella entre los demás ocupantes de la casa, ninguno supo darme razón alguna de su paradero, aunque yo sabía que «el arquero», siendo obviamente una pieza de valor y despojada de la sugerencia terrorífica para aquéllos que ignoraban su historia, podía muy bien haber caído en las manos de algún rico y excéntrico coleccionista. No es el primer objeto que desaparece de manera similar en el curso de los pasados años.

O tal vez Moreland regresara secretamente y se la llevara consigo.

De lo que estoy seguro es de que no fue forjada en este mundo.

Y aunque hay razones para temer lo contrario, tengo la sensación de que Albert Moreland, allí donde se encuentre —en alguna pensión barata, albergue o sanatorio—, a no ser que la partida haya sido perdida y comenzado el terror de lo desconocido, continua jugando a su juego imposible de creer, mediando una apuesta que ningún humano podría concebir.