Los alrededores de la plaza Bloomsbury no se encuentran tan abarrotados de gente, a las cuatro de la tarde de un día cualquiera de noviembre, como para asegurar la inmunidad de la observación al extraño que, en apariencia, nada posee fuera de lo común. El mozo del Tibb, gritando hasta el límite de su voz que ella estaba jamón, se detuvo de repente, se separó de los talones de una voluble damisela que empujaba un carrito de niño, y quedó mudo, en apariencia, ante las personales observaciones de la voluble damisela. Hasta que no hubo alcanzado la siguiente esquina —y entonces más como soliloquio que como información callejera—, no recuperó el mozo del Tibb el suficiente interés en sus propios asuntos para asegurar que él era el veterinario destinado a curarla. La propia voluble damisela, que iba media docena de yardas detrás, olvidó sus agravios al contemplar la espalda del extraño. Había algo que resultaba peculiar en la espalda del extraño: en lugar de ser plana, exhibía una decidida curva.

—No es una giba, ni parece una protuberancia de la columna vertebral —observó la voluble damisela para sí—. Que me quede ciega si no parece que se le está escapando la espalda.

El policía de la esquina, intentando parecer atareado sin hacer nada, observó la aproximación del extraño con creciente interés.

«Una forma muy extraña de caminar la tuya, joven —pensó—. Como si temieras desplomarte sobre tu propio culo».

—Creí que era un hombre joven —murmuró el policía cuando el extraño le sobrepasó—. Pero tiene una cara de crío que convence.

La claridad del día estaba desapareciendo. El extraño, encontrando imposible leer el rótulo de la calle sobre la casa de la esquina, se dio la vuelta y caminó hacia el policía.

«Vaya, otra vez el hombrecito —se dijo el policía—. Un vulgar muchacho».

—Le suplico me perdone —dijo el extraño—, ¿le importaría indicarme el camino para la plaza Bloomsbury?

—Ésta es la plaza de Bloomsbury —explicó el policía—. ¿Qué número busca?

El extraño sacó un pedazo de papel del bolsillo de su bien abrochado abrigo, lo desenvolvió y leyó:

—Mrs. Pennycherry. Número cuarenta y ocho.

—Vaya hacia la izquierda —instruyó el policía—, cuarta casa. ¿Quién lo ha enviado ahí?

—Un… un amigo —replicó el extraño—. Muchas gracias.

—Ah —murmuró para sí el policía—; te aseguro que no querrás agradecérselo hasta que haya terminado la semana, chico…

«Curioso —añadió el policía, siguiendo con la mirada la figura del extraño—. Ves hembras a manta que parecen jóvenes de espaldas y viejas de cara. Y este parroquiano parece joven de cara y viejo de espaldas. Pero creo que parecerá viejo por todas partes como pare mucho en casa de mamá Pennycherry: ¡vieja tacaña!

Los policías que patrullaban por la zona que incluía la plaza Bloomsbury tenían sus razones para no congeniar con Mis. Pennycherry. Ciertamente, llegado el caso, podía resultar dificultoso encontrar un ser humano con razones para congeniar con la arisca dama. O tal vez el vigilante de segunda, al cargo de las casas del vecindario de Bloomsbury, no tendía a desarrollar las virtudes de la generosidad y la amabilidad.

Mientras tanto, el extraño, prosiguiendo su camino, había hecho sonar el timbre del número cuarenta y ocho. Mrs. Pennycherry, mirando a hurtadillas desde la baranda y cazando un vislumbre de una guapa, si no afeminada cara masculina, se apresuró en arreglarse su velo de viuda ante el espejo, mientras enviaba a Mary Jane para que condujera al extraño, que debería resultar un problemático pensionista, al comedor y también a que encendiera el gas.

—Y no te detengas chismorreando, ni te tomes el cuidado de responder preguntas. Dile que estaré con él en un minuto —fueron las principales instrucciones de Mrs. Pennycherry—, y mantén escondidas tus manos tanto como puedas.

—¿De qué te ríes por debajo de la nariz? —preguntó Mrs. Pennycherry a la opaca Mary Jane un par de minutos después.

—No estoy haciendo eso —explicó la mansa Mary Jane—, simplemente sonreía para mí.

—¿De qué?

—Pero si no lo hago —sostuvo Mary Jane. Aunque aún se mantenía su sonrisa.

—Bueno. ¿Qué tal es él? —demandó Mrs. Pennycherry.

—No es nada vulgar —fue la opinión de Mary Jane.

—Gracias le sean dadas al Señor —oró Mrs. Pennycherry píamente.

—Dice que ha sido enviado por un amigo.

—¿Por quién?

—Por un amigo. No ha dicho su nombre.

—Eso no es digno de jolgorio —calibró Mrs. Pennycherry.

No lo era en verdad. Mary Jane estaba segura de ello.

Mrs. Pennycherry subió las escaleras todavía meditando. Cuando entró en la sala, el extraño se levantó e hizo una reverencia. Nada podía haber sido más simple que la reverencia del extraño, y sin embargo tuvo la virtud de inundar a Mrs. Pennycherry de viejas sensaciones tiempo ha olvidadas. Por breves momentos Mrs. Pennycherry se vio a sí misma como una elegante dama bien nacida, viuda de un procurador: un visitante había pedido verla. Fue, sin embargo, una fantasía momentánea. Al instante siguiente la Realidad cobró sus fueros. Mrs. Pennycherry, patrona de una casa de huéspedes, vegetando precariamente en torno a insignificantes menudencias diarias, se preparaba para atender a un posible pensionista nuevo, que afortunadamente parecía un joven caballero sin experiencia.

—Alguien lo envió aquí —comenzó Mrs. Pennycherry—. ¿Puedo preguntarle quién?

Pero el extraño vadeó la pregunta como algo sin importancia.

—No debe usted recordar… lo —sonrió—. Él pensó que yo haría bien pasando aquí los pocos meses que me he tomado… que tengo que permanecer en Londres. ¿Puede usted admitirme?

Mrs. Pennycherry pensó que no habría inconveniente aceptando al forastero.

—Una habitación para dormir —explicó el extraño—, servirá cualquier habitación… con comida y bebida suficiente para un hombre, eso es cuanto requiero.

—Para el desayuno —comenzó Mrs. Pennycherry—, siempre doy…

—Lo que es justo y apropiado, estoy convencido de ello —interrumpió el extraño—. Le ruego que no se preocupe en entrar en detalles, Mrs. Pennycherry. Me contentaré con lo que sea.

Mrs. Pennycherry, intrigada, lanzó una rápida mirada al extraño, pero su rostro, a pesar de que sus amables ojos sonreían, manteníase austera y seria.

—Será mejor que vea la habitación —sugirió Mrs. Pennycherry— antes de discutir las condiciones.

—Perfecto —asintió el extraño—. Estoy un poco cansado y me gustaría descansar.

Mrs. Pennycherry emprendió el camino; en el pasillo del piso tercero se detuvo un momento, indecisa, pero en seguida abrió la puerta de la habitación del fondo.

—Es muy confortable —comentó el extraño.

—Por esta habitación —anunció Mrs. Pennycherry—, junto con la pensión completa, que consiste en…

—En todo cuanto es necesario. No hace falta que lo diga —interrumpió de nuevo el extraño con su serena y grave sonrisa.

—Por lo general —continuó Mrs. Pennycherry—, pido cuatro libras a la semana. Para usted —la voz de Mrs. Pennycherry, sorprendiéndola, tomó ante sus propios oídos una nota de agresiva generosidad—, teniendo en cuenta que ha sido recomendado, lo dejaremos en tres libras con diez.

—Querida señora —dijo el extraño—, eso es muy amable por su parte. Como ha adivinado, no soy un hombre rico. Y si no le es una carga, acepto su descuento con gratitud.

Mrs. Pennycherry, familiarizada con los métodos irónicos, lanzó de nuevo una sospechosa mirada sobre el forastero, aunque sin ver en la suave y hermosa cara el menor rastro de aquéllos. Sin duda era tan sencillo como parecía.

—El gas, obviamente, es aparte.

—Obviamente —asintió el extraño.

—El carbón…

—No nos pelearemos —interrumpió por tercera vez el extraño—. Ha sido usted muy considerada para conmigo. Tengo la sensación, Mrs. Pennycherry, de que puedo abandonarme enteramente a sus manos.

El forastero parecía ansioso por quedarse solo. Mrs. Pennycherry, tras encender la calefacción, se dispuso a salir. Fue entonces cuando Mrs. Pennycherry, mantenedora pertinaz de una inquebrantable tradición salutífera, se comportó de una manera que, ante su propio reflejo y cinco minutos antes, habría juzgado imposible: no había alma viviente sobre la tierra que se lo hubiera creído, así la misma Mrs. Pennycherry, de rodillas, lo hubiera jurado.

—¿Le dije tres libras con diez? —preguntó Mrs. Pennycherry, la mano ya en la puerta. Lo dijo malhumoradamente. Se sentía malhumorada con el forastero, consigo misma: particularmente consigo misma.

—Tuvo usted la amabilidad de hacerme una reducción —replicó el extraño—, pero si tras una reflexión considera usted improcedente…

—Debí sufrir una confusión —dijo Mrs. Pennycherry—, pues quería decir dos libras con diez.

—No puedo… no quiero aceptar semejante sacrificio —exclamó el extraño—; puedo emplear muy bien las tres libras con diez.

—Dos libras con diez son mis condiciones —cortó Mrs. Pennycherry—. Si le gusta pagar más, tendrá que ir a otra parte. Es libre de hacer lo que quiera.

Su vehemencia tenía que haber impresionado al extraño.

—No seguiremos peleando —sonrió—. Temía simplemente que la bondad de su corazón…

—Oh, nada hay de bueno en todo esto —refunfuñó Mrs. Pennycherry.

—Estoy seguro de lo contrario —devolvió el extraño—. Y sospecho que tengo razón. Pero toda mujer voluntariosa debe, supongo, seguir sus propios dictados.

El forastero le ofreció su mano y a Mrs. Pennycherry, en aquel momento, le pareció la cosa más natural del mundo el estrechársela como si se tratase de la mano de un viejo amigo, a fin de clausurar la conversación con unas risitas complacidas… aunque reír no era un ejercicio con el que Mrs. Pennycherry fuera demasiado indulgente.

Mary Jane estaba junto a la ventana, los brazos cruzados sobre su pecho, cuando Mrs. Pennycherry penetró en la cocina. Desde las proximidades de la ventana podía verse un retazo de los árboles de la plaza Bloomsbury y, a través de sus ramas peladas, un fragmento de cielo más allá.

—No hay nada más que hacer en la próxima media hora, hasta que Cook regrese. Acudiré a la puerta si te apetece dar un paseo —se ofreció Mrs. Pennycherry.

—Sería maravilloso —admitió la chica nada más recuperar la facultad del habla—; hace justamente la clase de día que más me gusta.

—Pero que no sea más de media hora —añadió Mrs. Pennycherry.

El cuarenta y ocho de la plaza Bloomsbury, reunido en la salita después de la cena, discutía en torno al forastero con esa libertad y franqueza características del cuarenta y ocho de la plaza Bloomsbury respecto de los ausentes.

—No lo que yo califico de joven listo —fue la opinión de Augustus Loncord, empleado en algo en el centro.

—Si hablo por mí mismo[2] —comentó su socio lsidore—, no posee nada que se parezca a lo que debe ser un joven listo. Lo encuentro excesivo.

—Debe ser sutilmente listo si lo encuentras excesivo —rió su socio. Hay algo que debe decirse por mor de la agudeza del cuarenta y ocho de la plaza Bloomsbury: era de construcción sencilla y de fácil entendimiento.

—Bueno, a mí me hace bien sólo el mirarlo —declaró Miss Kate, la hipermaquillada—. Deben ser sus ropas, supongo… me hacen pensar en Noé y el arca y todo eso.

—Deben ser las ropas lo que la obligan a usted a pensar… si es que alguna otra cosa puede hacerlo —habló lentamente la lánguida Miss Devine. Era una chica alta y guapa, preocupada en aquel instante por los inútiles esfuerzos que desplegaba en reclinarse con elegancia y confort sobre un sofá de cerdas. Miss Kite, por razones de haberse asegurado la poltrona, era impopular esa tarde; de modo que la observación de Miss Devine recibió del resto de la compañía mucha más aprobación de lo que quizá merecía.

—¿Pretende eso ser ingenioso, querida, o simplemente despechado? —inquirió Miss Kite.

—Ambas cosas —aseguró Miss Devine.

—Yo tengo que confesar —dijo el alto padre de la damisela, comúnmente llamado el Coronel— que lo encuentro un botarate.

—Ya me di cuenta de que podíais hacer buenas migas juntos —ronroneó su esposa, una regordeta y sonriente dama, más bien retaco.

—Posiblemente las hagamos —remachó el Coronel—. El hado me ha acostumbrado a frecuentar la compañía de botarates.

—No es muy gentil que comencéis a pelearos nada más terminar de cenar —observó su pensativa hija desde el sofá—; si seguís así, no nos dejaréis nada que nos divierta más tarde.

—No se mostró conmigo muy conversador —dijo la dama que era prima de un baronet—; pero no se precipitó en servirse la verdura. Un pequeño detalle de ese jaez demuestra educación.

—O que como no la conocía a usted, pensaba que iba a dejarle un par de cucharadas —rió Augustus su propia gracia.

—Lo que yo no puedo entender de él… —comenzó el Coronel.

El extraño entró en la sala.

El Coronel, siguiendo con su periódico vespertino, se retiró a un rincón. La hipermaquillada Kite, alcanzando de la repisa de la chimenea una revista, la sostuvo protectoramente ante su rostro. Miss Devine se levantó apresuradamente del sofá de cerdas y se arregló la falda.

—¿Sabe una cosa? —dijo Augustus dirigiéndose al forastero y rompiendo el de algún modo destacado silencio.

El extraño, evidentemente, no entendió. Se hizo, pues, necesario para Augustus, el guasón, proseguir en vez de mantener el molesto silencio.

—¿Qué hace Lincoln para sacar tanta ventaja? Dígamelo y le juro que me quitaré la camisa ahora mismo.

—Creo que actuaría usted poco sabiamente —sonrió el extraño—; no soy ninguna autoridad en la materia.

—¡No me diga! ¿Por qué me dijeron entonces que era usted el Capitán Spy, de la Sporting Life… de incógnito?

Habría sido difícil que una broma cayera más de plano. Nadie se rió, aunque Mr. Augustus Loncord no pudo entender el porqué; y quizá ninguno de los presentes podría habérselo dicho, pues en el cuarenta y ocho de la plaza Bloomsbury Mr. Augustus Loncord pasaba por ser un humorista. El extraño, por su parte, pareció no darse cuenta de que estaba siendo objeto de diversión.

—Sin duda lo han informado mal —le aseguró el extraño.

—Le pido mil perdones —dijo Mr. Augustus Loncord.

—No hay por qué —replicó el extraño con su dulce voz baja y siguió con lo suyo.

—Bueno, a ver qué pasa con eso del teatro —demandó Mr. Loncord a su amigo y socio—, ¿quieres ir o no quieres ir? —Mr. Loncord se sentía irritable.

—Hay que sacar la entrada… tal vez vaya —opinó Isidore.

—Es una obra condenadamente estúpida, te lo digo yo.

—La mayoría son estúpidas, más o menos. No llores por tanto derroche —arguyó Isidore, dando fin a la conversación de la pareja.

—¿Va a estar mucho tiempo en Londres? —preguntó Miss Kite, alzando sus pintarrajeados ojos hasta el extraño.

—No mucho —contestó el forastero—. Por lo menos no lo sé. Depende.

Una quietud inhabitual invadió la sala de estar del cuarenta y ocho de la plaza Bloomsbury, justamente a las horas en que por lo general estaba repleto de ruidos y voces estridentes. El Coronel seguía absorto en su periódico. Mrs. Devine seguía sentada con sus regordetas manos sobre su regazo, y si estaba despierta o dormida, nadie habría podido decirlo. La dama que era prima de un baronet, había corrido su silla junto a la estufa, los ojos fijos en su sempiterno ganchillo. La lánguida Miss Devine se había acercado al piano y allí se sentó pulsando débilmente las desafinadas teclas, dando la espalda a la apenas amueblada habitación.

—Siéntese —ofreció con gracejo Miss Kite al extraño, señalándole con el abanico un asiento vacío que había junto a ella—. Hábleme de usted. Usted me interesa. —Miss Kite adoptaba un aire sofisticadamente autoritario con todos los miembros del sexo opuesto que parecían más jóvenes que ella, detalle que armonizaba con su complexión, su dorado cabello y con toda ella en conjunto.

—Me alegra que sea así —dijo el forastero, aceptando el lugar ofrecido—. También me gustaría interesarme por usted.

—Es usted un muchacho muy atrevido —dijo Miss Kite, bajando el abanico con la intención de lanzar una mirada por encima de él, encontrándose sus ojos por vez primera con los del extraño, que la estaban sondeando. Lo que entonces experimentó Miss Kite fue precisamente la misma curiosa sensación que aproximadamente una hora atrás había turbado a Mrs. Pennycherry, al ver al forastero inclinarse ante ella. Le pareció que ya no era la Miss Kite de siempre, la Miss Kite que, de haberse levantado y mirado en el espejo que había sobre la marmórea cornisa de la chimenea, sabía tenía que contemplar; sino otra Miss Kite distinta: una dama gentil, despierta y frisando la mediana edad, todavía de buen ver pese a la ya comenzada desaparición de su solidez y el ajuste continuo de sus cremalleras. Miss Kite sintió un ramalazo de envidia recorrer su cuerpo. Esta madura Miss Kite era sin duda una dama mucho más atractiva. Tenía una frescura y una elegancia que instintivamente atraían a cualquiera. No preocupada, como la auténtica Miss Kite, por la necesidad de aparentar entre los dieciocho y los veintidós, esta otra Miss Kite podía desenvolverse con sensibilidad, hasta con brillantez: así tenía que sentirlo cualquiera. Esto es lo que esta otra Miss Kite era: una mujer «refinada» de pies a cabeza; la Miss Kite real, aunque envidiosa, estaba dispuesta a admitirlo. Miss Kite deseó la gentileza que jamás había visto en las mujeres. Y el vislumbre que de ella propia le quedó, la dejó particularmente insatisfecha consigo misma.

—No soy un muchacho —explicó el extraño— ni he tenido la intención de ser atrevido.

—Lo sé —replicó Miss Kite—, ha sido una observación tonta. No podría decir qué es lo que me ha impulsado a formularla. Sin duda me estoy volviendo vieja.

—Le aseguro que no es usted vieja —rió el forastero.

—Tengo treinta y nueve años —soltó Miss Kite—: ¿me llamaría usted joven con esa edad?

—Creo que es una edad hermosa —insistió el extraño—: lo bastante joven para no haber perdido las gracias juveniles y lo bastante madura para haber aprendido las elegancias mundanas.

—Oh, tal vez encuentre usted hermosa cualquier edad —replicó Miss Kite—. Me voy a la cama. —Miss Kite se levantó. El abanico de papel estaba ahora roto. Miss Kite reunió los fragmentos y los arrojó al fuego.

—Todavía es temprano —rogó el forastero—, y yo, anticipaba el placer de hablar con usted.

—Bueno, no dudo que podrá seguir anticipándolo —remachó Miss Kite—. Buenas noches.

La verdad era que Miss Kite estaba impaciente por contemplarse a sí misma ante el espejo de su habitación, la puerta firmemente cerrada. La visión de la otra Miss Kite, esa dama de nítida apariencia, rostro purísimo y cabello oscuro, había sido tan vivido que Miss Kite se preguntaba si temporalmente el olvido no habría caído sobre ella mientras se vestía para la cena.

El extraño, abandonado a su aire, buscó sobre la mesa algo para leer.

—Parece que ha espantado usted a Miss Kite —observó la dama que era prima de un baronet.

—Así parece —admitió el forastero[3].

—Mi primo, Sir William Bosster —observó la dama—, que se casó con la sobrina del anciano Lord Egham… ¿no ha coincidido nunca con los Egham?

—Hasta el presente —replicó el extraño— no he tenido tal placer.

—Una familia encantadora. No puede entender… mi primo, Sir William, me refiero a él, no puede entender cómo me encuentro aquí. Mi querida Emily (siempre me dice lo mismo cada vez que me ve), mi querida Emily, ¿cómo puedes convivir con la clase de gente que uno suele encontrarse en los hostales? Pese a ello es muy divertido.

Poseer sentido del humor, convino el extraño, es siempre una ventaja.

—Nuestra familia por parte de madre —continuó la prima de Sir William en su complacida monotonía— estaba conectada con los Tatton-Jones, quienes, en tiempos del rey Jorge IV… —La prima de Sir William, necesitando otro ovillo de algodón, alzó la mirada y se encontró con la del forastero.

—Le aseguro que no sé por qué le estoy hablando de todo esto —dijo la prima de Sir William con tono irritado—. Es dudoso que le interese.

—Todo cuanto se relacione con usted me interesa —le aseguró gravemente el extraño.

—Es muy amable por su parte decir una cosa así —suspiró la prima de Sir William, sin convicción—. Me temo que a veces aburro a la gente.

El educado forastero se cuidó mucho de contradecirla.

—Pero ya ve —continuó la desdichada dama—, desciendo realmente de una buena familia.

—Mi querida señora —dijo el extraño—, su amable rostro, su amable voz y sus amables modales lo proclaman así.

Ella miró sin cobardía los ojos del extraño y, gradualmente, una sonrisa fue desterrando la deslustrada dictadura de sus facciones.

—Cuánta locura —dijo, aunque hablando más para sí misma que para el extraño—. Porque, claro, la gente cuya opinión vale la pena considerar, la juzga a una por lo que es y no por lo que una dice que es.

El extraño se mantuvo en silencio.

—Soy la viuda de un médico de provincias, con una renta de doscientas treinta libras al año —dijo—. Lo único importante que tengo que hacer es administrarlas lo mejor posible y preocuparme por esos altos y encopetados parientes míos, con tan poca intensidad como ellos se han preocupado por mi.

El forastero parecía incapaz de decir cualquier cosa digna de ser dicha.

—Tengo otros parientes —recordó la prima de Sir William—, los de mi pobre marido, para los que en vez de ser «la pariente pobre» sería yo el hada madrina. Ésa es mi gente… o debería serlo —añadió la prima de Sir William ásperamente—, si no fuera yo una vulgar snob.

Se ruborizó en el instante mismo de decir estas últimas palabras y, levantándose, se dispuso a efectuar una rápida salida.

—Ahora parece que la estoy espantando a usted —suspiró el forastero.

—Habiendo sido calificada de «vulgar snob» —remachó la dama con cierto ímpetu—, creo llegada la hora de retirarme.

—Las palabras las dijo usted misma —le recordó el forastero.

—Cualquier cosa que pudiere yo haber pensado —observó la indignada dama—, ninguna señora, y menos todavía en presencia de un absoluto desconocido, se habría calificado a sí misma de… —La pobre dama se detuvo, perpleja—. Hay algo muy curioso que me ocurre esta noche y que no soy capaz de entender —explicó—. Parece que soy bastante incapaz de evitar insultarme a mí misma.

Todavía acosada por la perplejidad, deseó las buenas noches al forastero, esperando que cuando al día siguiente los presentes la vieran de nuevo sería un poco más ella misma. El forastero, esperándolo también así, abrió la puerta y la cerró tras ella.

—Dígame —rió Miss Devine, quien con la escasa fuerza de su ingenio estaba maquinando desquiciar la armonía del asediado piano—, ¿cómo se las ingenió para hacerlo? Me gustaría saberlo.

—¿Cómo me las ingenié para qué? —inquirió el extraño.

—Para desembarazarse tan rápidamente de esas dos viejas desgarbadas.

—¡Qué bien toca usted! —observó el extraño—. Supe que estaba usted hecha para la música desde el momento en que la vi.

—¿Cómo puede decir semejante cosa?

—Porque está escrito claramente en su rostro.

La chica se rió complacida.

—Parece que no ha perdido usted tiempo en observar mi rostro.

—Es un rostro hermoso e interesante —observó el extraño.

La joven giró rápidamente su taburete y sus ojos se encontraron.

—¿Puede usted leer el rostro?

—Sí.

—Dígame, pues, qué más cosas ha leído en el mío.

—Franqueza, decisión…

—Ah, sí, todas las virtudes. Quizás. Las daremos por sentadas. —Fue inquietante advertir lo rápidamente que la chica se había puesto seria—. Hábleme de la cara oculta.

—No veo ninguna cara oculta —replicó el extraño—. No veo sino una bonita chica, palpitando de noble feminidad.

—¿Y nada más? ¿No lee ningún rasgo de codicia, de vanidad, de sordidez, de…? —Una carcajada de ira escapó de sus labios—. ¿Y se precia usted de ser un lector de rostros?

—Un lector de rostros —sonrió el extraño—. ¿Sabe lo que está escrito sobre el suyo en este preciso momento? Un amor a la verdad que raya la virulencia, el desdén hacia la mentira, el repudio de la hipocresía, el deseo de que todas las cosas sean puras, el desprecio de todo aquello que es despreciable… especialmente de todo aquello que es despreciable en una mujer. Dígame, ¿he leído o no correctamente?

—Me pregunto —se dijo la chica para sí— si no está aquí el porqué de que las otras dos salieran precipitadamente de la sala. Hacer sentir ante una misma la ridiculez de las pequeñeces que ocupan nuestras vidas.

—Papá parecía tener algo que proponerle durante la cena. Dígame, ¿de qué estaba hablando?

—¿Con el caballero de porte militar que estaba a mi izquierda? Hablábamos de su madre de usted, principalmente.

—Lo siento —dijo la joven, contristada por no haber obtenido respuesta—. Creí que había escogido alguno de sus lugares comunes.

—Intentó uno o dos —admitió el extraño—; pero sé tan poco del mundo que con gusto escuchaba cuanto me decía. Sentí que podríamos ser amigos. Habló tan delicadamente también de Mrs. Devine.

—Ciertamente —comentó la joven.

—Me contó que llevaba casado veinte años y que nunca se había arrepentido excepto una vez.

Los negros ojos de la muchacha cayeron sobre los suyos como un relámpago, pero al encontrarlos murió en ellos toda sospecha. Se volvió de lado para ocultar su sonrisa.

—Así que se arrepintió… una vez.

—Sólo una vez —explicó el extraño—, una escena irritable que atravesó. Resultaba tan franco oírlo que había que aceptarlo. Me contó… pienso que se había encariñado en cierto modo conmigo. En verdad se insinuó mucho. Dijo que no siempre había tenido la oportunidad de hablar con un hombre como yo… me contó, dijo, que siempre que él y su madre de usted viajan juntos, son confundidos con una pareja en su luna de miel. Algunas de las experiencias que me relató eran francamente interesantes y hasta divertidas —el forastero se rió señalando a todos los reunidos—, por ejemplo, que incluso aquí, en este lugar, se les llama comúnmente «Darby y Joan».

—Sí —dijo la joven—, eso es cierto. Mr. Loncord les puso ese nombre la segunda noche después de nuestra llegada. Se supuso ingenioso… aunque más bien obvio, según creo para mí.

—Nada, así me lo parece a mí —dijo el extraño—, es más bello que el amor que ha soportado las tormentas de la vida. La dulzura que florece en el corazón de los jóvenes, en un corazón como el de usted, es también hermosa en extremo. El amor de lo joven por lo joven, he aquí el principio de la vida. Pero el amor de lo anciano por lo anciano es el principio de… de las cosas imperecederas.

—Parece que usted encuentra todo hermoso —dijo la chica.

—¿Y no es todo hermoso? —preguntó el extraño.

El Coronel había terminado su periódico.

—Se han metido ustedes en una conversación muy absorbente —comentó el Coronel, aproximándose a ellos.

—Estábamos discutiendo sobre Darbies y Joans —explicó su hija—. ¡Cuán hermoso es el amor que soporta las tormentas de la vida!

—¡Ah! —sonrió el Coronel—, eso es atacar a traición. Mi amigo ha estado repitiendo para la cínica juventud, las confesiones de un amante esposo que está afectado por su edad y… —El Coronel, de modo juguetón, puso su mano sobre el hombro del forastero, acto que exigió de sus ojos una profunda mirada sobre los del otro. El Coronel se enderezó torpemente y su rostro se puso escarlata.

Alguien estaba llamando sinvergüenza al Coronel. No sólo eso: alguien lo estaba explicando tan claramente que el Coronel, por sí mismo, podía ver a la perfección por qué era un sinvergüenza.

—Que tú y tu esposa os llevéis como el perro y el gato es una desgracia para los dos —decía la voz—. Al menos podías tener la decencia de ocultarlo ante los demás, en vez de bromear a costa de tu impudicia con cada pensionista de paso. Eres un sinvergüenza, muchacho, ¡un sinvergüenza!

¿Quién osaba decirle tales palabras? No el forastero, pues sus labios permanecían cerrados. Además, no se trataba de su voz. Verdaderamente, sonaba mucho más como la voz del Coronel mismo. El Coronel paseó la mirada desde el forastero hasta su hija, desde su hija hasta el forastero. Claramente se advertía que ninguno había oído la voz: una mera alucinación. El Coronel respiró de nuevo.

Pero ningún caballero habría permitido que fuera posible tamaña broma. Ningún caballero se habría peleado nunca con su esposa… al menos jamás en público. Enfrentado a una mujer irritable, un caballero habría ejercido el autocontrol.

Mrs. Devine se había levantado y caminaba lentamente por la sala. El miedo se posesionó del Coronel. Ella le estaba dirigiendo alguna exasperante observación (podía verlo en sus ojos) que lo llevaría a una violenta réplica. Hasta el idiota profesional, que era el forastero, entendería por qué el gracioso de la pensión los había bautizado como «Darby y Joan», captaría el hecho de que el Coronel había estado meramente guasón durante una charla con un eventual compañero de mesa, con el único propósito de ridiculizar a su esposa.

—Querida —exclamó el Coronel, precipitándose por hablar el primero—, ¿no te molesta esta habitación tan fría? Permíteme ir por tu chal.

Era inútil: el Coronel se daba cuenta. Ambos se habían acostumbrado excesivamente a prologar sus mortales insultos con una sarta de cortesías. Ella se acercó, pensando en una réplica adecuada: adecuada según el punto de vista de ella, naturalmente. En cualquier otro momento habría surgido la verdad. Una insólita y fantástica posibilidad relampagueó en el cerebro del Coronel: si a él sí, ¿por qué también a ella?

—Letitia —exclamó el Coronel, con un tono de voz que la sorprendió en medio del silencio—. Quisiera que miraras de cerca a nuestro amigo. ¿No te re-recuerda a alguien?

Mrs. Devine, instada de aquel modo, contempló al forastero larga y penetrantemente.

—Sí —murmuró volviéndose hacia su marido—, es verdad. Pero ¿a quién?

—No puedo concretarlo —contestó el Coronel—. Pensé que tú recordarías quizá.

—Ya se me ocurrirá —murmuró Mrs. Devine—. Es alguien… hace años ya, cuando yo era joven… en Devonshire. Si no te molesta, Harry, te doy las gracias.

Como Mr. Augustus Loncord explicó a su socio Isidore, la colosal estupidez del forastero era la causa de todo el lío.

—Déme un hombre que pueda cuidarse de sí mismo, o que crea que puede —declaró Augustus Loncord—, que yo estoy preparado para proporcionarle una buena información sobre mí propio. Pues cuando una criatura desvalida rehúsa incluso mirar lo que suele llamarse la propia fisonomía, dice que la mera palabra de uno es suficiente para él y se pone a repartir su talonario de cheques para que uno mismo lo rellene… bueno, eso no es jugar limpio.

—Augustus —fue el conciso comentario de su socio—: eres un capullo.

—Como quieras, muchacho. Puedes intentarlo —sugirió Augustus.

—Haré justamente lo que pienso hacer —aseveró su socio.

—¿Bien? —preguntó Augustus a la noche siguiente, encontrando a Isidore subiendo las escaleras tras haber sostenido una larga charla particular con el forastero en el comedor.

—Oh, no me apures —dijo Isidore—; un estúpido, eso es lo que es.

—¿Qué te dijo?

—¡Que qué me dijo! Me habló de los judíos: qué gran raza eran… y cómo la gente los había prejuzgado: toda esa serie de bobadas.

»Dijo que el hombre más honorable que jamás viera había sido judío. ¡Y pensaba que yo era uno de ellos!

—Bueno, pero ¿le sacaste algo?

—Sacarle algo, ¡claro que no! Puesto que me consideraba judío, yo no podía vender a mi supuesta raza por un par de cientos de libras. No sería de buen ver.

Muchas cosas más llegaron gradualmente a la conclusión de que no valía la pena de ser hechas en el cuarenta y ocho de la plaza Bloomsbury: tratar de devolver la pelota, saltarse el turno de las verduras y ponerse en el plato más de lo que correspondía, darse de guantazos por ocupar la poltrona, sentarse sobre el periódico de la tarde pretendiendo no haberlo visto… y toda clase de aburridas sandeces. Por lo poco que podía descubrirse no valía la pena molestarse en serio. Gruñir continuamente ante la comida; gruñir continuamente ante muchas cosas; tomar el pelo a Pennycherry a sus espaldas; tomar el pelo, para variar, a cualquier pensionista; pelearse con otro pensionista por nada en concreto; mofarse de cualquier pensionista; difundir escándalos de cualquiera de los pensionistas; hacer bromas absurdas a costa de quienquiera de los pensionistas; hablar hinchadamente de uno mismo, aunque nadie lo creyera, amén de un etcétera de vulgaridades por el estilo. Otras casas de huéspedes podían como mucho permitírselas de vez en cuando: el cuarenta y ocho de la plaza Bloomsbury las consideraba su dignificación.

La verdad es que el cuarenta y ocho de la plaza Bloomsbury estaba ganando una muy buena opinión de sí: de lo que no tanto la plaza Bloomsbury como el forastero podía considerarse culpable. El extraño había llegado al cuarenta y ocho de la plaza Bloomsbury con la idea preconcebida (de dónde la obtuvo sólo el Cielo lo sabe) de que sus bastos y tercos ocupantes eran en realidad damas y caballeros de primera magnitud; el tiempo y las observaciones, al parecer, sólo habían servido para confirmar esta idea absurda. La consecuencia natural fue que el cuarenta y ocho de la plaza Bloomsbury se estaba rectificando al tenor de la opinión del extraño.

Respecto a Mrs. Pennycherry, el extraño persistiría en considerarla una dama de origen y educación, compelida por las circunstancias que ella no había sido capaz de controlar, a ocupar un difícil pero honorable puesto en la clase media: una especie de madre adoptiva a la que su promiscua familia debía gratitud y agradecimiento; esta opinión de sí misma, que había adquirido ahora Mrs. Pennycherry, era sostenida con obstinada convicción. Semejante circunstancia conllevaba desventajas, pero Mrs. Pennycherry parecía preparada para sufrirlas gratamente. Una dama de origen y crianza no podía cargar a otras damas y a otros caballeros con un carbón y unas velas que jamás habían encendido. Una madre adoptiva no podía hacer encajar a sus hijos carneros de Nueva Zelanda, como si fueran de Southdown. Podría hacerlo una vulgar patrona de pensión: pegársela a sus huéspedes y embolsarse los beneficios. Pero no la dama que ella se sentía.

Para el extraño, Miss Kite era una graciosa y deleitable compañera de charla, de personalidad sumamente atractiva. Miss Kite tenía sólo una falta: no poseer vanidad. No advertía su delicada y refinada belleza. Si Miss Kite pudiera verse tan sólo con los ojos del extraño, el velo de modestia que cubría sus naturales encantos caería al instante. El extraño estaba seguro de que Miss Kite pondría a prueba tamaño velo. Una noche, una hora antes de la cena, entró en la sala aún sin iluminar y ocupada sólo por el extraño, una magnífica y hermosa dama, ligeramente pálida y con el cabello oscuro bellamente peinado, que le preguntó si la conocía. Todo el cuerpo de la mujer temblaba y su voz se dijera propensa a escaparse de su control y convertirse en sollozo. Pero cuando el extraño le dijo que por su parecido debía ser ella la hermana menor de Miss Kite, aunque mucho más bonita, el posible sollozo se convirtió en carcajada: desde aquella noche desapareció el tinte dorado de los cabellos de Miss Kite así como la capa de pintura de su rostro; y lo que quizás podía haber impresionado más a cualquier habituado al cuarenta y ocho de la plaza Bloomsbury primitivo, fue que nadie en toda la casa hizo el menor comentario al respecto.

La prima de Sir William era considerada por el extraño como una adquisición que cualquier casa de huéspedes desearía. ¡Una dama de aristocrática familia! Quizá no hubiera nada oculto ni visible que evidenciara a nadie tamaña condición de la mujer. Ella, naturalmente, no mencionaría el hecho aunque uno pudiera sentirlo. Inconscientemente adoptaba ella el tono apropiado, difundiendo por la atmósfera un florilegio de maneras gentiles. No es que el extraño lo hubiera dicho con exceso de palabras; simplemente, la prima de Sir William intuía que él lo pensaba y en su interior sentíase de acuerdo con él.

Por Mr. Loncord y su socio, en tanto que representantes del más difundido tipo de hombres de negocios, sentía el extraño un profundo respeto. ¡Con qué desdichados resultados para ellos mismos había sido advertido esto! Lo curioso es que la Firma pareció contentarse con el precio que había pagado por la buena opinión del extraño —hasta se rumoreaba que le había cogido gusto a respetar la honradez de los hombres—, que a la larga era probable saliera cara. Claro que todos, más o menos, tenemos nuestra extravagancia favorita.

El Coronel y Mrs. Devine sufrieron mucho al principio por la impuesta necesidad de aprender, aunque fuera tarde en la vida, nuevos remedios. En el retiro de su apartamento, se consolaban mutuamente.

—Tontamente absurdo —gruñía el Coronel—: ¡tú y yo achuchándonos y arrullándonos a nuestra edad!

—Lo que yo opongo —dijo Mrs. Devine— es el sentimiento que de alguna manera estoy madurando al respecto.

—¡Es condenadamente ridículo que un hombre y su esposa no puedan gastarse sus pequeñas bromas, sólo por miedo a lo que cualquier mequetrefe impertinente pueda pensar! —explotó el Coronel.

—Hasta cuando no está presente —dijo Mrs. Devine—; me parece verlo mirándome con sus ultrajantes ojos. Realmente es un hombre que me sobrecoge.

—Lo he conocido en otra parte —murmuró el Coronel—. Juraría que me lo he encontrado en otra parte. Deseo para nuestro bien que se marche.

El Coronel hubiera querido decirle a Mrs. Devine un centenar de cosas al día, y cien cosas al día habría deseado Mrs. Devine comentar con el Coronel. Pero cuando la oportunidad se daba cita (cuando nadie más estaba cerca para escuchar), todo interés en decirlas desaparecía.

—Las mujeres serán siempre mujeres —era el sentimiento con el que el Coronel se autoconsolaba—. Un hombre debe soportarlas… nunca debe olvidar que es un caballero.

—Oh, bueno, supongo que todos son iguales —reía Mrs. Devine para sus adentros, una vez llegada al estado de desesperación en que se busca refugio en la alegría—. Lo que suele incomodar a uno… no es bueno y sólo trae conflictos.

Hay una cierta satisfacción en creer que uno está aguantando con heroica resignación las irritantes cretineces del otro. El Coronel y Mrs. Devine llegaron a alegrarse con su exceso de autoaprobación.

Pero la persona seriamente ofendida, por la fanática creencia del extraño, en la innata bondad de todo cuanto se cruzaba en su camino, era la lánguida y guapa Miss Devine. El extraño habría asegurado que Miss Devine era una mujercita de alma noble y elevados pensamientos, una especie de cruce entre Flora Macdonald y Juana de Arco. Miss Devine, por el contrario, sabía que ella no era sino un animal mimado y brillante, que con buena voluntad se habría vendido al postor que más delicados vestidos le ofreciera, mejores banquetes y más suntuosos ambientes. Tal postor tendría que reducirse a la persona de algún corredor de apuestas retirado, algún viejo y grasiento caballero, no obstante rico con suficiencia e indudablemente prendado de ella.

Miss Devine, habiendo disfrazado el propósito de que tal cosa tenía que hacerse, estaba ansiosa porque se hiciera lo más rápidamente posible. Y hete aquí que la ridícula opinión del forastero no sólo la irritaba, sino que también la incomodaba. Bajo la mirada de una persona —aunque sea idiota—, convencida de que uno posee todos los más altos atributos propios de su sexo, es difícil comportarse como si sólo se actuara por los más básicos motivos. Una docena de veces había resuelto Miss Devine terminar el asunto aceptando formalmente a su más antiguo y viejo admirador y una docena de veces —la visión interpuesta de los ojos crédulos y graves del extraño—, había rehusado Miss Devine dar una respuesta. El extraño partiría algún día. Ciertamente, así se lo había dicho a ella, no era sino un viajero de paso. Cuando se marchara, todo sería más fácil. Al menos así lo pensaba ella entonces.

Una tarde entró el extraño en la sala, en la que ella estaba junto a la ventana, contemplando las desnudas ramas de los árboles de la plaza Bloomsbury. Recordó que el extraño había llegado, tres meses atrás, en otra tarde neblinosa muy semejante a ésta. Nadie más había en la sala. El extraño cerró la puerta y se le aproximó con aquel curioso y rápido caminar tan propio de él. Su largo abrigo estaba abotonado hasta el último botón y llevaba en sus manos su viejo sombrero y el pesado bastón que casi era un garrote.

—He venido para despedirme —dijo el extraño—. Me marcho.

—¿Volveré a verlo de nuevo? —preguntó la joven.

—No puedo afirmarlo —replicó el extraño—. ¿Pensará usted en mí?

—Sí —respondió ella con una sonrisa—. Puedo prometerle eso.

—Yo siempre la recordaré a usted —prometió a su vez el extraño—. Deseo para usted toda la alegría, la alegría del amor, la alegría de un matrimonio afortunado.

—Amor y matrimonio no son siempre lo mismo —dijo ella.

—No siempre, es verdad —asintió el extraño—, pero en su caso serán la misma cosa.

Ella se lo quedó mirando.

—¿Cree que no lo he notado? —sonrió el extraño—. Un muchacho guapo, galante y conveniente. Él la ama a usted y usted lo ama a él. No me habría marchado sin saberla con todos los parabienes.

La mirada de la joven se desplazó hacia la agonizante luz.

—Ah, sí, lo amo —replicó ella con petulancia—. Sus ojos pueden ver con claridad cuando así lo desean. Pero en nuestro mundo nadie vive del amor. Le diré con qué hombre voy a casarme, si es que le interesa saberlo. —No quería encontrarse con los ojos de él. Su mirada se mantenía fija en los árboles medio borrados por la niebla y habló a continuación con rapidez y vehemencia—: Un hombre que puede darme todo lo que mi alma desea: dinero y todo cuanto se puede comprar con dinero. Usted me considera una mujer, pero sólo soy un cerdo. Es grasiento y apesta como un puerco de mar; tiene astucia en lugar de cerebro y el resto de su cuerpo es sólo estómago. Pese a esto es bastante bueno para mí.

Esperó que lo que acababa de decir aturdiera al extraño y se fuera definitivamente. La irritó oírle tan sólo una débil risa.

—No —dijo él—, usted no se casará con él.

—¿Quién me lo impedirá? —gritó ella con rabia.

—Su Mejor Yo.

Su voz tenía un extraño timbre de autoridad que la obligó a volverse y mirarlo a la cara. Sí, era cierto, allí estaba la fantasía que desde el principio la había perseguido. Se lo había encontrado, había hablado con él: en las silenciosas carreteras de la comarca, en las atestadas calles de la ciudad, ¿dónde había sido? Y siempre hablando con él habíase levantado su espíritu; ella había sido… lo que él siempre pensara de ella.

—Hay cosas —continuó el extraño (y por vez primera vio ella que su presencia era noble y que sus gentiles e infantiles ojos podían también impartir órdenes)— que el Mejor Yo puede solucionar, que están al alcance de la mano y pueden dejar de representar un problema. Otras veces semejante esencia es débil. Pero en su caso, niña mía, ha crecido muy robusto. Siempre será su maestro. Debe usted obedecer. Intente escapar de él y él la perseguirá. No puede escapar a él. Insúltelo y la castigará con ardiente vergüenza, con pertinaces autorreproches prolongados de día en día. —La austeridad desapareció de su hermoso rostro, la ternura volvió a llenarla suavemente. Su mano se deslizó hasta el hombro de la joven—. Usted se casará con el hombre que ama —sonrió—. Con él paseará usted por los caminos de la luz y de la sombra.

Y la joven, contemplando su rostro enérgico y dulce, supo que sería así, que la fuerza de resistencia contra el Mejor Yo había desaparecido para siempre.

—Ahora —dijo el extraño—, acompáñeme hasta la puerta. Nos despediremos sin derrochar tristeza. Me permitirá salir con calma. Y cerrará la puerta suavemente tras de mí.

La joven pensó que quizá volviera su rostro de nuevo, pero no vio de él más que la extraña redondez de su espalda bajo el abrigo perfectamente abotonado, antes de que desapareciera en medio de la creciente niebla.

Luego, cerró suavemente la puerta.