Fue la cosa más insólita. Habíamos estado charlando más o menos casualmente sobre el tiempo, las oportunidades de los yanquis y la situación política, cuando de súbito Guimple se inclinó hacia delante y me dijo precipitadamente:
—Escuche, quiero enseñarle algo.
—¿Algo? —repetí. Un poco estúpidamente, imagino. Guthrie Guimple no parecía ser la clase de persona de la que uno esperaría un truco de salón. Ahora que lo pienso no distaba mucho de ser el «varón norteamericano medio» del que tanto ha leído uno. Estatura y peso medianos. Cabellos y ojos oscuros. Maneras suaves. La clase de tipo que suele uno encontrarse en un cine o en el asiento de al lado de un autobús. Nuestro encuentro en aquel club privado de Nueva York había sido puramente accidental. Había llegado yo con una tarjeta de invitación, me había sentido aburrido y cansado y aproveché aquella oportunidad de compartir unos tragos.
—Algo extraño —dijo—. Observe.
Apuró los pocos sorbos de cerveza que restaban en el fondo de su vaso y se despojó cuidadosamente de la dorada sortija que adornaba el dedo corazón de su mano derecha. Entonces, sin el menor esfuerzo, casi casualmente, pasó su mano directamente a través del vaso vacío.
Lo contemplé absorto.
—Espere ahora un minuto —dije—. Tres cervezas no hacen ver de ordinario cosas como ésta, pero…
—Usted no ha visto alucinaciones —aseguró solemnemente—. Yo puedo hacerlo realmente. ¿Lo ve?
De nuevo pasó la mano desnuda a través del vaso de cerveza. Pero en esta ocasión había detenido el movimiento, dejando la mano en mitad del vidrio. Podía verse el afilado arco donde por dos veces cortaba el cristal la carne, contemplarse el insólito escorzo de su mano dentro de las fronteras del cristal. Doble refracción, creo que se llama. Extendí mi mano para tocar la suya; también toqué el cristal. Mis dedos recorrieron su fría y de algún modo húmeda carne en la medida en que el cristal… se detuvieron bruscamente al tropezar contra el recipiente. Retiré la mano con precipitación.
—No lo entiendo —dije—. ¿Qué es esto? ¿Cómo lo ha hecho?
Con parsimonia volvió a ponerse la sortija.
—Lo ignoro —confesó con un tono de suspicacia en la voz—. Comenzó a ocurrirme el otro día. Ni por un momento me había creído capaz de hacerlo.
—Pero, Guimple —declaré—, ¡eso es imposible! Un hombre no puede hacer cosas así.
—Pues yo puedo —dijo con sencillez. Cogió nuevamente el vaso. Esta vez su mano se detuvo normalmente al encontrarse con la materia vítrea. Me sonrió un tanto tristemente—. ¿Lo ve? Me he puesto el anillo y ya no funciona. Alguna sustancia extraña debe actuar como protección.
—¿Qué siente? —pregunté.
Dudó por unos momentos.
—Bien… no mucho. No hay ninguna sensación, excepto… no creo que pueda describirse. Es como si introdujera uno la mano en el agua. Agua helada, quizá.
—¿No hace daño?
—Nada en absoluto. Al contrario… —Se detuvo y me miró con extrañeza—. No… no se trata sólo de mi mano. Es todo mi cuerpo.
—¿Su cuerpo entero?
—Sí —dijo sonrojándose—. Claro, tengo que desnudarme.
—Oh, claro —dije. Mi sorpresa inicial había desaparecido ahora y comenzaba a darme cuenta que de alguna manera me había estado tomando el pelo. Estaba un tanto irritado con el tal Guimple. Por supuesto, no hago mucho caso de las bromas y creí que se trataba de una invitación al juego, disfrazada por su parte de encuentro casual. Me levanté de la mesa.
—Si no le importa —dije— me marcharé ahora. Un espectáculo por noche es suficiente para mí.
Se sobresaltó con una expresión suspicaz en los ojos.
—No se habrá enfadado, ¿verdad?
—¿Enfadado? ¿Por qué tendría que enfadarme?
—¡Pero lo está! —exclamó—. Todo el mundo se enfada. Nadie quiere creer que no es un truco. Hasta el médico que consulté me ordenó salir de su despacho. Pero tengo que enseñárselo a alguien. Es algo que me entristece. No es natural… e ignoro lo que pueda ser. Escuche… déme una oportunidad para convencerlo de que es algo real, ¿eh? ¿Vendría mañana a mi casa para que se lo mostrara? Quizá pueda usted ayudarme a conjeturar por qué… por qué…
Había un sincero empeño en el tono de su voz. Mi curiosidad era, a fin de cuentas, más intensa que mi enfado. Asentí.
—Perfecto, pues —dije—. ¿Le parece bien mañana por la tarde?
—Oh, se lo agradecería tanto. —Apuntó una dirección en una de sus tarjetas y me la colocó en la mano—. ¿A las tres aproximadamente?
—A las tres —le prometí—. Buenas noches. Nos estrechamos la mano y me alejé. Mientras buscaba la puerta me volví para mirar. Guimple se había quitado de nuevo su sortija y con gesto impaciente introducía y sacaba la mano del vacío vaso de cerveza. En sus ojos había una mirada extraña y fantasmal, mitad insultante, mitad complacida…
El hotel era, como el huésped mismo, nada pretencioso… Encontré el timbre correspondiente a Guthrie G. Guimple y entré nada más abrirse el cierre con un zumbido. Guimple me esperaba a la entrada de sus habitaciones. Vestía una bata vieja y desteñida y babuchas turcas.
—¡Aloh¡ —exclamó—. ¡Ertne¡
—¿Qué dice? —dije—. Lo siente, amigo. Sólo hablo inglés.
—¡Emesúcxe, ho¡ —replicó crípticamente. Se volvió y penetró en una habitación adyacente mientras yo entraba en el apartamento. Volvió al cabo de escasos segundos, anudándose el cinturón de su bata. Su tono era de arrepentimiento.
—Realmente lo siento muchísimo —dijo abyectamente—. Debo haber perdido la cuenta. A veces lo olvido. Antes de venir usted estaba yo atravesando el espejo y…
—¿Qué usted estaba haciendo qué?
—¡Oh, no tiene importancia! —exclamó—. Bien… déme su abrigo y su sombrero. No quisiera hacer nada que lo asustara. Eso es… a menos que usted quiera verme, quiero decir. Sí, yo estaba atravesando el espejo de mi dormitorio. Me es fácil cuando estoy desvestido, ya sabe.
Esta vez lo había pescado… o así lo pensaba al menos. Sonreí con sorna.
—Muy astuto lo de hablar al revés, Guimple —dije—, pero no le resultaron las jerigonzas. Si usted ha penetrado en el espejo, ha tenido que salir otra vez; eso es de sentido común. Y si su habla se ha desternillado, ha tenido que regresar a su forma normal. Aclarémoslo pues. Aunque fue una gran idea, ¿eh?
—Usted cree todavía que es una broma —dijo apenadamente—, pero no es así. Mire… ahí está el espejo.
Me cogió la mano y me condujo hasta su dormitorio. Su espejo era uno de esos pasados de moda, de cuerpo entero, enmarcado en amplia forma oval. Lo bastante grande como para permitir a un hombre atravesarlo… si ese hombre pudiera atravesarlo. En el suelo se veían un montón de ropas desordenadas. Miré el espejo, luego a Guimple.
—¿Quiere usted decir —pregunté despacio— que realmente ha podido atravesar eso?
—¡Mírelo! —exclamó. Se quitó la bata, que se deslizó hasta el suelo. Con rápido movimiento se dirigió hacia el espejo, los brazos erguidos ante él. Su cuerpo pareció fundirse pulgada a pulgada con el cristal. Allí por donde la carne tocaba la fría y brillante superficie parecía producirse una leve ondulación; aquello era todo. Guimple se desvaneció en el espejo frente a mis ojos. Un rosado talón fue la última parte suya en desaparecer… luego, advertí que lo único que veía era mi boquiabierta imagen reflejada en el espejo. Guimple apareció por detrás del espejo mirándome triunfalmente.
—?Ev ol¿ —dijo.
Experimenté el impulso de recoger mis prendas y salir de estampida de aquel apartamento maldito… rápidamente. Pero más fuerte era el deseo de saber qué mierda estaba haciendo Guimple y cómo lo estaba haciendo. Lo observé cuidadosamente. Había algo indefiniblemente distinto. De un vistazo advertí de qué se trataba. El cabello de Guimple. ¡Estaba peinado al revés!
—¡Por Dios, oiga —exclamé—, usted está al revés!
—?Séver la¿—repitió como un eco curioso.
—Su cabello —le dije—, y su corazón. Está a su derecha.
Pues podía ver que las pulsaciones del órgano se advertían sobre el costado en que no deberían advertirse.
Guimple se estudió a sí mismo asombrado.
—Oditrevid yum se otse —dijo—. Is…
—Si usted pudiera hablar —dije—. Por el amor del cielo, pase de nuevo a través del espejo. No puedo entender su jerga reflejada.
Con cansancio, inició nuevamente el paso del espejo. Esta vez estaba mirando de canto el doble espejo. Podía ver cómo una parte de Guimple desaparecía en uno mientras que el resto emergía del otro. Vi también cómo su carne parecía abrazar la fría planicie del cristal, saltando hacia ella con una suerte de celo insensato, abriéndosele con la fingida resistencia de un beso de despedida. Había algo distantemente obsceno en la profana afinidad establecida entre su cuerpo y la fría superficie. Algo que yo podía sentir aunque no explicar. Un enervado escalofrío me recorrió el espinazo.
—¿Bien? —dijo Guimple una vez fuera—. ¿Qué piensa?
—No sé lo que pensar —dije dubitativamente—, como no sea que todo esto es algo enteramente retorcido. Escuche… si un anillo puede impedir que su mano atraviese el cristal, ¿por qué no ocurre lo mismo con la chapa que hay tras el espejo?
—Lo ignoro. Yo mismo no entiendo una palabra de todo esto —confesó Guimple—. Y me gustaría entenderlo. Es todo tan confuso.
—¡Confuso, rediós! —exclamé—. ¡Es prepóstero!
Se retorció las manos. Un tópico, pero la única forma de describir su gesto.
—Ya lo tengo —dijo susurrante—. Soy anormal. Nadie en este mundo ha atravesado un espejo antes. Pero yo puedo hacerlo… aunque no quiero. Pero ¿qué puedo hacer? ¿Qué puedo hacer?
—Si yo fuera usted —le aconsejé—, consultaría con un médico. Consultaría a toda una plantilla de médicos. Iría a alguna puñetera Junta Médica, Guimple.
—Me husmearían —dijo Guimple con voz de queja—. Me husmearían, me auscultarían y me interrogarían. Me pondrían bajo rayos X y fluoroscopios. Me someterían a dietas especiales y me tomarían muestras de sangre. Se pelearían conmigo, me harían carantoñas y pretenderían rebatir mis argumentos… y acabarían exhibiéndome por ahí, en algún circo. Me conducirían a una institución o me meterían en una urna y me colocarían en un museo. ¡No! No quiero ver más médicos. Con uno hubo bastante. No quiero ser una anomalía. ¡No quiero!
—Entonces lo mejor que puede hacer —le sugerí— es que intente olvidar su extraño don. No haga nada que le recuerde que usted puede atravesar el cristal. ¿Dijo que le sobrevino de repente?
—De la noche a la mañana.
—Entonces tal vez le desaparezca también de la noche a la mañana. Pues debe desaparecerle, usted lo sabe bien. De lo contrario tendrá que exponerse ante los médicos. Sí, es lo que yo haría. Yo intentaría olvidarlo todo. Ignorarlo por completo.
Guimple alzó unos ojos trágicos hacia mí.
—Es algo más que una habilidad tan sólo —dijo—. Es una obsesión. Me despierto en mitad de la noche y pienso: ¿Es verdad? ¿Es cierto que puedo atravesar el cristal? ¿O es tan sólo un sueño? Entonces salgo de la cama y camino, camino, camino… entro y salgo de espejos, ventanas, paneles de puerta… ¡cualquier cosa hecha con cristal! No soy capaz de resistir la tentación.
Se estremeció y apartó la mirada de mí.
—Le mentí —prosiguió—. Le dije que no había ninguna sensación. Pero sí la hay. Una maravillosa sensación explosiva. Un sentimiento de paz infinita… alborozo infinito. Es como si el cristal fuera mi amada y yo su amante. Pero nunca puedo poseer a mi amada por completo. Los paneles que penetro son tan delgados y tan fríos y, oh, todo ocurre tan brevemente…
»A veces pienso que si pudiera encontrar un gran vidrio lo bastante ancho y grande para contener todas mis dimensiones y no esas menudas cáscaras que apenas me rozan, entonces yo podría moverme en su interior. Me sumergiría allí y allí moraría eterna y eterna y eternamente…
Lo contemplé, fascinado aunque también avergonzado por el extraño deseo que anidaban sus ojos.
—¿Cree usted que el cristal no contiene nada? —balbució febrilmente—. ¿Cree que sólo el vacío puebla el fondo del cristal? Si así piensa está equivocado. Hay todo un mundo en el interior de las frías sombras. Un mundo que ningún hombre sino yo ha visto. He podido vislumbrarlo… vislumbres fragmentarios, deseables como el alimento de Tántalo en el interior de los paneles que he atravesado. Un hermoso mundo con esplendorosas ciudades, imponentes villas, ríos centelleantes, gente…
—¡Guimple! —salté cortante. La atropellada luz que relampagueara en sus ojos desapareció. Ahora me contemplaba con torpeza.
—Lo siento. Olvide lo que le he dicho. Realmente no tiene importancia. Supongo que acabaré descifrándolo. ¿Se va ya?
—Sí —dije—, ya me voy.
Me acompañó hasta la puerta. Nos dimos la mano con final y silencioso, aunque tácito, conocimiento. Sabía que nunca regresaría y así se lo dije. Pero me sentía impelido a decir algo más antes de irme.
—Llévelo siempre, Guimple —lo apremié—. Mantenga el anillo en su dedo… siempre.
Sonrió débilmente.
—Adiós —dijo—. Y… gracias por creerme.
A continuación, la puerta se cerró entre ambos.
Nunca volví a ver a Guthrie Guimple. En cambio, he visto su nombre una vez más. Varios mises después, mientras hacía mi media guardia cierta noche, Chet Browne, el redactor telegráfico, me pasó una de sus necedades.
—Muerde esto —dijo—. Este tipo tenía que haber sido un meterruido.
El informe procedía de ese gran observatorio que hay en California. Ése que… el único en que se ha montado un nuevo y enorme telescopio con un espejo de doce pies.
«Impecable servicio de los guardias del observatorio —decía—, al frustrar un presunto atentado para destruir el gigantesco telescopio, ya a punto de completarse. Los agentes especiales Kely y Monoghan, descubriendo que un miembro de un grupo turístico se había quedado rezagado en la sala observatorio, acudieron a tiempo de prevenir cualquier daño que pudiera haberse perpetrado contra el delicado espejo».
«Aunque el inculpado no fue atrapado, un montón de ropas desordenadas a nombre de un tal G. Guimple de Nueva York fue encontrado al pie del telescopio. La policía anda ahora tras la pista de un hombre desnudo por los alrededores del observatorio y se espera que su detención sea cosa de horas…»
—¿Qué te parece? —dijo Browne—. ¿Por qué mierda quería ningún gili cepillarse el telescopio? Con la de cosas que aprenderán los astrónomos una vez se haya terminado. Encontrarán nuevas estrellas, nuevos soles, incluso nuevos mundos…
—Nuevos mundos —dije con una curiosa especie de horror que me acometía—. Quizá un hermoso mundo nuevo con esplendorosas ciudades, imponentes villas, ríos centelleantes…
—¿Eh? —graznó Browne—. ¿Qué coño?
—Nada —dije—. Nada…