Es dudoso que el don fuera innato. Por mi parte, opino que lo adquirió por generación espontánea. Por cierto que hasta arribar a la treintena se mantuvo siempre escéptico e incapaz de creer en el poder de los milagros. Y aquí, puesto que es el lugar más apropiado, debo hacer constar que se trataba de un hombre menudo, pelirrojo, con ojos de oscuro y apagado brillo, pecoso, y dotado de un mostacho cuyas puntas se entretenía en retorcer hacia arriba. Su nombre era George McWhirter Fotheringay (no el nombre que uno espera para un hacedor de milagros, por cierto) y trabajaba como oficinista en la casa Gomshott. Era un gran aficionado al asentamiento de afirmaciones. Y mientras afirmaba la imposibilidad de los milagros tuvo su primer contacto con sus extraordinarios poderes. Esta afirmación en particular estaba siendo sostenida en la barra del Long Dragón, contando con la oposición de Toddy Beamish, que la sobrellevaba con un monótono pero efectivo «eso lo dice usted», que transportaba a Mr. Fotheringay a los verdaderos límites de la paciencia.

Aparte los dos mencionados, se encontraban presentes un polvoriento ciclista, el propietario Cox y Miss Maybridge, la perfectamente respetable y camarera de buen ver del Dragón. Se encontraba ésta limpiando vasos y de espaldas a Mr. Fotheringay; los demás lo observaban, más o menos divertidos con la presente ineficacia del método asertivo. Espoleado por la táctica de Torres Vedras[1] asimilada por Mr. Beamish, Mr. Fotheringay se decidió a poner en práctica un esfuerzo retórico poco habitual.

—Escuche, Mr. Beamish —dijo Mr. Fotheringay—. Entendamos con claridad lo que es un milagro: algo realizado por el poder de la Voluntad que contradice el curso de la naturaleza, algo que no puede suceder sin ser especialmente deseado.

—Eso dice usted —dijo Mr. Beamish, refutándolo. Mr. Fotheringay apeló al parecer del ciclista, que hasta entonces se había mantenido en silencio, y recibió su asentimiento, aunque otorgado con un carraspeo de vacilación y una mirada a Mr. Beamish. El propietario manifestó que no expresaría su opinión y Mr. Fotheringay, encarándose de nuevo con Mr. Beamish, recibió la inesperada concesión de un cualificado asentimiento a la definición del milagro.

—Como ejemplo —dijo Mr. Fotheringay grandemente enardecido—, expongamos lo que sería un milagro: que esa lámpara ardiera puesta boca abajo, lo que no podría ser según el curso natural de la naturaleza.

—Usted dice que no podría ser —dijo Beamish.

—¿Y usted? —dijo Fotheringay—. ¿No afirmaría que… eh?

—No —dijo Beamish con insistencia—. No, no podría.

—Muy bien —dijo Mr. Fotheringay—. Supongamos que viene alguien, supongamos que soy yo mismo, que se acerca y se queda justo donde yo estoy, y que dice a la lámpara, como yo puedo hacer, recurriendo a toda mi voluntad… «Ponte boca abajo, sin romperte, y continúa ardiendo… ¡Ya!»

No fue necesario que lanzase su «¡Ya!» Lo imposible, lo increíble habíase hecho visible para todos. La lámpara colgaba invertida en el aire, ardiendo tranquilamente con la llama apuntando hacia abajo. Y tan sólida e indiscutible como siempre había sido aquella lámpara prosaica y común de la barra del Long Dragón.

Mr. Fotheringay permanecía con el índice extendido y el fruncimiento de cejas del que anticipa una destrucción catastrófica. El ciclista, que había estado sentado junto a la lámpara, pegó un salto por encima de la barra. Más o menos, todo el mundo pegó un salto. Miss Maybridge se volvió y lanzó un grito. La lámpara permaneció impertérrita durante tres segundos aproximadamente. Un lamento de cansancio mental provino de Mr. Fotheringay.

—No puedo aguantarla —dijo— por más tiempo.

Tragó aire y la lámpara invertida, repentinamente, sufrió una sacudida, cayó contra la barra, rebotó contra un canto y se desplomó contra el suelo, apagándose.

Afortunadamente poseía un refuerzo metálico, de lo contrario habríase convertido el lugar en un lago de llamas. Mr. Cox fue el primero en hablar y lo que dijo, por ahorrarnos inútiles excrecencias, fue que Fotheringay era un bobo. Pero Fotheringay se encontraba más allá de toda disputa, ¡incluso ante una aseveración como aquélla! Estaba asombrado hasta lo indecible por las cosas que habían ocurrido. Por lo que le respectaba, la conversación subsiguiente no aportaba a la cuestión ninguna luz digna de mérito; la opinión general, sin embargo, no sólo seguía a Mr. Cox muy de cerca sino también muy vehementemente. Todos acusaban a Fotheringay de haber utilizado un cretino truco y lo describían ante él mismo como un destructor irracional del confort y la seguridad. Su cabeza era un tornado de perplejidad; se sintió inducido a darles la razón e hizo una ostentosa e ineficaz oposición a la propuesta de su partida.

Se fue a casa acalorado y con bochorno, el cuello del abrigo alzado, la mirada suspicaz y las orejas encendidas. A medida que los sobrepasaba, miraba nerviosamente cada uno de los diez faroles de la calle. Pero sólo cuando se encontró solo en su pequeña habitación de Church Row fue capaz de afrontar seriamente lo que su memoria conservaba de cuanto había ocurrido y preguntar:

—¿Qué ha ocurrido en el mundo?

Se había quitado abrigo y botas y estaba sentado en la cama con las manos en los bolsillos, repitiendo el texto de su defensa por decimoséptima vez:

—Yo no quería volcar aquel maldito trasto —y advirtió que en el preciso momento de enunciar las palabras del conjuro había deseado inadvertidamente lo que decía, y que cuando había visto la lámpara en el aire había sentido que su mantenimiento en aquella posición dependía exclusivamente de él, aún cuando no se percatara de los motivos por los que tal cosa era posible. No tenía una mente particularmente compleja, de lo contrario habría retenido durante algún tiempo lo que había «deseado inadvertidamente», ocupado como estaba por los abstrusos problemas de las acciones voluntarias; como fuere, la idea le vino con vaguedad bastante aceptable. Y como a partir de ello no se seguía, debo admitirlo, ninguna aclaración lógica, recurrió a las pruebas materiales del experimento.

Resueltamente, señaló hacia su vela, se concentró (aunque esto le parecía la cosa más tonta del mundo), y dijo:

—Levántate.

Al segundo siguiente, la sensación de tontería se desvaneció. La vela se había levantado y se sostuvo en el aire durante unos momentos; cuando Mr. Fotheringay tragó aire, la vela cayó con seco golpe sobre su tocador, dejándolo a oscuras, excepción hecha de la expirante chispa del pabilo.

Mr. Fotheringay permaneció un rato sentado en la oscuridad y completamente inmóvil.

—Después de todo —dijo—, ha ocurrido. Aunque no sé cómo explicármelo. —Suspiró profundamente y se puso a buscar una cerilla en sus bolsillos. No encontró ninguna, se levantó y tanteó sobre el tocador—. Una cerilla, una cerilla —murmuró. Registró en su abrigo sin mayor éxito y entonces se le ocurrió que los milagros podrían ser también efectivos con las cerillas. Extendió una mano y arrugó el entrecejo en la negrura—: Que aparezca una cerilla en esta mano —dijo. Sintió que un objeto menudo rodaba sobre su palma y sus dedos se cerraron en torno a una cerilla.

Tras varios infructuosos intentos por encenderla, descubrió que se trataba de una cerilla de seguridad. La arrojó al suelo y luego se le ocurrió que podía haber deseado encenderla. Así lo hizo y observó un brillo en mitad del tocador. La alcanzó apresuradamente pero se apagó. Su percepción de las posibilidades fue engrandeciéndose, lo advirtió así y restituyó la vela a su palmatoria.

—Hágase la luz —dijo Mr. Fotheringay y la luz fue hecha en el pabilo de la vela, permitiéndole contemplar un agujero en el tapete del tocador y un hilillo de humo elevándose desde él. Durante un rato paseó la mirada desde el agujero hasta la pequeña llama y luego, al alzar la vista, se encontró con su reflejo en el espejo. Semejante circunstancia lo sumió en silenciosas reflexiones consigo mismo.

—¿Qué pasa con los milagros ahora? —dijo por último, dirigiéndose a su reflejo.

Las subsiguientes meditaciones de Mr. Fotheringay fueron de una severa aunque confusa descripción. Por lo que veía, se trataba de un caso de voluntad pura. La naturaleza de sus primeras experiencias lo disuadieron de emprender cualquier otro experimento que no conllevara su buena dosis de precaución. Empero, cogió una hoja de papel y la convirtió en un vaso de color rosa y luego de color verde; creó un caracol que luego desintegró milagrosamente, y hasta se procuró un nuevo cepillo de dientes. Después de algunas horas llegó a la conclusión de que su fuerza de voluntad debía ser de una cualidad particularmente rara y estimulante, cosa que le había pasado inadvertida hasta entonces aunque no se atreviera a jurarlo. El susto y la perplejidad iniciales de su descubrimiento daban paso ahora a una orgullosa calificación que evidenciaba su singularidad, amén de vagas intimaciones provechosas. De pronto oyó que el reloj de la iglesia daba la una, y como no se le ocurrió pensar que sus deberes diarios con la casa Gomshott podían ser milagrosamente cancelados, resolvió desnudarse a fin de meterse en la cama sin más dilaciones. Mientras peleaba con la camiseta en torno a la cabeza, se le ocurrió una brillante idea:

—Quiero estar en la cama —dijo.

Y así fue.

—Pero desnudo —concretó; y luego, encontrando las sábanas frías, rectificó—: Y con mi camisa de noche… ¡no!, con una magnífica y cálida camisa de noche de lana… ¡Ah! —exclamó con inmensa complacencia—. Y ahora quiero un sueño confortable…

Despertó a la hora de costumbre y permaneció pensativo todo el tiempo que duró el desayuno, preguntándose si sus experiencias nocturnas no habrían sido un vivido sueno. Al cabo de un momento volvió a pensar en los pequeños experimentos. Por ejemplo, tener tres huevos para desayunar. Dos, buenos aunque no de granja, se los había servido su patrona, pero el tercero consistió en un delicioso y fresco huevo de oca, obtenido, cocinado y servido por su extraordinaria voluntad. Marchó hacia Gomshott en un estado de profunda, aunque cuidadosamente oculta, excitación y apenas recordaba la cáscara del tercer huevo cuando su patrona se lo mencionó aquella noche. Durante todo el día no había podido dar golpe, atónito como estaba con aquel nuevo conocimiento de sí mismo, circunstancia que no le causó ninguna inconveniencia porque tuvo el cuidado de camuflarla milagrosamente en los últimos diez minutos.

Revestido todo el día de semejante estado de espíritu, se lo pasó yendo del asombro al regocijo, aunque la despedida del Long Dragón fuera todavía una circunstancia desagradable de recordar y algún mutilado informe del suceso proporcionara a sus colegas motivo de eventual chirigota. Era evidente que tenía que ser cauto en su forma de tratar las menudencias, aunque, por otra parte, su don exigía más y más cada vez que retornaba a su mente. Se ocupó de otras cosas que incrementaran su habilidad personal mediante actos de creación nada ostentosos. Invocó la existencia de un par de espléndidos gemelos de diamante, que hizo rápidamente desaparecer pues el joven Gomshott había penetrado en la contaduría y se dirigía a su escritorio. Temía que el joven Gomshott se preguntara cómo los había obtenido. Vio claramente que el don requería precaución y vigilancia en la incidencia de los ejercicios, aunque, a su juicio, las dificultades pertinentes a su magisterio no podían ser mayores que las que ya había encarado al estudiar ciclismo. Quizá fuera esta analogía y no el sentimiento de que sería mal recibido en el Long Dragón lo que lo llevó, después de la cena, hasta el callejón situado fuera del alcance de la luz de gas donde aventurar algunos milagros en privado.

Posiblemente había en estos ensayos un cierto deseo de originalidad, pues, descontada su fuerza de voluntad, no tenía Mr. Fotheringay nada que lo hiciera un hombre excepcional. El milagro de la vara de Moisés le vino a la cabeza, pero la noche era oscura y no se prestaba al control de ninguna milagrosa serpiente. Entonces recordó la historia de Tannhäuser que leyera en el dorso del programa de la Filarmónica. Le pareció singularmente atractivo y exento de riesgos. Plantó su bastón en el césped que bordeaba el sendero y ordenó a la seca madera que floreciera. El aire fue inmediatamente saturado de fragancia de rosas y con la ayuda de una cerilla pudo ver que su hermoso milagro habíase llevado a cabo felizmente. Pero su satisfacción finalizó al escuchar ruido de pasos. Temeroso del prematuro descubrimiento de sus poderes, se dirigió con premura al floreciente bastón:

—Retrocede. —Lo que había querido decir era «descámbiate», pero obviamente se encontraba confuso. El bastón reculó a considerable velocidad e irremediablemente se oyó un grito de rabia junto con una mala palabra, procedentes sin duda de la persona que se aproximaba.

—¿Quién es el imbécil que me tira palos? —gritó una voz—. Me ha dado en toda la espinilla.

—Lo siento, señor —dijo Mr. Fotheringay y se adelantó para disculparse al tiempo que se retorcía nerviosamente su mostacho. Vislumbró a Winch, uno de los tres policías de Immering, que avanzaba.

—¿Qué quería darme a entender con esto? —preguntó el policía—. ¡Vaya! Es usted, ¿eh? El caballero que rompió la lámpara en el Long Dragón.

—No quería darle a entender nada —dijo Mr. Fotheringay—. Nada de nada.

—¿Por qué lo ha hecho, entonces?

—Oh, hermano.

—¿Hermano dice? ¿Sabe que me ha hecho daño? Dígame, ¿por qué me lo tiró?

En aquel momento Mr. Fotheringay no era capaz de pensar por qué lo había hecho. Su silencio pareció irritar a Mr, Winch.

—Ha agredido usted a la policía, joven. Eso es lo que ha hecho.

—Escuche, Mr. Winch —dijo Mr. Fotheringay, molesto y confuso—. De veras lo lamento. El hecho es…

—¿Sí?

No pudo pensar otra cosa que la verdad.

—Estaba haciendo un milagro. —Intentó hablar de manera desenvuelta, pero aunque lo intentó no pudo.

—¡Haciendo un…! Oiga, no diga bobadas. ¡Haciendo un milagro, sí, señor! ¡Milagro! Bien, esto sí que es divertido, usted, el tipo que no cree en milagros… El caso es… que éste es otro de sus cretinos trucos de conjuros, eso es lo que es. Pues bien, escuche…

Pero Mr. Fotheringay no oyó nunca lo que Mr. Winch iba a decirle. Se dio cuenta de que acababa de pregonar su valioso secreto y que ahora estaba a merced del viento. Un violento resabio de irritación lo impulsó a actuar. Se volvió hacia el policía con fiereza.

—¡Escuche —dijo—, ya estoy harto! ¡Le enseñaré un cretino truco de conjuros, vaya que sí! ¡Váyase al infierno! ¡Ahora mismo, ya!

¡Y se quedó solo!

Mr. Fotheringay no llevó a cabo más milagros aquella noche, ni se preocupó de ver qué había pasado con su bastón floreciente. Regresó a la ciudad, asustado aunque aparentemente tranquilo, y se metió en su habitación.

—¡Señor! —exclamó—. Es un don poderoso, extremadamente poderoso. Bueno, no he querido decir tanto. No… me pregunto cómo será el infierno.

Se sentó en la cama y se quitó las botas. Poseído por un feliz pensamiento, sacó al policía del infierno y lo trasladó a San Francisco, y sin ninguna otra interferencia se metió en la cama. Aquella noche soñó con la ira de Winch.

Al día siguiente Mr. Fotheringay se enteró de dos interesantes noticias. Alguien había plantado un hermoso rosal trepador contra el saúco de la casa privada de Mr. Gomshott en Lullaborough Road; y el río, hasta la altura de Rawling’s Mili, estaba siendo dragado en busca del policía Winch.

Mr. Fotheringay permaneció abstraído y meditabundo todo el día. No llevó a cabo más milagros, salvo algunos ajustes respecto a Winch, y el milagro de completar su jornada de trabajo con puntual perfección, a pesar, todo ello, del aguijoneante enjambre de pensamientos que zumbaba en su cabeza. Semejante abstracción y docilidad de maneras no pasó desapercibida por algunas personas, que la convirtieron en artículo de broma. Para la mayoría estaba él pensando en Winch.

El domingo por la tarde fue a la iglesia y le extrañó que Mr. Maydig, tomando cierto interés en oscuros asuntos, predicara acerca de «cosas que no son legítimas». Mr. Fotheringay no era un frecuentador regular de la iglesia, pero el sistema del firme escepticismo, al que ya he aludido, estaba siendo ahora muy zarandeado. La tónica del sermón arrojó una nueva luz sobre sus recientes dones y Mr. Fotheringay decidió repentinamente consultar con Mr. Maydig nada más terminase el servicio. Nada más formularse esta determinación, se preguntó por qué no lo había hecho antes.

Mr. Maydig, hombre magro y excitable, dotado de cuello y muñecas exageradamente largos, agradeció que un joven, cuyo descuido en materias religiosas era la comidilla de toda la ciudad, lo requiriese para una conversación privada. Después de despachar algunos asuntos necesarios, lo condujo al despacho que tenía contiguo a la iglesia, lo aposentó confortablemente y, quedando en pie frente a un agradable fuego (sus piernas formaban sobre la pared opuesta un arco rodio de sombras), preguntó a Mr. Fotheringay por el estado general de sus actividades.

Al principio, Mr. Fotheringay se sintió abatido, encontrando muy difícil el entrar en materia.

—Me temo, Mr. Maydig, que usted apenas va a creerme —siguiendo así durante un rato. Finalmente, se decidió a formularle una pregunta concerniente a lo que lo había llevado allí: ¿qué opinión tenía Mr. Maydig de los milagros?

Comenzaba ya a decir Mr. Maydig un «Bien» en tono extremadamente leguleyo cuando Mr. Fotheringay volvió a interrumpirle:

—Supongo que usted no cree que una persona extraída del acervo más común (yo, por ejemplo) pueda permanecer sentada aquí y haber experimentado un giro interior que la haya hecho sensible a realizar propósitos por medio de su voluntad.

—Es posible que sí —dijo Mr. Maydig—. Cosas de ese jaez pueden ser posibles.

—Sí me permitiera usted operar libremente aquí, creo que podría mostrarle una especie de experimento —dijo Mr. Fotheringay—. Tome la caja de tabaco que hay sobre la mesa, por ejemplo. Lo que yo quiero saber es si lo que voy a hacer con eso es un milagro o no. Justo medio minuto, Mr. Maydig, por favor.

Encogió las cejas, señaló la caja de tabaco y dijo:

—Sé un jarro con violetas.

La caja de tabaco lo hizo como se le ordenó.

Mr. Maydig se quedo con los ojos muy abiertos al suceder el cambio y miró alternativamente al taumaturgo y el jarrón de flores. No dijo nada. Al cabo se aventuró a inclinarse sobre la mesa y olisquear las flores; eran verdaderamente frescas y agradables. Entonces se quedó mirando nuevamente a Mr. Fotheringay.

—¿Cómo ha hecho esto? —preguntó.

—Pues díciéndolo… —Mr. Fotheringay se pulió el mostacho— y ya está. ¿Es un milagro, magia negra, o qué? ¿Y qué piensa usted sobre la relación de todo esto conmigo? Eso es lo que quiero preguntarle.

—Es un suceso verdaderamente extraordinario.

—Pues tal día como hoy la última semana, yo no sabía más que usted que fuera capaz de hacer cosas tales. Ocurrió de repente. Hay algo raro en mi voluntad, imagino, y se encuentra más allá de mi comprensión.

—¿Es eso sólo? ¿Podría hacer otras cosas además de ésta?

—¡Oh, Señor, sí! —dijo Mr. Fotheringay—. Cualquier cosa. —Lo pensó y repentinamente recordó un conjuro ficticio que había visto—. ¡Tú! —señaló—. Conviértete en una pecera… no, eso no… cámbiate en un jarrón de cristal lleno de agua, con una carpa dorada nadando en ella. ¡Así es mejor! ¿Lo ve, Mr. Maydig?

—Es asombroso. Increíble. Posee usted el más extraordinario… aunque no…

—Podría transformarlo en cualquier cosa —dijo Mr. Fotheringay—. En cualquier cosa. ¡Tú! Sé una paloma.

Al momento siguiente, una paloma azul revoloteaba por la habitación, obligando a Mr. Maydig a ladearse cada vez que se aproximaba a él.

—Detente, te lo ordeno —dijo Mr. Fotheringay; y la paloma quedó inmóvil y suspendida en el aire—. Podría hacer que volviera a ser un jarrón de flores —dijo, y, ubicando la paloma sobre la mesa, operó el milagro—. Aunque supongo que querrá fumarse una pipa —dijo, y restauró la caja de tabaco.

Mr. Maydig había seguido los últimos cambios con una especie de silencio exclamativo. Se quedó contemplando a Mr. Fotheringay y, con gesto vivaz, cogió la caja de tabaco, la examinó y la depositó nuevamente sobre la mesa.

—¡Bien! —fue la única manifestación de sus sentimientos.

—Después de esto, creo que me será más fácil explicarle los motivos de mi visita —dijo Mr. Fotheringay; y procedió a exponer una extensa narración de sus extrañas experiencias, comenzando con la de la lámpara del Long Dragón y complicándola con insistentes alusiones a Winch. Mientras lo hacía, desapareció el pasajero orgullo que la consternación de Mr. Maydig le había causado; se convirtió de nuevo en el ordinario Mr. Fotheringay que siempre había sido. Mr. Maydig escuchaba atentamente, la caja de tabaco en su mano, alterándose también su porte a medida que proseguía el curso del relato. En un momento, mientras Mr, Fotheringay estaba preparando el milagro del tercer huevo, el ministro lo interrumpió con una mano extendida.

—Es posible —dijo—. Es creíble. Es asombroso, claro, pero se concilia con un número de dificultades. El poder de hacer milagros es un don… una cualidad peculiar como el genio o la clarividencia… que hasta ahora ha sido concedido muy raramente y sólo a personas excepcionales. Pero en este caso… Siempre me he maravillado ante los milagros de Mahoma, y ante los milagros de los yogi y también ante los milagros de Madame Blavatsky. Aunque, ¡claro! Sí, se trata simplemente de un don. Verifica tan bellamente los argumentos de ese gran pensador —la voz de Mr. Maydig se apagó levemente—, su Gracia el Duque de Argyll. A veces sondeamos algunas profundas leyes… más profundas que las leyes ordinarias de la naturaleza.

—¡Sí…, sí. Prosiga! ¡Prosiga!

Mr. Fotheringay pasó a contar su desventurado episodio con Winch y Mr. Maydig, ni sobrecogido ni temeroso ya, comenzó a musitar silenciosamente algunas exclamaciones de sorpresa.

—Eso es lo que más me preocupa de todo —prosiguió Mr. Fotheringay—. Es lo que más me ha obligado a desear consejo; claro, él está en San Francisco (donde quiera que esté San Francisco), pero, como verá, es algo sumamente delicado para ambos. Ignoro si podrá entender lo que le ocurrió, pero apostaría a que está tan exasperado que intentará buscarme. Apostaría incluso a que ya está en camino. Mediante un milagro, lo devolveré a su lugar de origen cada día, cuando me acuerde. Y, obviamente, eso es algo que él nunca llegará a entender y lo pondrá al límite del fastidio; también, si cada vez toma un tren o lo que sea, le costará bastante dinero. Hice lo mejor que se me ocurrió, aunque debe ser difícil para él ponerse en mi lugar. También he pensado que sus ropas deben estar chamuscadas (si el infierno es lo que se supone), en cuyo caso creo que lo habrán detenido. Claro que deseé ropa nueva para él, pensando directamente en ello. Aunque, fíjese, estoy ya en tantos enredos…

—Veo perfectamente que está usted en un enredo —dijo Mr. Maydig severamente—. Sí, es una posición difícil. ¿Cómo va a terminar…? —Su voz se hizo inaudible.

»Sin embargo —prosiguió—, dejaremos por un rato a Winch y afrontaremos la cuestión más importante. Yo no creo que éste sea un caso de magia negra ni nada por el estilo. Tampoco creo que haya el menor rasgo criminal, Mr. Fotheringay, ninguno, a no ser que persiga usted lucros materiales. Sí, son milagros, puros milagros… y milagros, si así puedo decirlo, de verdadera calidad.

Se puso a pasear murmurando y gesticulando, en tanto Mr. Fotheringay seguía sentado con un brazo sobre la mesa y la cabeza sobre el brazo, con aire apenado.

—No sé qué hacer con Winch —dijo éste.

—Un don que capacita para hacer milagros… en apariencia un don muy poderoso —dijo Mr. Maydig—; encontrará la solución respecto de Winch… no tema. Mi querido señor, usted es un hombre muy importante… un hombre con las posibilidades más sorprendentes. Es evidente. Y, por otro lado, las cosas que usted puede hacer…

—Sí, he pensado en una o dos cosas —dijo Mr. Fotheringay—. Pero… algunas de esas cosas vienen un poco torcidas. ¿Vio el pez del principio? Ni el recipiente apropiado ni el apropiado pez. Pensé que podía preguntárselo a alguien.

—Un curso propio —dijo Mr. Maydig—, un curso muy propio… paralelo al verdadero curso. —Se detuvo y miró a Mr. Fotheringay—. Es prácticamente un don ilimitado. Probemos sus poderes. Si son realmente… si son realmente lo que parecen ser.

Y así, por increíble que pueda parecer, en el despacho de la pequeña casa levantada detrás de la iglesia congregacional, durante la tarde del sábado 10 de noviembre de 1896, Mr. Fotheringay, instado e inspirado por Mr. Maydig, comenzó a hacer milagros. La atención del lector se habrá fijado especial y definitivamente en la fecha. Objetará, probablemente habrá ya objetado, que algunos puntos de esta historia son improbables y que si cualquier cosa de las descritas hubiera ocurrido realmente, tendría que haber aparecido en los periódicos de hace un año. Le será particularmente difícil aceptar los detalles que seguirán a continuación, porque, entre otras cosas, llevan a la conclusión de que él o ella, el lector en cuestión, pudo haber sido asesinado de manera violenta y sin precedentes hace más de un año. Un milagro se convierte en nada si se puede demostrar su improbabilidad, de manera que, de hecho, el lector fue asesinado de manera violenta y sin precedentes el año pasado. En el curso subsiguiente de este relato, que llegará a hacerse perfectamente claro y creíble, todo lector razonable y de sentido común acabará admitiéndolo. Pero éste no es lugar para acabar la historia, puesto que estamos un poco más allá del comienzo de la segunda mitad. Al principio, los milagros de Mr. Fotheringay fueron milagros más bien tímidos, pequeñas artimañas con tazas y voces ocultas, tan débiles como los milagros de los teósofos, pero, débiles como eran, fueron recibidos con reverencia por su colaborador. Él habría preferido solucionar el asunto de Winch, pero Mr. Maydig no se lo permitió. Después de realizar una docena de trivialidades domésticas, el compartido sentido de fuerza creció y la imaginación de ambos comenzó a mostrar señales de estímulo y de creciente ambición. La primera gran empresa se debió al hambre y la negligencia de Mrs. Minchin, el ama de llaves de Mr. Maydig. La comida a la que el ministro invitó a Mr. Fotheringay parecía más bien rancho de hospital, completamente inútil como refrigerio para dos industriosos hacedores de milagros; el caso es que se sentaron y Mr. Maydig se puso a quejarse con tristeza, antes que con ira, por las malas artes de su ama de llaves; entonces y no antes, se le ocurrió a Mr, Fotheringay que había una posibilidad de solución.

—No crea, Mr. Maydig —dijo—, que me tomo la libertad de…

—Mi querido Mr. Fotheringay, ¡por supuesto que no! No… de veras que no pienso así.

—Entonces, ¿qué podríamos escoger? —Mr. Fotheringay movió las manos y, a una orden de Mr. Maydig, revisó la cena muy cuidadosamente.

—Lo mismo para mí —dijo el otro, tras ojear la selección—. Yo siempre he sido particularmente aficionado al tanque de cerveza con gruesas y exquisitas tostadas de queso y eso ordenaré. No soy muy dado al borgoña —y en el acto, la cerveza y las tostadas aparecieron a su demanda. Se dispusieron a dar cuenta de la cena mientras Mr. Fotheringay percibía, con una mirada de sorpresa y gratificación, todo cuanto los milagros podían lograr—. A propósito, Mr. Maydig —dijo luego Mr. Fotheringay—, creo que quizá pueda serle útil a usted… en sentido doméstico.

—No comprendo muy bien —dijo Mr. Maydig, sirviéndose un vaso de milagroso borgoña añejo.

Para explicarse, Mr. Fotheringay se ayudó con una segunda tostada de queso, de la que tomó un bocado.

—Estaba pensando —dijo— que podría (ñam, ñam) hacer (ñam, ñam) un milagro con Mrs. Minchin (ñam, ñam…) convertirla en una mujer óptima.

Mr. Maydig dejó el vaso sobre la mesa y miró al otro dubitativamente.

—Ella —dijo—, se opondría enérgicamente, Mr. Fotheringay. Y, aparte de eso, son más de las once y se encontrará seguramente durmiendo. ¿Piensa usted que, en general…?

—No veo —dijo Mr. Fotheringay, tras considerar las objeciones—, qué pueda impedir hacerlo mientras duerme.

Durante un rato Mr. Maydig se opuso a la idea, pero finalmente acabó rindiéndose. Mr. Fotheringay emitió las órdenes oportunas y ambos caballeros pasaron, a continuación, a rendir honores a los postres. Mr. Maydig se dedicó a exagerar los cambios que le parecía iba a encontrar al día siguiente en su ama de llaves, y con tal optimismo que, incluso a Mr. Fotheringay, le pareció forzado. Entonces oyeron un confuso ruido en la escalera. Los ojos de ambos formularon mudos interrogantes y Mr. Maydig abandonó la habitación con presteza. Mr. Fotheringay oyó cómo llamaba a su ama de llaves y luego cómo subía los peldaños.

Al cabo de un minuto aproximadamente regresó el ministro con paso decidido y el rostro radiante.

—¡Maravilloso! —dijo—. ¡Y enternecedor! ¡Lo más enternecedor que hay!

Comenzó a pasear por la estancia.

—Qué arrepentimiento —prosiguió—, el arrepentimiento más encantador vino a mí nada más abrir la puerta. ¡Pobre mujer! ¡Qué cambio tan maravilloso! Se había levantado. Debió levantarse de golpe. Se había despertado y levantado para romper una botella de brandy que guardaba. Y para confesarlo también. Lo que nos proporciona… nos da… el más asombroso panorama de posibilidades. Si podemos hacer esta milagrosa transformación en ella

—La cosa tiene una apariencia ilimitada —dijo Mr. Fotheringay—. Y acerca de Mr. Winch…

—Completamente ilimitada. —Desde la chimenea, Mr. Maydig, dejando a un lado la cuestión de Winch, se lanzó a desarrollar una serie de maravillosas propuestas, propuestas que inventaba a medida que las enunciaba.

Lo que aquellas propuestas fueran, no concierne a lo esencial de este relato. Baste con saber que eran fraguadas por un espíritu de infinita benevolencia, esa clase de benevolencia que suele llamarse de sobremesa. Baste saber, también, que el problema de Winch quedó sin resolver. Ni es necesario describir lo poco que la serie de propuestas contribuyó a su solución. La madrugada sorprendió a Mr. Maydig y Mr. Fotheringay cruzando a la carrera la fría plaza del mercado bajo la silenciosa luna y en una especie de éxtasis de taumaturgia; Mr. Maydig todo aleteos y gesticulación, Mr. Fotheringay (bajo y crespo como era) ya sin el menor abatimiento en su grandeza. Habían transformado a todos los borrachines en una división parlamentaria, habían cambiado toda la cerveza y el alcohol en agua (Mr. Maydig había dirigido a Mr. Fotheringay hacia este punto); habían, también, mejorado grandemente la comunicación ferroviaria del lugar, secado la charca de Flinder, adecentado el pavimento de One Three Hill y curado la verruga del vicario. Y marchaban para ver qué podía hacerse con el lastimoso estado del muelle de South Bridge.

—El lugar —dijo Mr. Maydig— no será el mismo mañana. ¡Cuán agradecidos y sorprendidos se quedarán todos! —Y en aquel momento el reloj de la iglesia dio las tres.

—Oiga —dijo Mr. Fotheringay—, ¡son las tres! Debo regresar. Tengo que entrar a las ocho en el trabajo. Y además, Mrs. Wimms…

—Pero si acabamos de comenzar —dijo Mr. Maydig, pleno de la dulzura del poder sin límites—. Acabamos de comenzar. Piense en todo el bien que estamos haciendo. Cuando la gente despierte…

—Pero… —dijo Mr. Fotheringay.

Mr. Maydig le agarró el brazo repentinamente. Sus ojos brillaban locamente.

—Mi querido compañero —dijo—, no hay ninguna prisa. Mire —señaló la luna en el cenit—. ¡Josué!

—¿Josué? —dijo Mr. Fotheringay.

—Josué —dijo Mr. Maydig—. ¿Por qué no? Deténgala.

Mr. Fotheringay observó la luna.

—Está un poco alta —dijo tras una pausa.

—¿Por qué no? —dijo Mr. Maydig—. Por supuesto que no va a detenerse. Se detendrá, ya lo sabe usted, el movimiento de rotación de la tierra. El tiempo se detendrá. No hará ningún daño.

—Bien —dijo Mr. Fotheringay suspirando—. Lo intentaré.

Se abotonó la chaqueta y se dirigió al planeta con tanta confianza como residía en su poder.

—Para de rotar, ¿quieres? —dijo.

Sin poder remediarlo se encontró volando cabeza abajo a través del aire a una velocidad de docenas de millas por minuto. A pesar de los innumerables círculos que describía por segundo, pudo pensar; pues pensar es maravilloso… a veces tan indolente como un suave declive, a veces tan instantáneo como la luz. Pensó en una ráfaga de segundo y deseó:

—Déjame abajo sano y salvo. Sea cual sea lo que ocurra, bájame sano y salvo.

Lo deseó justo a tiempo, pues sus ropas, calentadas por el rápido vuelo a través del aire, comenzaban ya a chamuscarse. Bajó con forzosa (por no decir dolorida) caída sobre lo que parecía un montón de tierra removida. Una gran masa de metal y albañilería, extraordinariamente parecida a la torre del reloj de la plaza del mercado, se desplomó cerca de él, rebotó por encima y expandió piedras, vigas y ladrillos como metralla de bomba. Una vaca alcanzada por los cascotes quedó reventada como un huevo. Hubo un estrépito que tronó como todos los estrépitos habidos y por haber, seguido a continuación de estrépitos menores. Un viento huracanado se desató entre los cielos y la tierra, de modo que apenas pudo alzar la cabeza para mirar. Por un rato permaneció atónito y sin respiración, lo bastante incluso para no poder ver dónde se encontraba y qué había ocurrido. Y su primer movimiento fue para confirmar que su cabeza seguía sobre sus hombros.

—¡Señor! —gimió Mr. Fotheringay, apenas capaz de hablar debido al ventarrón—. ¡Me he escapado por pelos! ¿Qué habrá ido mal? Tormentas y truenos. Y hace apenas un minuto hacía una noche excelente. Ha sido Maydig quien me ha empujado a hacer esta clase de cosas. ¡Qué viento! Si sigo haciendo estas locuras, acabaré teniendo un accidente…

»¿Dónde está Maydig?

»¡En qué embrollo más embrollado está todo!

Miró a su alrededor en la medida que su ondeante chaqueta se lo permitía. La apariencia de los objetos era realmente extraña.

—De todos modos, el cielo está perfectamente —dijo—. La luna sigue como antes. Brillante como un sol a mediodía. Pero en cuanto al resto… ¿Dónde está el pueblo? ¿Dónde está… dónde está todo? ¿Qué hace sobre la tierra este viento arrollador? Yo no he ordenado ningún viento.

Mr. Fotheringay intentó vanamente ponerse en pie. Tras el primer fracaso, quedóse a cuatro patas. Colocado a sotavento, observó la brillante luna, ondeando sobre su cabeza los faldones de su chaqueta.

—Hay algo realmente mal en esto —dijo—. Y lo que ello sea… sólo el cielo lo sabe.

En todo el radio que su vista podía abarcar, bajo el blanco resplandor atravesado por cortinas de polvo levantado por el vendaval, nada podía verse que no fuera ruina y desolación, ni árboles, ni edificios, ni formas familiares: tan sólo un torbellino de desorden desvaneciéndose en la oscuridad reinante más allá de los tornados y corrientes, relámpagos e incipientes truenos de una incontenible e irremediable tormenta. Junto a él había algo que alguna vez podía haber sido un olmo, una destrozada masa de astillas que se estremecía de las ramas a la base, y más allá una retorcida masa de vigas de hierro (demasiado evidente, el viaducto), que emergía de la confusión.

El lector ya lo sabe: cuando Mr. Fotheringay anuló la rotación de la tierra, no tuvo en cuenta el movimiento de inercia sobre su superficie. Pues la tierra gira tan rápido que la superficie de su ecuador se precipita a una velocidad algo mayor que mil millas por hora, y en las latitudes que implicaban a Mr. Fotheringay a poco más de la mitad. De modo que el pueblo, Mr. Maydig, Mr. Fotheringay, todo el mundo y todas las cosas habían sido impulsadas violentamente a una velocidad aproximadamente de nueve millas por segundo: o sea, mucho más violentamente que si hubieran sido arrojados de la boca de un cañón. Y todo ser humano, toda criatura viviente, todos los edificios, todos los árboles… todo el planeta tal y como lo conocemos, había sido pues catapultado y aplastado y sin duda destruido. Eso había sido todo.

Cosas que, claro, no apreció Mr. Fotheringay plenamente. Pues él se limitó a considerar que su milagro había salido mal, disgustándose con su bagaje milagrero. Permanecía ahora en la oscuridad, ya que las nubes, apelotonadas sobre el cielo, habían ocultado la luz de la luna y llenado el aire de torturantes formas. Un inmenso crujido de viento y agua inundó el cielo y la tierra y, protegiéndose los ojos con la mano, en medio del polvo y el viento, vio a la luz de los relámpagos la sólida muralla de agua que se precipitaba hacia él.

—¡Maydig! —gritó la débil voz de Fotheringay en medio de los rugidos de la naturaleza—. ¡Aquí, Maydig!

—¡Detente! —exclamó luego al agua que avanzaba—. ¡Oh, por el amor del cielo, detente!

—Deteneos un momento —dijo a los relámpagos y truenos—. Deteneos un momento mientras me concentro… ¿Y qué haré ahora? ¿Qué haré? ¡Señor! Desearía que Maydig estuviera por aquí cerca.

—Ya sé —dijo después—. Y por el amor del cielo, que lo haga bien esta vez.

Quedó a cuatro patas, inclinado contra el viento, concentrado en hacer las cosas bien.

—¡Ah! —exclamó—. ¡Que nada de cuanto voy a ordenar ocurra antes que diga «Ya»!… ¡Señor! ¡Me parece que he pensado esto antes!

Su diminuta voz luchaba contra el silbante viento, aumentando más y más en el vano deseo de oírse a sí mismo.

—¡Ahora, ahora va! Considérese lo que digo. En primer lugar, cuando todo lo que diga se haga, quiero perder mi poder milagroso; que mi voluntad se convierta ni más ni menos que en la voluntad de cualquier otro, y que todos estos peligrosos milagros se detengan. No me gustan. Prefiero no tenerlos. Nunca más. Esto lo primero. Lo segundo… quiero retornar justo antes de iniciarse los milagros; que todas las cosas sean tal como eran antes de que aquella dichosa lámpara se invirtió. Es un gran esfuerzo, pero es el último. ¿Apuntado? No más milagros, todo como estaba… y yo otra vez en el Long Dragón justo antes de ponerme a beber mi media pinta. ¡Eso es!…

Cerró el puño, cerró los ojos y dijo:

—¡Ya!

Todo sucedió a pedir de boca. Advirtió que se encontraba ahora en pie.

—Eso dice usted —dijo una voz.

Abrió los ojos. Se encontraba en la barra del Long Dragón, discutiendo de milagros con Toddy Beamish. Tuvo la vaga sensación de un gran fenómeno olvidado, pero se le pasó al instante. El lector puede ver que, excepto la pérdida del milagroso poder, todo había vuelto a ser como había sido; su espíritu y memoria se encontraban ahora en el estado en que se encontraban justo al comenzar este relato. De modo que no sabía absolutamente nada de cuanto aquí se ha narrado, no lo sabía al menos hasta hoy. Y, entre otras cosas, seguía obviamente sin creer en los milagros.

—Le digo que los milagros, propiamente hablando, no pueden ocurrir —dijo—, sea cual sea la forma en que usted los presente. Y estoy preparado para probar lo que digo.

—Eso es lo que usted piensa —dijo Toddy Beamish—. Pruébelo si puede.

—Muy bien —dijo Mr. Fotheringay—. Convengamos primero en lo que es un milagro. Es algo que contradice el curso de la naturaleza por el poder de la Voluntad…