La colonia terrícola de Quirón se estaba convirtiendo justamente en lo que Dane Chandler deseaba. Lo sintió así en el mismo instante de abandonar la nave interestelar y poner el pie en el cuarto planeta de Procyon.
Advirtió con sorpresa que la colonia no era el primitivo puesto fronterizo que temiera; era más bien un pequeño globo activo hasta reventar. Esta circunstancia le complació. Chandler había llegado a Quirón esperando encontrarse con un reducido grupo de colonos, entre los que crear su madriguera y donde poder sentirse realmente propietario.
Se detuvo desconcertado a la entrada de la ciudad, contemplando la labor de los trabajadores, los activos granjeros y constructores. Sintió una repentina y juvenil exaltación, como una inspiración procedente de toda la actividad que contemplaba, un sentimiento de crecimiento y expansión de los que él podía ser una parte. Una especie de alegría le brotó cálidamente.
Era una alegría que había experimentado en otro tiempo. Saltar al espacio no fue una solución entonces, ni tampoco dejar el espacio para regresar a la Tierra.
Cuando la nave despegó Quirón era meramente una insignificante parada en una ruta que cubría una docena de astros), Chandler se puso a estudiar a los otros tres colonos que habían viajado con él desde la Tierra. Una linda chica, impaciente por reunirse con su marido granjero en el nuevo planeta; un bajo y fornido granjero, y un indescriptible pasajero, de los muchos que vagaban sin rumbo por los vacíos entre mundo y mundo. Los tres se habían aproximado a Chandler cuando estuvieran a bordo al declarar que también él se dirigía a Quirón, aunque sin trabar amistad con ninguno.
Hornaday, el granjero, se dirigió a Chandler diciendo orgullosamente:
—Estoy esperando a que venga mi hermano a la estación. Lleva viviendo en Quirón lo menos cinco años.
—¿De veras? —dijo Chandler, contemplando el cielo auriverde.
—Solía escribirme contándome lo admirable y novedoso de este lugar. Siempre me lo describía, así que me decidí a venir. Durante dos años hemos estado ahorrando para mi pasaje… ni siquiera nos hemos escrito en ese tiempo, salvo con tarjetas postales.
—Ya —dijo Chandler. Él había invertido un año de su pensión espacial en el precio de su pasaje. Respiró hondamente. El aire olía bien. Chandler advirtió con una sacudida que probablemente era ésta la primera vez, en toda su vida, que un aire realmente fresco penetraba en sus pulmones. Primero, los mefíticos vapores que pasaban por aire en la Tierra, y luego, durante sus largos años en el espacio, el purificado pero sutilmente mohoso aire de las naves espaciales. Más tarde, cuando la soledad lo había arrancado del espacio, nuevamente el aire de la Tierra. En este planeta, no obstante, el aire era fresco y agradable.
Y un hombre bajo, pesado y brusco se aproximó al pequeño grupo de recién llegados. Chandler observó el rostro del hombre y vio que bajo las huellas de los elementos, coexistía el mismo buen natural y sencillo aspecto que era patrimonio del granjero de su derecha.
El hombre tenía que ser el hermano de Hornaday, pensó Chandler. Y no se equivocaba.
Los dos hombres se abrazaron sin reparos. Hornaday cogió su pequeña valija y, hablando excitadamente, siguió a su hermano en dirección a la ciudad.
Chandler los vio desaparecer en el núcleo de la colonia, sus dos espaldas lado a lado. En unas cuantas semanas, Hornaday se confundiría con los demás colonos. Su pasado terrestre se fundiría y se pondría a trabajar con los demás, como otro miembro de la colonia. Chandler lo envidió.
Un colono de pelo blanco, alto y sonriente, zarandeó bruscamente el codo de Chandler.
—Soy Kennedy —dijo—. ¿Es usted Dane Chandler?
—Sí —dijo mirando al otro con sorpresa—. ¿Es usted el hombre con quien tenía que encontrarme?
—Exacto. Me alegro de verlo, Chandler. Necesitamos hombres como usted en Quirón. Vamos… le enseñaré dónde va a estar.
Kennedy echó a andar en la misma dirección que tomó Hornaday y Chandler lo siguió.
—Entre otras cosas, trabajo de director —explicó Kennedy—. Mi deber es procurar que todos los recién llegados sean convenientemente instalados y orientados. Puesto que usted no conoce a nadie en Quirón todavía, me he tomado la libertad de asignarle un compañero de habitación, Jeff Burkhart, uno de nuestros más antiguos colonos (vino en la segunda expedición, allá por el año 16): creo que le será de gran ayuda en su adaptación a nuestras organizaciones.
Doblaron por una larga y amplia calle con pequeños edificios a cada lado y un bien conservado pavimento. Las calles estaban adornadas con retorcidos árboles en miniatura, dotados de roja foliación.
—Usted es veterano en el espacio, ¿no?
—Eso es lo que dice mi expediente. Aunque me cansé de esa vida después de mucho tiempo. Pensaba que el espacio sería la vida para mí… a veces no soportaba ser yo mismo… pero no puede aguantar el vacío ni la soledad…
—Lo sé —dijo Kennedy—. Yo solía hacer la ruta de Júpiter.
—Sabe entonces lo que es. Hace dos años me jubilé y regresé a la Tierra para instalarme allí.
—Pero no ha estado mucho tiempo en la Tierra —observó Kennedy.
—Nadie me quería, ni tampoco yo quería a nadie. Todo iba a las mil maravillas sin mí. Nadie estaba interesado en un hombre espacial que había permanecido media vida de espaldas a los acontecimientos locales. Mi vida en la Tierra fue como vivir en medio de una colmena. Veinte millones de habitantes en esta ciudad, treinta millones en aquella otra, y yo sin conocer a más de cuatro personas por su nombre. Era peor vivir en una ciudad de extraños que en el espacio. De modo que vine. Una nueva y pequeña colonia. Quiero encontrar un lugar al que pertenecer.
—Entiendo —dijo Kennedy. Chandler deseó que fuera cierto.
—Burkhart será un buen compañero —prosiguió Kennedy—. Un individuo sólido. Uno de nuestros mejores hombres.
—Ya tengo ganas de verlo —dijo Chandler—. Oiga, ¿qué es eso?
Un extraño humanoide, absurdamente alto, blanco como la tiza, con grandes manos en forma de garras y apariencia de gran fragilidad, se aproximaba a ellos por la misma calle, riendo y llorando a la vez. Cuando vio a Chandler batió palmas y lanzó una salvaje carcajada, desapareciendo luego calle abajo.
—Es uno de los nativos, un quironaico.
—¿Estaba borracho o simplemente se burlaba?
—Estaba tan sereno como usted —dijo Kennedy arrugando el entrecejo—. Padece de… insania, eso es todo. Todos son como éste. Éste es un planeta de lunáticos.
Chandler rebuscó en su memoria buscando algún dato que hubiera aprendido sobre los nativos de Quirón. Pero encontró tantos mundos… tantas clases de alienígenas…
—¿Lunáticos? ¿Cómo es eso?
—Nadie lo sabe. Vivían una especie de vida nómada cuando vinimos a este lugar y algunos decidieron vagabundear alrededor de la colonia. El resto se esfumó nada más localizarnos. Nunca hemos sido capaces de dar con ellos.
Llegaron por último a un edificio de tres plantas, frente al que se detuvieron.
—Le he asignado este sitio. Creo que le gustará y espero que Burkhart sea capaz de ayudarle en cuantas cosas necesite usted. En cualquier caso, si tiene dificultades, puede venir a verme. Todo el mundo sabe dónde vivo… no tiene más que preguntar.
Penetraron en la casa. Burkhart estaba repantigado en un sofá de foamita de confortable apariencia, leyendo. Apagó el proyector y se levantó para recibir a Chandler.
—Soy Burkhart —dijo cordialmente—. Y usted será Dane Chandler, ¿no?
Chandler asintió. Burkhart era casi tan alto como él (cerca de dos metros) y evidentemente había sido un tipo fuerte en su juventud. Algunos de sus músculos se habían ablandado, pero en conjunto parecía encontrarse todavía en forma. Debía frisar los sesenta, convino Chandler, advirtiendo que el cabello de Burkhart se agrisaba prematuramente.
—Encantado de verlo, Chandler. Bienvenido a Quirón y todas esas cosas. Para esta ocasión, Kennedy habría acogido al mismo diablo. Se las apaña bien para eso.
—Bueno, no entorpeceré su encuentro por más tiempo —dijo Kennedy y salió sonriendo.
Una vez cruzadas las formalidades de rigor, ambos hombres se observaron casi glacialmente el uno al otro. Chandler determinó no revelar nada hasta que Burkhart lo hiciera. Por último, el más viejo de los dos se dejó caer en el sofá.
—¿No conoce a nadie en la colonia, Dane? Quiero decir amigos.
—Ninguno —dijo Chandler—. No recuerdo que tenga muchos amigos en ninguna parte.
Burkhart sonrió amablemente y Chandler advirtió que, dadas las apariencias, estaba invitando a la piedad.
—No es exactamente eso —se rectificó—. Más bien que no he tenido tiempo de tener amigos. Estaba siempre solo en el espacio, salvo el tiempo que pasé en la Tierra, y ya sabe usted lo que es la Tierra.
—Siete billones de personas en un planeta con cabida para tres tan sólo. Claro que sé lo que es. Por eso somos aquí unos cuantos miles tan sólo.
—¿Qué trabajo hace usted? —preguntó Burkhart luego—. Yo soy uno de los organizadores de arrendamientos.
—Construir edificios, supongo. Quiero tener la satisfacción de haber contribuido a la edificación de Quirón.
Se echó hacia atrás y reunió fuerzas para exhibir una sonrisa de entusiasmo.
Burkhart le encontró trabajo en un proyecto de construcción y Chandler intentó conscientemente trabar amistad con el hombre con quien trabajaba, aunque no le satisfizo. Lo mismo que había lanzado al espacio a Dane Chandler al principio (el sentimiento de que algo se interponía entre él y el resto del mundo), estaba impidiendo ahora que trabara conocimiento con nadie en este nuevo planeta. Incluso Burkhart se dio perfecta cuenta de ello.
—No puedo comprenderlo —le dijo una noche en el Casino—. Llevo viviendo tres semanas con usted y todavía es para mí un extraño.
Chandler sorbió un trago de su vaso y nada replicó.
—Por ejemplo —prosiguió Burkhart—, sé que usted ha estado en el espacio. Pero nunca me ha dicho por qué dejó el trabajo, ni dónde estuvo. Estaba usted solo, dijo, pero eso resulta muy vago. ¿Qué clase de soledad? ¿No tenía tiempo cuando paraba en los puertos para conseguir una mujer que…?
—Olvídelo —dijo Chandler.
—No —dijo Burkhart mientras ordenaba más bebida—. Creo que es importante. ¿Por qué dejó el trabajo realmente?
—Fatiga espacial —dijo Chandler—. Demasiados viajes sin compañía.
—Entiendo —dijo Burkhart—. No le quepa la menor duda de que yo…
—Lo sé.
—Yo… intento serle de alguna ayuda.
—Gracias —dijo Chandler. Apuró su bebida y se echó hacia atrás en su asiento. El Casino, saturado de festivos colonos, entre cuya alegre algarabía se abrían paso unos cuantos zigzagueantes nativos, espantosamente vestidos y de salvaje aspecto.
—¿Por qué nunca frecuenta a los hombres con quienes trabaja, Dane? —insistió Burkhart—. Le apuesto a que no sabe ni sus nombres.
Chandler se encaró bruscamente con Burkhart.
—Exacto. Para mí no son personas, sino caras. Creo que ahí está el problema: he vivido tanto tiempo alejado de las gentes que ya no sé ni cómo son. Si en tanto tiempo no acaba uno medio deslumbrado por su propia imagen, ya puede…
—¡Ten cuidado, so idiota! —interrumpió Burkhart de súbito.
Un nativo se había acercado a ellos y, agitando sus brazos en el aire, había volcado el vaso de Burkhart, derramando la bebida sobre su regazo. Furioso, Burkhart se levantó y de un violento empellón arrojó al alto y delgado alienígena por el suelo. Repentinamente, el sonido de las risas se apagó en todo el Casino y cien pares de ojos se volvieron para contemplar la escena.
—Imbéciles, ya estoy hasta las narices de vosotros —exultó Burkhart con vehemencia—. ¿Cuándo aprenderéis a no acercaros a nosotros? —Se quedó mirando al quironaico, que yacía en el suelo sacando y metiendo la lengua de su boca.
Chandler advirtió que la furia de Burkhart iba en aumento y se levantó, yendo junto a él, en un intento por detener la explosión.
—Siéntese, Jeff. A fin y al cabo, la pobre bestia no era consciente de que volcaba su bebida.
—Cállese —dijo Burkhart—. No es la primera vez que lo hacen. —Alzó al alienígena, sujetándolo por la pechera. La cabeza del quironaico se levantaba casi un pie por encima de la de Burkhart—. Se acabó el molestarme, ¿entendido? —exigió Burkhart.
—Déjelo estar, Jeff —dijo Chandler.
—¡Claro que lo dejaré estar! —dijo, y lanzó al alienígena a través de la sala, yendo a tropezar contra una mesa, provocando un estrépito de vasos que cayeron al suelo, rompiéndose y desmenuzándose.
Gracias, dijo alguien.
—No hay de qué —replicó Chandler automáticamente.
Entonces advirtió que ninguna voz había roto el absoluto silencio en que estaba sumido el Casino.
Gracias. Por una vez alguien nos ha defendido de él.
Chandler se volvió lentamente, entendiendo por fin quién había hablado, y contempló inquisitivamente al grotesco alienígena. El alienígena le sostuvo la mirada y asintió con calma.
—Era telepatía, ¿no? —preguntó Chandler, tras arrastrar al inerte alienígena hasta su habitación e instalarlo sobre su catre. Burkhart había contemplado fríamente cómo Chandler se ocupaba del quironaico y se lo llevaba, sin hacer, empero, el menor movimiento.
El nombre del extraño era Oran y estaba medio borracho y medio loco. Babeó, rió, gritó y maldijo hasta que, gradualmente, comenzó a recuperar la calma.
Sí, era telepatía, formuló una tranquila voz en la mente de Chandler.
—Tenía yo razón —dijo Chandler.
El alienígena se rió. Chandler lo observó atentamente: una absurda y grotesca figura, de casi siete pies de estatura, que se desperezaba al máximo para contraer luego, lentamente, primero un miembro y luego el otro.
—Su gente nos considera locos —dijo el alienígena en voz alta—. Pero los locos son ustedes. Su gente nos ha destruido —añadió sin la menor entonación.
—¿Que qué?
—Sus mentes siempre están ocupadas por subcorrientes de odio. Nuestra única culpa es que podemos penetrar en ellas.
El alienígena cerró los ojos y se encogió hasta formar una pelota fetal. Chandler esperó pacientemente hasta que se distendió.
—Hace años que no practico esta forma de hablar —puntualizó el quironaico—. Mi gente… ¿por qué irradia usted tanta curiosidad? …mi mente vivía aquí antes de que la suya viniera a colonizar este lugar. Nunca necesitamos hablar en voz alta, siempre lo hicimos mentalmente, tal como hice para darle las gracias. Pues bien, vinieron ustedes y nos destruyeron. Leíamos sus mentes… nada podíamos hacer… y las nuestras quedaron malditas por el horror y el odio que vimos en las de ustedes. Así enloquecimos.
Chandler se sentó con calma. El quironaico se puso trémulamente en pie, se tambaleó e intentó salir, pero Chandler se concentró en controlar la mentalidad del extraño, obteniendo rotundo éxito. Prosiguió.
—Es usted el primero en saber que poseemos un sentido gorrón. Vivíamos en las más estrechas relaciones mentales, compartiendo cada pensamiento y cada emoción. Cuando los primeros terrícolas aterrizaron y vinieron a saludarnos, extendimos nuestra mente hacia la suya, como era nuestra costumbre, y penetramos en ellas: el pozo de inmundicia que yacía en su fondo nos reprimió violentamente. Pero estoy hablando demasiado. Déjeme ir, por favor.
El alienígena se incorporó quedando sentado en el lecho.
Aguarda, Oran, ordenó Chandler.
—Es usted demasiado fuerte para mí —dijo el extraño—. Siento la presión de su mente contra la mía, y estoy demasiado débil para resistir. Ustedes los terrícolas son todos iguales.
—¿Es cierto eso… lo que ocurrió con su gente?
—Yo no soy un terrícola, Chandler. Sólo puedo decir la verdad.
—¿Fueron todos… todos totalmente destruidos?
Oran vaciló.
—¿Lo fueron? —insistió Chandler.
—No —dijo Oran—. Algunos huyeron al desierto y se refugiaron allí. Ningún terrícola los encontrará nunca.
Repentinamente el alienígena palideció hasta quedar casi completamente blanco. Chandler advirtió que el quironaico había captado su pensamiento incluso antes que éste aflorara de su subconsciencia.
No. No quiero llevarlo allí. ¡No puedo!
Oran se volvió y comenzó a sollozar convulsivamente Chandler paseó de un extremo a otro de la habitación, mientras una idea comenzaba lentamente a formarse en su mente: la idea que él sabía debía haber construido el alienígena mucho antes que se introdujera en la inculta mente del terrícola.
Primer punto: la telepatía existía.
Segundo punto: los alienígenas eran incapaces de soportar la proximidad de las mentes terrícolas, presumiblemente portadores de escoria.
Tercer punto: el telépata Dane Chandler sería el único que, al menos, ya nunca más permanecería incomunicado entre sus semejantes.
Cuarto punto: si…
Ojalá me hubieras dejado tendido en el Casino. Sí, tu conjetura es acertada. La telepatía puede ser producida en los humanos.
Chandler se detuvo y permaneció silencioso, en tanto la mente del alienígena le susurraba el pensamiento. La última figura del rompecabezas encajaba perfectamente, así que se volvió y se encaró con el lloriqueante y miserable quironaico.
Llévame hasta los quironaicos escondidos, Oran, formuló la mente de Chandler. Se trataba de la necesidad más poderosa de Chandler, la necesidad de asociarse y mezclarse con otros hombres, único factor que había sido siempre omitido en su ecuación personal. Ahora tenía la solución a su alcance. Sin pensarlo dos veces, dejó caer su mente contra la desvalida y ya debilitada mente del alienígena. Llévame allí, Oran. Era una orden más que una petición. Tras un largo silencio, Oran respondió en voz alta:
—Los terrícolas nunca estáis satisfechos. Habéis destruido una asombrosa civilización y vais ahora en busca de lo que queda. De acuerdo. No puedo defenderme de tu mente. Te conduciré hasta mi gente. Me obligas a la extinción completa de mi raza. De acuerdo, Chandler; coge tus bártulos y andando… ¡Terrícola!
La última palabra fue un explosivo escupitajo mental que tronó en el cerebro de Chandler. Miró ceñudamente a Oran e intentó forzar su mente para que olvidara.
El desierto quironaico era amplio y plano, con macizos de gruesa vegetación en la base de las arenosas dunas. Oran mantenía un paso inmisericorde y Chandler lo seguía sin hablar e intentando no formular ningún pensamiento. La alta figura del alienígena oscilaba frente a él constantemente. Chandler se sobresaltó al advertir que estaba pulverizando los últimos residuos de ética personal del quironaico, pero también se vio a sí mismo aproximándose al final de una ya hastiante búsqueda.
Todo estaba desierto, según podía ver. Por todas partes parecía haber lo mismo, excepción hecha de la oscura mancha que a sus espaldas señalaba el fin del desierto y el comienzo de la tierra verde, en que estaba situada la colonia terrícola.
Mientras oscurecía y el extraño y purpúreo crepúsculo quironaico cubría la tierra, Chandler advirtió que el alienígena podía muy fácilmente inducirlo a describir círculos, en espera de cualquier ocasión para escapar.
—¿Vamos en la dirección correcta, Oran? —preguntó, rompiendo así un silencio que había durado ya casi doce horas.
Una breve respuesta fue formulada: ¿Soy acaso un terrícola?
Zaherido por el sarcasmo, Chandler se puso a otear el terreno y comenzó silenciosamente a buscar un lugar para pasar la noche.
Chandler permaneció en vela algunas horas, fantaseando con la ciudad oculta en algún lugar y haciendo planes al respecto. Oran, próximo a él, parecía sumido en un profundo sopor.
Por último acabó durmiéndose. Tras lo que le pareció un breve tiempo, despertó bruscamente al sonido de una salvaje carcajada.
Necesitó un momento para reunir sus facultades. Luego taladró las tinieblas y vio la figura de Oran internarse en la noche quironaica.
Oran, ordenó telepáticamente con desesperación. ¡Vuelve!
Pero el alienígena siguió corriendo. Chandler lo vio ir, desvalidamente. Era absurdo intentar la persecución del pernilargo alienígena.
No puedo traicionar a mi gente. El repentino pensamiento alcanzó a Chandler como un alarido lanzado al viento. Oran continuó corriendo hasta desaparecer de su vista y quedando como oculto tras una cortina de negrura. Chandler permaneció contemplando la noche durante un rato y luego se sentó sobre la arena y esperó la llegada de la aurora.
Cuando Procyon se izó trayendo la mañana, Chandler consideró la situación. En algún lugar ante él se encontraba la oculta ciudad de los quironaicos. A sus espaldas se encontraba la colonia terrícola. Decidió arriesgarse en el desierto.
Echó a andar sobre la arena virgen, el pensamiento fijo en el ignoto destino que tenía ante sí. El sol ascendía más y más y a medida que el calor aumentaba más y más maldecía a Oran. Con frecuencia se volvía para asegurarse de que la colonia terrícola seguía a sus espaldas. Sería absurdo regresar a la colonia sin haber encontrado nada.
Un enorme pájaro verde saltó de unos matorrales cuando Chandler pasó sobre ellos; lanzó airados graznidos y echó a volar. Siguió caminando durante toda la tarde, deteniéndose tan sólo para vaciarse las botas de arena.
Por centésima vez se volvió en busca de la colonia, que ahora apenas era una mancha en el horizonte. Luego siguió adelante. El sol apretaba de lleno ahora y el sudor le resbalaba por la espalda. Nada se ofrecía a la vista excepto movedizas dunas y menudos arbustos. El silencio rugía en sus oídos.
Chandler comenzó a pensar que, al fin y al cabo. Oran se había burlado de él con el sólo propósito de dejarlo morir en el desierto. Pero no podía regresar ahora. Siguió adelante.
No sigas. Detente y regresa.
El pensamiento se le clavó en la frente, manteniéndose allí por unos momentos, mientras que su aparición repentina hacía que el pánico se apoderase de él, debilitando sus piernas.
—¿Quién ha dicho eso? —preguntó en voz alta.
Se pasó una mano por los ojos para secarse el sudor y la respuesta le vino en el silencio.
No sigas, Dane Chandler. No podemos soportar tu presencia.
—¿Quién eres? —dijo Chandler.
No necesitas fingir, Chandler. Sabes muy bien quiénes somos. Te hemos observado muy de cerca desde tu primer encuentro con Oran.
—¿Sabéis entonces lo que quiero?
El sentido intruso no es para los terrícolas, Chandler. Regresa y déjanos solos con nuestros lamentos.
—Soy yo quien tiene que decidir eso —dijo Chandler. Adelantó unos pasos de prueba. No hubo resistencia alguna. El fantasma de una sospecha rondaba su mente.
No, vino la voz confirmante. No podemos impedir que te acerques. Pero como seres civilizados que se dirigen a otro ser civilizado, te pedimos que regreses y no nos expongas a tu pensamiento.
Chandler siguió moviéndose, poniendo cuidadosamente un pie delante del otro. Mentalmente pudo sentir la voz de los alienígenas suplicar desesperadamente.
—Sabéis muy bien lo que quiero —dijo.
¿Realmente quieres la telepatía, Chandler? ¿Realmente quieres llegar a leer la mente de tus hermanos? Nosotros la hemos leído ya. Sabemos perfectamente lo que yace bajo la superficie.
—Sí —Chandler contemplaba absorto el reverbero del sol sobre la arena—, la quiero. Y os dejaré en paz si me la concedéis.
Dio otro paso adelante.
No tenemos elección, dijo la silenciosa voz con una nota de dolor. No podemos soportar por más tiempo la proximidad de tu mente. Te enseñaremos cómo adquirir conocimiento de tus poderes exirasensoriales y luego te marcharás.
—Estoy listo —dijo Chandler.
Ábrenos tu mente.
Chandler se relajó, cerró los ojos y dejó que su mente flotara en torno a él, sintiéndola inundarse y anegarse en una celestial sinfonía de armonía perfecta. Las otras mentes se aproximaron, exploraron la suya y la golpearon. Chandler cayó de rodillas sobre la arena.
De súbito experimentó la sensación de que una explosión apartaba los velos que cubrieran sus ojos. Las mentes de los otros estaban abiertas ante él.
Se trataba de una gran mente compuesta de miembros individuales, mezclándose y fusionándose hasta formar una unidad. La sensación de encontrarse en presencia de una divinidad le sobrevino dejándolo sin aliento.
Entonces pasó todo. Tan bruscamente como comenzara, así finalizó. Las mentes de los otros se le cerraron. El peso de la inculcación hizo que se inclinara contra el suelo.
Vete. Hemos cumplido nuestra palabra. Vete y mira a tus hermanos.
—¿No puedo permanecer con vosotros? —preguntó Chandler por último.
Nos destruirías. Ya tienes lo que ambicionabas. Vete.
Asintió hacia los invisibles alienígenas, situados en alguna parte del desierto que quedaba frente a él. El pensamiento de la colonia y sus moradores lo asaltó.
—De acuerdo, me iré.
Su cabeza latió fuertemente mientras se erguía. La mancha que fuera la colonia terrícola estaba ahora oculta por las sombras del atardecer, pero él sentía la presencia de mentes terrícolas en la distancia y se lanzó a través del desierto para ir en su busca, para reunirse con ellas y ofrecerles el don que había obtenido.
Mientras se aproximaba a la colonia, un vago sentimiento de intranquilidad comenzó a rondar su cabeza, creciendo lentamente hasta convertirse en una definida sensación de miedo. Por último la colonia quedó ante sus ojos y se dirigió hacia ella, preguntándose a quién encontraría primero.
Fue a Kennedy. El cano director sonrió saludándole con la mano nada más verlo. Chandler mantuvo sus poderes en guardia lo mejor que pudo, esperando el momento de dejarlos en libertad.
—Lo he estado buscando, Dane —dijo Kennedy—. Jeff Burkhart me contó que tuvo usted una especie de reyerta con él y me gustaría solucionarlo si puedo. No queremos cosas como ésa en este mundo… no queremos que haya peleas aquí, Dane.
Chandler mantuvo su mente bloqueada.
—He estado fuera —dijo, ignorando las palabras de Kennedy—. No sé qué me pasó.
Apartó las ligaduras y abrió su mente, abarcando a Kennedy y cuantas otras mentes pudiera alcanzar. Hubo un momento de lucidez y Chandler cayó al suelo retorciéndose de agonía.
—¿Qué le pasa? —Kennedy se le acercó para examinarlo. Chandler enterró su rostro contra el suelo y pasó los brazos sobre su cabeza para acallar los pensamientos que golpeaban su cerebro. Kennedy levantó a Chandler como si de un niño se tratara.
Chandler sondeó el fondo de la mente de Kennedy, dejando que su propia mente viera a través de las ventanas de los ojos del otro hasta su cerebro. Aulló, se soltó del socorro de Kennedy y echó a correr en dirección al desierto.
Cuando se hubo alejado lo suficiente de la colonia, se dejó caer sobre una duna e intentó concentrarse.
Adentrarse en la mente de Kennedy había sido como reptar a través de un nido de gusanos. En la superficie, Kennedy era un respetable miembro de la comunidad, un dirigente, un hombre honrado y correcto. Pero bajo la tapadera de la virtud yacía un sumidero de odios, miedos, recuerdos dolorosos, retorcidos sueños y proyectos malvados, que se agitaban hasta lo indecible como víboras prisioneras que pugnan por liberarse.
Y Kennedy era considerado un buen hombre.
Chandler se daba cuenta ahora de por qué Oran consideraba su vida insoportable, por qué los quironaicos que habían quedado salvos habíanse retirado al desierto. Fuera lo que fuese aquello que se arrastraba bajo la superficie de la mente terrícola, era algo que no podía contemplarse sin merma de la salud mental.
Chandler vio su destino con claridad: tendría que renunciar a todo lo humano.
Escucha, dijo una voz. El sentido intruso era tu más grande deseo. ¿Era agradable la mente de tu hermano?
—Dejadme ir con vosotros —rogó Chandler—. Vosotros me causasteis esto.
Tú aceptaste todas las responsabilidades. Afróntalas ahora.
Chandler cogió un puñado de arena y lo arrojó al aire.
—Me encuentro ahora peor que nunca. Ya no soy ni humano ni quironaico. Dejadme ir con vosotros.
Lo haríamos si fuéramos capaces, Chandler, replicaron los quironaicos. No somos vengativos. Pero nuestra seguridad debe prevalecer ante todo. Y tu mente es mortal para nosotros.
Chandler, de súbito corriendo, se dirigió hacia la ciudad oculta.
Detente.
—¡No!
Ahora que gozas del sentido intruso, tenemos sobre ti un poder que antes no teníamos. Te instamos a que no te nos acerques. Llevas una plaga en tu mente.
—No podéis pararme —exclamó Chandler con desafío—. No podéis bloquearme.
Podemos.
Un trueno mental lanzado por los quironaicos arrojó a Chandler de rodillas. En vano intentó sacudirse aquella tenaza. Forcejeando, cayó de bruces.
Tu mente permanece ahora abierta ante nosotros. Podemos penetrar en ella y eliminar el peligro de tu existencia.
—No —exclamó Chandler. Derrotado, probó a incorporarse, se frotó la frente y se puso a reptar lentamente sobre la arena. La masiva mente quironaica cedió gradualmente su presión hasta dejar a Chandler completamente solo.
Solo en el desierto, pensando. Los quironaicos se habían desconectado de él, bloqueándolo y dejándolo suelto. Ni podían ni querían tener nada con él.
¿Y los terrícolas?
Dejó que su mente se deslizara a través del desierto hacia la colina y, sintiendo sólo una mediana revulsión, aunque no el horror producido por un contacto más estrecho, examinó los pensamientos de los terrícolas tanto como podría hacerlo con un escorpión drogado. No, no podía regresar.
Vagó por el desierto, explorando la colonia con su mente y, a pesar de todo, forzando su poder para proyectarse a través de los kilómetros dentro de las mentes de cualesquiera otros. El vacío del desierto lo arrulló.
Sintió una voz mental nada familiar. Y otra. Dos más. Se adentró un poco más profundamente y vio que nuevos colonos aterrizaban. Chandler los examinó detenidamente. Granjeros, jóvenes esposas, todos con la enconada crueldad poblando el núcleo de sus mentes.
Chandler poseía el más grande poder que la mente humana conociera. Poder que, sin embargo, lo separaba para siempre del resto de los humanos. Furioso, dio algunas patadas a la arena.
Quizá, pensó, en algún lugar de Quirón haya una mente que él pudiera alcanzar, tocar y conocer sin experimentar el menor estremecimiento.
Tiene que haber una, pensó.
No. Ni siquiera una, fue replicado.
Pensaba que nunca más ibais a escucharme, dijo Chandler, que me habíais abandonado.
Tu pensamiento taladró nuestra barrera.
Una, dijo Chandler, tiene que haber alguien cuya mente pueda yo conocer.
Busca, pues, dijeron los quironaicos, desvaneciéndose.
—Viviré en el desierto —dijo Chandler en voz alta. Pensó en la Tierra y sus hormigueantes billones, y también en la soledad del espacio—. Una tras otra sondearé todas las mentes, explorando los pensamientos que hay bajo los pensamientos. Tiene que haber una mente. Si no ahora, más tarde. Pero la encontraré.
Extendió un rayo mental de prueba y penetró en la mente de Jeff Burkhart, contrayéndolo a continuación. Localizó la mente del granjero Hornaday y contrajo de nuevo su mente. No era ninguno de ellos.
Chandler achicó los ojos y vio una figura que se le aproximaba a través de las arenas del desierto. La figura le saludaba con la mano a medida que avanzaba.
Era Kennedy. Se dio la vuelta, ignorándolo, echando a andar hacia las profundidades del desierto para dar comienzo a su solitaria vigilia. Examinaba y desaprobaba, examinaba y se contraía, mirando y buscando a medida que se aproximaba al núcleo del desierto.
Cualquier día en cualquier lugar obtendría la respuesta. Lo sabía, como sabía también que estaba vivo.
Mientras tanto, Chandler permanecería solo… solo con su terrible poder.
Más solo que nunca anteriormente.