Era un día gris de nubes bajas y estables como la tierra. El golfo estaba liso, las aves se posaban encima. De vez en cuando, la superficie del agua se rompía y se desparramaba: las macarelas se cebaban debajo. La luz de neón del Ruth no estaba encendida. Fuera había algunos coches aparcados.
—¡Cuidado! ¡Ojo con la carrera! —gritó Bonney—. ¡Ah, mierda!
—Justo en el medio —dijo el camarero.
—Nos están matando. De acuerdo, dales el gol de campo.
—¿Qué son, treinta yardas?
Guardaron silencio mientras miraban los preparativos.
—¡Bloquea ahora! —gritó Bonney.
—Ahí va la patada… es… ¡nulo! ¡Nulo, fuera por la derecha! —dijo el comentarista. El público aullaba.
—¡Vale! —gritó Bonney.
El Ruth estaba en la carretera, a la salida de la población. Por la noche era un restaurante mexicano.
Las mamparas de la puerta dieron un golpe. Entró el hermano de Bonney.
—¡Eh! ¿Dónde te habías metido? —dijo Bonney—. Creía que ibas a ver el partido.
—Me quedé dormido. ¿Sabes lo que pasó? Una mujer me despertó esta mañana a las ocho.
—¿Una mujer?
—Sí, dijo que lo sentía mucho. Se dio cuenta de que estaba dormido. Le pregunté quién era. ¿Y sabes lo que dijo? «Soy tu madre», dijo. Le dije: «Señora, mi madre murió hace tres años».
—¿Quién era?
—¡Y yo qué sé! ¿Cómo va la puntuación?
—Veinte a tres.
—¿A favor de quién?
—De Dallas.
—¡Me ha matado! ¿Qué tiempo?
—El tercer cuarto —mintió Bonney—. Te has perdido casi todo el partido.
—¿El tercer cuarto? ¿Ya? —Dale Bonney sacó un taburete y se sentó. Era más joven que su hermano, todavía no había cumplido los treinta. No se le parecía, era más bajo, le quedaba muy poco pelo. Eran dos hermanos inseparables—. Dame una cerveza —dijo—. ¿Has apostado algo?
—¿Y tú?
Dale asintió.
—¿Cuántos puntos sacaste?
—Seis.
—¿Seis? Olvídalo —dijo Ken Bonney.
El equipo azul avanzaba. Uno de los defensas se había adelantado trece yardas.
—¿Quién era ése? ¿Era Hearn? —dijo Ken—. ¿Era él?
—Creo que sí —dijo el camarero—. No, era Brockman.
—Brocklin.
—¿De verdad están en el tercer cuarto?
Hubo otra carrera y un fumble…
—¡Oh, por el amor de Dios! —gritó Ken. El corredor se hizo daño, estaba tumbado boca arriba—. ¡Ése es Hearn! —exclamó, como si lo hubiera sospechado—. ¡Sacadlo de ahí! ¡Hearn, estás acabado! ¡Poned a otro más joven! —Estaban llevándose al jugador del campo lentamente. Ken se alejó de la barra. Hizo un gesto de impotencia al único cliente, que estaba sentado a una de las mesas.
—¿Apostaría por un equipo como ése? —preguntó.
El hombre levantó la mirada.
—¿Por cuál de los dos? —dijo.
—¡Hearn! ¿En qué están pensando? ¡Quieren perder!
Hubo una pausa.
—Adelante —dijo el hombre.
—Me rindo, ya está.
—Entiende mucho de eso, ¿eh? Había en su voz un matiz tranquilo, casi indiferente.
Una débil advertencia, un destello de peligro alcanzó a Bonney. Se alejó. Se oyó un portazo. Entró una mujer en pantalones sueltos de crepé y tacones.
—Hola, Paula —dijo.
—Hola, Ken. —Se sentó con el hombre de la mesa—. Siento llegar tarde —le dijo.
—¿Qué tal está Fraser? —preguntó Ken desde la barra.
—Bien. Está en Atlanta.
—¿Qué hace allí?
—Vive allí —dijo ella. Después, a su compañero de mesa—. ¿Llevas mucho tiempo aquí?
—Cuarenta y dos minutos.
—¡Dios! ¡Cuánta exactitud! ¿Quién juega? —preguntó.
—No sé. Dallas contra alguien —dijo.
Paula Gerard era maestra. Estaba divorciada. Reconocía que, en realidad, no había llegado a casarse, sólo había adoptado el título. Tenía el cabello oscuro y la sonrisa pronta y despreocupada. Siempre parecía un poco desaliñada, quizá se debiera a la ropa. Contaba anécdotas escandalosas, sobre todo cuando bebía. Juraba que eran ciertas.
Hacía casi un año que se había divorciado. Fraser era un hombre de negocios. Nunca trabajaba de verdad. Jugaba al tenis, bebía y se gastaba el dinero de su familia. Ella decía que en el fondo era muy divertido. En una ocasión fueron a Londres y en la tarjeta de inmigración, en la casilla de «Sexo», escribió: «Sí, mucho». Pero era débil y se había echado a perder. Lo había soportado unos cuantos años y, según decía, había hecho cosas que jamás se habría imaginado.
Bonney los vio marchar en el coche.
—¿Quién era ése?
—Un tío, no sé cómo se llama. Hace una temporada que sale con él.
—¿Está un poco zumbado?
—Puede —replicó el camarero.
La tarde concluía. En el oeste, en el silencio ominoso que rodea los estadios, se jugaba el último cuarto.
Iban en el coche por la orilla del mar, que estaba metálico, liso. Los anuncios de los moteles y restaurantes de la carretera estaban encendidos. Él parecía malhumorado… Lo parecía con frecuencia. Ella solía achacarlo al hecho de que trabajaba solo; se encargaba de un solar de desguace en Pensacola, cerca de la bahía. Llevaban allí un coche prácticamente doblado en dos, con las puertas atascadas y los asientos refulgentes de cristales rotos.
—Hay que ser un borracho para sobrevivir aquí —decía el conductor de la grúa.
Le gustaba la soledad, el sol. Desde el otro lado de la valla llegaba un leve ruido de tráfico. Dentro, entre polvo y silencio, las abolladas partes delanteras se ordenaban en filas, sin faros, sin ruedas. Había óxido por todas partes y arañas tejiendo debajo de los salpicaderos. A un lado, como una unidad Panzer condenada, se alineaban los Volkswagen, las partes traseras cuadradas, los sedán, la mayoría sobre los ejes de atrás, con el morro levantado como bestias moribundas. En las ventanillas se veían adhesivos de «Texas, Georgia», «Turista México».
Tenía un piso pequeño, dos habitaciones y cocina, ordenado y un tanto desprovisto. Había una mesa de madera con un estante de libros encima, una hamaca, un sofá de mimbre. El sol entraba por las ventanas por la mañana y se derramaba sobre el suelo vacío. Tenía pocos amigos. Los fines de semana dormía hasta tarde. Nunca había allí un periódico, ni una revista siquiera. Se recuperaba de una dolencia, una enfermedad, una herida. No tenía planes. A veces hablaba de comprar una barca y, una noche, inesperadamente, habló de Francia.
—¿Has estado en Francia?
—Viví allí —dijo.
—No lo sabía. ¿Cuándo fue?
—Pues, hace algún tiempo —dijo. Nada más.
A veces lo sorprendía tumbado en la hamaca a altas horas de la noche, descalzo, con el televisor encendido y los brazos cruzados sobre la cabeza como tapándose de la luz.
Ella se dispuso a preparar la cena. Era casi de noche y había empezado a llover. De vez en cuando aparecía en el umbral de la cocina, al pasar de un lado a otro. Era larguirucha, toda brazos y piernas. La habitación fue quedándose a oscuras poco a poco, y el pasillo, más y más luminoso. Se oía ruido de mezclar ingredientes, de grifos abiertos. La puerta de la nevera se abría y se cerraba. Entró en la habitación con una rebanada de pan con mantequilla y una lata de cerveza. Se sentó a su lado. El viento soplaba ahora, la lluvia escupía en la ventana.
—¿Tienes hambre?
—No mucha.
—Entonces, ¿por qué no esperamos? —dijo ella. Se miró las rodillas. Llevaba el pelo suelto. Se lo recogió despreocupadamente con la mano—. Tuve carta de Fraser —dijo.
—¿Ah, sí?
—Desde Atlanta. Dice que está dejando la bebida. Incluso tiene trabajo. —La lluvia racheada golpeaba la casa—. Quiere que vuelva —dijo.
Hubo un silencio.
—Creía que habíais terminado del todo.
Ella se encogió de hombros.
—¿Quieres ir?
No contestó. Al cabo de un momento él volvió la vista a otro lado como si la hubiera olvidado, como si estuviera pensando en otra cosa. Siempre había largas esperas con él, como descensos.
—¿Por qué me lo cuentas? —preguntó por fin.
—¿No quieres saberlo?
No dijo nada. Explicarlo sería tomarse muchas molestias. No quería vivir otra vez nada que hubiera vivido ya. No quería que todo se repitiera.
—Llueve en serio. Parece una tormenta —dijo él. Las palabras, las frases, salían a borbotones, con torpeza. Parecía que no pudiese soltarlas—. ¿Quieres que te diga yo lo que tienes que hacer? No vuelvas —dijo.
—¿Por qué no?
—Aquello se acabó. Desde el momento en que se acaba, se acaba.
—No siempre —dijo ella.
—Bien, a lo mejor tienes razón —dijo él—. Supongo que no hay reglas.
—La verdad es que no sé lo que quieres —dijo ella—. Ésa es la cuestión.
—No creo que la cuestión sea ésa.
—No lo sé, la verdad.
—Dices que no lo sabes, pero lo sabes. Lo sabes perfectamente. Soy un bicho raro —dijo él con calma—, como todos los demás.
Hubo un silencio. Él estaba allí sentado.
—¿Sabes? Tengo treinta y cuatro años —dijo ella.
—¿Ah, sí?
—Sí.
—Creía que tenías treinta y dos.
—No, tengo treinta y cuatro. Me pareció que tenías que saberlo.
—No es tan malo.
—Quiero poder confiar en alguien —dijo ella. No lo miraba a él sino al suelo—. Quiero sentir algo. Pero contigo es como si todo se perdiera en el aire.
—En el aire.
—Sí.
—Bien, lo que tienes que hacer es aguantar —dijo él—. Y no asustarte.
—Estoy asustada.
—Aguanta.
—¿Y ya está?
—No puedo decirte nada más que eso. No sería verdad.
—Aguantar… —dijo ella.
—Eso es.
Él lo ve allí en la oscuridad, no es una visión ni una señal, sino un auténtico refugio, si logra alcanzarlo. En la habitación iluminada hay personas, las ve con claridad, a veces se sientan juntas, a veces se mueven, un hombre y una mujer al otro lado de la ventana, en la oscuridad, la lluvia de Florida.