37

—¡Louise!

—Sí —dijo una voz adormilada—, ¿quién es?

—¿No lo sabes?

Hubo una pausa.

—¿Rand? ¿Eres tú? —dijo—. ¿Dónde estás?

—Veo que no se te ha olvidado mi voz, a pesar de todo. —¿Qué hora es?

—Sobre las siete y media.

—Siempre fuiste madrugador. ¿Dónde estás? ¿Estás en la ciudad?

—No.

—¿Dónde?

—Pues aquí en el norte. ¿Qué tal tú?

—Bastante bien, ¿y tú?

—¿Cómo está Lane?

—Te lo cuento cuando te vea. Ha tenido problemas.

—¿Qué clase de problemas?

—Prefiero no contártelo por teléfono.

—Mala suerte. ¿Está ahí?

—Ha pasado la noche en casa de un amigo. ¿En qué parte del norte?

Rand miró alrededor.

—Pues no sé —dijo—. Estoy en una gasolinera.

—¿Cuándo volviste?

—Hace unos días.

—Bueno, pues ven aquí.

—Iré —dijo—. Me gustaría estar ahí en este momento.

—¿Pues por qué no estás?

—Tenía que hacer unas cosas. —Había querido hablar con ella, pero en ese momento no le apetecía. En realidad no tenía nada que decir—. ¿Sabes aquellas cajas mías?

—Sí. ¿Qué pasa con ellas?

—En una hay una buena caña de pescar.

—¿Una caña de pescar?

—A lo mejor a Lane le gusta.

—¿Te encuentras bien? —le preguntó—. Te noto un poco raro.

—¿Ah, sí? No, estoy bien.

—Recibí tu carta —dijo.

En la carretera, más allá, había un puente sobre un riachuelo. Bajó por el terraplén y se lavó la cara. El sol salía por detrás de las montañas. En el agua había latas vacías de cerveza.

Conducía con perezosa satisfacción, los pensamientos iban y venían. El campo invencible pasaba flotando. Veía las cosas con una lentitud fantástica, caras en los parabrisas, nombres de pueblos. Pensó en su padre, cuando iban de caza, de pequeño. Tenían una vieja arma del veinte y un puñado de cartuchos. El viento barría los campos. A lo lejos se veían enormes rebaños en movimiento, rumbo al sur. No tenían reclamo. Un hombre se les acercó y les dijo que así jamás cazarían un ganso. Tampoco tenían licencia.

En la carretera parece que pase una vida entera. El sol cambia de una ventanilla a otra, las casas, las ciudades, las granjas aparecen y desaparecen. En un campo cerca de Shandon vio un potro muerto y la yegua al lado, inmóvil, levemente inclinada. El potro parecía haber encogido, como si estuviera fundiéndose con la tierra.

Se acordó del día en que salieron de Indiana en el coche con una bolsa de huevos duros y nada más. El perro no comía huevos, no tenían dinero para comida. Aparcaron al lado de un río en Utah, de noche. Se levantaron nubes de mosquitos. La corriente pasaba de largo, verde y plata. En Elko, subieron por una carretera llena de baches hasta una residencia canina que estaba cerca del —jamás olvidaría ese nombre— Motel Marvin.

—Volveremos a buscarlo dentro de un par de días —le dijo su padre al hombre.

El perro se quedó sentado tras la alambrada enseñando el pecho blanco, mirándolos marchar.

Pensó en Cabot. La montaña estaba nevada cuando descendían. Bajaron la cresta en rappel. Hacía frío, sobre todo más abajo, cuando pasaron por las cascadas. Cabot era fuerte, más fuerte que él, entonces. Hicieron el descenso tan rápido como pudieron, era más arriesgado que el ascenso.

Cerca de Volta giró al este y cruzó el valle. Ya era tarde. Se dijo que él no era un soldado novato. Las manos que llevaban el volante eran manos de veterano. Su corazón era un corazón leal. La duración de las cosas viene determinada por una ley oculta. Entender ese hecho y aceptarlo es adquirir la sabiduría de los animales. Él era un veterano, un jefe, pero su rebaño se había desperdigado, había desaparecido. Atrás quedaba una California a la que los emigrantes acudían a descansar en oleadas sucesivas. Adquirían casas, trabajaban, abrían tiendas. Atrás iban quedando refinerías, suburbios, botellas vacías en las calles. Delante, el último refugio.

No había nadie en la carretera, parecía que se lo bebiera, que lo guiara hacia delante. El sol del atardecer inundaba la tierra. Destellaba en el retrovisor como un disparo. Había un caballo blanco en los campos, solo, sin cielo, sin tierra, como estampado.

En el espejo, se vio más allá de la vida en la que él era el más puro ejemplar, el que nunca se echaría a perder. De pronto se vio excesivamente viejo, con una cara de la que en otra época se habría burlado. Ahora se encaraba al invierno, sin abrigo, sin un lugar donde posarse.

Por la noche llegó a una población, Lakeville. Aceras sucias, casas de madera, patios llenos de leña. Las luces del supermercado estaban encendidas. En una colina había una iglesia abandonada. Árboles enormes. Aire silencioso, fresco. Cerca de las afueras había un almacén de chapa de zinc. Unos niños jugaban al softball, cerca del aparcamiento de caravanas. Se sentó allí, en el armazón de un motor. La noche estaba serena y plateada. Tenía intención de ir más lejos pero no pudo. Algo había salido mal. Estaba al borde de las lágrimas.

Había ido tan lejos y había escalado tanto como había podido. No podía ir más allá. Sabía lo que le pasaba, empezaban a temblarle las rodillas, se estaba soltando. En ese momento no quería resbalarse, se aferraba todavía con desesperación a una presa, preferiría saltar de golpe limpiamente, caer como un santo, con los brazos extendidos a los lados, mirando al cielo.

Pensó en morir. Lo deseaba. El mundo se le había deshecho. Quería tenerlo todo, todos los animales, insectos, caracoles del sendero del jardín, chicas con los hombros bronceados, aviones brillando en el aire… todo, silenciar todo clamor y recobrar por fin la armonía que esperaba disfrutar por derecho. No le daba miedo morir, eso no existía, sólo existía el cambio de forma, entrar en la leyenda de la que ya era parte.

Pasó toda la noche tumbado en el suelo boca abajo, exhausto. Por la mañana temprano se dirigió al norte. Iba a las montañas, a las sierras.

Circulaban muchas historias. Un alpinista solitario fue visto en las alturas de Half Dome o acampando solo en las silenciosas praderas, por encima de Yosemite. Lo vieron un verano en Baja California y otra vez en Tahquitz. Durante varios años, hubo un hombre que se le parecía en Morrison, Colorado: alto, esquivo, que vivía en una cabaña a pocas millas de la población. Pero al cabo de un tiempo, también aquél se marchó a otra parte.

Cabot siempre esperaba una postal o una carta. Tardaría en llegar, lo sabía, pero al final tendría noticias. Creyó durante mucho tiempo que Rand volvería a aparecer como fuera. A medida que pasaban los años la certidumbre menguaba.

A pesar de todo, hablaban de él, que era lo que siempre había querido. Los hechos mismos se superan, pero el personaje singular pervive. Finalmente llegó el día en que comprendieron que jamás sabrían nada con certeza. Rand lo había logrado aunque no supieran cómo. Había encontrado el gran río. Se había ido.