Carol había salido esa noche. La casa estaba en silencio, era la oportunidad que Rand esperaba. Entró despreocupadamente en la habitación y se sentó.
—Evelyn estuvo aquí hace un rato. Te la perdiste —dijo Cabot. Estaba viendo las noticias de la noche, como siempre, con un vaso en la mano.
—¿Qué tenía que decirte?
—Bah, asuntos legales. Quería hablar de ti. Le interesas mucho.
Rand se había levantado y se estaba sirviendo un trago.
—Seguramente no te sorprende —dijo Cabot.
—No.
—No sé qué le habrás contado. Algo sobre la escalada…
—Más de la cuenta —comentó Rand.
—De todos modos, la dejaste de una pieza.
Era un momento tranquilo. Un murciélago volaba temerariamente en la oscuridad por encima de los pinos, cambiando de dirección como un pájaro que acaba de recibir un tiro.
—Me propuse asombrarla —reconoció Rand—, así que le conté la verdad.
—¿Por ejemplo?
—Le dije que llevaba quince años escalando. Casi todo ese tiempo, por lo menos diez años, la escalada fue lo más importante de mi vida, lo único. Sacrifiqué todo lo demás. ¿Sabes qué es lo único que he aprendido sobre la escalada? ¿Lo único, único?
—¿Qué?
—Que no tiene la menor importancia, en absoluto.
—¿Eso es lo que le dijiste?
—En absoluto —dijo él.
—¿Qué la tiene?
—Lo sabes tan bien como yo: la verdadera lucha viene después.
A veces, mientras hablaban, daba la sensación de que estuvieran allí sin más, por casualidad: Cabot se había sentado en una silla de ruedas sólo porque la silla estaba allí. Parecía que pudiera ponerse de pie en cualquier momento, desembarazarse de la incapacidad como quien se quita una manta. A veces, era como si estuviera a punto de levantarse, pero entonces, como si oyera una alarma, no se levantaba. Rand se fijó en ese detalle. Era difícil saber qué lo retenía, una razón oculta, quizá. La verdad se encontraba oculta bajo la superficie.
Caía la noche californiana, la oscuridad del océano. Había pasado otro día. Dio un sorbo y reflexionó en silencio.
—Nos ha pasado algo, Jack.
—¿Ah, sí? No me había dado cuenta.
—A mí también me ha pasado. Te voy a decir una cosa que seguro que me negarás.
—¿Qué?
—Te están traicionando.
—Ah, ya.
—De verdad.
—«Nunca somos traicionados sino por nosotros mismos…» —citó Cabot.
—Eso es sólo la mitad. ¿Quieres saber el resto?
Hubo un silencio. Cabot esperó.
—Los que dicen que te están ayudando, Carol, Evelyn, los médicos, quieren mantenerte en esa silla.
—Anda, sírvete otro trago.
—Lo digo en serio. —Se calló un momento—. Sabes que siempre he creído en ti, desde el principio.
—¿Y?
—En tu fuerza, la fuerza de tu deseo. En tu voluntad de ganar.
Cabot replicó con un gesto impreciso.
—Sigo creyendo en ti.
—¿Dónde quieres ir a parar?
—Te has rendido. Sin embargo, he visto que empezabas a ponerte de pie sin darte cuenta.
—Es un acto reflejo.
—Sé que puedes hacerlo —dijo Rand.
Cabot impulsó la silla hacia la mesa cercana a la puerta para encender la luz.
—Sé que puedes ponerte de pie, pero no vas a hacerlo. Te has rendido. —Hablaba a Cabot desde atrás—. Y si te rindes, ¿dónde me dejas a mí?
—¿A ti?
Rand esperó.
—No sé —admitió Cabot. Se estaba llenando el vaso—. Sé dónde me quedo yo. No me dejo llevar por la histeria ni por una necesidad destructiva. Sé que tú lo crees así, pero los problemas físicos existen de verdad. No hay acto de fe que ayude a superarlos. Ahí tienes la muerte, por ejemplo. ¿Crees en la muerte?
—No sé.
—Pues yo sí.
—Pero no estás muerto.
—No.
Rand hablaba con entrega, con una seriedad que ni la indiferencia ni la bebida vencerían. Quería sacar a la luz, por fuerza, la verdad o cualquier forma de verdad; difícil, porque la verdad se resistía y podía cambiar de apariencia. Una cosa eran las alturas de los Alpes y otra, una casa en Montecito, con las luces encendidas por la noche y Cabot sentado encima de un cojín de goma, en una brillante silla cromada, con una parte del cuerpo retorcida, una parte crucial que era intocable.
—Siempre ibas por delante de mí —dijo Rand—. Nunca habría ido a Europa de no haber sido por ti.
—Quién sabe.
—¿Te acuerdas de las noches de acampada al pie del Dru?
—… Lloviendo sin parar.
—Todo eso me lo diste tú. A ti te debo las cosas más importantes que he hecho en la vida.
Cabot no sabía qué decir.
—Es curioso, ¿verdad? —fue lo único que se le ocurrió.
—Ahora sólo tienes que hacer una cosa más…
—Eres como una tía mía, ¿sabes? Dice que sólo tengo que rezar, que si rezo lo suficiente, quién sabe lo que podrá ocurrir. No para de decirme lo mismo, nunca dejará de creerlo. Es una mujer agradable, siempre le he tenido afecto, pero no es médico. «Dios es médico». «Ya lo sé, tiíta, pero escúchame, ni siquiera Dios podría hacerme andar». Lo he intentado. Lo he intentado de verdad. —Miró a Rand abiertamente. El orgullo no le permitía implorar, pero estaba pidiendo comprensión—. Créeme —le dijo.
—He hablado con tu médico.
—¿Ah, sí?
—Me dijo una cosa que no logro entender, que físicamente no te pasa nada. Hay algo que te obliga a seguir en la silla.
En la confusión de la bebida, Cabot estaba oyendo cosas que sabía que no eran ciertas. Era como si flotasen demencialmente desafiándolo a refutarlas.
—De acuerdo, hay algo que me obliga a seguir en la silla —dijo con cautela.
—¿Qué es?
—No lo sé.
—¿Has perdido el valor? ¿Cómo yo? —dijo Rand.
—No creo.
—¿Puedes demostrármelo? —dijo Rand. Se sirvió medio vaso como un adversario dispuesto a pasar la noche y, al mismo tiempo, levantó la mano de entre las piernas. En la mano, fría y pesada, tenía una pistola.
Cabot se quedó mirándola.
—Es mía —puntualizó.
—Hay una bala cargada. No hace falta que vayas más lejos que yo.
Que girase un coche hacia el sendero de entrada, que la señora Dabney llamase a la puerta de atrás, que sonara el teléfono… Cabot esperaba un aviso de vuelta a la realidad.
—Si pierdes el valor, lo pierdes todo. Después ya nada importa. —Rand bebió—. Empiezo yo.
Súbitamente, Cabot fue a coger la pistola.
—No —dijo Rand, y la apartó. La ladeó e hizo girar el tambor—. El guía nunca cae.
Cabot se quedó mirando cómo se llevaba la boca del cañón a la sien casi con descuido y apretaba el gatillo. Se oyó un clic vacío.
—Te toca.
—No.
Rand no dijo nada.
—No puedo —dijo Cabot.
—Toma un trago.
—Ya he bebido bastante.
—Ya estás muerto —dijo Rand.
—No del todo.
—Yo estaba contigo. Nos quedamos atrapados allá arriba. Los rayos barrían la cima. No pensarás recular ahora, ¿verdad?
—No he bebido tanto.
—Adelante —ordenó Rand.
Cabot miró la pistola sin pestañear. Era intensamente oscura. Irradiaba poder. La tomó. Se la llevó a la cabeza. Apretó el gatillo despacio. Clic. El percutor cayó en una recámara vacía. Una felicidad repentina, la gloria casi, lo embargó. Rand cogió la pistola.
—Ascendemos —dijo. Se apuntó a la cabeza otra vez. Otro clic—. Vamos, sube.
La bala tenía que estar en una de las recámaras restantes. La pistola llegó a manos de Cabot como un naipe en una partida de póquer, apenas la miró. Miraba a Rand fijamente. Tuvo una sensación de mareo cuando la boca del cañón, contundente y pesada, lo tocó cerca del ojo, un ojo, pensó con torpeza, que ni siquiera tendría tiempo de parpadear. Así iba a terminar todo. Se resistió, procuró no creerlo aun sabiendo que era verdad. El final… que era imposible, que no llegaría jamás. Se le humedeció la cara. El corazón le latía desbocadamente. Su semblante reflejaba calma absoluta. Apretó el gatillo.
Clic.
—Bueno, ya estamos cerca —dijo Rand.
—Basta.
Rand agarró el tambor.
—Hemos llegado hasta aquí. —Le ardían los ojos, estaba intensamente concentrado—. Uno más.
Levantó la pistola. Cabot avanzó para detenerlo. Un vaso se cayó y se estrelló contra el suelo. Casi a continuación, disimulado, cayó el percutor.
Silencio. Cabot cogió la pistola.
—Se acabó —dijo.
—No.
Se miraron fijamente.
—No puedo.
—Uno más.
Cerró los ojos. La habitación daba vueltas.
—Tienes que hacerlo —oyó.
Las luces del mundo se apagarían, la noche lo devoraría, se quedaría en paz. Tan cerca estaba. Los pensamientos pasaban a chorro, atropellándose. Cabot se aferraba al último momento.
—Aprieta.
Empezó a apretar.
—¡Aprieta!
El dedo se tensó.
—¡Aprieta! —insistió Rand.
El percutor cayó. Un clic.
Casi no sabía lo que pasaba. Rand se le había tirado a los pies.
—¡Lo has hecho! —gritaba—. ¡Lo has hecho! ¡Ahora levántate! ¡Levántate! —De repente se calmó—. Puedes hacerlo —le rogó—. ¡Puedes levantarte! ¡Levántate!
Empezó a zarandear la silla. A Cabot se le meneaba la cabeza. Parecían estudiantes borrachos destrozando muebles. La fe inundaba la habitación.
—¡Levántate! ¡Levántate!
Al otro lado del estrecho sendero que separaba las dos casas, la señora Dabney estaba sentada con su marido, vestido con albornoz, oyendo los gritos.
Una fuerza violenta empujaba la silla, la inclinaba, tiró a Cabot al suelo, donde se quedó sentado de cualquier manera, con las piernas dobladas de una forma curiosa, y empezó a reírse.
—¡Ven aquí!
Cabot se reía.
—¡Ven aquí! Jack, lo has hecho. ¡Puedes andar!
Cabot trataba de recuperar la respiración. La habitación daba vueltas.
—¡Joder! —rogaba inútilmente—, por favor. —Tardó un momento en darse cuenta de que estaba solo.
—¡Vern!
No oyó nada. Siguió llamándolo al tiempo que se arrastraba hacia la puerta.
—¡Vern!
No había nadie en el pasillo. Se oyó un leve ruido en la habitación de atrás. Aunque nunca lo hubiera oído hasta entonces, era inconfundible, el ruido de cargar cartuchos.
—¡Vern! —llamó.
Rand salió con la mano a un lado, poseído por una extraña calma.
—Ahora funciona —dijo.
La mirada de Cabot cayó un segundo sobre la pistola.
—Mírate. La silla está de lado, tú estás sentado aquí. Ni siquiera puedes levantarte.
—Puedo levantarme —dijo Cabot.
—Eres inútil. Los dos somos inútiles —dijo—. La única pregunta es quién dispara a quién.
Parecía desalentado por completo. Cabot sintió una súbita y honda compasión por él… no sabía por qué le resultaba tan abrumadora.
—Jack… —oyó.
—¿Sí?
Levantó la mirada. La pistola estaba en alto.
—Voy a contar hasta diez. Si no te pones de pie y vienes aquí, aprieto el gatillo, lo juro por Dios. Porque no eres paralítico. Lo sé.
—Sé lo que te propones.
—Uno.
—No sabía que no estaba cargada —dijo—. Tú no arriesgabas nada, pero yo sí.
—Dos.
—¡Ah, mierda! —dijo Cabot renunciando al forcejeo. Volvió la cabeza sin mirar siquiera. Ya había tenido suficiente.
—Tres.
Cabot esperó estoicamente.
—Cuatro. —Rand sujetaba la pistola con las dos manos, sin titubeos.
—¡No puedo andar! —dijo Cabot con rabia.
—Cinco.
—¡Dios! Ni siquiera puedo mear.
—Seis.
—Adelante, dispara —dijo.
—Siete. Ponte de pie, Jack. Por favor.
Cabot alzó la mirada. Como si hubiera sido idea suya, puso las manos en el suelo e intentó levantarse.
—Ocho. Ponte de pie.
Con la fuerza del tronco, que era considerable, lo intentaba —como un animal arrastrando los cuartos traseros por el camino—, se esforzaba por ponerse en pie como fuera. Se le humedeció la cara. Las venas le sobresalían en la frente.
—Nueve.
No lo oyó. Todo su ser se concentraba en el esfuerzo.
—Diez —dijo Rand.
Una detonación ensordecedora. Cabot se derrumbó. Otra, el ruido fue inmenso en la estrechez del pasillo. El segundo disparo, como el primero, hizo un agujero en la pared detrás de la cabeza de Cabot. Estaba tumbado, la mejilla aplastada contra el suelo. Rand disparó de nuevo. Una vez más.
Carol llegó a casa hacia medianoche. Había estado en casa de un amigo. Encontró a su marido en el sofá, con la camisa sucia, el pelo revuelto. La silla de ruedas, vacía.
—¿Qué pasa? ¿Qué ha ocurrido?
Estaba viendo la televisión. La habitación se encontraba en completo desorden.
—Nada —dijo—. Todo ha terminado. Creía que volvías a casa a las once.
—Perdí la noción del tiempo. ¿Qué has hecho?
—Nada, en realidad. Rand pegó unos tiros.
—¿Tiros?
—La señora Dabney se puso nerviosa y llamó a la policía. —¿A qué disparaba? ¿Dónde está?
—Se ha ido —dijo Cabot—. Supongo que volverá. Se ha llevado el coche.
En ese momento vio las señales de las balas.
—¡Dios mío! —dijo—. ¿Qué es eso?
—Agujeros —dijo él.