La pálida tarde se demoraba sobre el mar. Se diría que California estaba más poblada aún, que había más gente, más coches. La hilera de casas se extendía a lo lejos por la costa. Negocios nuevos, señales nuevas. Al mismo tiempo lo reconocía todo. No había cambiado. Cerca de Trancas, un coche redujo la marcha para recogerlo. El conductor era un hombre robusto con un traje arrugado. Venía directamente de la ciudad de México, dijo, se dirigía a Seattle. Sólo se había parado a repostar.
—¿Adónde vas? —preguntó.
—A Santa Bárbara.
—Tenías que haber tomado la local. ¿Cómo te llamas?
—Rand.
—Llámame Tigre —dijo. Se estaba quedando calvo, se peinaba el escaso y largo cabello que le quedaba cruzándoselo por encima de la calva. No se había afeitado—. ¿Has estado alguna vez en México?
—Sí.
—Yo voy cada dos por tres. Uno se lo puede pasar muy bien allí. Antes se podía ir a ver campeonatos de boxeo por cinco dólares, pero eso era hace veinte años. Las cosas han cambiado. ¿Cuándo fue la última vez que estuviste allí?
—Hace un tiempo que no voy. He estado en Francia.
—¿De verdad? —dijo—. ¿Dónde estuviste, en París? Yo he estado en París. Antes iba mucho. ¿Piensas volver?
—Es posible. No sé.
—¿Quieres una buena dirección?
—De acuerdo.
Le echó una mirada.
—Quiero decir, buena de verdad.
—Claro —dijo Rand.
—¡El Louvre! —dijo. Rompió a reír y se llevó la mano al bolsillo—. ¿Fumas puros? Toma. Oye, ¿por qué no te vienes conmigo a Seattle? ¿Has estado allí alguna vez? Apuesto a que no. Un sitio estupendo. Vivo allí. Vamos. Mi mujer nos preparará una cena tremenda. Se llama Galena, ¿qué te parece? Es rusa. Es una diosa, una auténtica diosa. Existe una expresión para las mujeres como ella. ¿Sabes cuál es?
—No.
—Una fiera. ¿Te gusta? Eso es lo que es.
Dejó a Rand en la autopista en Santa Bárbara.
—Nos vemos —dijo. Salió a toda velocidad.
Hacía un día cálido. El horizonte del mar brillaba. Los pájaros cantaban mientras subía la cuesta.
La casa era victoriana, blanca, o al menos tenía influencias de la época. Era baja, de un solo piso, y estaba retirada de la calle.
Llamó al timbre. Se oyeron unos pasos, una pausa, y Carol abrió la puerta. Estaba en blusa y pantalones. Tenía la cara limpia, como si se acabara de levantar o de lavar.
—¡Rand! —exclamó. Lo abrazó—. ¡Cuánto me alegro de verte! Qué buena pinta tienes. ¿Acabas de llegar?
—Esta mañana —dijo—. ¿Qué tal estás?
—No estoy mal. De verdad. Hemos tenido un tiempo estupendo. Vamos, entra.
La siguió al recibidor.
—Bonita casa.
—Es muy bonita. Espera a ver el jardín. Deja las cosas aquí. Vamos atrás.
Cruzaron la cocina y Carol abrió la mosquitera de la puerta de atrás. Había un porche y dos escalones de madera.
—Querido —dijo—, mira quién ha venido.
Había un hombre sentado a una mesa de cristal a la sombra de los árboles. Volvió la cabeza. Llevaba una camisa deportiva azul con dibujos de bambú y manga corta. Tenía los brazos fuertes. Levantó uno.
—¡Hola, canalla! —dijo. Era Cabot. Estaba sentado en una silla de ruedas. Dio la vuelta a la silla y tendió la mano—. Ya era hora de que te dejaras caer.
—Siempre serás el mismo, Jack. ¿Cómo te ha ido? —preguntó Rand.
—Menuda pregunta.
—Tienes buen aspecto.
—¡Ah, no te preocupes por todo esto! —dijo Cabot—. Te acostumbrarás. ¿Cuándo llegaste? ¿Cuánto puedes quedarte? Tenemos una habitación para ti, ¿te la ha enseñado Carol?
—Todavía no —dijo ella.
—Es la mejor habitación de la casa. Es la habitación en la que me voy a morir. Vamos —empezó a mover la silla— sígame, como suele decirse.
Estaba paralizado de la cintura para abajo, con las piernas enfundadas en el paño fláccido de unos pantalones de tullido. Había estado a punto de matarse en la caída; pasó una semana en coma. Al principio pensaban que no se recuperaría, y sólo se recuperó a medias. Estuvo en cama muchos días, mientras le hacían pruebas y lo trataban. Entretanto, realizaba en secreto un esfuerzo crucial, por su propia cuenta; intentaba por todos los medios —incluso por la fuerza del deseo—, hacer algún movimiento con los dedos de los pies. Casi los veía moverse, pero jamás se movieron.
Empezaba de nuevo y seguía hasta el agotamiento, se quedaba tumbado en silencio un rato y empezaba otra vez. No le dolía nada, no sentía nada, nada en absoluto. Como si las piernas fueran de otro.
—Se partió la columna —explicó Carol después—. Los nervios no se regeneran. Seguro que ya lo sabías. Pueden arreglar prácticamente cualquier nervio, pero ése no.
—No puede ser.
—El médico dice que es como si le hubieran cortado el cable a un transatlántico. Es imposible volver a conectar los miles de cabos diminutos que quedan sueltos.
—¿Y ya está?
—Por desgracia, sí. Jamás se levantará de la silla.
—¿Le afecta a algo más? ¿Algún órgano interno?
—Todo, de la cintura para abajo —dijo ella.
Fuera, los pájaros cantaban en pleno calor de la tarde. El sonido parecía tapar la casa. Rand estaba amodorrado. Mirando las montañas lejanas cubiertas de neblina, tuvo la sensación de estar en un hospital, él también, de tener una enfermedad que todavía no le habían revelado.
Por la tarde, el abogado de Cabot se dejó caer por allí. Era abogada, no mayor que Rand, agresiva, segura de sí misma. Se llamaba Evelyn Kern.
—Encantada de conocerte —dijo—. He oído hablar mucho de ti.
Estaban presentando una demanda contra la compañía aseguradora. La prima por el accidente se quedaba corta.
—Tenemos que sacarles lo suficiente para la manutención —dijo—, por no hablar de los gastos médicos.
Todo resultó fácil y natural. Se sentaron a beber. Hablaron del pasado.
—Tengo entendido que intentaste hacer el Walker —dijo Cabot.
—No pasó de ahí… un intento.
—¿Qué ocurrió?
Rand se encogió de hombros.
—Tienes el vaso vacío. Carol, ponle un trago, ¿quieres? ¿Hasta qué altura llegaste?
—Podría haber llegado más arriba.
—Mucho más arriba, como se decía.
—¿Qué es el Walker? —preguntó Evelyn.
—Está en las Grandes Jorasses, una cresta que sube en vertical.
—Suena tremendo.
—Es un clásico. Siempre quise hacer el Walker —puntualizó Cabot.
—Quizá lo hagas —dijo Rand.
Hubo un silencio incómodo.
—¿Vas a llevarme a cuestas también allí?
—¿Quién sabe?
Así empezó la visita. En el jardín todo eran pinos, y un par de palmeras enormes. Al otro lado de la valla de atrás crecían juncias altas y susurrantes. Carol salía con frecuencia a trabajar fuera, quitaba las malas hierbas y regaba las plantas. Se arrodillaba en la tierra inclinando el largo cuello, con la nuca al desnudo. Tenía las piernas delgadas y bronceadas. Se dio media vuelta y se sentó, consciente de la presencia de Rand.
—Ésta es mi tienda de campaña verde —le contó. Las ramas se unían por encima de su cabeza. El sol se filtraba entre el follaje.
Al otro lado del seto, una vecina, la señora Dabney, regaba. Tenía sesenta años largos. Llevaba un pañuelo en la cabeza y un vestido sin espalda que dejaba al aire sus carnes marchitas. Su marido había tenido dos ataques cardíacos.
Rand tomaba el sol sentado en los escalones, sin camisa.
—Vas a asustarla —le advirtió Carol.
—¿Asustarla? —La señora Dabney rociaba los árboles de crassulas para demostrar que estaba atareada—. Cada día se acerca un poco más. —Levantó la voz—. Qué hibiscos tan bonitos, señora Dabney.
—Son el árbol oficial de Hawai —contestó ella—, ¿lo sabía?
—No, no lo sabía.
—Estuvimos allí un par de semanas —dijo—, mi marido y yo.
—¿De verdad?
—Fuimos a todas las islas —dijo ella con una sonrisa cordial.
Días azules del Pacífico. Por la mañana, neblina y el canto de los pájaros. Las oscuras frondas umbrías caían en cascada desde las alturas de las palmeras. Los pasos de Carol en el pasillo. A veces, tumbado en su habitación, Rand se imaginaba que se detenían.
Sabía que ella lo observaba. Notaba su mirada en la cocina y en la mesa. A veces, sin premeditación, sus miradas se encontraban… Ella no la retiraba. Rand la admiraba desde siempre. Carol le devolvía ahora esa admiración.
Cabot bebía. Tomaba dos o tres copas antes de cenar y después vino, no podía dormir de otra forma. Si se despertaba en las horas anteriores al alba, los mismos pensamientos le ocupaban la mente. El cromado de la silla de ruedas brillaba a la luz de la luna cerca de la cama.
Nunca había dormido bien, ni siquiera antes del accidente. Entonces, cuando se despertaba, se vestía en la oscuridad y salía a pasear. A veces tardaba horas en volver. Al amanecer se encontraba en el punto más elevado de los alrededores mirando encenderse el cielo, y después volvía a casa.
Lo habían privado de eso. Ahora se quedaba tumbado mirando la oscuridad. Había rogado a Dios, había leído poesía y filosofía en un intento de dar a su vida una forma nueva. Durante el día parecía que funcionaba, pero por la noche era diferente, todo se escurría gota a gota y volvía a ser el niño que se imagina el mundo y lo que hará en él, con la excepción de que las piernas le colgaban inertes como andrajos.
Se apoyó en un codo. Se llevó las piernas al suelo, la una después de la otra. Acercó la silla y se sentó. Recorrió el pasillo en silencio.
—¿Vern? —Abrió la puerta—. ¿Estás despierto?
—No.
—Cuéntame algo.
—¿Qué te pasa?
—No puedo dormir.
Rand buscó la luz a tientas.
—Si me tomo un par de tragos suelo dormir bien, pero esta noche precisamente, no puedo. Es curioso, siempre veía beber a mi padre. En aquel tiempo no sentía más que desprecio por él. Algunas noches no podía ni hablar, el hombre.
—¿Qué hora es? —preguntó Rand.
—Sobre las tres.
—Empecemos.
—¿No te importa?
—No. —Se sentó—. No; precisamente quería hablar contigo.
Cabot sonrió.
—¿Tú? ¿Hablar tú?
—Me gustaría descubrir qué es lo que no te funciona en realidad —dijo Rand.
—¿Qué es lo que no me funciona? Soy un tullido de mierda.
—¿De verdad?
Cabot lo miró fijamente.
—He estado observándote. Te sientas ahí a leer. Viene Evelyn, te tomas unos tragos. Lo llevas con mucha calma.
—Eso te crees.
—Carol también.
—Qué sabrás tú —dijo Cabot.
—¿A qué te refieres?
—No tienes ni idea. No estoy tan tranquilo. Estoy a la espera.
—¿De qué?
—La verdad es que pensaba pegarme un tiro. Se lo dije a uno en el hospital, otro parapléjico. Creí que le demostraría en qué consiste ser hombre u otra memez por el estilo. Lo único que me dijo fue: «Procura no fallar y quedarte paralítico de los brazos».
—¿Cómo es que conservas la fuerza de los brazos?
—¿No te lo ha explicado Carol?
—Lo intentó.
—Los brazos… están bien… —Agarró a Rand por la mano. Empezó a empujar hacia un lado sujetando una rueda de la silla con la otra mano. Forcejearon uno contra otro. Se le hincharon los tendones del cuello; poco a poco vencía a Rand. Finalmente lo soltó. Respiraba con fuerza—. Donde estoy un poco débil es aquí abajo —dijo.
—Eso era lo que iba a preguntarte.
Cabot no dijo nada. Parecía casi desinteresado.
—¿Qué es lo que te queda, exactamente?
—De la cintura para abajo, nada.
—¿Nada?
—Cero absoluto —dijo Cabot amablemente.
—Tengo razón yo. Te lo tomas con calma.
—Bueno, inténtalo tú.
—Y tu mujer también se lo toma con calma.
—No le queda más remedio.
—Siempre queda remedio.
—Todavía no me ha dejado, si te refieres a eso.
—Oh, no va a dejarte…
—Cuánto me alegro.
—… No mientras estés en una silla de ruedas.
—¿Por qué estás tan seguro?
Rand se encogió de hombros.
—Porque yo no —dijo Cabot.
—No dejaría a un tullido en la estacada.
—¿Crees que sigue aquí por eso?
—¡Ah, Jack! No es eso lo que importa. Estoy pensando en otra cosa. ¿Sabes? Lo primero que me dijeron fue que probablemente morirías. Pero no fue así, luchaste y volviste. Después me dijeron que estabas inválido…
—Sigue.
—¿Me lo tengo que creer?
—En realidad, ésa no es la cuestión —dijo Cabot en voz baja—. La cuestión es cómo puedo creerlo yo.
Hablaron hasta la mañana, cuando los zarcillos verde claro de la araucaria de la señora Dabney se agitaron soñadoramente como seres submarinos; a veces levantaban la voz discutiendo, pero casi siempre en susurros, confidencialmente. Había entendimiento entre ellos, del que hunde las raíces en la fuente misma de la vida. Compartían momentos que nunca olvidarían: un esfuerzo inmenso, desgarrador y, en la cima, el éxtasis; un apretón de manos con la cara resplandeciente, confirmada la existencia misma de los dos.