Catherin salió del portal a la luz del sol. Tenía el coche en la acera de enfrente, cerca de un parque pequeño rodeado de árboles… poco más que la confluencia de tres calles, en realidad. La hierba siempre estaba alta y desatendida. Aunque quedaba frente a la casa de Vigan, a pocos pies en realidad, nunca había entrado allí. Estaba buscando las llaves cuando se fijó en una persona que estaba sentada en la sombra. Lo reconoció al primer vistazo. Se quedó esperando con el corazón desbocado al ver que se levantaba y se dirigía hacia ella.
—Hola, Catherin —dijo.
Había cambiado desde la última vez que lo vio, incluso respecto a las entrevistas en televisión. No sabía precisar en qué. Lo saludó con calma relativa, consciente apenas de lo que decía.
—Pareces sorprendida de verme —dijo él.
—No mucho.
—¿No te llegó mi carta?
—¿Qué carta?
—Te escribí; hace al menos una semana.
—No recibí nada —dijo ella sencillamente.
—Qué raro. —Esperó—. Bueno, te decía que a lo mejor venía, nada más.
Catherin empezó a buscar las llaves otra vez. Le temblaba la mano. Él no se movió. La carta no le había llegado, ni él tampoco, en cierto sentido. Mediaba una distancia entre ellos, la distancia invisible entre lo que poseemos y lo que jamás poseeremos. Incluso iba vestida de otra manera. Nunca le había visto aquella ropa.
—¿Cuánto tiempo llevas aquí? —le preguntó sin levantar la vista del bolso. Sólo hacía una hora que Vigan había salido de casa. La cocinera había entrado—. ¿Acabas de llegar?
—Llegué hacia las ocho de la mañana.
—Ya veo.
—Di una vuelta por la ciudad…
—Ya veo.
—La verdad es que no. ¿Qué buscas?
—Aquí están —dijo nerviosamente con las llaves en la mano—. ¿Cómo encontraste la casa? Bueno, supongo que tenías la dirección.
—No es un secreto, ¿verdad?
—No.
—¿Qué tal te va? —dijo él.
—Muy bien. ¿Y a ti? Pareces un poco cansado.
—Vengo de viaje.
—¿De dónde?
—De Chamonix.
—Ah, claro.
—¿Qué tal está tu hijo? —preguntó.
—Bien.
—¿Qué nombre le pusiste?
—Jean —dijo, pronunciándolo a la francesa.
—Jean —lo repitió un par de veces—. ¿Por qué escogiste Jean?
—Suena bien con Vigan —dijo.
—Ah. ¿Cómo…? —Vaciló de pronto—. ¿Cómo es?
—Se parece un poco a ti.
—¿De verdad?
—Sí.
Rand comprendió que ella no tenía nada para él. No quedaba nada. Se mostraba fría, desinteresada. Incluso había adoptado la belleza propia de los desconocidos.
—¿Podría verlo?
Catherin no respondió. Estaba confusa interiormente. Y lo que es más, estaba nerviosa: cualquiera que pasara por la calle los vería allí juntos. El propio Vigan podría volver. Desde el nacimiento del niño era más afectuoso e impredecible. Podía aparecer por la esquina en cualquier momento con un enorme ramo de flores en el asiento de al lado. Y sin embargo, ahí, ante ella, estaba la cara perdida, inolvidada del hombre que era el padre, que siempre lo sería.
—¿Y bien?
—Creo que no tenías que haber venido —fue lo único que pudo decir.
—Tenía que venir.
—No, no tenías que venir.
—Ahora o nunca —dijo él simplemente.
—¿Qué quieres decir?
—Vuelvo a casa.
Un impacto le recorrió el cuerpo. Incluso habiéndola abandonado, ahora se alejaba más, desaparecía para siempre de su mundo.
—¿Cuándo te vas?
—Mañana. Sólo he venido a despedirme.
—Ah, bien. Está durmiendo —dijo—. Está durmiendo la siesta de la mañana. Además, la cocinera está en casa.
—No quiero ver a la cocinera.
—Mira, es muy difícil.
Rand no dijo nada. No tenía un gran deseo de ver al niño, era mera curiosidad, pero el rechazo, breve y rotundo, lo mataba.
—Me caso, ¿sabes? —dijo—. Henri va a adoptarlo.
—¿Cuándo?
—En otoño.
—Entonces, es posible que no vuelva a verlo nunca. Ésta podría ser la última vez.
Era todo, la ropa vieja, las leves arrugas de la frente, la inocencia que no lo abandonaba en ninguna circunstancia. No era débil, no estaba rogándole, estaba esperando pacientemente.
—Tienes que prometerme que te irás —dijo ella—. Tienes que darme tu palabra.
—No te preocupes.
—¿Me lo prometes?
—Pareces nerviosa por algo. ¿Qué es? ¿Qué crees que voy a hacer? ¿Robártelo? Quiero verlo, eso es todo. ¿Es mucho pedir?
—Espera aquí —dijo, y entró.
Él cerró los ojos. Cuando volvió a abrirlos, la calle estaba vacía. No era difícil imaginarse en cualquier parte, en cualquier ciudad de provincias, incluso en Chamonix. Detrás de las paredes y las vallas había jardincillos, filas de césped cuidadosamente dispuestas en montículos. Esas casas, esos pueblos, a excepción de las antenas de los tejados, no habían cambiado desde hacía un siglo. Había llegado a conocer ese país que no era el suyo. De pronto lo embargó una pena profunda al pensar en dejarlo. Una especie de oleada lo envolvió. Notó que empezaba —el pecho— a resquebrajársele, a derrumbársele. No podía evitarlo. La amaba, y ese amor lo había traicionado. Siguió allí, procurando soportarlo todo: las casas, los transeúntes, su propia falta de valor. Quería echar a correr, volver en otra ocasión con fuerzas renovadas, cuando pudiera herirla de algún modo en vez de sufrir ese deseo inútil, ese arrepentimiento.
Oyó un ruido arriba. Levantó la vista.
Los postigos de una ventana del segundo piso se habían abierto y, un momento después, apareció Catherin. Sostenía a su hijo en brazos. Parecía que estuviese sola, serena, inadvertida. Guardaba silencio, centraba toda su atención y su cariño en el niño. Desde esa distancia, Rand apenas le distinguía la cara. Le vio las manitas, el cabello claro. Al cabo de un rato, Catherin miró hacia abajo. El niño movía las manos.
—¿Qué?
Le había dicho algo, una palabra silenciosa que no logró entender. Pero no se la repitió. Sólo abrazó al niño más estrechamente, vaciló y se retiró al interior de la habitación. Al cabo de un minuto, sus manos cerraban los postigos.
—¡Catherin!
Le parecía que todo lo anterior era un viaje, que el camino lo había llevado hasta allí y allí terminaba. No sabía qué hacer. Se quedó plantado. Las hojas suspiraron levemente por encima de él bajo el peso de horas de bochorno, de interminables días de verano.
Fue en Grenoble, camino del norte, cuando por fin entendió lo que le había dicho, como la pieza de un rompecabezas a la que se da vueltas y más vueltas y, de repente, encuentra su sitio. Lo vio claramente, el largo muro blanco de la casa, la ventana, los bracitos moviéndose sin ton ni son, una palabra sencilla: «Adiós».